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«¿NO SOMOS VECINOS DESDE HACE MUCHO TIEMPO?»

La noche triunfal del Reparto no era más que un recuerdo. A lo largo de la calle Ben Yehudá, en Jerusalén, las banderas azules pendían de las farolas como las cintas de viejas coronas mortuorias. Las arengas colocadas sobre los muros de la ciudad judía durante aquellas horas de euforia estaban cubiertas por otra clase de proclamas: las negras y blancas ordenaban a todos los judíos varones de diecisiete a veinticinco años, inscribirse para el servicio militar. A algunos centenares de metros, en el barrio árabe, un viejo sombrerero no daba abasto en satisfacer una consecuencia indirecta y muy distinta del Reparto: el súbito incremento de pedidos de feces. Nunca, desde 1936, había vendido Philippe Aruk tantos de estos gorros orientales en forma de cono truncado. Tocado así, un árabe podía tener casi la seguridad de que ningún francotirador lo confundiría con un judío.

Y, sin embargo, durante el día, la vida de Jerusalén discurrió relativamente tranquila en aquel principio de diciembre. Las muchedumbres habituales llenaban las calles comerciales del corazón de la ciudad judía, y las mercancías que ofrecían las tiendas testimoniaban un origen tan variado como la población de la ciudad: montañas de alfombras persas y manteles de seda bordados a mano; tenderetes de joyas yemeníes en plata repujada; cuadros de artistas desconocidos; discos de París, Londres, Hollywood e incluso de la Europa del Este. En los escaparates de las tiendas de comestibles se alineaban las botellas de vino de «Rishon le Zion», la primera empresa agrícola judía de Palestina; los productos lácteos de la cooperativa de Tnuvah; los brillantes envases de los chocolates «Élite». En las floristerías, los gladíolos y las rosas de invernadero de Shaaron componían paletas de colores. Un penetrante aroma de café tostado flotaba en las cercanías de numerosos establecimientos de la calle Ben Yehudá y de la avenida del Rey Jorge V: el «Imperial» y el «Royal», frecuentados por los ingleses; el «Sichel», donde parecía que siempre iba a estallar una disputa; el «Brasil», punto de cita de los estudiantes; el «Atara», cuyo primer piso era el lugar favorito de reunión para los miembros del «Palmach».

Las aceras estaban llenas de una abigarrada multitud: alumnos de las escuelas talmudistas de Mea Shearim; judíos ortodoxos con camisa blanca, tocados con kippahs y solideos prendidos con alfileres a los cabellos; muchachas de los kibbutzim en shorts y jersey caqui; obreros yemeníes; refugiados alemanes, pobres pero orgullosos, a pesar de sus raídos atuendos. Deambulando según sus ocupaciones o sus caprichos, aquella población no prestaba ninguna atención a las imprecaciones de los policías o a los claxons impacientes de los vehículos del Ejército británico. Pero los árabes, que apenas daban una nota de colorido suplementario, estarían, en adelante, ausentes. Los pequeños limpiabotas alineados a cada lado del cinematógrafo «Sion»; los vendedores ambulantes de té y café agitando las campanillas de sus centelleantes samovares de cuero sujetos a sus hombros; los sudaneses tostando sus cacahuetes sobre pequeños braseros incandescentes al borde de las aceras; todos, todos habían desaparecido. También habían partido los campesinos de los pueblos y sus asnos aplastados bajo montañas de naranjas, tomates y rábanos.

Como medida de seguridad propia y por obediencia a las instrucciones del Mufti, esos árabes habían decidido evitar en adelante los barrios judíos de Jerusalén, cortando así uno de los últimos lazos que unían a las diferentes comunidades de la ciudad. Cada sector tenía ya su propia sociedad de transportes en común: los autobuses azul oscuro de la «Compañía Nacional», para los árabes. Los taxis judíos se negaron, en adelante, a efectuar carreras hacia los barrios árabes, y los taxis árabes, todo viaje a las zonas judías. «Pasar de un lado a otro —anotaba un periodista— es como franquear la frontera entre dos países extranjeros».

Los servicios esenciales: la oficina de Correos, la central telefónica, el hospital gubernamental, el cuartel general de Policía, los estudios de la Radio, la cárcel, todos se hallaban tras las alambradas de púas de la zona británica de Bevingrad.

Numerosas oficinas del Gobierno, inaccesibles a la vez para sus empleados judíos y árabes, debieron cambiar de emplazamiento. Los técnicos judíos no podían trasladarse ya a las instalaciones de la emisora «Radio Palestina», situadas en la ciudad árabe de Ramallah: se les proporcionó otro empleo en Jerusalén. Nassib Hanna, farmacéutica árabe al servicio del Gobierno, debía tomar prestado un coche de la Policía para ir a su despacho en el centro de la ciudad judía.

