27
EL GUIÑO DE GLUBB PACHÁ
«Éste es el sacrificio de la Pascua para dar gracias al Señor, que destruyó Egipto, pero respetó las casas de los hijos de Israel».
Con estas palabras comenzaba, por 3388 vez, la más antigua ceremonia de la Humanidad: la Pascua judía. Conmemoraba la libertad del pueblo hebreo y su entrada en la «Era de la libertad». En vísperas de la resurrección temporal de la nación judía, esta fiesta revestía una importancia muy particular.
Una larga tradición regula la liturgia de la Pascua judía. Empieza por el seder, una cena familiar donde cada manjar posee una significación simbólica. En medio de la mesa, suntuosamente adornada, destaca «la fuente del seder». En cada uno de sus tres compartimientos hay una torta de pan ácimo, ese pan sin levadura, llamado Matsoth, que evoca la miseria de la servidumbre, pero también la marcha precipitada de Egipto hacia la libertad. Coronando el conjunto se alinean pequeños recipientes que contienen hierbas amargas, en memoria de las lágrimas de sufrimiento, y una mezcla de manzanas picadas, almendras y canela, bañado todo ello con vino tinto, en recuerdo del mortero y la argamasa de los ladrillos exigidos por el Faraón. Un hueso de carne, asado a la brasa, simboliza, finalmente, el antiguo cordero pascual, mientras que un huevo cocido en la ceniza representa, para unos, los sacrificios de la fiesta, y para otros, la destrucción del Templo. Las copas de vino señalan el lugar de los convidados, que deben vaciarlas cuatro veces durante la velada, acompañando los salmos y los cánticos. Tras la segunda copa, el varón más joven plantea al más viejo cuatro preguntas inmutables. Y desde la destrucción del Templo por Tito, hace casi dos mil años, todo un pueblo disperso vacía la cuarta copa con el deseo de: «¡El próximo año, en Jerusalén!».
Para los cien mil judíos de Jerusalén que celebraban la Pascua aquella noche del 23 de abril de 1948, el año próximo había llegado. Pero el Muro del templo de Salomón estaba tan distante e inaccesible para aquella fracción privilegiada del pueblo israelita como para los más dispersos de sus miembros. Era la primera vez, desde Saladino, que ningún rabino ni ningún fiel había podido ir a postrarse allí. Dueños de todos los accesos al santuario, los árabes de Jerusalén habían negado el paso incluso a una delegación simbólica. Transcurrirían dos decenios antes de que los judíos pudieran abrazar de nuevo sus piedras. Los que estaban más próximos al Muro, los sitiados del barrio de la ciudad vieja, organizaron dos cenas de seder para permitir a todos los soldados de guardia, tanto a los asjenazos como a los sefardíes, participar en las festividades, lo cual no dejó de preocupar a sus jefes. ¿Podían dejarles beber los cuatro vasos de vino rituales y contar luego con su vigilancia?
En sus aisladas colinas, que defendían los alrededores de Jerusalén, los habitantes de Kfar Etzion celebraron también con fervor la Pascua. Habían adornado la Neveh Ovadia con guirnaldas de flores y frutas de su primera cosecha, y escrito en las paredes los versículos del Cantar de los Cantares que alababan la primavera. Como ya no había niños en el kibbutz, fue el más joven almachnik el que formuló las cuatro preguntas rituales. Relevados por sus compañeros, los hombres de guardia fueron a reunirse con los demás al final de la cena. Cuando entraron, con el fusil en la mano, un salmo brotaba de todos los pechos.
—¡Oh, Dios —recitaron los colonos de Kfar Etzion—, los guardianes velan noche y día en torno a Tu Ciudad!
En la ciudad nueva, Dov Joseph olvidó sus restricciones en la semana de Pascua. Repartió dos libras de patatas, dos huevos, media libra de pescado seco y de carne, cuatro libras de matsoth y doscientos gramos de frutos secos por habitante. Algo realmente extraordinario.
Benjamín Adin, el Loco, pudo atravesar las líneas árabes de Sheij Jerrah y llevar un camión lleno de víveres al monte Scopus. Los doscientos soldados, médicos, enfermeras, técnicos y enfermos dispensaron una delirante acogida al valiente chófer, al que entraron, en triunfo, al patio del hospital.
El seder más memorable se desarrolló, sin duda, en el restaurante cooperativo de la «Histadruth», la «Confederación de los trabajadores judíos». Doscientos ochenta conductores secuestrados por Bar Shemer tres semanas antes en las calles de Tel-Aviv, se encontraban reunidos allí. La barricada de los partisanos árabes los obligaba a compartir los sufrimientos de la ciudad que habían socorrido.
Dov Joseph presidía el «banquete». Su menú ofrecía —recuerda— «un tazón de agua caliente en el que nadaban algunas migajas de matsoth; una rodaja de pescado, generosamente rebozada en harina, y algunos trocitos de carne aislados en medio del arroz». Una alegre atmósfera compensaba la pobreza de la mesa. El hijo de un conductor de Jerusalén planteó las cuatro preguntas rituales al camionero de más edad de Tel-Aviv, y «mucha alegría y cantos» permanecieron en la memoria de Joseph. Cuando los camioneros levantaron su cuarta copa, repitieron el ancestral deseo. Todos, a coro, prometieron:
—¡El próximo año, en Jerusalén la liberada!
