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«¡AL FIN SOMOS UN PUEBLO LIBRE!»
Suspendido en el cielo de otoño, el gigantesco disco lunar iluminaba la maraña de cúpulas, minaretes, campanarios, bóvedas y viejas murallas almenadas. A nueve mil kilómetros del patinadero donde algunos diplomáticos iban a determinar el futuro de una tierra cuyo corazón era, la ciudad sagrada de Jerusalén esperaba conocer la nueva orientación de su destino.
Fuese por el sacrificio de los animales sobre el altar de su viejo templo judío; por el sacrificio de Cristo en la cruz o por el que los hombres renovaban sin cesar, sobre sus muros. Jerusalén había vivido, como ninguna otra ciudad del mundo, en la maldición de la sangre derramada. Yerushalayim, en hebreo antiguo, significa «la ciudad de la Paz»; y sus primeros habitantes se instalaron en la ladera del monte de los Olivos, esos árboles cuyas ramas se convirtieron en el símbolo universal de la concordia. Una interminable sucesión de profetas habían proclamado aquí la paz de Dios para los hombres, y David, el rey judío que la había hecho su capital, la había honrado con esta invocación: «Rogad por la paz de Jerusalén».
Sagradas para las tres grandes religiones monoteístas —el cristianismo, el Islam y el judaísmo—, las piedras de Jerusalén llevaban las huellas de su santidad y el recuerdo de los crímenes que habían sido cometidos en nombre de la religión. David y Faraón, Senaquerib y Nabucodonosor, Herodes y Tolomeo, Tito y los cruzados de Godofredo de Bouillon, Tamerlán y los sarracenos de Saladino, turcos y soldados británicos de Allenby, todos habían combatido aquí, pillado, incendiado y matado. Todos habían muerto por Jerusalén.
En la azulada oscuridad de aquella noche de noviembre, enclavado en el centro de las altas colinas de Judea, la ciudad ofrecía la apariencia de la paz. La rodeaban luces lejanas, como satélites alrededor de su planeta. Al Norte, las de Ramallah; a lo lejos, hacia el Este, cerca de la orilla del mar Muerto, las de Jericó; y hacia el Sur, las de Belén. Más cerca brillaban, de colina en colina, los fuegos de los pueblos que parecían, como faros, guardar las entradas de la ciudad. Al Oeste, el de Castel, coronado por las ruinas de su castillo de cruzados, dominaba la única vía procedente de la costa, la estrecha carretera por la que llegaban cada día casi todos los aprovisionamientos destinados a los cien mil judíos de la ciudad. Sus pocos kilómetros determinaban la existencia de Jerusalén. Casi todas aquel1as luces eran las de los pueblos árabes.
La ciudad empieza cuando esta carretera se convierte en una avenida. Antes de acabar, al pie de las murallas de la ciudad vieja, la avenida de Jafa atraviesa los barrios judíos de la nueva Jerusalén, de la que es gran arteria comercial. Almacenes, Bancos, cafés, cinematógrafos se suceden en una mezcolanza de vitrinas y escaparates donde se unen, en insólitas nupcias, Europa Central y Oriente. Al norte de la avenida, en el barrio de Mea Shearim, agrupados en torno a las cúpulas de sus numerosas sinagogas, viven los guardianes más fanáticos de la ortodoxia religiosa: los judíos de las sectas hassidim. Al Sur se extienden los barrios judíos modernos de Ohel Moshe, Rehavia, Kiryat Shmuel y, más allá, los barrios, también modernos, pero ocupados principalmente por árabes, de Katamon y Bekaa, así como las colonias griega y alemana.
Al final de la avenida, altivas y majestuosas, se yerguen las murallas que encierran la ciudad vieja en un soberbio cinturón de piedra. En el interior —en la confusión de las construcciones y el laberinto de callejuelas cubiertas y pasadizos secretos— viven cincuenta mil habitantes que los ritos o las religiones encierran en diversos ghettos. La ciudad vieja se compone de los barrios armenio, cristiano, judío y musulmán. Pero, sobre todo, acoge en su seno los tres altos lugares sagrados que constituyen la gloria y la desgracia de Jerusalén.
Casi en su centro, dos cúpulas de piedra y un campanario romano cubren las profundidades oscuras y perfumadas de un lugar por cuya posesión multitudes de la Edad Media se lanzaron por los caminos de las Cruzadas. El punto más sagrado de la cristiandad, la iglesia del Santo Sepulcro, se levanta en el presunto lugar de la agonía y muerte de Cristo. Allá, en un polvoriento desorden de pilares, de escaleras y de bóvedas, los sacerdotes de todos los ritos del cristianismo (griegos, rusos, coptos, latinos, armenios, caldeos y sirios) montan una desconfiada guardia ante sus altares y reliquias, salmodiando letanías a la gloria del Señor resucitado y cuya propiedad reivindican todas las confesiones.
En el otro extremo de la ciudad vieja, en el centro de una vasta explanada, se alza el testimonio de la importancia de Jerusalén para otra fe: el Qubbet es Sajra (la cúpula de la Roca). Engastada bajo los mosaicos de su cúpula, donde el oro y el verde se funden para honrar las graciosas inscripciones que celebran a Alá el Único y el Misericordioso, aparece una sombría masa rocosa. Alto lugar de la Antigüedad, es la cima del monte Moria. Según la tradición islámica, una ligera huella en su pared sería la de la mano del ángel Gabriel que bajó a la tierra la noche en que Mahoma partió sobre su yegua blanca para su ascensión celestial.
