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EL 5 IYAR DE 5708

Dos sombras cuchicheantes recorrían la calle jalonada de rollos de alambradas. Las primeras luces del alba perfilaban ya los contornos del grupo de edificios situados en el centro de Jerusalén y que los judíos llaman «Bevingrad». El mayor británico responsable de tales edificios daba las últimas indicaciones a Ariyeh Schurr, oficial de la «Haganah» encargado de apoderarse de ellos tan pronto como saliera el último inglés.

—Ahora, ¡buena suerte! —concluyó el mayor marchándose.

Pero Schurr lo retuvo.

—Aguarde —le dijo—. Desearía ofrecerle un testimonio de nuestro agradecimiento. Quizá nos haya ayudado usted a salvar de una matanza a los judíos de Jerusalén.

Schurr metió la mano en su bolsillo y sacó el regalo más lujoso que pudo encontrar en la ciudad sitiada: un reloj de oro en cuya caja estaban grabados el nombre del inglés, la fecha y una pequeña leyenda destinada a recordarle el souvenir del ejército que se lo había ofrecido: «Con el reconocimiento de la H».

Gracias al material telefónico robado en las oficinas de la Administración británica, Schurr montó in situ una red autónoma de comunicaciones. Este dispositivo lo unía con los veinticuatro puestos de observación que había colocado en los tejados adyacentes al centro de la ciudad, así como con las unidades ocultas en las casas lindantes a Bevingrad. Provistos de teléfonos móviles, operadores de la P.T.T. estaban listos para seguir a las tropas y advertir a Schurr de su progresión, casi metro a metro. El propio Schurr descubrió varios centenares de cizallas que procedían de los excedentes del Ejército inglés. Compradas a dos chelines la unidad, esos útiles permitirían a sus soldados judíos abrirse rápidamente camino a través de la jungla de alambradas de espino que defendía Bevingrad por el lado Oeste.

Una luz se iluminó en el tablero de control. Llamaba un observador para prevenir que los primeros militares ingleses comenzaban a abandonar la Gran Central. Schurr miró el reloj.

El oficial británico no había mentido.

Eran exactamente las cuatro horas.

En la «Hostería de Notre-Dame de France»; en toda la zona de Bevingrad; en los cuarteles Allenby y El-Alamein; en la colina del Mal Consejo y en el vestíbulo del «Hotel Rey David»; en todos los edificios de Jerusalén que aún los albergaban, los ingleses estaban de pie desde el amanecer. Los soldados cargaban sus bultos en los camiones, y los civiles cerraban sus maletas. Un poco por doquier se oía el ronroneo de los motores. Los vehículos se formaban en columnas, y los hombres se dirigían hacia los puntos de reunión.

Para el general Jones, la última maniobra del Ejército británico en Jerusalén era sólo «una simple operación de transporte». Para designarla por un nombre en clave, el oficial de transmisiones no supo hallar ningún recuerdo bíblico, ninguna relación histórica a la medida del prestigio y de la gloria de la Ciudad Santa. Se contentó con un nombre de pez. Aquel 14 de mayo de 1948, Jerusalén fue «el Bacalao».

A las siete horas, las primeras columnas estaban dispuestas a partir. Tras su banderín de seda amarilla, que, en el siglo último, ondeó frente a los maoríes de Nueva Zelanda, los hombres del «Suffolk Regiment» descendieron por las laderas del Monte Sión para alcanzar sus camiones. Detrás de sus cornamusas, los del «Highland Light Infantry» salían solemnemente de «Notre-Dame de France». El capitán Naylor Leyland, el oficial de los «Lifeguards» que recogió a los últimos supervivientes del convoy de la «Hadassah» hizo franquear a sus carros blindados las alambradas de espino que separaban la zona británica, de los habitantes de Jerusalén. A medida que recorrían las calles, comprobaba amargamente que casi nadie asistía a su marcha.

Las últimas imágenes que muchos soldados ingleses se llevaban de Jerusalén se mezclaban con el alivio de abandonar un lugar donde sólo habían sido —como diría uno de ellos— «un balón de fútbol entre dos campos».

Para algunos, la última impresión de la Ciudad Santa sería religiosa. Para otros —como el teniente Robert Ross—, sería el recuerdo del insólito lugar donde oyó silbar su primera bala: el huerto de Getsemaní. Para el cabo jefe Gerard O'Neill, de Glasgow, sería el honor de ser el último soldado británico en abandonar Jerusalén; para el comandante Naylor Leyland, la sangre de uno de sus hombres, que manchaba aún la torreta donde fue muerto unos días antes; para el teniente coronel Alec Brodic, veterano de una docena de campañas, la frenética búsqueda de un cordel para atar sus maletas.

Para el comandante Dan Bonar, aquella marcha representaba el último acto de una carrera militar, que había comenzado treinta años antes, otra mañana de mayo. Él fue quien izó la Union Jack en Adinfen, tras la batalla del Somme. Sus años de servicio lo condujeron desde Arjangelsk, a Irlanda; desde Egipto, a Dunkerque; desde Normandía, al Ruhr y, finalmente, a Palestina. El rizo estaba rizado. Arrió la última bandera británica que aún ondeaba en el cielo de Jerusalén.

Para el capitán James Crawford, la última imagen sería el saludo militar de un viejo jeque en posición de firme, «testimonio de respeto —diría— hacia los camaradas que dejaba detrás de mí y que habían dado su vida por una causa que no era en realidad la suya».

Para el general Jones sería una última inspección a través de los desiertos pasillos del «Government House». Todas las estancias estaban limpias y ordenadas. Con su despacho desnudo y su sillón vacío, la estancia de Sir Alan daba la impresión de «no haber estado ocupada jamás».