Para los judíos, el acceso al Palacio de Justicia y al Banco principal, el «Barclay's», en el sector árabe, era cada vez más peligroso. Para los árabes, una visita a las oficinas del Gobierno, situadas en los sectores judíos, era una empresa arriesgada. Los niños comenzaron a tirarse piedras, camino de sus escuelas. Funcionarios árabes y judíos, muchos de los cuales habían trabajado en la misma oficina durante años, se cacheaban mutuamente cada mañana para asegurarse de que no llevaban armas.

El 15 de diciembre, los árabes ofrecieron una demostración del poder que tenían para estrangular a Jerusalén. Volaron las canalizaciones de agua que abastecían la ciudad. Mientras los ingleses las reparaban, la «Agencia Judía» ordenaba una relación de todas las cisternas de los barrios judíos.

El cementerio, último lugar donde los árabes y los judíos descansaban en armonía, no tardó en ser perturbado a su vez. Los cortejos judíos que acompañaban al Monte de los Olivos los ataúdes de las primeras víctimas de los tiroteos, fueron blanco, bien pronto, de los tiradores árabes.

Al atardecer, las calles se vaciaban rápidamente. Desde el crepúsculo, el centro de la ciudad estaba desierto, y las patrullas de la «Haganah» y los hombres del Mufti tomaban posiciones en la sombra.

Pero éste era el ritual —cumplido cada tarde en la estación de los autocares de la «Compañía Egged», al final de la ciudad— que mejor simbolizaba la vida judía en Jerusalén apenas quince días después del Reparto. Los grupos comenzaban a reunirse antes de la noche, dirigiendo miradas angustiosas hacia la avenida de Jafa y, más allá, hacia el pueblo árabe de Romema y las colinas que señalaban la entrada a Jerusalén. Cuando apareció el primer vehículo del convoy de Tel-Aviv, un escalofrío recorrió la multitud.

Sólo su forma permitía reconocer los autocares de la «Compañía Egged». Los cristales estaban recubiertos por placas de metal, y los bancos interiores habían sido levantados para permitir la instalación, a todo lo largo, de una triple capa de planchas protectoras. Las señales de metralleta y de balas sobre los paneles traseros y laterales indicaban que, desde mediados de diciembre, el viaje de Tel-Aviv a Jerusalén ya no era un paseo. A su llegada, los vehículos eran rodeados por una multitud inquieta que quería conocer el resultado de la siniestra lotería. Los primeros pasajeros que descendían estaban, a menudo, cubiertos de sangre. Sostenidos por los demás viajeros, eran llevados a las ambulancias que aguardaban a cada convoy. Los muertos se sacaban en último lugar. Eran depositados sobre el andén, en espera de ser identificados por el grito patético de un amigo o de un pariente llegado a recibirle.

Se había iniciado la batalla por las carreteras. Aunque todavía esporádicos y desorganizados, los ataques árabes se hicieron lo suficientemente peligrosos como para obligar a la «Haganah» a constituir dos convoyes diarios de Jerusalén a la costa. Con sus planchas blindadas, los autocares pesaban siete toneladas, y, en la larga pendiente de Bab el Ued a Jerusalén, no podían rebasar los quince kilómetros por hora. Raros eran los convoyes que no recibían algunas balas.

Sin duda, los hechos no tardarían en desmentir la hipótesis fundamental del Plan D, y eso era un motivo de angustia aún mayor para la «Haganah». En efecto, el Ejército británico no parecía tener la misma concepción que el Ejército judío sobre la libertad de las vías de comunicación.

Tradicionalmente eran semanas de alegría en Jerusalén aquellas en que los judíos celebraban la Hanukka, la fiesta de las Luces, que señalaba el triunfo de la rebelión de los Macabeos contra el tirano Antíoco, y aquellas en que los cristianos de la ciudad preparaban la Navidad. Por la noche, la Jerusalén judía resplandecía con las luces de su menorahs cuyos ocho bulbos se iluminaban uno a uno, a medida que transcurría cada día de la fiesta. Unos corredores se relevaban para llevar las antorchas desde las tumbas de los Macabeos hasta el centro de la ciudad, y se bailaba por doquier, mientras que en cada barrio se preparaban pilas de latkes humeantes y pasteles de manzana.

Este año, Jerusalén estaba a oscuras en la fiesta de las Luces, y nadie bailaba en las calles desiertas. Todas las ceremonias habían sido anuladas. En sus alojamientos, al abrigo de la noche hostil, muchos judíos esperaban aprovechar, a su vez, los antiguos beneficios glorificados por la oración recitada cada noche de la fiesta, al encender una a una las luces de sus menorahs.