Enclavada en un estrecho corredor al pie de esta explanada se eleva una larga fachada, hecha de enormes bloques de piedra desunidos. Vestigio de los cimientos del templo construido por Salomón, el Muro de las Lamentaciones es el lugar más sagrado del judaísmo; hacia él se vuelve, desde hace veinte siglos, el pueblo judío, llorando su dispersión. Luciente, dorada, satinada, desgastada en su base por el roce secular de frentes, labios y manos, esta masa inflexible ha resistido a todas las calamidades que, desde la noche de los tiempos, han atormentado a Jerusalén. Acompañando con un balanceo del busto el murmullo de sus oraciones, un puñado de judíos ortodoxos, vestidos de negro, han montado ante él una guardia perpetua. Deslizados en las hendiduras y grietas de los grandes bloques de piedra se encuentran docenas de pedazos de papel, mensajes de fidelidad al Dios todopoderoso, oraciones implorando su bendición para un hijo recién nacido, una esposa enferma, un comercio en dificultad o la liberación del pueblo de Israel.
Resonando con el mismo fervor por encima de sus tejados, los carillones de las iglesias, las penetrantes llamadas de los almuédanos desde lo alto de sus minaretes, y los solemnes lamentos de los shofars de las sinagogas ritman la vida de la vieja Jerusalén y la invitan a una oración perpetua. Recuerdan también a sus miles de habitantes que Jerusalén no es más que una etapa de un viaje místico cuyo destino final es un profundo barranco, al pie de la ciudad. Allá, entre las murallas y el monte de los Olivos, se encuentra el bíblico valle de Josafat, donde las trompetas del Juicio llamarán, al fin del mundo, a todas las almas de la Humanidad. Esta perspectiva hace de Jerusalén una ciudad a la que se viene tanto para morir como para vivir. Generaciones de cristianos, judíos y musulmanes duermen así, mezclados bajo las piedras blancas de este valle, encontrando en la muerte la reconciliación que no pudieron obtener en vida.
A su fraccionamiento étnico e histórico en una multitud de islotes hostiles, los ocupantes británicos acababan de añadir tres nuevos enclaves. Circuidas de alambradas de espinos cubiertas de ametralladoras, estas zonas, llamadas de seguridad, encerraban las instalaciones militares y los edificios públicos. Una de ellas, situada en pleno centro de la ciudad moderna, englobaba la Jefatura de Policía, el Ayuntamiento, el hospital gubernamental y el edificio de «Radio Palestina». Ninguna persona podía entrar en esta área restringida sin autorización. Oficialmente denominada «Zona C», debía su sobrenombre de «Bevingrad» a la ironía de los judíos de Jerusalén, cruelmente decepcionados por la actitud del ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, Ernest Bevin.
Por su geografía y su interés estratégico y, principalmente, en razón de las pasiones que su nombre levantaba, Jerusalén parecía condenada a una maldición permanente. Si la decisión de aquella noche debía engendrar un nuevo conflicto, ella sería su corazón y su puesta o envite.
Y, sin embargo, cuando el crepúsculo se deslizaba hacia la noche, la ciudad parecía haber encontrado de nuevo la unidad, que raras veces había aprovechado durante los treinta años que acababan de transcurrir. En las casas, en los cafés, en los tenduchos, todo el pueblo de Jerusalén, árabe y judío, estaba congregado alrededor de los aparatos de radio para seguir en una misma inquietud cada palabra del lejano debate del que dependía el destino de la ciudad.
Aquella noche, como casi cada día después de su boda, los árabes Ambara y Sami Jalidy estaban instalados ante la chimenea de su pequeña biblioteca: Ambara, tras el pequeño escritorio sobre el que había hecho la primera traducción de La Ilíada y La Odisea del griego antiguo al árabe; Sami, en la mecedora, junto al fuego. Alrededor, con sus relieves de cuero patinados por el tiempo, se alineaban los textos de la más antigua biblioteca islámica del mundo. Desde el día del año 638 en que Whalid Ibn Whalid entró en la Ciudad Santa a la cabeza de una columna de los guerreros conquistadores del califa Omar, siempre había habido Jalidy en Jerusalén. Ultimo representante de un largo linaje de eruditos, profesores y jeques que habían sido la levadura intelectual de la comunidad musulmana de Jerusalén, Sami Jalidy dirigía el Colegio Árabe, cuyos edificios se extendían más allá de la ventana de su biblioteca. Hijos notables, mercaderes y cheijs beduinos se habían reunido en su escuela, comunidad rica en promesas de la que Sami Jalidy esperaba lograr una élite capaz de dirigir Palestina. Aquella noche, con su frente arrugada por la inquietud, escuchaba cada palabra que difundía la emisora de radio y se preguntaba si el destino no estaría a punto de privar a sus jóvenes alumnos de la patria para cuyo gobierno los había preparado él.
En su alojamiento, cerca de la puerta de Herodes otra pareja árabe, el empleado de Correos Hameh Majaj y su joven esposa alternaban la escucha de la radio con una ocupación más tranquilizadora. Una vez más, estudiaban el plano de la pequeña casita que se querían hacer construir en la entrada de Jerusalén. Durante todo el otoño habían soñado con aquel hogar que debía coronar su felicidad. Se habían encontrado dos años antes en el mostrador de la Central de Correos. A la joven que se le había acercado en demanda de empleo, Majaj le había propuesto entonces, simplemente, que se casara con él. Los habían unido dos hijos, y luego compraron una parcela de terreno. Estaban convencidos de que su número catastral les traería suerte. Sin embargo, aquella ve el número trece se mostraría ineficaz. El voto de aquella noche iba a destruir la felicidad de los Majaj.
Para acallar la inquieta espera de noticias, una mujer había preferido refugiarse en las murallas de su ciudad. Viuda del historiador árabe más eminente de su generación, Katy Antonious era la primera anfitriona de Jerusalén. Eran raros los visitantes de rango en la ciudad, obispos o príncipes, sabios o generales, poetas o políticos que no hubieran pasado bajo la inscripción «Entrad y sed bienvenidos», grabada en árabe en el arco de piedra que coronaba la puerta de su casa.
Aquella noche, queriendo desafiar las amenazas que pesaban sobre el destino de sus compatriotas, había abandonado sus salones por la terraza almenada de la antigua Torre de las Cigüeñas. Así, sobre las mismas piedras, había hecho disponer para sus invitados los mil pequeños platos de un mezé. La elección de aquel lugar era simbólico. Ocho siglos y medio antes, otra generación de árabes había salvado allí el honor de Jerusalén oponiendo una heroica resistencia a los asaltantes del conquistador cristiano Godofredo de Bouillon y de sus soldados cruzados.