El Chief Justice, Sir William Fitzgerald, se llevaría con él una visión tan vieja como Palestina: la de un fellah a lomos de un asno que caminaba tranquilamente hacia Belén y que ni siquiera levantó la cabeza para observar el paso del convoy. Al verlo por la ventana del autocar, Sir William se preguntó de repente: «¿Hemos cambiado en realidad algo durante nuestros treinta años en Palestina?».

—Una Era nueva comienza hoy para Palestina. ¡Larga vida a una Palestina libre e independiente! —gritó el árabe Raji Sayhun ante el micrófono en el que, unas horas antes, Sir Alan Cunningham pronunciara su mensaje de despedida.

Luego, el periodista abandonó el estudio, situado en zona judía, y subió a un vehículo para dirigirse a Ramallah, adonde se había replegado el puesto árabe. Al salir de la ciudad, se volvió para abarcar con la vista el panorama que abandonaba. El objeto sobre el que sus ojos se detuvieron no constituía un presagio favorable para la nueva Era que acababa de anunciar. El emblema azul y blanco del sionismo ondeaba sobre el edificio de «Radio Palestina».

Delimitado por la estrecha avenida de la Reina Melisenda, la avenida de Jafa y la calle San Pablo, el triángulo que los soldados de la «Haganah» acababan de ocupar se hallaba en el centro de la nueva Jerusalén. Su extremo llegaba hasta el ángulo noroeste de las murallas. La mayor parte de los objetivos de que debían apoderarse se hallaban en el interior de ese espacio, que correspondía, aproximadamente, a la zona británica de Bevingrad. Comprendían la Jefatura de Policía, la alcaldía, la prisión, los tribunales, el hospital gubernamental, la Central de Correos y la Central Telefónica.

Sólo un objetivo se encontraba fuera de ese triángulo estratégico: la enorme hostería, en forma de E, de «Notre-Dame de France». Construida frente a las murallas, dominaba toda la ciudad.

Para cumplir su misión, el judío Ariyeh Schurr disponía de cuatrocientos soldados y seiscientos voluntarios de la milicia territorial. Desde las ocho de la mañana, precedidos por equipos que cortaban las alambradas, los primeros grupos judíos se infiltraron en el interior de la zona de Bevingrad. Una desagradable sorpresa les aguardaba: los ingleses habían colocado en el interior una segunda red de alambradas. No obstante, gracias a las escaleras que llevaban pudieron subir a los muros y ventanas y apoderarse de los primeros edificios incluso antes de que todas las tropas británicas abandonaran la zona por el otro extremo del triángulo. En la avenida de Jafa, los cuarenta hombres de la «Brigada Players» ocuparon la Central de Correos y la Central Telefónica en el instante mismo en que los evacuaban los británicos. La Telefónica se convirtió bien pronto en un arma psicológica considerable. Los judíos telefoneaban a los árabes de los inmuebles que constituían sus próximos blancos, para intentar provocar su huida aterrorizándolos.

En menos de una hora, Schurr ocupó la mitad de los objetivos que le fueron asignados. Solamente le preocupaban dos sectores: uno, cerca de la prisión central, donde los árabes consiguieron poner pie, y el otro, en «Notre-Dame de France», donde sus adversarios pudieron expulsar a los soldados de la «Haganah», que habían sido los primeros en entrar.

Las demás fases de la «Operación Horca», lanzada por David Shaltiel para conquistar un frente continuo de norte a sur de la ciudad, se presentaban con favorables auspicios.

Responsable del sector norte de la población, Isaac Levi, desde el tejado del inmueble de los sindicatos, había acechado la marcha de los ingleses. Cuando hubieron desaparecido tras la cima del monte Scopus, ordenó a los hombres que tenía apostados en la calle del Profeta Samuel, contigua al barrio de Mea Shearim, que pasaran a la acción. Su avance fue tan rápido, que se apoderaron, casi sin disparar un tiro, de los edificios de la escuela de Policía y de todo el barrio de Sheij Jerrah, de donde habían sido expulsadas las fuerzas judías diecisiete días antes por un ultimátum inglés. A media mañana, Levi consiguió restablecer las comunicaciones con la Universidad asediada y el hospital del monte Scopus.

Al Sur, Abraham Uzieli debía apoderarse del cuartel Allenby, cuya captura aislaría el barrio de Bekaa y las colonias alemana y griega, del resto de la población árabe. La «Haganah» podría así mantener al Sur una línea continua, desde la estación, a los barrios judíos de Mekor Hayim y Talpiot, e incluso hasta el kibbutz de Ramat Rachel, situado en la extremidad sur de la ciudad. Para cumplir su misión, Uzieli disponía de dos secciones, un «Davidka», tres obuses y muy poco tiempo. Una banda de iraquíes que entraron antes que él en el cuartel hicieron fracasar su ataque.

Sin embargo, esta reacción árabe constituía una excepción. Casi por todas partes, los árabes fueron cogidos a contrapié, tanto por la rapidez de la partida de los ingleses como por la puesta en marcha de los soldados judíos. Cuando el padre Ibrahim Ayad se presentó en un vehículo, que enarbolaba el pabellón pontificio, para tomar posesión del hospital italiano en nombre del Mufti, chocó con los judíos, enviados por el arquitecto Dan Ben Dor, que lo ocupaban ya.

El ex inspector de Policía Munir Abu Fadel, uno de los jefes árabes de la ciudad vieja, paseando su alano Wolf a lo largo de las murallas de la ciudad vieja, vio pasar dos convoyes: sólo entonces comprendió que se iban los ingleses. Su adjunto, Anuar Jatib, distinguió la limusina de Sir Alan Cunningham desde el cementerio de Mamillah, donde se había refugiado para escapar a los tiradores judíos. Pensó entonces en la impaciencia con la que había aguardado el instante en que se marchara aquel vehículo, y se asombró de la incertidumbre que sentía por el futuro, al verlo partir.

