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«LA SALVACIÓN VENDRÁ DEL CIELO»
Las pequeñas hojas de papel llegaban con una regularidad reconfortante al cliente de la habitación 121 del «Hotel Alerón», de Praga. Enviada por la «Zivnostenska Banka», anunciaban la llegada a la cuenta de Ehud Avriel de una ininterrumpida marea de dólares. Era su parte de la colecta americana de Golda Meir, un fabuloso tesoro que le había permitido, en mes y medio, comprar veinticinco mil fusiles, cinco mil fusiles ametralladores, trescientas ametralladoras pesadas y cincuenta millones de cartuchos. Pero el judío que desembarcó en Praga con un cepillo de dientes y un ejemplar de Faust para comprar algunos fusiles soñaría, en adelante, con adquirir decenas de carros de combate, aviones y cañones.
«No te inquietes por el dinero —acababa de anunciarle Ben Gurion—; dime sólo lo que se puede comprar». Estas palabras fueron la señal de una nueva fase en la aventura judía de la compra de armas: la carrera de las armas pesadas.
Ben Gurion decidió montar una verdadera organización de compras, con sus redes, sus expertos y su sistema de enlace. Discreto paraíso de las finanzas internacionales, se eligió Ginebra como cuartel general. Al frente colocó Ben Gurion a uno de sus más antiguos compañeros, un ruso que sentía tal obsesión por el secreto, que —se decía— se miraba siempre en un espejo antes de abrir una caja fuerte, para estar seguro de su identidad. Shaul Avigur era una leyenda en la «Haganah». Superviviente de la batalla de Tel Hai, primer combate sionista librado sobre tierra palestina, y fundador de la primera red de emigración clandestina, acababa de hacer entrar en Palestina, con éxito, a quince mil búlgaros y rumanos.
Los dólares de Golda Meir eran, en principio, enviados al Banco ginebrino «Pictet et Co.», venerable establecimiento donde los financieros judíos, jugando con las diferencias de cambio de las monedas europeas, las convertían en francos suizos, después en liras italianas, en oro y, de nuevo, en dólares. Al termino de esta operación, Avriel pudo añadir algunos fusiles en cada uno de sus pedidos.
El recibo de teléfono de Shaul Avigur se convirtió rápidamente en uno de los más elevados de los Correos helvéticos. Nueva York, Praga, Buenos Aires y México estaban sin cesar en el otro extremo del hilo. De hecho, el teléfono era su único medio de comunicación, pues la «Haganah» había considerado inoportuno instalar en Suiza una emisora de radio, como existía en la mayor parte de las ciudades europeas. El nombre en clave de esta red secreta, unida a Tel-Aviv, era «Gedeón», el del gran juez de Israel. Creada para las operaciones de emigración clandestina, iba ahora a servir para las operaciones de los compradores de armas. El emisor central estaba oculto sobre el techo de un orfelinato del monte Mario, una de las siete colinas de Roma. Cinco veces al día, una antena de dieciocho metros enviaba a «Shoshana» —la rosa—, cuartel general de Tel-Aviv, los informes de los agentes que recorrían Europa en busca de armas para los defensores de Jerusalén.
Si estos informes confirmaban los nuevos éxitos de Ehud Avriel en la compra de armas pesadas, también revelaban las crecientes dificultades que los agentes de la «Haganah» encontraban aquel invierno en otro dominio. Comprar armas era una cosa. Encontrar un barco dispuesto a forzar el bloqueo británico para transportarlas hasta Palestina era otra.
La mayor parte de los seguros marítimos estaban suscritos en Londres, y raras eran las compañías dispuestas a cubrir los de los barcos con destino a Haifa Para evitar que corrieran demasiados peligros sus preciosos cargamentos, Avriel y sus colegas arriesgaban condenarse a almacenar sus armas en Europa hasta el fin del Mandato. Pero se preguntaban si el Estado a cuya defensa se destinaban existiría después de tardar tanto tiempo en recibirlas.
Ben Gurion mostraba cada día más impaciencia a este respecto. Bombardeaba a sus representantes con furiosos telegramas pidiendo que, al menos, fuesen enviadas urgentemente algunas armas.
Ello no era empresa fácil. Xiel Federman, el Papá Noel de la «Haganah», pudo, finalmente, fletar un carguero canadiense, el Isgo, con Estambul como destino. Lo llenó de todas las riquezas que halló en Amberes en los depósitos de excedentes: half-tracks embalados en cajas con el marchamo de «tractores»; jeeps, camiones, camiones-cisterna, cajas de cascos, calcetines, tiendas, uniformes de camuflaje, capazos. Todas estas mercancías llevaban direcciones turcas. Hizo vaciar en seguida cuarenta toneladas de carbón en las bodegas del Isgo, hasta que un colchón de polvo negro cubrió completamente la carga. Luego comunicó al capitán del navío que el carbón era para Tel-Aviv, lo que obligaba al oficial a hacer escala en este puerto antes de alcanzar Estambul.