En el otro extremo de la ciudad, en su modesta casa de uno de los nuevos barrios judíos, una mujer de cuarenta y nueve años fumaba nerviosamente un cigarrillo, cubriendo de inscripciones la hoja de papel que tenía ante ella. También era una anfitriona célebre de Jerusalén, aunque de un género totalmente distinto. Su cocina servía de salón, y su hospitalidad se manifestaba en el inagotable café que servía a sus huéspedes, de una gran cafetera que se hallaba permanentemente sobre el fuego. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, distribuyendo a sus amigos tazas de café y pastas secas con tanta insistencia que no tenían más remedio que aceptar, había sido, para los adolescentes de aquella nueva raza de judíos, la madre eterna de la Biblia.
En cierto sentido, había nacido para vivir aquella noche. Su padre era un artesano ebanista cuya habilidad le había valido a su familia el vivir en Kiev fuera del ghetto, pequeño privilegio que sólo permitía morir de hambre un poco más despacio. Cinco de los seis hijos nacidos antes que ella habían muerto a temprana edad. Su padre, más adelante, la llevó a América, tierra prometida de los emigrantes de la época. Y fue allí donde, recolectando fondos para las víctimas de los pogroms de la Primera Guerra Mundial en las calles de la ciudad de Denver, encontró, a los diecisiete años, la fe sionista. Desde entonces se dedicó totalmente a ella. Aquella noche representaba para ella la consagración del combate de su vida, una forma de justificación de su propia existencia. De ordinario era la más sociable de las mujeres; pero la emoción de aquella hora era tan preciosa, que Golda Meir había preferido vivirla sola, con su taza de café, su inseparable cigarrillo y el cuadernito sobre el que se disponía a escribir el resultado de la votación que la aproximaría al sueño de toda su vida.
Treinta de los judíos más buscados de Palestina escuchaban las noticias alrededor del viejo aparato de radio instalado sobre una mesa rodeada de sillas, llena de tazas y una docena de botellas de vodka. A menos de doscientos metros, en su cercado de alambradas, se encontraba el cuartel general de la Seguridad británica, cuyos oficiales los habían perseguido durante dos años a través de todo el país. Imponente, con la calva cabeza atravesada por un solo mechón de pelo, el que los había reunido estaba sentado al final de la mesa. Oficial del Ejército del Zar, luchador de circo, cantero, vendedor de mesas, periodista y doctor en Filosofía, Isaac Sadeh era ya un personaje legendario. Sin embargo, no era el talento que había mostrado en tan diversas profesiones lo que le había valido la viva admiración de sus compañeros y el odio encarnizado de los policías ingleses. Era el padre espiritual de la «Haganah», el ejército secreto de la comunidad judía de Palestina, y el fundador de su punta de lanza, el cuerpo escogido del «Palmach», la «fuerza de choque».
Inspirado en los principios marxistaleninistas, el «Palmach» era un ejército sin insignias, sin verdadero uniforme, sin desfiles, sin disciplina estricta, un ejército donde el grado sólo daba derecho al privilegio de morir el primero.
Hacía cuarenta y ocho horas que Isaac Sadeh conferenciaba, en aquella habitación superpoblada, con los jóvenes jefes del «Palmach», hombres de los que oiría hablar el mundo entero veinte años más tarde, hombres como Yigal Alon e Isaac Rabin.
—Si la votación es positiva —declaró con gravedad—, los árabes nos harán la guerra. Y su guerra nos costará cinco mil vidas humanas.
Tras un silencio, añadió:
—Y si es negativa, nosotros seremos los que haremos la guerra a los árabes.
Esta perspectiva pareció petrificar a la asistencia. Después, la radio comenzó a desgranar cada resultado. Isaac Sadeh alargó el brazo, tomó una botella de vodka y se sirvió un vaso lleno. Levantando a continuación su vaso a la salud de los jóvenes oficiales, dijo con una triste sonrisa:
—Amigos míos, el momento es tan grave, que creo deberíamos dedicar un brindis a cada uno de los votos.
En la sala de teletipos de «Radio Palestina», los despachos eran arrancados apenas recibidos. El original era transmitido al servicio inglés, una copia al servicio hebreo y otra al servicio árabe. Aquí, el joven redactor Hazem Nusseibi garrapateaba una rápida traducción para el locutor. Mientras se sucedían los resultados de la votación, tenía el presentimiento de que el resultado del escrutinio permanecería incierto. Pero pronto cayó sobre su mesa un último despacho. El árabe lo tradujo a toda prisa. Sólo escuchar la voz del locutor, el joven redactor comprendió lo que él mismo acababa de escribir: «Por treinta y tres votos contra trece y diez abstenciones, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha votado la partición de Palestina».
Entonces, procedente del otro lado de la pequeña estancia, oyó los clamores de alegría de sus colegas judíos.
La luna llena flotaba sobre la ciudad. Desde su balcón, el dentista Israel Rosenblatt contemplaba con atención casi mística el panorama que se extendía ante él: la avenida de Jafa atravesando el corazón de la ciudad nueva, la ciudadela de Solimán, la torre de David, las murallas de la vieja Jerusalén, las cúpulas de sus iglesias y sinagogas, sus minaretes reverberando como alabastro.
Procedente de algún patio escondido tras las murallas, un ruido extraño recorría las silenciosas tinieblas. Era el lamento de un shofar, aquel cuerno de morueco al son del cual Josué hiciera caer las murallas de Jericó. Rosenblatt se acordó de pronto de las palabras de una oración de Yom Kippur, la gran fiesta del Perdón. «Dios mío —murmuró con respeto—, el shofar anuncia al fin nuestra libertad». De los patios de las casas y de las sinagogas, otros shofars respondieron a la llamada, hasta que su ronco y primitivo ruido pareció desgarrar la noche por todas partes. Como otros muchos habitantes de Jerusalén, Israel Rosenblatt volvió su cara hacia el Este, hacia aquel muro de piedras depositario de tantos recuerdos sagrados del judaísmo. Suavemente, casi imperceptiblemente, se puso a recitar una plegaria de acción de gracias.