A su regreso al C. G. de la escuela de la Raudah, Jatib no encontró en el edificio «ninguna coordinación, ninguna autoridad responsable; nada, salvo un grupo de personas que se peleaban». Los grupos de partisanos recibieron la orden de ocupar las posiciones indicadas en el plan de Abu Fadel, pero no se había decidido ninguna acción concertada. La mayoría de ellos no había emprendido nada, y los que estaban decididos a intentar una operación, como en «Notre-Dame de France», se veían impotentes para explotar su ventaja.

Jatib se percató, con tristeza, de que «la “Raudah” no era, en realidad, más que un amasijo de personajes medio histéricos, incapaces de entenderse para ejecutar la menor acción de conjunto». Mientras Fadel Rachid, jefe de los voluntarios iraquíes, y Jaled Husseini, jefe de los partisanos del Mufti, se negaban obstinadamente a abandonar su C. G. los esfuerzos de Munir Abu Fadel por organizar, como mínimo, la defensa de la ciudad vieja, eran contrarrestados, una y otra vez, por un jefe de banda, de veinticinco años de edad, hijo de un zapatero llamado Hafez Barakat, al que sus partisanos llamaban le General.

En cuanto a Emile Ghory, previo tomar el mando de seiscientos árabes y conducirlos al sector de Sheij Jerrah, que las fuerzas judías acababan de ocupar. Su plan entrañaba sólo un error. Al creer que los ingleses no partían hasta el 15 de mayo, sus hombres no habían aún llegado a Jerusalén.

El único barrio donde los árabes ofrecieron una auténtica resistencia fue la colonia americana, un pequeño suburbio de jardines y lujosas villas, que se extendía desde la puerta de Damasco hasta Sheij Jerrah. Allá, el maestro Baghet Abu Garbieh, al frente de un grupo compuesto por Hermanos Musulmanes sirios, iraquíes y libaneses, mantenía a raya a las tropas de asalto de David Shaltiel.

Si la mañana fue desastrosa para los árabes de Jerusalén, a quince kilómetros de allá, otros árabes conseguían una victoria cuyas repercusiones iban a ensombrecer ese día de gloria para el pueblo judío. Los tres últimos kibbutz de Kfar Etzion estaban a punto de rendirse.

Poco después de medianoche, un mensaje de radio, apenas audible, informó a sus habitantes que habían terminado las negociaciones emprendidas para salvarlos del fin trágico de sus camaradas del kibbutz central. Pero sería grande el precio que iban a pagar por haber querido redimir la esterilidad de sus colinas con los frutos de sus huertos. Iban a renovar una de las más tristes tradiciones del pueblo judío. Prisioneros, partirían para Ammán, al exilio.

Desde el tejado de la enfermería del kibbutz de Massuot, Uriel Ofek, poeta miembro del «Palmach», vigilaba desde hacía horas a los árabes, que se movían por todas partes. Eran tan numerosos que le parecía como si todos los pueblos, desde Jerusalén a Hebrón, se hubiesen vaciado de habitantes. «Afluían a millares —diría—, y nada podía detenerlos, ni siquiera la explosión de las minas aún diseminadas por los caminos que conducían a Kfar Etzion».

Un frágil alto el fuego impuesto por la Cruz Roja estaba en vigor desde las cuatro de la madrugada. Pero al ver la victoria a su alcance, los árabes estaban impacientes por arrasar las tres colonias. La delegación de la Cruz Roja encargada de organizar la rendición fue engullida por una aullante oleada antes de poder llegar al primer kibbutz. Cuando lo consiguió, al fin, los responsables judíos les hicieron saber que, debido a la matanza de sus camaradas del kibbutz central por los partisanos, se rendirían sólo a la Legión Árabe. Un emisario fue enviado a Hebrón, donde, contrariamente a las órdenes de Glubb Pachá, aún se hallaba un destacamento de legionarios. Dentro de algunas horas, los colonos bendecirían este acto de indisciplina.

Hacia mediodía llegaron, al fin, los soldados beduinos con sus camiones, y empezaron las operaciones de rendición. En cada kibbutz, los oficiales de la «Haganah» se negaron a deponer sus armas antes de que las mujeres y los heridos hubiesen sido subidos a las ambulancias y sus hombres estuviesen seguros en los camiones de la Legión Árabe. En Ein Tsurim, un colono regresó hasta el refectorio, ya invadido por los árabes, para descolgar de la pared el Sefer Torah, el rollo sagrado de la Ley. En Massuot, un rabino empezó a recitar las oraciones del sábado.

—El Señor es Todo Justicia. Él es nuestra Roca y nuestro Bien —respondían los hombres, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

Luego, el operador de radio envió un último mensaje:

—Esta noche ya no estaremos allá —anunció. Así acabó el último capítulo de Kfar Etzion.

Apretujados en los camiones que descendían por las colinas, los prisioneros dirigieron una última mirada a los barracones donde tan duramente habían vivido. Los vieron desaparecer entre las llamas. Luego, la muchedumbre de árabes se abatió como un huracán sobre los viñedos y huertas. Como si quisieran borrar para siempre las últimas huellas de la intrusión extranjera en sus viejas colinas, arrancaron uno a uno los árboles cargados con los frutos de la primera cosecha.

A doscientos kilómetros de allí, dos sólidas amarras consumaban, en el puerto de Haifa, otro revés judío. Desde que el Borea, cuyas bodegas contenían cañones y obuses para la «Haganah», fue inmovilizado en el muelle, un destacamento de soldados ingleses tomó posición en torno al navío. Una cuarentena por causa del cólera no habría sido más estricta. El oficial británico informó, simplemente, al capitán, que ningún miembro de su tripulación podría abandonar el barco hasta nueva orden.

Una gran tristeza, mezclada de alivio, se apoderó de David Shaltiel cuando supo que todo había acabado en Kfar Etzion.