La víspera del aparejamiento, Federman descubrió todavía un lote de teléfonos de campaña en perfecto estado. El vendedor pedía cuarenta mil dólares al contado. Al no poseer esa suma, y como el único banquero de la ciudad que conocía se negó a prestársela, se precipitó al establecimiento de un joyero del célebre mercado de los diamantes de Amberes. En nombre de la «Haganah», hizo venir a todos los traficantes en diamantes judíos con el dinero líquido de que disponían. Cada uno llegó con un fajo de billetes envuelto en un viejo periódico o cuidadosamente guardado en un estuche. En media hora, Federman recogió cuarenta mil dólares.
Por su parte, Ehud Avriel buscó durante tres meses un buque dispuesto a embarcar una parte de sus compras. Acabó por descubrir un barco de cabotaje, el Nora, en el puerto yugoslavo de Rijeka. Para que sus fusiles checos franquearan a la llegada la barrera de los inspectores de aduanas británicos, los recubrió con cien toneladas de cebollas, mercancía apropiada para desanimar su curiosidad profesional.
Pero no sólo este miserable barco de cabotaje iba a transportar armas. El Nora iba a proporcionarle la ocasión de otra hazaña. Un día en que Avriel se hallaba en la oficina de la agencia marítima yugoslava que le había fletado el Nora, un empleado le interpeló:
—¡Enhorabuena! —exclamó—. Veo que ha encontrado usted un segundo barco. Hemos dado órdenes para cargar un segundo envío de fusiles en el Lino.
Las espesas cejas de Avriel se estremecieron imperceptiblemente mientras dirigía una sonrisa al empleado. Él no había fletado ningún otro barco. Pero tenía buenas razones para suponer la identidad de los propietarios del cargamento del Lino. Abdul Asís Kerin, el oficial sirio que le había precedido en las oficinas de la fábrica de armas «Zbrojovka», de Praga, ha logrado —pensó Avriel— encontrar un barco para transportar sus fusiles a Siria. Este navío, el del árabe, no corría ningún riesgo de ser interceptado por la Royal Navy. He aquí lo que se añadía a la tarea de Ehud Avriel y los agentes de la «Haganah» en el Mediterráneo. Además de luchar porque sus envíos franquearan el bloqueo británico, ahora debían organizar su propio bloqueo para impedir que el Lino llegase a su destino.
«Yakum Purkan min shemaya»,[11] prometía la vieja oración aramea en la lengua que se hablaba en Palestina en tiempos de Cristo. En principio, ningún habitante de la Palestina contemporánea creía tanto en esta promesa como David Ben Gurion. Vivió en Londres durante el blitz, y sabía lo que significaba el poder aéreo en la guerra moderna. También sabía que podía ser decisiva, aun en la modesta escala de su propio combate. El transporte por aire bien podía convertirse en el medio de aprovisionar a las colonias judías aisladas a través del país, y si llegaba lo peor, incluso a Jerusalén. La idea de crear las bases de una fuerza aérea obsesionaba hacía mucho tiempo al líder judío. Pero siempre chocó con este mismo problema, aparentemente insoluble: ¿Cómo crear una aviación clandestina en un país ocupado?
La respuesta se la proporcionó uno de sus vecinos, un joven veterano de la RAF al que de pequeño tuvo en sus rodillas. En misiones de apoyo con ocasión de los desembarcos de Normandía, de escolta durante los vuelos de bombardeo sobre Alemania y de ataque contra las bases de las V2, Aaron Remez voló durante cuatro años en la RAF. Sin embargo, ninguna de sus experiencias le había causado la emoción que sintió a su regreso a Palestina. Tras las alambradas de un campo de concentración británico encontró a su padre, guardado por hombres que llevaban el uniforme del país por el que había arriesgado su vida a lo largo de toda la guerra. Lleno de amargura, se puso a redactar un extenso memorándum, destinado al hombrecillo que vivía en la casa vecina. Era un proyecto para la creación de una fuerza aérea judía.
Este documento, así como cuatro aparatos de turismo, un avión-taxi y veinte pilotos iban a ser el punto de partida de lo que se convertiría, veinte años más tarde, en la más eficaz aviación militar del mundo. El memorándum respondía en cierto sentido a la pregunta que preocupaba a Ben Gurion. No es preciso crear una fuerza aérea clandestina en un país ocupado; hay que crearla en el exterior y preparar en el interior del país las estructuras para recibirla. Sitúe en un lugar del extranjero una red de compra de aviones, sugería a Ben Gurion el documento de Remez. Funde compañías imaginarias para darles un carácter legal. Negocie los derechos de escala en el mayor número posible de países y reagrupe los aparatos en aeródromos amigos. Reclute pilotos voluntarios, palestinos o no, judíos o no. Y espere.