«¡Oh Dios, encendemos estas luces para celebrar las magníficas victorias y la maravillosa liberación con que colmaste a nuestros antepasados!».

Era el viaje más corto. Sólo duraba cinco minutos. Pero los ochocientos metros recorridos por el autobús número 2 de Jerusalén constituían el trayecto más peligroso para los judíos de Palestina. Partiendo de la ciudad nueva, franqueaba las murallas por la puerta de Jafa y descendía, a lo largo del barrio armenio, hasta una callejuela situada en el centro de la colonia judía más antigua de Palestina: el barrio de la ciudad vieja. Éste era el único lazo entre ese barrio y la nueva Jerusalén. Y también el más frágil: cada metro de su recorrido se hallaba a merced de los árabes.

El barrio judío estaba situado en la extremidad sudoeste de la ciudad vieja, sobre una pendiente que descendía del monte Sión hacia la explanada del Templo. Su frontera sur estaba constituida por la vieja muralla, entre las puertas de Sión y de Dung. Al Oeste vivía una colonia de familias árabes del Maghreb. Al Norte se extendía el barrio musulmán. Dos veces menos extenso que la parisiense plaza de la Concordia, albergaba entonces, como mínimo, dos mil personas, o sea, la décima parte de la población total de la ciudad vieja.

Hacía ya casi veinte siglos que eruditos y religiosos vivían en la pendiente de esta suave colina. En el transcurso de los siglos habían edificado en memoria de su nación dispersada y de la fe que la sostenía, las veintisiete sinagogas que dominaban el barrio. Ora hundidas en el subsuelo, «porque las profundidades conducen hacia Dios», ora edificadas sobre una prominencia, «porque un templo de oración sólo puede estar en lo más alto de la ciudad», estas sinagogas eran los sólidos núcleos en torno a los cuales se ordenaba todo.

En un rincón polvoriento de la sinagoga de Elie Hanavi, un sillón ruinoso aguardaba el regreso del profeta Elíseo. Al lado, bajo la cúpula de la sinagoga Ben Zakai, se encontraba el shofar con el que anunciarían la liberación de su pueblo, y la tinaja de aceite santo con el que se encendería la lámpara del templo reconstruido. En la sinagoga de Estambul se conservaban textos sagrados. Una vez al año, treinta fieles salían en procesión para enterrar, simbólicamente, estas reliquias, a fin de obtener un año de lluvia para las cosechas de Palestina. La sinagoga Hurva era la más bella de todas. Su magnífica cúpula, decorada con los Diez Mandamientos, albergaba las banderas de la «Brigada Judía» que había participado en el primer conflicto mundial.

En la ciudad vieja, las relaciones entre árabes y judíos siempre habían sido inmejorables. La mayor parte de las construcciones del barrio judío pertenecían a los árabes, y uno de los espectáculos más familiares era la vuelta del cobrador árabe de alquileres, deteniéndose de casa en casa para recibir su deuda y beber la taza de café ritual. Aquí, el respeto tradicional del Islam por los religiosos se extendió naturalmente, a los eruditos del barrio, enterrados en sus yeshivas. En cuanto a los artesanos y comerciantes que intentaban vivir de sus minúsculos tenduchos o de la habilidad de sus dedos, estaban unidos a sus vecinos árabes con el lazo más natural de todos: la pobreza.

El viernes por la noche, jóvenes árabes se reunían en el domicilio de sus vecinos judíos para encender en su lugar las lámparas de aceite que un judío no podía tocar durante el sábado. Numerosos judíos y árabes se acordaban de los regalos que tradicional-mente, en época de fiestas, se intercambiaban sus comunidades. En la sukkoth, la fiesta de las «cabañas», los judíos ofrecían a sus vecinos platos de almendras peladas, y los árabes llevaban a los judíos las ofrendas de pan y miel para celebrar el fin de la Pascua.

Entre los judíos tradicionales de la ciudad vieja y los grupos sionistas de la ciudad moderna, las relaciones eran, a menudo, tirantes; ello explicaba la débil implantación local de la «Haganah». La noche del Reparto, la «Haganah» contaba exactamente con dieciocho hombres en este barrio, alrededor del cual los árabes podían movilizar varios miles de combatientes.