Sin embargo, para muchas familias, una llamada en la puerta iba a perturbar la cena de fiesta. Soldados de la «Haganah» venían a arrebatarles un padre o un hijo para la próxima ofensiva de Isaac Sadeh.
Las tres acciones relámpago de la «Operación Jebussi» que debían dar a los judíos todo un anillo de posiciones estratégicas alrededor de la parte árabe de Jerusalén, comenzaron con un doble fracaso. Treinta y cinco soldados escogidos del «Palmach» perecieron en la noche del 26 de abril con ocasión de una vana y sangrienta tentativa por expulsar a los árabes de las alturas de Nebi Samuel. La misma tarde, la ocupación de Sheij Jerrah, el barrio árabe que separaba, al Norte, la ciudad judía del monte Scopus, fracasó por la intervención del adversario que más temía Sadeh: los ingleses. Considerando que esta zona se encontraba en su vía de evacuación hacia Haifa, el general Jones, gobernador militar de Jerusalén, conminó a los judíos a retirarse a las seis horas. «¿Cómo puede imaginar Jones que alguien tenga necesidad de retener a los ingleses —ironizó Dov Joseph al leer el ultimátum—, cuando, desde hacía veinte años, todos, judíos y árabes, intentamos hacerlos marchar?».
A las seis en punto de la tarde, el chirriante estornudo de las cornamusas llenó la arteria principal de Sheij Jerrah, donde tantos médicos judíos habían muerto dos semanas antes. Preludiaba la entrada en escena de las fuerzas que el coronel Churchill no había podido obtener para ayudar al convoy de la Hadassah: un batallón completo del regimiento «Highland Light Infantry», un escuadrón de carros de combate y una batería de artillería motorizada. Ante semejante despliegue, los soldados de Isaac Sadeh se retiraron prudentemente con su único bazooka.
Habiendo fracasado en el Este y en el Norte, Sadeh se volvió hacia el Sur. Su plan inicial tendía, a la vez, a conquistar todos los barrios y pueblos árabes que bordeaban la ciudad vieja por el Sur y a interceptar sus comunicaciones con Belén, Hebrón y Egipto. Para no correr el riesgo de encontrarse de nuevo cara a cara con los carros y los cañones británicos, decidió limitar su ofensiva a un solo barrio: el de las ricas villas de Katamon. La hecatombe producida por el atentado judío al «Hotel Semíramis» había puesto en fuga a la mayoría de sus habitantes desde el mes de enero. Pero un pequeño grupo de partidarios del Mufti, mandados por el valeroso pastor de Hebrón Ibrahim Abu Dayieh, y un grupo de voluntarios iraquíes, había consolidado la presencia árabe. Ese elegante barrio se había convertido en un absceso en el flanco de los judíos. Estaban resueltos a extirparlo.
La batalla comenzó al amanecer. Fue corta y salvaje. Sadeh fijó como primer objetivo a sus grupos de asalto el imponente edificio que dominaba el barrio desde su bosquecillo de pinos y cipreses. Bajo la graciosa cruz cirílica que lo coronaba, el monasterio griego ortodoxo de San Simeón constituía, con sus dependencias, una verdadera fortaleza.
David Eleazar, el jefe de compañía más joven del «Palmach», recibió la misión de apoderarse de él. Avanzando bajo las ráfagas de balas y granadas, consiguió expulsar a los árabes de la hostería y forzar la entrada principal del monasterio. Furiosos combates prosiguieron entonces en el interior. De habitación en habitación, los partisanos de Abu Dayieh y sus compañeros iraquíes opusieron una feroz resistencia. La batalla degeneró en un mortífero cuerpo a cuerpo con puñales y bayonetas. Finalmente, los árabes se replegaron tras las ventanas verdes de una casa vecina.
Sin embargo, no dejaron saborear a los judíos ese primer éxito. Una caravana de asnos les llevó morteros de 81 mm, y Abu Dayieh hizo disparar andanadas de obuses sobre el monasterio. Luego, reforzado por las tropas de un joven jefe de banda al que habían llamado en su ayuda, pasó al contraataque.
La situación de los judíos en el monasterio, repleto de sus muertos y heridos, se convirtió rápidamente en crítica. En el tejado, seis cuerpos yacían al lado de una ametralladora checa, abatidos todos por el mismo francotirador árabe. Gravemente herido, un séptimo soldado se aferró aún a la empuñadura del arma y disparó frenéticamente.
Por fin, Eleazar hizo evacuar el tejado. Sin embargo, uno de sus antiguos compañeros se negó a abandonar la posición. Momentos después, Eleazar oyó una explosión, seguida por un grito. Se precipitó al tejado. Un obús de mortero le había destrozado una pierna a su amigo.
—No te preocupes —lo tranquilizó mientras se lo llevaba—. Saldrás adelante.
Pero el herido suplicaba a su jefe que lo rematase. Esforzándose por olvidar la insostenible angustia de su mirada, Eleazar regresó al combate, tras haberle puesto una inyección de morfina. Cuando regresó, su amigo había desaparecido. Había logrado arrastrarse hasta una ventana, donde se había cortado las venas con un trozo de cristal. Estaba muerto, desangrado.