Paralelamente, Remez proponía crear, en la misma Palestina, una unidad de transporte aéreo, la «Haganah Air Service». Su PM estaría disimulado en la sede de una pacífica organización instalada en Tel-Aviv, en la casa número 9 de la calle Montefiore: el «Aeroclub» de Palestina. El club disponía, en el aeródromo de Lydda, de un sencillo hangar en el que se albergaban sus cuatro «Taylorcraft» de turismo y su Dragon rápido «De Havilland» utilizado como taxi entre Tel-Aviv y Haifa. El presidente del club se convirtió en el primer comandante de la «Haganah Air Service», y Remez, en su primer jefe de operaciones. Se impuso como un deber reunir a todos los palestinos que poseyeran alguna experiencia de la aviación. En todo el país, los colonos se ocuparon en preparar las pistas de tierra para recibir a los aparatos. En la perspectiva más lejana del fin del Mandato, Remez preparó los planes de ocupación de las bases aéreas británicas en Palestina.
Pero no fue en Palestina, sino en Washington, donde esta naciente organización dio un paso decisivo. En una oficina del servicio de liquidación de materiales de guerra se presentó, algunos días después del Reparto, el primer voluntario extranjero del «Air Service», un joven judío americano amante de la aviación. A cambio de un cheque de cuarenta y cinco mil dólares, Al Schwimmer, antiguo comandante de la «U. S. Air Force», recibió los títulos de propiedad de los primeros verdaderos aviones de la «Haganah»: tres cuatrimotores «Constellation» prácticamente nuevos. La construcción de cada uno de ellos costó casi un millón y medio de dólares. Schwimmer completó este embrión de flota aérea con quince bimotores «C-46» para transportes a corta distancia. Para dar una familia legítima a esta pequeña colección, fundó dos compañías e hizo pintar sus nombres en los fuselajes: «Service Airways» y «Panamian Air Lines». Luego alquiló dos hangares, uno en Burbank (California) y el otro en Milville (Nueva Jersey).
No era cuestión, por el momento, de utilizar en Palestina aparatos tan pesados. Sin embargo, los ataques de Abdel Kader contra los convoyes, cada vez más numerosos y graves, acrecentaban la necesidad de aprovisionarse por el aire. Sabiendo que los ingleses querían vender a precio de chatarra una veintena de pequeños «Auster» de observación, Remez se ocupó en hacerlos comprar por el «Aeroclub» de Palestina. No eran ni los «Constellation» ni los «C-46», pero tenían alas y un motor, y los mecánicos de la «Haganah» podrían hacer volar algunos. Cada vez que un aparato estaba listo para despegar, era pintado con los colores de los «Taylorcraft» de turismo del «Aeroclub». Sobre la cola y las alas eran dibujadas cuidadosamente las letras VQ PAI que identificaban a uno de los cuatro «Taylorcraft» del club. Trece aparatos, todos los cuales llevaban la matrícula del mismo avión, surcaron pronto los cielos de Palestina. Jamás los inspectores de la Aeronáutica Civil británica pudieron explicar las razones de la asombrosa actividad del pequeño VQ PAI.
Para los kibbutz aislados, una salvación parcial comenzó así a venir del cielo. Los pequeños aviones vigilaban las carreteras para descubrir los preparativos de las emboscadas árabes. Llevaron agua a las colonias del Negev y lanzaron en paracaídas víveres y municiones a las comunidades asediadas. Emprendían también vuelos nocturnos y aterrizaban sobre pistas improvisadas iluminadas por los faros de los camiones.
En Jerusalén, la «Haganah» preparó una especie de pista en la pendiente de un barranco, cerca de las altas murallas del monasterio griego de la Cruz, al pie de la colina donde se edificaría más tarde el Parlamento israelí. Aterrizar y despegar eran las proezas más grandes que los pilotos del «Air Service» debían realizar sobre esa porción de terreno inclinado. «Era preciso comenzar a descender —recuerda uno de ellos— cuando se sobrevolaba Castel, asegurándose bien de que no se pasaba por encima de ningún grupo de campesinos árabes. Después se picaba hacia la estación para que no lo ametrallaran a uno desde las casas de Katamon. A continuación, en viraje muy cerrado, se pasaba entre el monasterio y el valle y se descendía de golpe hacia el suelo, para evitar dos líneas de alta tensión que había al borde de la pista». Para los judíos de Jerusalén, el incesante ballet de aquellos pequeños aviones se convirtió en un elemento rutinario de su cotidiana existencia. A causa de la forma triangular de su tren de aterrizaje, pronto les dieron un apodo afectuoso. Los llamaban Primus, ya que tenían un aspecto tan frágil e inestable como los pequeños hornillos de tres patas sobre los que tantas amas de casa judías cocinaban aquel invierno sus alimentos.