Un experto en armamento enviado al lugar para establecer una relación de las necesidades, regresó con una lista desconcertante. La totalidad del arsenal del barrio consistía en dieciséis fusiles, de los que catorce estaban en condiciones; veinticinco pistolas y tres metralletas: Israel Amir, el jefe de la «Haganah», sabía que los árabes podían bloquear en cualquier momento la ruta del autobús número 2 y cerrar así su único lazo con la ciudad vieja. Decidió aprovecharse de que aún estaba abierta para hacer entrar todos los hombres y armas de que podía privarse su guarnición.

Bajo el impulso de los acontecimientos, el instinto que había empujado a los árabes y a los judíos de la ciudad vieja los unos hacia los otros, iba ahora a separarlos. Los amigos dejaron de hablarse. El grupo de árabes que vivía en el barrio judío, se fue de él. Un panadero partió abandonando una hornada de pan. Estallaron las primeras escaramuzas.

El joven Nadi Dai'es era uno de los árabes que habitaban el barrio judío. Su familia no había tenido siempre más que buenas relaciones con sus vecinos, con los que intercambiaban el pan de las fiestas. Pero durante los días que siguieron al Reparto —recordaba—, «nuestros sentimientos estaban como electrizados, y empezamos a comprender y a creer que cada judío era un enemigo que quería tomar nuestras vidas y nuestro país».

Nadi fue también a comprarse una pistola en los suks. Una noche de diciembre, estalló un tiroteo en el vecindario. El joven corrió a la ventana y descargó su revólver. Oyó entonces, saliendo de las tinieblas, un grito patético procedente del otro lado de la callejuela. Reconoció la voz de la anciana judía a la que durante diez años había encendido las velas del sábado.

—¡No tire! ¡No tire! —suplicaba la anciana—. ¿No somos vecinos desde hace mucho tiempo?

En Jerusalén, como en toda Palestina, la estrategia de la «Haganah» había sido fijada por David Ben Gurion. Era sencilla: lo que tenían los judíos, debía ser conservado. Ningún judío debía abandonar, sin autorización, su domicilio, su granja, su kibbutz o su trabajo. Cada avanzadilla, cada colonia, cada aldea, cualquiera que fuese su aislamiento, debía ser ocupada como si se tratara del mismo Tel-Aviv.

A despecho de las instrucciones de Israel Amir, la población judía de Jerusalén comenzó a abandonar los barrios mixtos donde constituían una minoría. El mejor medio de poner fin a este éxodo —decidió entonces Amir— era el de expulsar a los árabes de estos barrios. Al mismo tiempo, decidió expulsarlo de los pequeños enclaves árabes incrustados en los sectores judíos.

En primer lugar, lanzó una campaña de intimidación. Sus hombres se deslizaban, por la noche, en las zonas elegidas, y llenaban las puertas y paredes de las casas árabes con carteles amenazadores. Fueron colocadas octavillas en los parabrisas de los coches para recomendar a sus propietarios que huyeran «en interés de su propia seguridad». Amenazas anónimas por teléfono fueron dirigidas a los responsables árabes de cada barrio. Ruth Givton, una secretaria de la «Agencia Judía», recibió la misión de asustar a Katy Antonious, la gran dama árabe que había recibido al «todo Jerusalén». Pero Katy era tan locuaz, que su línea telefónica estaba perpetuamente ocupada.

Estas maniobras sólo tuvieron un éxito relativo. Así, Amir hubo de cambiar de método. Comandos de la «Haganah» iban, por la noche, a sembrar la inseguridad, cortando las líneas telefónicas y eléctricas, arrojando granadas a la calzada y disparando al aire. En Sheij Badr, estas incursiones se sucedieron noche tras noche. Finalmente, una mañana, los hombres de Amir advirtieron que los árabes del barrio empaquetaban sus cosas y se iban.

Casi en el mismo momento, los guerrilleros de Abdel Kader Husseini pasaron a la acción. También ellos intentaron, al principio, intimidar. Su primer objetivo fue una casa judía del barrio de Sanhedria ocupada por la «Haganah». Para este ataque llegaron de Hebrón, en un camión, ciento veinte partisanos. Bajo una lluvia torrencial, se aproximaron hasta doscientos metros de la casa. Después, Abdel Kader dio la señal de carga disparando un tiro, detonación simbólica que indicaba, aquella noche, el inicio oficial de las hostilidades. Los árabes dispararon durante un cuarto de hora, hasta la aparición de una autoametralladora británica. Entonces se replegaron llevándose a su primer herido: un voluntario mordido por una serpiente.

—¡Atacan! —gritó el conductor.

A este grito, el judío Elie Greenberg, superviviente checo de Dachau, lanzó una ojeada entre las placas de metal que cubrían los cristales del autobús. Afuera, ante la puerta de Jafa, Greenberg vio a varios grupos de árabes vociferantes que cerraban el camino al autobús. Casi en el mismo instante oyó gritar al chófer:

—¡Los cerdos nos han abandonado!