Transcritos con cuidado a medida que los anunciaba la radio, los resultados del escrutinio cubrían varias páginas de la libreta de Golda Meir. Pero ella, que había luchado toda su vida por aquel instante, no podía descifrar lo que había escrito. Cuando el resultado definitivo hubo sido proclamado, sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas.
En cuanto al árabe Sami Jalidy, se levantó de su mecedora y atravesó la biblioteca para desconectar el aparato.
—Ahora va a comenzar una tragedia —dijo a su esposa.
Al otro lado de la ciudad, en una casa del barrio árabe que llevaba el nombre de su familia, el joven Nassereddin Nashashibi oyó a su padre declarar que aquella votación significaba la guerra. No debía olvidar la profecía que hizo aquella misma noche, por radio, el delegado sirio en las Naciones Unidas: «Los Santos Lugares —declaró Fares El-Jury— van a sufrir largos años de guerra, y la paz no reinará antes de muchas generaciones».
Como París había vivido el día de su liberación, como Londres y Nueva York habían festejado el día de la victoria, la Jerusalén judía iba a estallar en un desbordamiento de alegría, una alegre locura que saludaba el fin de dos mil años de espera.
En el bar «Fink's», cuyo dueño era Dave Rothschild había escuchado las noticias en compañía de dos lindas muchachas. Cuando fue proclamado el resultado, se precipitaron los tres a la calle, aún tranquila. Riendo como niños, se dirigieron hacia la avenida del Rey Jorge V, una de las principales arterias de la ciudad. Llamaban a todas las puertas y gritaban hasta perder el aliento:
—¡Tenemos un Estado, tenemos un Estado!
Dos jóvenes oficiales de la «Haganah», Motke Gazit y Zelman Mart, saltaron a un viejo «Chevrolet». Dando alaridos de alegría, recorrieron las calles con gran estrépito, hasta que Gazit tuvo la certeza de haber despertado a toda la ciudad con su claxon.
Por doquier, mientras corría la noticia, se encendían lámparas, se abrían las ventanas, los vecinos se interpelaban. En pijama y pantuflas, un peinador o un gabán sobre los hombros, los judíos de Jerusalén comenzaron a invadir las calles. Desembocando en la calle Ben Yehudá, el periodista Uri Avner chocó con un grupo de estudiantes que la bajaban corriendo. De cada puerta salía la gente para unirse a ellos, incrementando su número de casa en casa. En la esquina de la avenida de Jafa, un coche de la Policía británica los detuvo.
—¿Saben ustedes que es más de medianoche? —preguntó un oficial inglés.
—¿Saben ustedes que tenemos un Estado? —les gritaron.
En la confluencia de la avenida del Rey Jorge V con la de Jafa, una de las encrucijadas más animadas de Jerusalén, un estudiante arrastró a sus camaradas por la mano y se puso en cabeza de una farándula que hizo girar en mitad de la calzada. Prisionero en el círculo, Uri Avner se dio cuenta que bailaba una hora por primera vez en su vida.
Otros jóvenes, subidos en un camión provisto de un altavoz, recorrían las calles para invitar a la población a manifestar su alegría. Les interceptó el paso un vehículo blindado británico. Pero pronto dio media vuelta para seguirlos y aportar el concurso de su altavoz al del camión judío. Miembro de la milicia judía, Reuven Tamir corrió a reunirse con la multitud. En la calle Ben Yehudá encontró a unos amigos. En su euforia, forzaron la puerta de un quiosco de bebidas refrescantes y golosinas. Lo estaban desvalijando cuando el propietario llegó vociferando. Pero al darse cuenta, súbitamente, de que aquel día todo pertenecía a todo el mundo, el comerciante continuó por sí mismo la distribución. Un grupo pasó ante el quiosco. Unos jóvenes llevaban en triunfo a un policía judío de la fuerza pública británica, gritando:
—¡Será nuestro primer ministro del Interior! Tamir aplaudió con fuerza y corrió a mezclarse en el grupo. Era a su padre al que aclamaban.
En el centro de la ciudad, todos los cafés y restaurantes estaban atestados. Los dueños ofrecían una ronda general. El depositario de los vinos «Carmel Mizrahi» hizo rodar por medio de la calzada un enorme barril de vino tinto, entre la alegría de la multitud. En el barrio ultrarreligioso de Mea Shearim, los alumnos de las escuelas talmudistas ayudaban a su rabino a repartir tragos de coñac a todos los que pasaban.
—¡Le Chayim! (¡Por la vida!) —exclamaban levantando sus vasos.
Los conductores de autobús corrieron a buscar sus vehículos para transportar gratuitamente hacia el centro a sus conciudadanos de los barrios periféricos. A las dos de la madrugada, millares de judíos, desbordantes de alegría, habían invadido el corazón de Jerusalén. En cada confluencia, jóvenes exultantes de alegría bailaban horas desenfrenadas. Enlazados en interminables cadenas, otros desfilaban por las calles cantando la Hatikvah, el himno sionista. En ruso, checo, alemán, húngaro, yiddish, hebreo, en casi todas las lenguas, los viejos cantos de los pioneros del sionismo ascendían en la noche. Desconocidos se estrechaban y abrazaban.
Hasta los ingleses se unieron a la fiesta. En su carrera, Jacob Salamon, oficial de la «Haganah», cayó sobre un vehículo blindado británico. Palideció de terror. La cantimplora trucada que pendía de su cintura contenía dos granadas y una pistola, lo cual podría haberlo llevado a prisión para siempre. Vio entonces a un grupo de jóvenes detener el vehículo y trepar a él para abrazar a los policías, entre grandes risas. Estupefactos al principio, los ingleses se pusieron a reír a su vez y a abrazar a los judíos. Vuelto en sí de su espanto, Salamon comprobó que era la primera vez que los ingleses compartían la felicidad de los judíos.