Un olor a putrefacción, a pólvora y a quemado llenaba ahora las salas del devastado monasterio. Decenas de heridos gemían entre el sofocante humo. El enlace por radio con el C. G. estaba cortado. Ya no había más medicamentos, y las municiones comenzaban a escasear. El choque había sido de tal violencia, que la situación de los árabes apenas era más envidiable. Muertos y heridos con keffiehs jalonaban los alrededores del edificio. Abu Dayieh también fue herido en la columna vertebral por la explosión de una granada. Sin embargo, continuaba en la brecha, llevado en una silla por dos de sus hombres.
Casi todos los oficiales judíos estaban heridos. Persuadidos de que iban a ser aplastados de un momento a otro, se reunieron. Elie Ranana, antigua combatiente del «Palmach», célebre por su manía de andar con sandalias, rechazó toda idea de rendición. Decidió repartir los restos de sus compañías en tres grupos e intentar una salida. Los heridos capaces de andar pasarían los primeros, cubiertos por algunos compañeros. Todos los hombres sanos cargarían sobre sus espaldas a un herido de importancia y saldrían bajo la protección de sus oficiales supervivientes. Éstos se encerrarían entonces en una sala del monasterio con los últimos heridos. Colocarían cargas explosivas al pie de los principales pilares y lo volarían todo en un suicidio colectivo.
El primer grupo marchó. De la treintena de judíos que lo integraba, sólo uno consiguió llegar a las líneas judías. Mientras el segundo grupo se reunía para arrojarse, a su vez, al infierno, se desarrollaba una extraordinaria conversación telefónica entre una casa situada a menos de doscientos metros de allá y El Cairo, donde el Mufti seguía hora a hora el desarrollo de la batalla. Ibrahim Abu Dayieh imploraba a Hadj Amin que le autorizara a suspender el combate. Mientras Ranana y sus compañeros se preparaban para suicidarse, su adversario revelaba así el desastroso estado de sus fuerzas. Solamente seis de sus árabes estaban aún en condiciones de combatir, y ya no había casi municiones para sus fusiles y ametralladoras y ni un solo obús para sus morteros.
—Hemos perdido la batalla —confesó con el corazón angustiado.
Otros oídos estupefactos captaron esta declaración. En el sótano de la «Agencia Judía», donde, noche y día, hombres y mujeres interceptaban las comunicaciones de las principales personalidades árabes y británicas, las palabras de Abu Dayieh cayeron como una bomba. Alertado de repente, el C. G. de la «Haganah» consiguió transmitir a los oficiales atrincherados en San Simeón un mensaje rogándoles que resistieran hasta la llegada de refuerzos. Avanzada la tarde, cuando el relevo subió por la barranca, los disparos árabes casi habían cesado del todo.
Antes de abandonar el infierno de Katamon, Eleazar intentó emprender una última operación. Se tomó una píldora estimulante de novadrina para reponer fuerzas y, con algunos supervivientes, se dedicó al asalto de la casa de ventanas verdes. Ningún disparo se opuso a su avance. Encontraron la casa abandonada, «una casa familiar como tantas otras —recuerda—, con sus camas sin hacer, sus armarios abiertos, su vajilla en el aparador y restos de cena en la mesa».
Eleazar subió al primer piso y descubrió un montón de casquillos bajo una ventana. Mirando a lo lejos, distinguió un grupo de banderas rojas que ondeaban en el kibbutz de Ramat Rachel.
«¡Santo cielo!, ¿por qué todas esas banderas?», se dijo sorprendido.
Con el espíritu turbado por la fatiga, comprendió de repente que aquellas corolas escarlatas celebraban el 1.º de mayo.
La limpieza definitiva de Katamon fue confiada a un inquieto oficial de veinticinco años de edad. Originario de los Estados Unidos, Josef Nevo llegó a Palestina, cuando aún era muy niño, con sus padres, «los únicos sionistas de Chatanooga, Tennessee», como le gustaba repetir. Numerosas etapas jalonaban su carrera. Aprendiz de químico, miembro fundador de un kibbutz, mayor en una promoción de la «Haganah», sargento en la Artillería de Su Majestad británica, alumno de la «London School of Economics» y estudiante de diplomacia.
Nevo desplegó a sus hombres en dos avenidas paralelas y se dedicó a rastrear todo el barrio. Dos autocañones de la Legión Árabe desembocaron por el patio del Consulado del Irak y abrieron fuego. Nevo ordenó a sus jóvenes reclutas responderles utilizando su mortero como bazooka. Los vehículos blindados desaparecieron, y los judíos pudieron continuar su avance, llenos de orgullo.
Diezmados por las pérdidas de la víspera, las fuerzas árabes parecían haberse volatilizado por completo. Al cabo de algunas horas, Josef Nevo controlaba la totalidad de Katamon. Era la primera conquista importante de la «Haganah» en Jerusalén.