El coche blindado inglés que debía escoltar al autobús número 2 a través de la ciudad vieja, acababa de volverse atrás. Afortunadamente para los viajeros, Greenberg y otros diez jóvenes eran miembros de la «Haganah». Greenberg se levantó e hizo saltar la tapadera de una boca de ventilación.

—¡Rápido, una granada! —gritó.

Arrojó el proyectil sobre la multitud que se aproximaba. Aprovechando el pánico que siguió a la explosión, el chófer, acelerando su vehículo, franqueó la puerta, corrió a lo largo de la ciudadela de Solimán y descendió a través del barrio armenio hacia la calle de los judíos.

Más tarde, a la caída de la noche, se condujo a Greenberg y a sus hombres, por las negras e inquietantes callejuelas, hacia los puestos de guardia instalados en la periferia del barrio. Allá, Greenberg fue encargado de ocupar un fortín de sacos terreros sobre el tejado de la sinagoga de Varsovia. Un oficial le alargó un enorme revólver y una cinta de balas.

—La contraseña para pasar es Judith —le murmuró.

Después le mostró la zona de tinieblas situada por debajo de su posición.

—Están allá —añadió el oficial.

Greenberg se pegó a los sacos terreros, como confundiéndose en su sombra. Treinta meses antes lo encontró un soldado americano en Dachau, convertido en un esqueleto agonizante; de nuevo percibía la ronda de la muerte, y la afrontaba esta vez para defender un país del que no conocía casi nada, un país que se había convertido en el suyo por accidente. Escudriñando la incierta línea de tejados, Greenberg sintió renacer en él un extraño recuerdo. Era una cita bíblica que había aprendido en su infancia, en Praga. «Sobre tus murallas, Jerusalén, he apostado un centinela».

Greenberg no era más que uno de los numerosos centinelas colocados por Israel Amir en la ciudad vieja. Gracias a la venalidad de algunos guardias británicos, casi una cincuentena de hombres habían sido enviados en dos autobuses y tres taxis. Falsos estudiantes, obreros y pensionistas de las yeshivas llegaban también con el autobús número 2. Todos los recursos eran buenos. Moshe Russnak hizo el viaje en ambulancia, vestido de médico y escoltado por dos vehículos blindados británicos. A mediados de diciembre, la «Haganah» había logrado introducir así ciento veinte hombres.

Entre estos voluntarios reinaba una atmósfera muy particular. La mayoría eran miembros de la reserva del «Palmach» de Jerusalén, compuesta, en su casi totalidad, por estudiantes de la Universidad hebrea. Esperaban compartir su vida entre la ciudad vieja y la Universidad. Una semana aquí, otra allí. Al principio, sus relaciones con los venerables rabinos del barrio fueron amistosas. Éstos concedieron a los hombres de la «Haganah» el privilegio de utilizar sus mikveh, los baños religiosos dependientes de sus sinagogas. La alimentación era racionada, pero suficiente. En el «Café de Europa», único que existía, se reunían para tomar las dos especialidades que se servían: café turco y una especie de budín gelatinoso de color amarillo.

Las sinagogas, a causa de su altura y sus emplazamientos estratégicos, se convirtieron en los baluartes de las posiciones judías. Construidas sobre una elevación, la sinagoga de Varsovia y la de Nissan Bek, con su cúpula, ofrecida en 1870 por el emperador Francisco José, dominaban toda la ciudad vieja. En esta última, doscientos rollos de pergamino y antiguos textos del Talmud servían como sacos terreros. Una puerta vieja suspendida bajo la cúpula sirvió de plataforma para un vigía. Temblando de frío, envuelto en una manta, aguardaba sobre este frágil observatorio, con una pistola en la mano y su libro de estudios en la otra. Más abajo, sus condiscípulos de la yeshiva recitaban salmos.

Una muchedumbre de recién llegados se distribuyó también por la ciudad árabe: partisanos del Mufti reclutados en los campos, voluntarios de Irak, de Siria y de Transjordania, inflamados todos por una pasión hacia Jerusalén no menos ferviente que la que inspiraba a los hombres de la «Haganah». Con su llegada se hicieron más corrientes los tiroteos nocturnos entre las avanzadillas. Pronto, estos ruidosos intercambios atrajeron hacia las murallas de la ciudad vieja una tercera oleada de extranjeros: los soldados con la falda verde de uno de los más antiguos regimientos británicos: el del «Highland Light Infantry».