En otra parte, otro vehículo blindado maniobró ante los edificios de la «Agencia Judía», con su torreta cubierta por un grupo humano que cantaba la Hatikvah, y su cañón, adornado con una gran bandera judía. La alegría era tan contagiosa, que varios soldados ingleses hurgaron en sus bolsillos para arrojar algunos chelines en los cepillos de los recolectores del Fondo nacional judío, que mostraban en seguida el emblema azul pálido en el dorso de su uniforme. Antes de beberse el tercio de la botella de coñac que le ofrecía el rabino Spicehandler, un soldado gritó alegremente:
—¡Vivan los judíos!
Mucho antes del alba, toda la Jerusalén judía estaba despierta y manifestaba su alegría. Las sinagogas abrieron sus puertas a las tres de la madrugada y fueron inmediatamente invadidas por multitudes agradecidas. Hasta los judíos más agnósticos tenían aquella noche la impresión de sentir sobre ellos la mano de Dios.
Cuando las primeras luces del día enrojecieron el cielo, el comerciante Zev Benjamín evocó la creación del mundo tal como lo cuenta la Biblia: «Y hubo una tarde, y hubo una mañana: fue el primer día». Otros pensaron en la imagen de la creación que da el Libro de Job: «Cuando las estrellas de la mañana cantaban reunidas y todos los hijos de Dios estallaban de alegría». Viendo a los jóvenes bailar, el contramaestre Reuven Ben Yehoshua, de origen ruso, se acordó, con gratitud, de los «primeros pioneros que no habían jamás imaginado aquella noche y sin los cuales, lógicamente, aquella noche no habría podido existir jamás».
Sin embargo, algunos habitantes se negaron a participar en el júbilo general. Prosternados en la penumbra de sus sinagogas, los jefes de la secta ultrarreligiosa y conservadora de los Netoré Karta —los Guardianes de la Ciudad— estaban virtualmente de luto. Para aquellos ortodoxos fanáticos, la creación del Estado que festejaban sus compatriotas era un sacrilegio, un milagro forjado por las manos de los hombres, mientras que sólo Dios tenía el derecho de realizarlo.
Inquieto y solitario, un distinguido personaje subía lentamente por la calle Ben Yehudá. Mientras que a su alrededor se celebraba la promesa del nuevo Estado Judío, Eleazar Sukenik soñaba con aquel otro Estado que había desaparecido casi dos milenios antes sobre los espolones rocosos de la Masada. Aquella misma noche, en la tienda de un comerciante de souvenirs árabe, cerca de la iglesia de la Natividad, en Belén, sus dedos habían acariciado piadosamente algunos fragmentos de pergamino petrificado cubiertos de inscripciones. Temblando de emoción, comprendió que tenía entre las manos los testimonios más preciosos jamás encontrados sobre aquella civilización desaparecida. Al día siguiente debía visitar al comerciante para negociar su compra. Se preguntaba con inquietud si los acontecimientos de la noche no iban a romper sus relaciones con el árabe, ya que tenía la intención de conseguir aquellos rollos inestimables: aquellos lazos de tradición que iban a unir al Estado nuevo con la antigua nación judía. Era el descubrimiento arqueológico más importante del siglo XX: los Manuscritos del mar Muerto.
Sin embargo, a través de toda Palestina, los judíos compartían la misma alegría. Tel-Aviv, la primera ciudad judía del mundo, parecía una capital latina en una noche de carnaval. En cada kibbutz, la comunidad entera bailaba y rezaba. En las colonias del Negev y en la frontera siria del Norte, los jóvenes pioneros, de guardia en sus puestos aislados, bendecían la noche que los envolvía.
En Jerusalén, la alegría popular se manifestaba ahora alrededor de una fortaleza cuyos muros de hormigón habían albergado durante años las esperanzas de los judíos. Iluminados por los haces de los reflectores, el edificio de la «Agencia Judía» y su patio eran escenario de una manifestación delirante.
Cuando la estrella de David de la bandera sionista, azul pálido sobre fondo blanco, se elevó en el mástil del edificio, partió de la multitud un estallido de aplausos. Atrapado en los torbellinos humanos, el periodista Isaac Giviton quedó impresionado por una imagen inédita, que debía simbolizar para él la felicidad de los judíos de Jerusalén aquella noche. Por primera vez vio a la gente pisotear alegremente los macizos de flores, por lo general tan respetados. «Estas gentes no serán ya, en lo sucesivo, sólo una multitud. Se han convertido en una Nación», pensó el sindicalista Reuven Shari, ante la delirante alegría de aquel gentío.
Bruscamente se acalló el tumulto, y se hizo un extraño silencio alrededor del edificio. Una sólida silueta femenina acababa de aparecer en el balcón.
—¡Durante dos mil años —gritó Golda Meir— hemos esperado nuestra libertad! Y ahora que está aquí parece tan grande, tan maravillosa, que faltan palabras para expresar nuestros sentimientos.
Después, con la voz ahogada por la emoción y el corazón henchido de ternura, la hija del ebanista de Kiev formuló el deseo que había acompañado a su pueblo, durante generaciones, en los momentos alegres y solemnes de la existencia.
—¡Judíos —gritó—. Mazel tov! (¡Buena suerte!).
En las desiertas calles de los barrios árabes, los ecos de aquellos clamores triunfales resonaron como un toque de difuntos. Desde las villas, envueltas en enredaderas, de Katamon, hasta los inmuebles de piedra rosa de Sheij Jerrah, numerosos árabes espiaban la noche. Al oír los ruidos que llegaban de los barrios judíos, se preguntaban qué cambios iban a sufrir sus destinos.
—Todo está perdido. La sangre va a correr por las calles de Jerusalén —anunció, a su esposa, Gibrail Katul, funcionario de Instrucción Pública, lleno de melancolía y amargura.