La empresa se había llevado a cabo tan rápidamente, que la mayoría de los últimos civiles árabes del barrio huyeron con las manos vacías. Aprovechando el desconcierto, Dov Joseph mandó en seguida equipos para recuperar los víveres abandonados. Sorprendentes descubrimientos aguardaban a los actores de aquel pillaje organizado. Encontraron mesas puestas, platos a medio consumir, cucharas llenas al borde de los platos, hornos aún encendidos, bañeras desbordantes y todas las señales de un éxodo precipitado. Aquellos hogares iban a suministrar un precioso refuerzo en alimentos y combustible a los hambrientos judíos. León Angel, el principal panadero de la ciudad, tuvo durante cinco días harina para sus hornos. Las escasas reservas municipales de azúcar y aceite fueron inopinadamente reconstituidas. Incluso una casa proporcionó un barril de caviar, exquisito manjar cuyo consumo estaba, sin embargo, estrictamente proscrito por la ortodoxia, ya que no era kacher. David Shaltiel, el epicúreo gastrónomo que mandaba a los soldados de Jerusalén, no pudo resignarse a dejar que se perdiera un manjar tan delicioso. A pesar de la ira de los rabinos, lo hizo servir en el desayuno a su C. G.
Pisándoles los talones a los hombres de Dov Joseph, acudieron otros saqueadores, atraídos por el botín que guardaban las elegantes moradas de Katamon. Pese a la orden dada por Nevo de dispararles a las piernas, se multiplicaron como las setas tras la lluvia, robando la platería, lencería, muebles y alfombras.
Desde su refugio en la ciudad vieja, un propietario árabe pudo apreciar al día siguiente la magnitud del desastre.
—No queda nada —le telefoneó el viejo colega judío al que había confiado su casa—. Se han llevado hasta la puerta de entrada.
«En la estrategia pueden aplicarse los mismos principios del ajedrez —le gustaba repetir al rey Abdullah de Transjordania—. Antes de lanzar a sus peones a territorio enemigo, deben ustedes esperar que se produzca una apertura favorable». Con el rostro pálido e impasible bajo su turbante moteado en oro y ceñido a la usanza de sus antepasados del Hedjaz, el frágil soberano escrutaba la asamblea de jefes árabes y se preguntaba si no habría llegado el momento de adelantar sus peones sobre el tablero palestino.
Aquellos hombres habían ido a Ammán para obtener de él lo que habían acabado de arrancar al rey Faruk: la promesa de entrar en guerra contra los judíos. Su visita colocaba al monarca en una de esas situaciones particularmente complejas que le gustaba afrontar en el juego. Con una habilidad tan oriental como las esencias con que se perfumaba, Abdullah practicaba ahora varias políticas a la vez. Mantenía relaciones privilegiadas con los ingleses y sostenía contactos con la «Agencia Judía» gracias a las visitas regulares a Jerusalén de su médico personal, el doctor Mohamed el Saty. Era, además, el único jefe de Estado árabe que se había resignado al Reparto. Pero si hacía saber discretamente a los judíos y a los ingleses que estaba listo para sacar sus consecuencias, no osaba exhortar a sus colegas a aceptarlo, consciente de que tal actitud no le valdría nada más que las balas de un asesino. De igual modo, se guardaba de revelarles su intención de anexionarse la Palestina árabe, persuadido de que, excepto su pariente de Irak, la condenarían todos. Incluso sus llamamientos a la paz formaban parte de su juego, ya que necesitaba en realidad un simulacro de guerra para justificar el envío de su Legión a Palestina.
Fuesen cuales fuesen sus ambiciones, Abdullah debía, ante todo, mostrarse prudente. No podía oponerse abiertamente a una coalición árabe en Palestina sin arriesgar su trono y su vida, y al menos debía dar la ilusión de asociarse. No obstante, estaba resuelto a aprovechar la visita de los representantes de los demás Estados árabes para advertirles de los peligros que su política belicista acarreaba a sus pueblos. Prometió, en principio, que estaría «entre los soldados del frente» si las hostilidades eran inevitables.
—Antes de entrar en guerra —aconsejó a continuación—, es necesario dejar de disparar sobre los judíos y pedirles explicaciones. ¿Por qué nadie ha recurrido nunca a este procedimiento, aunque sólo fuese para explorar las posibilidades que ofrece?
Luego previno a sus colegas que la «Haganah» estaba equipada con armas modernas y perfectamente entrenada.
—Los árabes de Palestina —continuó— están a punto de emigrar a millares. El precio de una habitación en Irbid se eleva ahora a seis dinares.[16] Huyen. Los judíos avanzan. Mañana llegarán en masa. Remontarán toda la costa, desde Gaza hasta Acre. ¿Cómo los detendrán los árabes? Les juro que si mañana grupos de árabes de Jafa, Haifa o de otras partes se presentan y reclaman un acuerdo con los judíos, todo el asunto escapará entonces a los dirigentes árabes, a los Estados árabes y a la Liga Árabe.
Evidentemente, los jefes árabes no habían acudido a Ammán para oír esta clase de discursos. Ya habían hecho sus envites. En aquel 1.° de mayo de 1948, la situación que David Ben Gurion había vislumbrado seis meses antes y para la que se había preparado, alcanzó, al fin, un punto en el que no se podía dar media vuelta. Los Estados árabes estaban irrevocablemente empeñados en el camino de la guerra.[17]
Los líderes árabes parecían estar realmente convencidos de su superioridad militar. Pensaban incluso que les sería suficiente colocar sus ejércitos en las fronteras de Palestina cuando se marcharan los ingleses para que se hundiera la voluntad de resistencia judía. Para conseguir la adhesión de Abdullah a sus proyectos, cada uno se hizo acompañar a Ammán por las más altas autoridades militares de su país. Aquel galonado areópago aguardaba en una antesala de palacio. Cuando el soberano hubo acabado su infructuosa llamada a la razón, Azzam Pachá le dio las gracias y propuso que entraran los soldados.