Sin embargo, ni el comandante de Jerusalén ni sus hombres tuvieron tiempo de conmoverse por aquella tragedia. Continuaba su progresión a través de Jerusalén. Los soldados de Ariyeh Schurr expulsaban del triángulo de Bevingrad a los escasos árabes que consiguieron infiltrarse. Tras ellos, equipos especiales exploraban metódicamente todos los edificios capturados. Cada uno de ellos era para los soldados de Jerusalén, tan mal equipados, una verdadera Isla del Tesoro. En efecto, pese a su meticulosa organización, los ingleses dejaron tras de sí una sorprendente cantidad de riquezas. Descubrieron cuarenta mil pares de borceguíes en un solo edificio, o sea, dos pares para cada combatiente del ejército judío. Un edificio vecino albergaba tal cantidad de linternas eléctricas, que un soldado judío se dijo que «toda la ciudad se podría iluminar aquella noche». En la Jefatura de Policía, Natanael Lorch halló un soberbio sable, cincelado a mano, que pronto sería utilizado para la ceremonia de la entrada en funciones del primer Presidente del Estado judío. Asimismo, Lorch descubrió varias cajas con papeles timbrados a nombre de Sir Henry Gurney, el último secretario general del Gobierno de Palestina. Aquel elegante papel haría la alegría de sus corresponsales durante los meses futuros. El soldado Murray Hellner, que había sido encargado de subir al tejado del edificio de «Radio Palestina» para bajar la antena, recibió una estupenda recompensa por su escalada. En el armario de un estudio encontró las dos grandes banderas inglesas que servían para cubrir los ataúdes de los soldados muertos en Jerusalén. Decidió en seguida utilizarlas como sábanas para su cama de campaña.

Ante el hospital gubernamental, un miembro del «Irgún» se encontró con una verdadera ganga: un rebaño de carneros. Hassib Bulos, el cirujano árabe del hospital, corría desesperadamente en torno a ellos para impedirles huir. Gracias a ellos, esperaba asegurar la supervivencia de su personal durante las duras jornadas venideras. Enseñando al soldado del «Irgún» su brazalete de la Cruz Roja, le pidió que le ayudara a reagruparlos.

—¿También tienen su brazalete los carneros? —preguntó, irónicamente, el judío.

Ante el aturdido silencio del médico árabe, el judío añadió:

—Entonces no hay remedio. Son míos.

El periodista británico Eric Downtown, que acompañaba a otro soldado del «Irgún», asistió a una escena extraordinaria. El judío derribó una puerta en la Comisaría de Policía, y los dos hombres se encontraron de repente ante una horrorosa visión. Ante ellos se elevaba una horca. En el extremo de la cuerda colgaba un nudo corredizo; debajo, el escotillón estaba listo para abrirse. El estupor paralizó un instante al del «Irgún». Luego se volvió hacia el inglés.

—Aquí colgaban sus compatriotas a mis amigos —dijo simplemente.

De todos los árabes sorprendidos aquella mañana por el avance de las fuerzas de la «Haganah», el más anonadado quizá fuera Antoine Safieh. Cuando se abría un camino bajo los disparos de los fusiles se enteró de una noticia que lo llenó de consternación. «El lugar más seguro de Jerusalén», la alcaldía, en cuya caja fuerte depositó su cheque de veintisiete mil quinientas libras, acababa de caer en manos de los judíos. Desesperado, Safieh partió en busca de sus colegas de la ciudad vieja para informarlos de una triste noticia. Su municipio estaba arruinado.

Desde el sur de la ciudad, otros árabes lanzaron una noticia más terrorífica aún. Al haber ocupado la Central Telefónica, los judíos pudieron interceptar una llamada procedente de los iraquíes que defendían el cuartel Allenby.

—¡Socorro! —gritaba una voz—. ¡Los judíos nos bombardean con una especie de bomba atómica!

Si no estalló el primer obús del «Davidka» de Uzieli, el segundo parecía, sólo por el ruido, haber aterrorizado a los defensores. Uzieli se apresuró a enviar su tercer y último proyectil. A mediodía, sus hombres penetraban, al fin, en el cuartel. Estaba vacío. Abandonando tras ellos cajas de cigarrillos y de conservas británicas, todos los iraquíes huyeron.

Mientras, en el Norte, Isaac consolidaba sus conquistas de la mañana y acababa de ocupar el barrio de Sheij Jerrah. Sin embargo, decidido a impedir la renovación de la tragedia de Kfar Etzion en su sector, no dudó en infringir la orden formal de Ben Gurion de no abandonar ninguna colonia judía. Autorizó a los colonos de Neveh Yaacov —un kibbutz rodeado de árabes, entre Jerusalén y Ramallah— a replegarse tras sus líneas.

Hacia el mediodía, los únicos lugares donde sus fuerzas no habían conseguido aún nada definitivo eran los barrios de la colonia americana y de Musrara, donde Baghet Abu Garbieh seguía oponiendo una feroz resistencia. El profesor árabe repartió a sus setenta hombres en tres grupos. Los sirios estaban emboscados en una escuela; los iraquíes, en el «Hotel Ragadan», y los libaneses, a lo largo de la calle San Pablo, detrás de «Notre-Dame de France». Apostó su única ametralladora en dirección a una casa que pronto se convertiría en el símbolo de la Jerusalén dividida. Pertenecía a un judío, un rico comerciante en ropas y tejidos llamado Mandelbaum.

Al final de la tarde, cuando la batalla perdía virulencia, Shaltiel envió un mensaje por radio a Tel-Aviv para anunciar que la mayor parte de sus objetivos habían sido alcanzados y que la «defensa del enemigo se había mostrado muy débil». Casi en el mismo instante, otro mensaje salió de Jerusalén confirmando el informe del jefe de la «Haganah». Enviado por el comandante árabe de Jerusalén a Hadj Amin, declaraba: «La situación es crítica. Los judíos han llegado casi a las puertas de la ciudad vieja».