Después, un fatalismo ancestral le hizo buscar la causa:
—¡Es culpa de los ingleses! —añadió—. Nos han dejado caer. El mundo entero ha conspirado para abatirnos.
Pero la mayoría de los árabes se negaban a creer que los ingleses pudieran abandonar un país que habían administrado durante treinta años. La reacción de Sami Hadawi, otro funcionario del Mandato, era significativa. Tenía la profunda convicción de que la decisión de aquella noche no era más que un espejismo, y que no sería aplicada jamás.
—Esto es cierto —se repitió confiado—; los ingleses no abandonarán jamás Palestina.
Desde su ventana, Zihad Jatib, un contable de veintiún años, miraba las luces anaranjadas de las antorchas que danzaban sobre los muros del barrio vecino de Mea Shearim, de donde procedía el ruido de los festejos. «Es como el Día de la Victoria», se dijo. Después, amargamente, pensó: «Pero los victoriosos son ellos, no nosotros».
Al abandonar su estudio de «Radio Palestina», Hazem Nusseibi oyó una voz murmurar tras él, en la oscuridad:
—Cuando llegue el día, habrá árabes dispuestos a cumplir con su deber.
Se volvió para ver quién había hablado. Era un oficial beduino de la unidad que guardaba la emisora de radio. Pertenecía a la ramosa Legión Árabe, aquel cuerpo escogido cuyas ametralladoras y cañones iban a hacer pagar bien pronto a los judíos el precio del Estado que festejaban aquella noche.
Entre los árabes que fueron testigos de las celebraciones judías, ninguno había sentido la extrañeza de la situación con más agudeza que un joven oficial del Ejército sirio que, vestido de paisano, se paseaba por medio de la población de la primera ciudad judía del mundo. Mientras se levantaba el día sobre Tel-Aviv, el capitán Abdul Aziz Kerine contempló desde la ventana de su hotel las alegres muchedumbres que seguían danzando en la calle. El joven sirio tenía sus buenas razones para estar impresionado, ya que era una misión muy especial la que lo había conducido allí. Dentro de algunas horas, saldría del aeropuerto de Lydda con destino a Praga. En la capital checoslovaca debía comprar diez mil fusiles automáticos, mil metralletas y doscientas ametralladoras, primeras armas con las que los árabes esperaban borrar las esperanzas suscitadas por aquella histórica noche.
—¡Qué importa que hayamos ganado! —cuchicheó la mujer, en salto de cama—. Déjele dormir.
Sin embargo, para despertar a aquel viejo, el joven funcionario de la «Agencia Judía», Gershon Avner, hijo de un fabricante de corbatas berlinés, acababa de recorrer cuarenta kilómetros desde Jerusalén hasta el kibbutz de Kalya, a orillas del mar Muerto. Le llevaba al personaje dormido el borrador de una declaración, primer reconocimiento oficial por la «Agencia Judía» del voto de las Naciones Unidas. El hombre que dormía ante Avner era, más que nadie, responsable de aquel triunfo. Con la paciencia implacable del cazador que acecha a su presa, estaba ligado a la creación de un Estado judío en Palestina. A la vez flexible y firme, conciliador e intratable, había conducido a su pueblo con el ardor mesiánico de un profeta y el hábil realismo de un guerrero bíblico.
Avner contempló con ternura y respeto el perfil redondeado y los mechones hirsutos de cabellos blancos. Con suavidad tocó la espalda del durmiente.
—Mazel tov —murmuró a David Ben Gurion—, hemos ganado.
Ben Gurion se levantó, se puso un batín y, con paso lento, fue a sentarse a su mesa. Tras ajustarse las gafas, estudió el proyecto de declaración. Las ciento cincuenta palabras de aquel texto, redactado en inglés, fueron pronto tachadas por garrapateos que redujeron la emoción en provecho de un tono más sobrio.
—¡Papel! —exclamó Ben Gurion.
Eran las primeras palabras que dirigía al joven. Avner y Paula, la esposa de Ben Gurion, se pusieron a buscar frenéticamente, mientras aumentaba la impaciencia del viejo. Con desespero, Avner acabó por alargarle todo lo que había podido encontrar: una hoja de papel higiénico que había arrancado del rollo del retrete. Ben Gurion comenzó a escribir el texto de su declaración. Casi había acabado cuando irrumpieron en la estancia los jóvenes trabajadores de la vecina fábrica de potasa. Aclamando a su líder, bailaron a su alrededor una hora endiablada. Con las manos en los bolsillos de su viejo batín, Ben Gurion los miraba con aire preocupado. Realista, sabía ya el precio que tendría que pagar el pueblo judío por el Estado que las Naciones Unidas le habían prometido aquella noche. Los jóvenes quisieron que participara en su danza. Sonriendo tristemente, denegó con la cabeza.
«No podía bailar con ellos —declaró más tarde—. No podía cantar aquella noche. Viéndolos a todos tan alegres, no podía pensar más que una cosa: iban a partir para la guerra».
En Jerusalén habían comenzado ya los primeros preparativos de aquella guerra. Mientras que el «Austin» del enviado de la «Agencia Judía» se dirigía al kibbutz de Kalya, otro vehículo se deslizaba por las oscuras calles de un arrabal judío de Jerusalén. Se detuvo ante el dispensario de la «Histadruth», la Confederación General de Trabajadores Judíos de Palestina. Un hombre rechoncho, de crespos cabellos grises, se apeó del coche, se deslizó hasta la puerta y llamó suavemente. Surgiendo de la sombra, la blanca silueta de un enfermero acudió a abrirle. Los dos hombres atravesaron los desiertos corredores, y el visitante se puso luego a trabajar en un pequeño despacho al fondo del edificio.