—Ha llegado el momento —declaró el secretario general de la Liga Árabe— de discutir las condiciones de la invasión de Palestina.
La conferencia se prolongó toda la tarde. Convencidos del poder irresistible de sus tropas, todos los generales árabes reclamaron el privilegio de desempeñar el primer papel en la marcha sobre Tel-Aviv. Luego, inclinándose sobre sus mapas, discutieron el plan de la campaña, repartieron los sectores de operación y precisaron las contribuciones y los objetivos de los diferentes ejércitos.
Políticos y generales abordaron a continuación el problema más espinoso que pesaba sobre aquella coalición: el del mando combinado y, por encima de todo, el del mando supremo. Las rivalidades y las suspicacias que inficionaban sus relaciones políticas, emponzoñaban también las relaciones militares de los árabes. El rey Abdullah no tenía, de ningún modo, intenciones de poner su Legión, para la que tenía proyectos personales, bajo un mando extranjero. Por su parte, el rey Faruk se negó categóricamente a subordinar su ejército al control de su rival beduino. En cuanto a los generales presentes, parecían estar unidos por una desconfianza común: la que manifestaban, no sin razón, hacia el único auténtico jefe guerrero de que disponían los árabes: Sir John Bagot Glubb.
A fin de ejercer, como mínimo, la dirección militar de una empresa que no habría podido controlar políticamente, Abdullah sugirió, finalmente, que la Liga le confiase el mando supremo. Un embarazoso silencio acogió esta candidatura. Azzam Pachá sabía que los egipcios y los sirios la juzgarían inaceptable. Escogió la cortesía.
—Ya que somos los huéspedes de Su Graciosa Majestad, que sea también ella el comandante para todos —propuso.
Si ningún documento consignó jamás estas palabras, tuvieron, en todo caso, por efecto, apaciguar a Abdullah. Pero las palabras complacientes no podían bastar para resolver tan graves problemas. Aunque dando la impresión de haber sido resuelta, la cuestión de un mando único y supremo continuaba en suspenso. Se convino, solamente, en que cada país enviase un oficial de enlace a un centro de operaciones instalado en la base de la Legión árabe de Zerqa, en los alrededores de Ammán.
El teniente coronel Charles Coker, oficial británico de la Legión, preguntó al general iraquí, que lo acompañaba en su vehículo, después de la conferencia:
—¿Cómo ha transcurrido la reunión?
—¡Magníficamente! —respondió el iraquí—. Todos estamos de acuerdo en batirnos por separado.
Mientras los generales árabes preparaban la invasión de Palestina el inglés Glubb Pachá, jefe de la Legión Árabe, intentaba, mediante una audaz maniobra, cortar la hierba bajo los mismos pies de los dirigentes árabes y obligar al soberano al que servía a que se retirase de la coalición. Envió secretamente a uno de sus oficiales a una cita con un representante de la «Haganah», en el kibbutz de Naharayim, al otro lado del Jordán.
Ante la estupefacción del judío Shlomo Shamir, el coronel Desmond Goldie, enviado de Glubb, sugirió un arreglo pacífico mediante la ocupación militar de Palestina. La Legión Árabe controlaría los territorios árabes; la «Haganah», las zonas judías, y las dos partes se abstendrían de intervenir en Jerusalén. Para permitir al ejército judío tomar sus disposiciones en ese sentido, Glubb Pachá se comprometía, por su parte, a no dejar que sus tropas franqueasen los límites del Reparto durante los dos o tres días que seguirían al fin del Mandato británico. Así esperaba evitar la guerra. Deseaba conocer, en contrapartida, las intenciones de la «Haganah». ¿Pensaba respetar las fronteras atribuidas al Estado judío por el plan de reparto, o, por el contrario, conquistar nuevos territorios?
La respuesta del enviado judío fue deliberadamente evasiva. Las fronteras eran obra de los políticos —declaró—, no de los soldados. Pero si lo decidiese, la «Haganah» se mostraría, sin duda, capaz de conquistar toda Palestina. En cuanto a Jerusalén, no habría ninguna necesidad de combatir por ella si la Legión Árabe se abstenía de entrar en ella. Prometió transmitir inmediatamente ese importante mensaje a sus superiores.
Cuando Goldie regresó de su misión, el que se la había encargado lo aguardaba a la puerta de su despacho.
—¡Gracias a Dios! ¡Allá viene! —suspiró John Bagot Glubb con un guiño.
Un problema infinitamente más delicado que la conquista de un barrio de Jerusalén se le planteaba ahora al joven oficial judío que se había apoderado de Katamon. «¿Qué debo hacer —se preguntaba Josef Nevo— para convencer a la madre de Naomi de que me deje desposar a su hija?».
Ya hacía tres años que Nevo amaba a la encantadora inglesa que había conocido en Londres cuando seguía un curso en el Ejército británico. No necesitó ni un mes para pedir su mano. Pero la madre de su amada, juzgando que aquel pretendiente no ofrecía ninguna garantía para el futuro, rechazó la oferta y montó desde entonces una vigilante guardia. Ni siquiera un viaje a Palestina, con el pretexto de hacer un estudio sobre la organización de los kibbutz, permitió a la muchacha ganar su libertad. Su madre desembarcó en Jerusalén una hermosa mañana. Ante la consternación de los enamorados, ni la creciente tensión; ni la escasez de provisiones; ni los peligros cotidianos habían conseguido inquietar a la embarazosa visita, que muy al contrario, se indignaba al recordar el blitz londinense. Al cerrar el cerco de la ciudad, Abdel Kader había aniquilado irremediablemente la esperanza, acariciada por Josef Nevo y su novia, de ver, al fin, partir a la que se obstinaba en separarlos.