El judío más dichoso de Jerusalén subía silbando por la calle Ben Yehudá, en dirección al «Café Atara», Josef Nevo iba a aprovechar las dos horas de permiso que obtuvo, para celebrar dos comienzos felices: el de su vida de hombre casado y el de la nueva Era que comenzaba para la Jerusalén judía. Pero cuando vio la lívida expresión de su esposa, Nevo comprendió que había sobreestimado las ocasiones de alegría que le reservaba aquella mañana. Las primeras palabras de Naomi confirmaron sus temores.

—Mamá ha regresado —suspiró—. El convoy no ha podido pasar.

Un descubrimiento casi tan desagradable aguardaba aquella mañana a Pablo de Azcárate a su regreso de Ammán. Tras haber mostrado tanto desdén por su misión al servicio de las Naciones Unidas, la Administración británica se había desprendido de él con una mentira. Pese a las seguridades dadas por Sir Henry Gurney, los ingleses se habían marchado sin más explicaciones. «Ha llegado el momento —subrayó amargamente en su Diario— de lanzarse a lo desconocido».

En Nueva York, la Organización que envió a Azcárate a Palestina resolvió aportar la única respuesta que pudo hallar para hacer frente al caos que reinaba en el país. Si las Naciones Unidas no podían dar un Mesías a Palestina, iban, al menos, a proponerle un mediador, pero aquel gesto de esperanza no haría más que añadir un nombre más a la larga lista de mártires caídos por Jerusalén: el del conde Folke Bernadotte.

El largo y doloroso camino que siguió el pueblo hebreo desde Caldea, pasando por el Egipto de los faraones. Babilonia y todos los ghettos de la Tierra, terminaba en el centro de Tel-Aviv, ante un sencillo edificio de piedra de la avenida Rothschild. Allá, aquella tarde de mayo, los dirigentes del movimiento sionista se aprestaban a llevar a cabo la acción quizá más importante de su historia desde que un oscuro rey-guerrero llamado David, «entre clamores y trompetas», devolvió el Arca de la Alianza a Jerusalén.

Aquel edificio, que había pertenecido al primer alcalde de Tel-Aviv, era ahora un museo. Sin embargo, sus muros no ofrecían ningún fragmento de cerámica ningún vaso religioso ni ningún otro recuerdo de la antigua civilización judía. Por el contrario, exponían los frutos más audaces del arte moderno de la civilización que iba a nacer precisamente en su recinto. Afuera, un destacamento de policías militares verificaban cuidadosamente las identidades de las doscientas personas que tendrían el privilegio de ser testigos de la ceremonia que iba a desarrollarse allí. El pasado de aquellos hombres y mujeres era tan diverso como sus orígenes. Algunos habían casi muerto de malaria al desecar los pantanos de Galilea. Otros habían sobrevivido a los pogroms de la Rusia zarista o a los campos de exterminio nazis. Procedían de Minsk, Cracovia, Colonia, Inglaterra, Canadá, África del Sur, Irak y Egipto. Estaban unidos por una fe común —el sionismo—, por una herencia común —la historia judía— y por la común experiencia de las persecuciones.

Parecía contemplarlos el gran retrato del periodista vienes de negra barba que fundó su movimiento. Apenas habían transcurrido cincuenta y tres años desde aquel día de invierno en que Theodor Herzl fue testigo de la humillación pública de Alfred Dreyfus. Aquellos años habían sido particularmente negros para su pueblo, que, además, acababa de sufrir una tragedia apocalíptica, verdadero desafío a toda imaginación. Años triunfales también, ya que la extraordinaria vitalidad del movimiento sionista había hecho de él uno de los grandes fenómenos políticos de la primera mitad del siglo XX. Y como predijo Herzl, sólo porque el pueblo judío lo deseó obstinadamente, ahora estaba a punto de crear un Estado.

A las cuatro en punto, David Ben Gurion se levantó. Todos los asistentes, de pie, entonaron espontáneamente la Hatikvah. Cogida de improviso, la orquesta filarmónica, arracimada en el balcón, se unió al cántico al cabo de varias estrofas. Vestido con traje negro, camisa blanca y —dada la solemnidad de la ocasión— corbata, el líder judío cogió un rollo de pergamino. La ceremonia fue preparada con tal prisa, que el artista encargado de decorarlo sólo tuvo tiempo de hacer la iluminación. El texto que David Ben Gurion iba a leer estaba escrito a máquina en una hoja de papel prendida al pergamino.

—El país de Israel —comenzó— es el lugar donde nació el pueblo judío. Allí se formó su carácter espiritual, religioso y nacional. Allí adquirió su independencia y creó una importante civilización, a la vez nacional y universal. Allí escribió el Libro de los Libros para regalarlo al mundo.

Se interrumpió un instante para subrayar la importancia de sus palabras. Insensible a la exaltación del momento, no se apartó de su realismo habitual. «Lo mismo que el 29 de noviembre, mi corazón estaba cerrado a la felicidad», anotaría, algunas horas después, en su Diario. Ni siquiera al leer las palabras de esta proclamación —diría— «había ninguna alegría en el corazón. Sólo pensaba en una cosa: en la guerra que tendríamos que librar».

Reanudó su lectura:

—Exiliado de Tierra Santa, el pueblo judío le permaneció fiel en todos los países de la dispersión, rezando sin cesar por acordarse de él y esperando siempre, a través de los siglos, regresar al país de sus antepasados y reconstruir su Estado. Durante estos últimos decenios regresaron en masa. Roturaron el desierto, hicieron renacer su lengua, edificaron ciudades y pueblos y fundaron una vigorosa comunidad en continua expansión, con vida económica y cultural propias. Buscaban la paz, pero estaban dispuestos a defenderse. Trajeron los beneficios del progreso a todos los habitantes.