Israel Amir mandaba la «Haganah» de Jerusalén, y el enfermero era uno de sus soldados. Desde hacía un año, aquel dispensario había servido de tapadera a su puesto de mando. Amir estudió los mensajes telefónicos recibidos durante la tarde y la noche. No indicaban ninguna actividad sospechosa ni ningún tropiezo en los barrios árabes; pero Amir no estaba tranquilo. Sabía que los árabes no podían aceptar el voto sobre el reparto sin reaccionar. Como la mayoría de los puestos de mando de la «Haganah», el de Jerusalén disponía de un sistema de alerta que permitía una movilización de sus fuerzas. Amir descolgó el teléfono, dando golpes aparentemente anodinos. Luego tomó una segunda decisión. Ordenó a su servicio de información, compuesto de indicadores árabes y judíos originarios de los países orientales, patrullar sin interrupción por los suks de la ciudad vieja. Si debían producirse incidentes, Amir sabía que procederían, ante todo, de la superpoblada maraña de los suks y de las callejuelas del barrio árabe.
El jefe de la «Haganah» tenía razón. Los árabes se mostraban activos en la ciudad vieja. Cada uno era portador de un papel con una media luna y una cruz superpuestas y con las iniciales, en árabe, «E. G.». Estas letras eran las iniciales de Emile Ghory, un árabe cristiano graduado en la Universidad americana de Cincinnati y miembro del Alto Comité Árabe.[1]
Las puertas que debían abrir estos enigmáticos pases estaban dispersas por toda la ciudad vieja, al lado del Muro de las Lamentaciones, cerca de una mezquita de la puerta de San Esteban o detrás del Santo Sepulcro. Los enviados de Emile Ghory sacaron pronto de sus camas tanto a los cheijs como a los simples mercaderes ambulantes o viudas de pequeños burgueses conservadores cuya piedad las colocaba por encima de toda sospecha. A la presentación del mensaje de Ghory, fueron conducidos hacia los escondrijos, suponiendo lo que habían ido a buscar. Abrieron falsos paneles, levantaron tablas del parquet, cavaron agujeros, rompieron tabiques, vaciaron cajas llenas de chucherías, desmontaron los hornos de pan, desplazaron los muebles; al amanecer habían recogido su cosecha. Mientras los judíos del otro lado de las murallas habían pasado la noche bailando, todo el arsenal secreto del Alto Comité Árabe de Jerusalén había sido exhumado. En total, ochocientos fusiles escondidos durante casi diez años, tan pronto como acabara la larga y sangrienta revuelta de los árabes de Palestina contra los ingleses.
Para los judíos de Jerusalén, la tempestad que dejaban presagiar las órdenes de Emile Ghory no era más que una lejana preocupación. Aquel día radiante de noviembre había sido hecho para la alegría era, como había proclamado el Gran Rabino ante las piedras del Muro de las Lamentaciones, «el día que Dios había hecho para que nos regocijemos en Él».
Y Jerusalén se regocijaba de verdad. Bien temprano, cada farola de la ciudad judía estaba adornada con un ramillete de banderolas azul y blanco, que flotaban en la brisa. Las paredes estaban ya cubiertas con las proclamas, rápidamente impresas por los numerosos partidos políticos de la comunidad judía. De las colonias circundantes de la ciudad llegaban convoyes de tractores adornados con banderas y los remolques llenos de niños que cantaban. Mientras desfilaban lentamente por las calles, sus pasajeros agitaban ramas de pino de Alepo o de olivo hacia la multitud que llenaba las aceras. Un viejo que descendía por la calle Ben Yehudá a lomos de una mula y blandiendo una pequeña bandera sionista, se le antojó a la multitud como la encarnación de la profecía de Zacarías: «Alégrate sobremanera, hija de Sión. He aquí que viene tu rey… montado en un asno».
Otra visión sorprendió a Chava Eldar, camarera del café «Atara». Nunca había visto nada semejante en aquella Jerusalén, de ordinario tan austera. El establecimiento estaba ya abarrotado a las siete de la mañana, y la mayoría de los clientes, que para dar gracias a Yavé habían decidido honrar a Baco, estaban ebrios.
Los desenfrenos de aquella larga noche habían complicado seriamente el plan de movilización de la «Haganah». Todas las eventualidades parecían haber sido previstas, salvo la que se presentaba aquella mañana. En toda Jerusalén, ni un solo judío varón se encontraba en su cama. Para reunir a los setenta hombres de su compañía, compuesta en gran parte por estudiantes de la Universidad hebrea, Zvi Sinaí hubo de coger el ciclomotor de su prometida y recorrer lentamente las calles atestadas de gente. Cuando veía a uno de sus hombres, se colocaba tras él y, con una palmada en el hombro, le anunciaba que la fiesta había terminado.
Aquella mañana fue, para algunos árabes y judíos, la hora de una tímida tentativa de reunirse, en la esperanza de evitar el conflicto al que parecían condenados. Realizando juntos su visita al hospital gubernamental, dos viejos amigos, los doctores Rajhib Jalidy y Cooke, observaban las hileras de camas que su guerra fratricida iba bien pronto a llenar de victimas.
—¿Nos es absolutamente preciso batirnos? —suspiró Cooke—. ¡Verdaderamente sería demasiado horrible!
En la avenida del Rey Jorge V, el dentista Samy Abussuan recibió una brutal respuesta a esta pregunta. Hombre fino y cultivado, excelente violinista, formaba parte de aquellos árabes que habían vivido siempre en armonía con la comunidad judía. A despecho de las crisis de los últimos años, seguía creyendo en la reconciliación final de los dos pueblos. Quedó, pues, sorprendido al reconocer entre los bailarines a su viejo amigo, el profesor de violín Isaac Rottenberg, un hombre en el que siempre había apreciado su serenidad y pacifismo. Y, con estupor, distinguió en su manga el emblema de la milicia judía.