Una fría mañana de diciembre, algunos hombres tomaron el camino del Monte de los Olivos. Se detuvieron al borde de una fosa recién cavada y descendieron lentamente un cuerpo a la tierra. Caído en la defensa de la ciudad vieja, era la primera víctima del nuevo combate del pueblo judío por Jerusalén.

Cuando el árabe Gaby Deeb vio al personaje que entraba en su despacho, tuvo un sobresalto. El visitante parecía salir de un grabado oriental del siglo XIX. Un bigote brillante de puntas retorcidas, le daba un aire feroz. Vestía una túnica siria negra, abotonada hasta la barbilla, amplios calzones y turbante blanco. Sobre su pecho se cruzaban dos brillantes cartucheras, y de su cintura pendían dos enormes fundas de pistola y un puñal de oro cincelado. Atado a su espalda, un gran tubo oscuro, que podía confundirse con un tubo de estufa.

A los sesenta años, este árabe había recorrido, solo y a pie, la larga carretera procedente de Alepo, en el norte de Siria, para participar —como explicó a Deeb en un rebuscado árabe— en «la cruzada por El Kuds, la Ciudad Santa». Y ahora ardía en deseos de realizar alguna acción sonada que justificara este peregrinaje. Algunas horas más tarde, Deeb condujo al viejo sirio hasta los límites del barrio judío de Mekor Hayim y le señaló un depósito de agua utilizado frecuentemente por los tiradores de la «Haganah».

—Voy a destruirlo con el mortero que llevo a la espalda —anunció el anciano.

Y, bajo la estupefacta mirada de Deeb, deslizó el mortero hasta el suelo. Era un viejo mortero francés de la Primera Guerra Mundial, con sistema de fuego por mecha y mantenido en su lugar mediante tensores, que el sirio ya comenzaba a sujetar al suelo mediante estaquillas.

—¡Prepárese! —ordenó el anciano con una voz tan fuerte, que Deeb se preguntó si también irían a prepararse todos los judíos de Mekor Hayim.

Se tumbó en el suelo boca abajo.

Un trueno estremeció el suelo. El viejo y su mortero desaparecieron en una enorme nube de humo negro. Deeb escrutó las tinieblas con la esperanza de ver la estela de un obús cayendo hacia la torre del depósito de agua. Pero no vio nada. Pasaron algunos segundos. El estrellado cielo de Jerusalén permanecía desesperadamente vacío, y el depósito de agua, plantado como un reto por encima de los tejados. Finalmente, se disipó la nube de humo negro. Deeb se levantó. No quedaba nada alrededor de él. Mezclados en una misma lluvia de carne y metal, los restos del viejo sirio y de su mortero estaban desparramados por el suelo de la ciudad que había venido a defender.

El envoltorio azul y blanco del jabón «Lux» estaba exactamente donde debía estar: en la baldosa izquierda de la ventana más baja. Era la señal convenida. El judío Uri Cohen sabía que podía entrar en la barraca. Los demás ya estaban allí. Éstos no conocían a Cohen más que por su seudónimo: Shamir. Eran miembros de una célula del «Irgún Zwai Leuimi», una organización clandestina judía odiada por los ingleses, temida por los árabes y desaprobada por una buena mayoría de la comunidad judía. Discípulos de un sionista fanático llamado Vladimir Jabotinsky, acariciaban el sueño de un Estado judío extendido desde Acra a Ammán y del monte Hermón al canal de Suez. Cuando Churchill creó el emirato de Transjordania, mutiló —en su opinión— la promesa de Balfour. Reclamaban todo el territorio que antiguamente perteneció al reino bíblico de Israel. Y este territorio lo deseaban, si fuera posible, desembarazado de sus habitantes árabes.

Mientras que la «Agencia Judía», que representaba a la mayoría de la comunidad israelita de Palestina, había perseguido sus objetivos mediante una política de pacientes negociaciones, los miembros del «Irgún» y de una de sus ramas, el grupo «Stern», habían recurrido siempre a las armas, matando y sembrando el terror para alcanzar sus fines. Su emblema era una mano empuñando un fusil, con la divisa: «Solamente por esto». El cumplimiento de este juramento había sido ya pagado con la sangre de más de trescientas víctimas, inocentes en su mayoría, como los noventa árabes, judíos e ingleses asesinados en el curso de la más memorable hazaña de la organización: la destrucción de un ala del «Hotel Rey David» de Jerusalén, el 22 de julio de 1946.

Los terroristas del «Irgún» habían escandalizado al mundo y horrorizado a sus compatriotas por el ahorcamiento de dos sargentos británicos, cuyos cadáveres destrozaron a continuación para vengar a uno de los suyos. Estos excesos habían provocado el antisemitismo de ciertos militares británicos, pero tuvieron, además, otras consecuencias. Habían incitado a la opinión pública inglesa a criticar el papel desempeñado por Gran Bretaña en Palestina, actitud que pesó en la decisión final de partida tomada por Clement Attlee.