Tras recordar que la declaración Balfour acordó «un reconocimiento internacional formal de los lazos del pueblo judío con Palestina y con su derecho a constituir en ella un Hogar Nacional», prosiguió:

—La hecatombe nazi, que aniquiló a millones de judíos en Europa, demostró de nuevo la urgencia de la restauración del Estado judío, único capaz de resolver el problema del judaísmo apátrida, al abrir sus puertas a todos los judíos y conferir a su pueblo la igualdad en el seno de la familia de naciones. Los supervivientes de la catástrofe europea, así como los judíos de otros países, reivindicaron su derecho a una vida de dignidad, de libertad y de trabajo, y, sin dejarse vencer por los riesgos ni los obstáculos, buscaron sin descanso penetrar en Palestina. Durante la Segunda Guerra Mundial, el pueblo judío de Palestina contribuyó plenamente a la lucha de las naciones ansiosas de libertad contra el azote nazi. Los sacrificios de esos soldados y los esfuerzos de sus trabajadores lo calificaron para estar entre los pueblos que fundaron las Naciones Unidas.

Invocando entonces la decisión tomada por las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947, Ben Gurion exclamó, finalmente:

—En virtud del derecho natural e histórico del pueblo judío, proclamamos la fundación del Estado judío en Tierra Santa. Este Estado llevará el nombre de Israel.

Luego enunció los principios que guiarían a la nueva nación:

—El Estado de Israel —declaró— estará abierto a la inmigración de los judíos de todos los países en que estén dispersados. Desarrollará el país en beneficio de todos sus habitantes. Estará basado en los principios de libertad, justicia y paz, tal como fueron concebidos por los profetas de Israel. Respetará la completa igualdad social y política de todos sus ciudadanos, sin distinción de religión, raza o secta. Garantizará la libertad de religión, de conciencia, de educación y de cultura. Protegerá los Santos Lugares de todas las creencias. Aplicará lealmente los principios de la Carta de las Naciones Unidas.

Los técnicos de la radiodifusión, que se agolpaban en los lavabos del museo —único estudio que pudieron encontrar para transmitir al mundo esta histórica proclamación— sentían su garganta trabada por la emoción. Sólo la fatigosa respiración de algunos venerables ancianos turbaba el silencio que acompañaba aquel momento. Algunos verían más tarde, en la intensidad de aquel silencio, una especie de homenaje colectivo a los seis millones de mártires a los que se había impedido celebrar aquel día.

—Rogamos encarecidamente a las Naciones Unidas —continuó Ben Gurion— que ayuden al pueblo judío a edificar su Estado y a admitir a Israel en el seno de la familia de naciones.

Luego, dirigiéndose a los millones de árabes con los que los judíos de Israel deberían compartir su frágil existencia, añadió:

—Invitamos a los habitantes árabes del Estado de Israel a preservar los caminos de la paz y a desempeñar su papel en el desarrollo del Estado, sobre la base de una completa e igual ciudadanía y una justa representación en las instituciones, provisionales o permanentes. Tendemos la mano en un deseo de paz y buena vecindad a todos los Estados que nos rodean; los invitamos a cooperar con la nación judía independiente, para el bien común de todos. El Estado de Israel está dispuesto a contribuir al progreso del conjunto del Oriente Medio.

Finalmente, dirigiendo una llamada a los judíos del mundo entero, solicitó su ayuda «en nuestras tareas de inmigración y desarrollo» y que estén «a nuestro lado en la gran lucha que sostenemos, a fin de realizar el sueño de generaciones: la redención de Israel».

—Depositando nuestra confianza en el Eterno Todopoderoso —concluyó—, firmamos esta declaración sobre el suelo de la Patria, en esta ciudad de Tel-Aviv y en esta sesión de la Asamblea provisional reunida la víspera del sábado, 5 Iyar de 5708, o sea, el 14 de mayo de 1948.

Luego, levantando la cabeza, añadió:

—Levantémonos para adoptar la carta con que se crea el Estado judío.

Los asistentes se levantaron. Era el instante de gloria. Con la voz trémula de emoción, un rabino recitó una plegaria implorando la bendición de «Aquel que nos ha sostenido hasta ahora». Le respondió un «Amén» lleno de fervor.

Volviendo a tomar la palabra, Ben Gurion anunció que quedaban derogadas todas las restricciones sobre la inmigración y compra de tierras impuestas por el Libro Blanco británico de 1939, pero que todas las demás leyes del Mandato permanecían temporalmente en vigor.

Uno a uno, los miembros del Consejo Nacional estamparon su firma en el rollo de pergamino. Luego, sobrecogida por un religioso silencio, la asistencia escuchó las notas de la Hatikvah. Las lágrimas bañaban muchas mejillas.

Eran las 4,37. La ceremonia sólo había durado una media hora. David Ben Gurion golpeó una vez más sobre la mesa y declaró:

—Ha nacido el Estado de Israel. Se levanta la sesión.

Otra ceremonia se desarrollaba aquel día a orillas del Nilo. También terminó con la lectura de un pergamino: el diploma que la Escuela de Estado Mayor del Ejército real egipcio concedía a cada miembro de su nueva promoción de oficiales. Pocos hombres quedaron tan afectados por la proclamación que acababa de hacerse en Tel-Aviv como uno de aquellos oficiales, de treinta años de edad. Llegaría un día en que las fuerzas así desencadenadas lo impulsarían al primer plano de la política mundial, en que los pueblos árabes lo aclamarían como a un nuevo Saladino. Por el momento, una alegría más simple llenaba el corazón del joven capitán. Acababa de recibir una importante misión. Debía presentarse en el 6.º Batallón dentro de cuarenta y ocho horas para ejercer las funciones de jefe de Estado Mayor. El batallón de Gamal Abdel Nasser marcharía sobre Tel-Aviv para destruir el Estado que Ben Gurion acababa de proclamar.