Zihad Jatib, el joven contable árabe, sufrió una decepción de otra índole. Cuando llegó a su despacho, sus colegas judíos se hallaban en plena algazara. Entre ellos estaba la encantadora Elisa, una joven rumana rubia, de la que estaba secretamente enamorado. Se saludaron. Elisa le trajo luego un pedazo de pastel, lo tomó por la mano y lo condujo hacia el alegre grupo. Jatib intentó estar de acuerdo con las circunstancias, pero en su corazón se negaba a hacerlo. Minutos más tarde, tristemente consciente de que los acontecimientos de aquella noche habían abierto entre ellos un abismo que no podría colmar, abandonó el despacho. El joven árabe no volvería a ver más que una sola vez a la muchacha que amaba. En el mes de abril siguiente, la vio empuñando un fusil en el fortín de la «Haganah» del barrio de Montefiore.
El judío Shalom Turgeman midió también el abismo que separaría en adelante a las dos comunidades cuando franqueó la puerta de Jafa para acompañar a una amiga hasta el comisariado de Policía británica, donde trabajaba. En los ojos de los árabes con que se cruzaba leyó un brillo hostil. Entonces tuvo la certeza de que iba a producirse una explosión de odio, ya que conocía bien aquellas miradas. Diecisiete años antes, siendo aún niño, había vivido la matanza de Hebrón.
La tormenta que Shalom Turgeman presentía como inminente había estallado ya en varias capitales del mundo árabe. Considerando que la decisión de las Naciones Unidas los despojaba injustamente de una parte de su patrimonio, los estudiantes de Damasco se manifestaron ya al rayar el alba. A los gritos de «¡queremos armas!», se dirigieron al Serrallo, sede del Gobierno. El Primer Ministro, Jamil Mardan, les ofreció expresar su patriotismo con actos y no con palabras. Anunció que al día siguiente se abriría un centro de reclutamiento para enrolar a los voluntarios deseosos de combatir en Palestina. Pero a mediodía habían ya saqueado las Embajadas de Francia y Estados Unidos e incendiado la sede del partido comunista sirio, haciendo perecer a cuatro de sus miembros entre las llamas. En Beirut, capital del Líbano, otros grupos devastaron las oficinas de la «Aramco», la compañía petrolera árabe-americana. En Ammán, capital del emirato de Transjordania, sólo una providencial casualidad arrancó a dos profesores americanos de las manos de los que se aprestaban a lincharlos. Desde su palacio de Ryad, en el desierto, el rey Ibn Saud de Arabia proclamó que su último deseo era el de morir en Palestina al mando de sus tropas.
Extrañamente, la capital del país más importante del mundo árabe, Egipto, fue la que acogió la noticia con más serenidad. El mensajero del Primer Ministro que había entregado al chambelán del rey Faruk los despachos de la noche, no había dejado de percibir la gratificación de costumbre. Era la garantía de que los documentos importantes serían bien transmitidos a Su Majestad en el único momento favorable, hacia mediodía, cuando Faruk emergía de sus noches de placer.
En su despacho de El Cairo, el Primer Ministro, Mahmud Nukrachy Pachá, examinaba las noticias con inquietud. Ex profesor de Historia, de una reserva tal que su soberano consideraba excesiva, Nukrachy constituía una excepción entre los políticos egipcios. Era honrado. Adversario feroz de los ingleses, consideraba que la única ambición de su país debía ser la de obtener la evacuación del canal de Suez y la unión de Sudán a la corona egipcia. Nukrachy no quería, bajo ningún pretexto, que el Ejército egipcio se empeñara en una guerra en Palestina.
Las circunstancias iban a modificar las loables intenciones del Primer Ministro. Excitados por una emoción real, y dirigidos por hombres que vivían en la perpetua quimera de sus propias ilusiones, los árabes sentíanse impulsados por la peligrosa retórica de políticos a menudo sin escrúpulos e impotentes para contener las pasiones que habían desencadenado. Pronto iban a lanzarse por el camino del desastre.
Dos fuerzas se preparaban ya a conducir a Egipto a la revolución nasseriana, y a Mahmud Nukrachy Pachá, a la cita con un asesino. En los tenduchos del antiguo bazar de El Cairo —el Jan El Jalil—, los rectores de Al Azhar, la más antigua universidad islámica del mundo, elaboraban decretos: iban a sancionar la misma llamada que había conducido a los conquistadores de los califas de Bagdad hasta Poitiers, y a los jinetes de Saladino, hasta el Cuerno de Hattin. Aunque su utilización abusiva le había privado recientemente de una parte de su contenido espiritual, ninguna exhortación podía elevar la emoción árabe mejor que la vieja llamada a la djihad, la guerra santa.
David Ben Gurion decidió regresar urgentemente a Jerusalén. «¡Qué inconscientes son! —pensó al descubrir a toda la ciudad bailando—. ¡Si supieran que una guerra puede empezar con estas cosas!». Se fue directamente a su despacho de la «Agencia Judía». Nuevamente reunida en torno al edificio, la multitud reclamaba con insistencia la aparición de sus dirigentes.
Firmemente resuelto a hacer partícipe a sus compatriotas de los sentimientos de angustia que lo embargaban, Ben Gurion acabó por salir al balcón, rodeado por sus principales colaboradores. Mientras hablaba, alguien susurró a Golda Meir una información que justificaba singularmente la advertencia que se aprestaba a lanzar. Tres judíos acababan de ser asesinados en una emboscada, en las afueras de Tel-Aviv.
—La decisión de las Naciones Unidas —declaró Ben Gurion a la multitud— no constituye, en sí, un escudo contra los peligros que nos amenazan aún. Si la era de los milagros no ha terminado, tampoco ha concluido la de las agresiones. No nos engañemos creyendo que todas nuestras dificultades han desaparecido y que la vida estará hecha desde ahora sólo de alegrías y festividades.
Cuando terminó, subió de la multitud una estruendosa ovación, que conmovió al viejo líder. Al fin, también él se abandonó a la emoción de aquella hora y sintió la grandeza de aquella cita del pueblo hebreo con su juramento, dos veces milenario, sobre aquellas colinas de Judea.
Dejándose aclamar sonriente, acarició con respeto, suavemente, los pliegues de una inmensa bandera azul y blanca que pendía a su lado.
—¡Al fin —murmuró—, al fin somos un pueblo libre!