Tras su conquista de Katamon, el oficial sintió que algo había cambiado. Si no se había convertido en el rico partido que deseaba la madre de Naomi, su hazaña le había hecho, al menos, un héroe. Tales laureles le daban, sin duda, el derecho a insistir. Se dirigió resueltamente al encuentro de Naomi.
—¡Esta vez nos casaremos! —anunció.
Y partió en busca de un rabino.
Un alto el fuego impuesto por los ingleses puso fin a la «Operación Jebussi». Isaac Sadeh devolvió el mando de la Jerusalén judía a David Shaltiel y se marchó. Los escasos resultados obtenidos por su ofensiva daban una nueva importancia al plan previsto por Shaltiel para la toma de los principales edificios del centro de la ciudad al marchar los ingleses. Shaltiel confió la preparación a Ariyeh Schurr, un modesto y metódico oficial de Policía. Schurr había realizado ya la hazaña de procurarse una copia del plan de evacuación de todas las fuerzas británicas. El grueso documento revelaba el orden de salida de las unidades, los itinerarios que debían seguir, sus lugares de reunión. Sin embargo, espacios vitales permanecían, por desgracia, vacíos. Destinados a ser llenados a mano en el último momento, concernían a las informaciones que Schurr estimaba como las más importantes: la hora exacta, casi al minuto, de la evacuación de cada edificio ocupado por los ingleses en la ciudad.
Schurr comenzó por ordenar a los empleados judíos de los diversos servicios esenciales de la ciudad que permaneciesen en sus puestos hasta la llegada de sus tropas. Mecánicos de automóviles, mecanógrafos, etcétera, a menudo sin ninguna experiencia militar, suministraron así las fuerzas de una nueva unidad, bautizada con el nombre de «Brigada Players» a causa del arma que deberían utilizar en espera de que los relevaran los soldados de la «Haganah»: Una cajetilla de cigarrillos «Players» repleta dé TNT. Seiscientas de esas primitivas granadas habían sido introducidas clandestinamente en la Central de Correos, la central telefónica, el «Banco Barclay's» y el Palacio de Justicia, sin que esta súbita abundancia de tabaco en una ciudad privada de todo pareciese intrigar a los centinelas británicos.
No obstante, las fuerzas de la «Brigada Players» corrían el riesgo de encaminarse al suicidio si Schurr no lograba enterarse de los horarios exactos de evacuación dejados en blanco en el documento que había obtenido. Dos objetivos le preocupaban particularmente: el conjunto de edificios de Bevingrad, situado en el centro de la ciudad, y el hospital italiano, cuya alta torre dominaba todo el centro de Jerusalén. La tarea de distraer al mayor que mandaba el hospital fue confiada al arquitecto judío Dan Ben Dor. Éste había servido, durante cuatro años, en los «Royal Engineers», y su nombre era venerado desde Bagdad a Bengasi, en todo el Oriente Medio dondequiera que un soldado británico hubiese tomado una ducha en los cinco últimos años. En efecto, perforando el fondo de una lata de cerveza, había inventado un sistema, inmortalizado con el nombre de «boquilla Ben Dor», que remplazaba, en el Ejército inglés, las boquillas de las duchas, que eran robadas una y otra vez.
Ben Dor descubrió rápidamente que el mayor sentía un afecto muy británico por los animales. Lo invitó una tarde a tomar el té en su domicilio. Convocó para la ocasión a su hermano y a su perro, un danés llamado Assad V. El inglés se levantó de su asiento al ver al perro.
—¡Qué animal tan soberbio! —gritó.
—Sí —respondió Ben Dor—. ¡Es una pena que pronto tengamos que vernos obligados a matarlo! Los alimentos, y la carne en particular, escasean ya mucho en la Jerusalén judía. Mi hermano y yo pensamos que es mejor acabar con él antes que verlo morir lentamente de hambre.
—¡Ustedes no harán eso! —se indignó el inglés.
Entonces sacó una tarjeta del bolsillo, escribió unas palabras y se la alargó al arquitecto.
—Muestre este papel al sargento de cocina del hospital —dijo—. Él velará para que a su perro no le falte de nada.
De esta forma comenzó para Ben Dor un rito cotidiano. Cada tarde, a las seis, tomaba el camino del hospital en compañía del famélico danés. Mientras el animal saciaba su hambre, el judío conversaba con el sargento viendo desaparecer en la boca de Assad V los magníficos trozos de carne que hacían estremecer de envidia su estómago vacío.
En Washington, el Secretario del Departamento de Estado George C. Marshall, llevó a su visitante ante un mapa de Palestina colgado en la pared de su despacho.
—Aquí están ustedes rodeados por los árabes —dijo señalando con el dedo el Negev—. Allí están rodeados por otros árabes.
Esta vez señalaba a Galilea.
—Tienen ustedes Estados árabes a todo su alrededor —continuó—, y a sus espaldas el mar. ¿Cómo podrán resistir?