Caía el crepúsculo. Lejos, hacia el Sur, prisioneras entre los montes de Moab y los de Judea, las inmóviles aguas del mar Muerto reflejaban los últimos rayos de sol. Cerca de los juncos y rododendros del verde valle del arroyo Shueib estaba el lugar elegido por Glubb para reunir a la Legión Árabe. Al Este, a menos de ocho kilómetros, se hallaban el Jordán y el puente Allenby. En la otra orilla, Glubb distinguía los tejados de las casas de Jericó y, más allá, la alta muralla de los montes de Palestina.

Justamente detrás de Jericó, entre el Monte de la Tentación y el arroyo de Keritk, donde los cuervos alimentaron al profeta Elías, una pista trepaba a lo largo de las pendientes. Ningún mapa registraba la existencia de aquel paso, que henchía de orgullo al general inglés. Había distribuido cuatro mil libras a los habitantes de los pueblos en torno a Jericó para que lo transformaran secretamente en un camino utilizable para sus autocañones. A medianoche, sus cuatro mil quinientos legionarios emprendían la marcha hacia Palestina. Por aquel sendero, veinticinco siglos antes, Josué condujo a los hijos de Israel hacia la Tierra Prometida.

Glubb contemplaba con orgullo la imponente masa del ejército reunido ante él. Pero estaba preocupado. Conocía a varios de sus soldados desde que sus padres se los confiaron, cuando aún eran niños. Quería apasionadamente a su Legión, y con la muerte en el alma la veía partir para un conflicto donde iba a correr graves peligros. Contaba con que su intervención se limitaría a un simulacro de guerra. Pero ahora dudaba cada vez más de ello. Las capitales árabes estaban presas de un ardor bélico. La situación —lo veía aquella noche— se hacía «confusa y sin esperanza». No tenía la menor idea de lo que iban a hacer los sirios y egipcios. Ni siquiera había llegado aún a Aqaba el precioso cargamento de obuses que esperaba para sus nuevos cañones.

Una limusina negra, con un banderín en el guardabarros, se detuvo ante él. Había llegado el hombre en cuyo honor reuniera sus tropas. Vestido con uniforme del Ejército británico, el rey Abdullah se dirigió hacia un pequeño estrado de madera. Lejos, hacia el Sur, un remolino se elevaba en el cielo, prenuncio de una tempestad de arena. La banda tocó el himno transjordano, y el rey saludó a aquellas tropas que quizás iban a arrancarle de la prisión de arena donde lo habían encerrado los ingleses, de aquel desierto que exaltaba el himno nacional. Tal vez tanto como el más rudo de sus beduinos, estaba impresionado por aquel grandioso despliegue de fuerzas y por la ocasión solemne que lo había motivado. De repente, surgida quién sabe de dónde, se presentó la tempestad de arena. La visibilidad se redujo en algunos segundos a menos de veinticinco metros. Azotados por los remolinos, los hombres se taparon la cara con su keffieh. El comandante Abdullah Tell sólo oyó las tres primeras palabras de la arenga del rey: «Mis queridos hijos…». El resto se perdió en el viento. Meses más tarde, Tell se diría que aquella tempestad fue una «protesta de Dios contra la conspiración que nos enviaba a Palestina, no para batirnos, sino para añadir tierras al reino de Abdullah».

Renunciando, finalmente, a hacerse oír, el rey sacó un revólver y disparó al aire. Luego, transportado, sin duda, por la exaltación del momento, lanzó el grito de guerra mágico mediante el cual tantos conquistadores inflamaron el ardor de sus tropas. Las más estrictas órdenes prohibían a sus soldados la entrada en la Ciudad Santa. No obstante, Abdullah les gritó:

—¡Adelante, hacia Jerusalén!

Gracias a la emisora instalada en el lavabo del museo de Tel-Aviv, toda la población judía conocía ya las palabras que habían proclamado la resurrección del Estado judío. Los hombres que acechaban la invasión de los ejércitos árabes las escucharon en sus kibbutz del Negev o de Galilea. En Tel-Aviv, millares de personas acudieron hacia el museo, rompieron los cordones de protección y arrastraron a los policías en alegres torbellinos. En la radio de su puesto de mando de Jerusalén, David Shaltiel y sus oficiales escucharon la lejana y casi inaudible voz de Ben Gurion. «Sabíamos lo que significaba un Estado —diría más tarde uno de ellos—: seguir derramando sangre. Y ya habíamos vertido demasiada en Kfar Etzion».

En el Consulado de Francia, donde representaba a la «Agencia Judía» en las negociaciones sobre el alto el fuego, Vivian Herzog anunció solemnemente, a las cuatro horas, que, en adelante, sería «el enviado de un Estado judío independiente». Mientras sus colegas se adelantaron para felicitarle, una extraordinaria escena llamó su atención. Deslizándose de rodillas, por temor a las balas perdidas que pudiesen atravesar las ventanas del salón, la señora Neuville traía una bandeja llena de copas de champaña para celebrar el acontecimiento.

En la ciudad vieja, el hijo del rabino Ornstein abandonó su puesto de guardia para correr a anunciar la noticia a su padre. El santo hombre recitó en seguida un Sheheiyanu, una plegaria de acción de gracias para agradecer a Dios el «habernos permitido ver este día». Pero el rabino no sobreviviría mucho tiempo al acontecimiento del Estado que celebraba.

Además —como recordaría un joven de la «Haganah»—, «no se tenía tiempo para celebraciones; había muertos y heridos». Esta reacción era característica del efecto que causó la proclamación del Estado en la mayoría de la población. Consciente de que tal Estado iba a ser atacado en las horas que seguirían, raramente la población se abandonó a las delirantes explosiones de alegría que recibieron la votación del Reparto.