Para el «Irgún», el reparto de Palestina tan celebrado por el resto de la comunidad judía, era una mutilación inaceptable del territorio que reclamaban. Por encima de todo, el «Irgún» condenaba la internacionalización de Jerusalén, «esta ciudad que fue y será siempre —proclamaba— nuestra capital». Poco antes de la votación, Menachem Begin, el hombrecillo de aspecto tímido que dirigía el «Irgún», había prevenido a sus lugartenientes, durante la reunión secreta, que «Jerusalén tenía prioridad sobre cualquier otro sector durante los próximos meses». Debían, con su acción in situ, destruir, toda esperanza de internacionalización de la ciudad. De la misma forma que habían salpicado Palestina de sangre inglesa en su lucha por un Estado judío, ahora iban a salpicar Jerusalén de sangre árabe, en su lucha por una capital judía. Para alcanzar este objetivo poseían junto con sus asociados del grupo «Stern», un precioso triunfo, un explosivo de fabricación local semejante al polvo de aluminio utilizado en pintura. «Mientras la “Agencia Judía” charlaba —se vanagloriaba más tarde uno de los jefes del “Irgún”—, nosotros introducíamos clandestinamente los explosivos en Jerusalén».

La primera utilización de estos explosivos tuvo lugar en dos arrabales árabes del lado oeste de la ciudad: Lifta y Romema, cuyos habitantes eran sospechosos de transmitir informaciones sobre los movimientos de los convoyes judíos hacia Jerusalén. El 13 de diciembre, uno de sus comandos arrojó dos bombas sobre la multitud árabe que se encontraba en la puerta de Damasco, matando a seis personas e hiriendo a unas cuarenta.

Los ocho miembros de la célula de Uri Cohen, reunidos en su barraca del barrio yemení, eran representativos del reclutamiento de la organización, lino de ellos, hombre de cierta edad, vendía rosas, en un coche de niños, en la calle Ben Yehudá. El ejercicio de este oficio le permitía, al mismo tiempo, recoger las informaciones que precisaba la organización. Otro era un campesino yemení que apenas sabía leer y escribir. Un tercero —el miembro más fanático del grupo— era un judío polaco ortodoxo de Mea Shearim.

Uri Cohen ingresó en el «Irgún» porque quería encontrarse «allá donde sucediera algo». Alto como un avant de rugby y musculoso como un luchador de feria, casi toda su vida había satisfecho su necesidad de acción en el terreno deportivo. Esta misma razón debía impulsarlo, a los dieciocho años, a enrolarse en la RAF. Pero ni siquiera en las filas del «Irgún» estaba satisfecho. «La “Haganah” no hace nada —suspiraba a menudo—, y ahora nosotros no hacemos mucho más».

Sin embargo, para Uri Cohen, la reunión de aquella noche no se parecía a ninguna otra. El jefe de su célula le comunicó que había sido designado para ser sometido a una preparación especial que debía, finalmente, hacerlo apto para desarrollar la acción que reclamaba desde hacia tanto tiempo.

Era un ritual tan invariable como su lectura cotidiana de un versículo de la Biblia. Cada viernes al mediodía, el capellán general de las Fuerzas Armadas británicas recibía, de manos de un oficial del Estado Mayor, uno de los veinte ejemplares de un documento secreto titulado Orden de batalla y de estacionamiento de las tropas, que indicaba, en una media docena de páginas, el emplazamiento exacto y los eventuales movimientos, durante la semana, de todas las unidades británicas en el Cercano Oriente.

Tras haberse enterado debidamente, el capellán guardó el documento en su caja fuerte y bajó a desayunar a la mesa de los oficiales del «Hotel Rey David». Antes de su regreso, una hora más tarde, un microfilme del documento estaba en manos del servicio secreto de la «Haganah».

Esta labor, realizada por un secretario del Estado Mayor, era una de las primeras proezas de un servicio de información cuyos éxitos debían un día asombrar al mundo.

Conscientes de su inferioridad numérica, los judíos sabían que no eran las tácticas primitivas del terrorismo las que iban a salvarlo. Mucho antes de que el «Irgún» arrojara su primera bomba a una multitud árabe, la «Haganah» había decidido movilizar los múltiples recursos de la comunidad judía, al servicio de las sutiles tareas de la guerra de la información.