Hubo un silencio, durante el cual el eminente militar observó a su interlocutor, el ministro de Asuntos Exteriores de la «Agencia Judía», Moshe Sharett.
—Hablo de cosas que conozco —repuso—. Ustedes ocupan la llanura costera de Palestina, mientras que los árabes poseen las alturas. Sé que ustedes tienen a su «Haganah» equipada con determinado armamento, pero los árabes disponen de ejércitos regulares bien entrenados y, además, se benefician de la artillería pesada. ¿Cómo podrán aguantar?
La evidente sinceridad y la indudable competencia militar de Marshall impresionaron al diplomático judío. De hecho, esta exposición revelaba la gran preocupación de los americanos: convencer a la «Agencia Judía» para que difiriese la proclamación del Estado Judío. Si aceptaba, la diplomacia americana estaba convencida de que podría ser firmada una tregua con los Estados árabes. Entonces se evitaría la invasión árabe. El delegado egipcio en las Naciones Unidas había informado discretamente al Departamento de Estado que su Primer Ministro estaba dispuesto a entrevistarse con representantes de la «Agencia Judía» para discutir las posibilidades de evitar un conflicto si los judíos renunciaban a crear su Estado.
Todos los embajadores americanos en el Cercano Oriente habían comunicado que juzgaban inevitable una invasión árabe si el Estado judío era proclamado a la expiración del Mandato británico. Y en este caso parecía que sólo una intervención militar americana podría salvar a los judíos de Palestina del exterminio. En Washington, donde aquellas advertencias eran recibidas con la mayor seriedad, fue afianzándose la idea de que quizá sería preciso desembarcar tropas en Palestina durante los quince días siguientes. El presidente Truman había consultado incluso secretamente con su consejero jurídico, Ernest Gross, para estudiar las posibilidades que ofrecía la Constitución de enviar un cuerpo expedicionario sin consultar al Congreso. Estas alarmantes perspectivas habían incitado al Departamento de Estado a desplegar esfuerzos excepcionales para obtener de la «Agencia Judía» el aplazamiento de su proyecto. Los representantes de la organización sionista fueron sometidos a una campaña de presiones tan fuerte como aquella de la que habían sido objeto, seis meses antes, los adversarios del Reparto. Lovett, adjunto de Marshall, hombre, en general, muy tranquilo, amenazó a los representantes judíos con hacer públicas «las pruebas de las violentas y brutales maniobras coercitivas ejercidas cerca del Gobierno de los Estados Unidos por los judíos americanos al servicio del sionismo». Los enviados de Tel-Aviv a los Estados Unidos tuvieron pronto la convicción de que el Departamento de Estado se preparaba incluso a cortar todos los recursos financieros y a imponer un embargo de todos los fondos destinados a Palestina.
Convencido que sólo la inmediata conclusión de una tregua podría evitar lo irreparable y resolver la crisis, Marshall propuso a Moshe Sharett poner a su disposición la «Vaca sagrada», el avión personal del presidente de los Estados Unidos, para regresar urgentemente a Tel-Aviv llevando a bordo emisarios de Estados Unidos, Francia y Bélgica, junto con una delegación árabe, e iniciar de inmediato las negociaciones.[18]
Sharett declinó amablemente este espectacular ofrecimiento. No obstante, los esfuerzos del Secretario de Estado americano dieron sus frutos. Sharett se despidió resuelto a apoyar sus recomendaciones. Sabía cuánto estaban ya divididos sus colegas de la «Agencia Judía». La proclamación oficial del Estado debía ser objeto de una votación, cuyo resultado dependería solamente de dos o tres votos, aquellos de los que se ignoraba aún si escucharían la llamada del viejo sueño o se espantarían al oír los tambores de guerra resonando en las fronteras.
Consciente del peso que tendría el mensaje de Marshall en esa votación, Moshe Sharett decidió regresar lo más rápidamente posible a Tel-Aviv. Pocos momentos antes de que subiese a su avión, un altavoz del aeropuerto de Nueva York lo reclamó al teléfono. Chaim Weizmann lo llamaba desde su cama del «Hotel Waldorf Astoria». El anciano sabio guardaba un secreto capital y no quería dejar partir a Sharett sin dirigirle una apremiante recomendación.
Ese secreto sólo sería revelado diez años después de la muerte de Weizmann. El presidente Truman confió al juez Samuel Rosenman, que le llevó la última carta del líder judío: «Tengo al doctor Weizmann en el pensamiento». Luego añadió que si se proclamaba un Estado judío, haría todo lo que estuviese en su mano para que los Estados Unidos lo reconociesen pronto. Había pedido al magistrado que le prometiera hacérselo saber a Chaim Weizmann.
Con voz jadeante de fiebre y pasión, aquel al que muchos de los suyos habían acusado a menudo de tibieza, dirigió un último llamamiento a Sharett:
—¡Impídales que se debiliten —suplicó—, impídales que echen a perder la victoria! ¡Proclamad el Estado judío, ahora o nunca!
Por primera vez en la historia de Jerusalén, el estrépito de un bombardeo de artillería estremecía sus muros. Incapaz de conquistar los kibbutz de Galilea, Fawzi el Kaukji condujo a su ejército a las alturas de Judea. Desde la colina de Nebi Samuel, de la que las escogidas tropas judías no habían conseguido apoderarse, iba a tomar su desquite. Bajo las bocas de sus cañones se extendía el más bello objetivo que pudieran Minar los artilleros árabes: toda la ciudad judía de Jerusalén.