Casi en el centro de Jerusalén, en la encrucijada, que bien pronto llevaría el nombre de puerta de Mandelbaum, un grupo de jóvenes se reunió en una casa abandonada. Miembros de una compañía religiosa del «Gadna» que defendía el sector observaban el rito tradicional de la llegada del sábado. Faltos de las velas rituales, se postraron en la penumbra. Sólo tenían dos mantos de oración y dos o tres libros de salmos, que pasaban de mano en mano. Ésta sería, por su misma pobreza, la ceremonia más memorable de la vida de su jefe: Jacob Ben Ur. Con sus fusiles contra la puerta y en sus oídos resonando aún las palabras de Ben Gurion, Ben Ur y sus jóvenes compañeros ahogaron con sus voces el eco de los disparos, para cantar la antigua plegaria: «Bendito seáis, Señor, por la protección de esa Vuestra paz que habéis extendido sobre nosotros, sobre nuestro pueblo, sobre Israel y sobre Jerusalén».

Para los trescientos cincuenta y nueve supervivientes de Kfar Etzion, el inicio del sábado que señalaba el renacimiento de su país, quedaría como un horrendo recuerdo. En medio de insultos, salivazos y, a veces, incluso de golpes, atravesaban las calles de Hebrón entre la multitud desencadenada que pedía sus cabezas. Sólo la vigilancia de sus guardianes de la Legión Árabe impidió que una matanza enlutase aquella tarde del sábado. Para aquellos hombres y mujeres —muchos de los cuales llevaban aún los números de Auschwitz, Dachau o Buchenwald—, el interminable corredor de odio no conducía a la libertad que habían venido a buscar aquí, sino a las alambradas de un nuevo campo.

Rodando en dirección opuesta, un autocar conducía hacia Jerusalén a los heridos judíos más graves. Abras Tamir, que desde sus angarillas estuvo al mando de la colonia, vio a un sargento de la Legión Árabe saltar al borde del vehículo. Era la entrada en Belén. Medio inconsciente, Tamir oyó al militar gritar en árabe:

—Vuestro Ben Gurion acaba de proclamar un Estado judío, pero en ocho horas lo habremos liquidado.

Tamir no sabía aún nada de la creación del Estado. Intentó incorporarse para gritar de alegría; pero, demasiado débil, cayó agotado. Notó entonces cómo llenaban sus ojos lágrimas de orgullo y felicidad.

Solemne en su inmaculado uniforme, un oficial de Marina británico subió al puente del Borea amarrado en el puerto de Haifa y saludó cortésmente a su capitán.

—Ahora son las veintidós horas —anunció echando una mirada a su reloj—. Dentro de dos horas exactamente, el mandato del Gobierno de Su Majestad en Palestina llegará a su fin. Estoy encargado de informarle que entonces cesará toda vigilancia. Su barco y su cargamento le serán devueltos.

Mientras el capitán del Borea intentaba sobreponerse a su estupefacción y entender el sentido de aquel último gesto de una Administración moribunda, el oficial saludó de nuevo.

—Buena suerte —dijo antes de abandonar el puente.

Sobre el rocoso promontorio que se adentraba en la bahía de Haifa, a la sombra del monte Carmelo, una solitaria figura contemplaba las olas. Una noche de invierno de 1917, desde lo alto de una de las colinas, el inglés James Pollock asistió al levantamiento del telón del drama de Gran Bretaña en Palestina. Aquella noche de primavera de 1948, para ser testigo del acto final del régimen al que había dedicado toda su vida, el último prefecto de Jerusalén se trasladó a aquel promontorio.

Los marinos del Euryalus largaron amarras, y el crucero se separó lentamente del muelle. Desde lo alto de la pasarela, Sir Alan Cunningham vio cómo la proa del navío que lo llevaba se deslizaba hacia la rada, donde estaban alineados, como para una revista naval, un portaaviones y media docena de destructores. En sus puentes, vestidas de blanco, las tripulaciones estaban en posición de firme. De repente, todos los proyectores dirigieron sus haces hacia el solitario hombre que se hallaba en la pasarela del Euryalus. Tomando velocidad, el crucero se deslizó ante la majestuosa fila de buques. Cuando pasó al lado del portaaviones, una banda interpretó el God Save the King.

«El espectáculo ha terminado», pensó Cunningham al oír las notas del himno ascender en la noche y el ruido del agua sobre la roda del navío. Profundamente impresionado, no conseguía separar los ojos de la magnífica masa, anegada de sombras, del monte Carmelo, que se alejaba suavemente. Para rendir homenaje a los orígenes escoceses de Cunningham, la banda interpretó entonces la Highland Lament. El último Alto Comisario de Palestina sintió un nudo en la garganta. «¡Ah, cuan agradable es marcharse acompañado por las notas de ese himno!», se dijo.

«¡Todo había comenzado tan bien y todo había acabado tal mal!», pensó.

¡Cuántas esperanzas derrochadas entre la soberbia gesta de Lord Allenby al descender del caballo en la puerta de Jafa para recorrer a pie las piedras sobre las que el Salvador llevó su cruz, y su propia salida de Jerusalén aquella mañana, a hurtadillas! ¡Cuántos esfuerzos habían quedado enterrados en aquella tierra! ¡Cuántos ingleses murieron por conquistarla y gobernarla en nombre de una increíble sucesión de promesas contradictorias! Y ahora, «tras todas esas decepciones, todos esos años, el fracaso estaba allí, total. Partimos, y lo que seguirá será sólo la guerra y la miseria».

Cuando alcanzó el límite de las aguas territoriales, el crucero de Sir Alan Cunningham se detuvo. Una última ceremonia debía señalar oficialmente el fin del mandato británico en Palestina. De un extremo a otro del navío, un gigantesco castillo de fuegos artificiales abrasó el cielo mediterráneo, iluminando la noche con llamas anaranjadas, rojas y amarillas. Cuando la última chispa cayó al mar, Sir Alan pensó: «Esta vez, todo ha terminado».

Miró su reloj. Eran las veintitrés horas. El mandato británico en Palestina no pudo acabar sin un error final. Terminó una hora antes. El capitán del navío olvidó tener en cuenta la diferencia entre la hora de verano de Greenwich y la palestina.

Oh, Jerusalén
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