El jefe de la red de Jerusalén era un físico de veintiséis años, de origen alemán, llamado Shalheveth Freir. Su paso por el Ejército británico le permitió conocer todas las fisuras. En Italia, disfrazado de comandante o coronel inglés, montó espectaculares operaciones para hacer salir varios barcos de emigrantes hacia Palestina, en las mismas barbas de los británicos. Ahora, en la sala del oscuro «Instituto de Asuntos Sociales», de la calle Bezalel, en Jerusalén, dirigía a una veintena de agentes infiltrados en todos los servicios de la Administración civil y militar del Mandato. Incluso él mismo, gracias a una secretaria armenia, logró penetrar en el despacho del Alto Comisario.

El secreto de los éxitos judíos residía en el espionaje y en la diversidad de los individuos utilizados para el mismo. Con su poblado bigote, sus ojos vivos y penetrantes, sus atuendos de tweed y su perfecto acento de Oxford, Vivian Herzog, de veintiséis años, podía pasar en cualquier lugar por un joven británico de paisano. Nacido en Dublín, hijo del Gran Rabino de Palestina, Herzog era oficialmente el enlace entre la «Haganah» y el Ejército británico. En realidad, su verdadera misión consistía en crear una red de información reclutando oficiales projudíos colocados en lugares importantes. Las extraordinarias proezas realizadas por Herzog apenas eran sorprendentes. Sirvió como oficial en la más británica de las unidades, los «Guards», y su preparación para las misiones de la «Haganah» la había realizado cuando se ocupó durante un año y medio con el grado de capitán, de los servicios secretos del Ejército de Su Majestad.

Herman Josef Mayer, hijo primogénito del librero más respetable de Jerusalén, pasó la guerra con unos auriculares en las orejas. Alemán de origen, Mayer sirvió en una unidad de radioescucha que, desde El-Alamein hasta Monte Cassino, había interceptado, por cuenta de la RAF, las conversaciones de los pilotos de la Luftwaffe. Ahora, en el sótano de la casa de su padre, en el número 33 de la calle Ramban, Mayer estaba trabajando de nuevo. Pero ahora, las voces que espiaban eran las de los ingleses. Con una docena de muchachas de origen británico, canadiense o americano, Mayer llevaba adelante una misión del servicio secreto de la «Haganah», bautizada con el nombre de «Arnavel» (el Conejo).

El «Conejo» funcionaba las veinticuatro horas del día. Su estación de escucha, localizada especialmente en la longitud de onda de 58,2 metros, indicaba permanentemente a Mayer la temperatura de Jerusalén. Era la longitud de onda de la Policía británica.

Con el tiempo, estos servicios alcanzarían una amplitud impresionante. Sin embargo, el cúmulo de informes que afluían al PM central era ya considerable. Comprendía el informe semanal británico, la mayor parte de las cartas intercambiadas entre Sir Alan Cunningham y sus superiores de Londres, las órdenes y las instrucciones dirigidas a los comandantes subordinados de Palestina, así como el análisis periódico del Ejército inglés sobre él estado de los preparativos judíos y árabes.

Más importante aún para el futuro era la infiltración de los agentes judíos en las filas árabes. Menos de quince días después de cada reunión de la Liga Árabe, una copia de los debates y de las resoluciones finales estaba en manos de la «Haganah» judía de Jerusalén. Un informador comprado se hallaba incluso en el Cuartel General de Hadj Amin Husseini en El Cairo.

En un sótano severamente custodiado del edificio de la «Agencia Judía», Isaac Navon daba forma a lo que se convertiría en la más preciosa de todas las fuentes de información. Las dos habitaciones que ocupaba estaban unidas, mediante un cable especial, a la Central Telefónica de Jerusalén. Los técnicos de las PTT, casi todos judíos, interceptaban las líneas telefónicas de las principales personalidades árabes y británicas, así como las líneas internacionales entre Palestina y Europa y los demás países del Cercano Oriente. Pronto, en su escondrijo subterráneo, Navon dispondría de equipos que interceptarían noche y día las conversaciones telefónicas.

Paralelamente a esta guerra secreta, las dos partes comenzaron a entregarse a una guerra de propaganda a base de emisiones radiofónicas clandestinas. La Radio árabe «Voz de la Revolución» estaba en antena cada noche, a las siete, con su pequeño emisor, escondido bajo una pila de alfombras, en la camioneta de un comerciante de alfombras armenio.

El emisor de la «Haganah» estaba disimulado en un apartamento particular. Para burlar la detección británica, este último se hallaba situado en un barrio sin electricidad. La corriente era suministrada por un cable pasado de casa en casa desde un hospital. Para no llamar la atención sobre su destino, la «Haganah» había pedido discretamente, a todas las amas de casa del barrio, que colgaran su colada del cable.

Oh, Jerusalén
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