En medio de aquel concierto ensordecedor iba a desarrollarse secretamente, una ceremonia tan antigua como el mundo. Josef Nevo condujo a un rabino y a Naomi al apartamento de una amiga cómplice. Iban a celebrar su boda.
La muchacha había conseguido, sin despertar las sospechas de su madre, una blusa y una falda fruncida blancas, que, sin embargo, no había podido planchar por falta de electricidad. En cuanto a su velo, procedía del adorno de un sombrero.
Los novios comenzaron a impacientarse cuando el rabino les recordó que no podía oficiar sin la reunión del miniane (asamblea de diez hombres requerida para toda celebración de culto). Los novios, el joven acompañante y el rabino descendieron por la escalera para ir a buscar voluntarios. En las calles, vacías por el cañoneo árabe, descubrieron a cuatro soldados del «Palmach», que se vieron convertidos en portadores de la huppa «el palio nupcial». Una amiga corrió a reclutar los cinco hombres que aún faltaban, gritando en los despachos de la vecina «Agencia Judía»:
—¡Rápido, hacen falta diez hombres para un miniane!
La ceremonia iba a desarrollarse al fin cuando alguien llamó a la puerta. Era un empleado británico de la Agencia, un amigo íntimo de la novia.
—¡Pobre chica! —murmuró—. Parece como si buscaseis diez hombres para un miniane.
Con su inexorable lógica, el inglés estaba convencido de que sólo un entierro podía celebrarse en aquellos momentos en Jerusalén.
Al final de la ceremonia, Nevo aplastó un vaso con el pie, recordando la destrucción del Templo, cuyas ruinas se encontraban a algunos centenares de metros de allá. Luego besó largamente a su esposa.
Naomi regresaría en seguida a casa de su madre, y él a incorporarse a su unidad. Después de haber pasado tanto tiempo sin que el valeroso conquistador de Katamon pudiera encontrar el medio de hacer salir de Jerusalén a aquella que aún ignoraba que lo tenía por yerno, su parte de felicidad conyugal se limitaría a aquel beso.
El presidente de los Estados Unidos consideraba a sus interlocutores con la atención de un juez. En realidad, se trataba de un proceso. Dos días después del regreso del jefe de la diplomacia judía a Tel-Aviv, Harry S. Truman convocó a sus consejeros para discutir la cuestión de política extranjera más urgente que se planteaba a su Gobierno: el reconocimiento del Estado judío si era proclamado a pesar de todas las advertencias americanas.
En el ánimo del Presidente, la respuesta no ofrecía ninguna duda. Debía cumplir su promesa a Chaim Weizmann. Pero deseaba que su decisión fuese aprobada por sus principales consejeros. Convencido de que los argumentos en favor de un reconocimiento inmediato eran irrefutables, reunió, para «una discusión abierta y decisiva», al Secretario de Estado, Marshall; al Subsecretario, Lovett; a su consejero naval, Clark Clifford, y a su consejero político, David Niles.
Marshall anunció, de entrada, que era opuesto al reconocimiento del nuevo Estado. Casi todos los diplomáticos de su Ministerio habían dado a conocer su hostilidad a ese proyecto, y debía tener en cuenta a la mayoría que representaban. Uno de sus embajadores en Oriente Medio, George Wadsworth, acababa incluso de telegrafiar: «Si los Estados Unidos reconocen a un Estado judío y continúan aportando un apoyo sin reserva a la política sionista, la Unión Soviética se convertirá, antes de veinte años, en la potencia dominante en el Cercano Oriente».
Por otra parte, a pesar de su simpatía por los sionistas, Marshall no creía, como había hecho saber a Moshe Sharett, que el Estado judío pudiera resistir a los árabes. La opinión de su colega, el Secretario de Defensa, había reforzado su convicción.
—Voy a decirte dónde van a ir a parar los judíos —le dijo James Forrestal—. Al mar, donde los arrojarán los árabes.
Marshall aconsejó, pues, al presidente Truman, que suspendiera todo reconocimiento oficial hasta que el nuevo Estado no probase al mundo su viabilidad.
Clark Clifford abogó vehementemente por la tesis opuesta. No sólo presionó a Truman para que reconociese al nuevo Estado, sino que actuase de forma que los Estados Unidos fuesen los primeros en manifestar su aprobación diplomática, actitud de acuerdo con su pasado político sobre la cuestión sionista.
Marshall se opuso violentamente a esta forma de posición, que descansaba en puras consideraciones de política interior. Toda esta discusión le parecía, además, fuera de lugar, y constituía una violación inaceptable de sus prerrogativas como responsable de la política exterior americana. Reiteró firmemente su oposición.
Fuese cual fuese su deseo de reconocer al nuevo Estado para satisfacer finalmente, «al viejo doctor», que tanta admiración le inspiraba, el presidente Truman no podía correr el riesgo de una ruptura con Marshall. Era el hombre de su Gobierno que más necesitaba.
—Le agradezco sus consejos —concluyó—. Acepto su recomendación, general Marshall. Los Estados Unidos no reconocerán, en la actual coyuntura, la creación de un Estado judío en Palestina.