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UN AERÓDROMO EN LA NOCHE

Un sencillo cuadro estadístico resumía la gravedad de la situación en Jerusalén. Puesto al día cotidianamente por el judío Dov Joseph, daba cuentas del estado de las existencias de provisiones, y se extendía a veintiún artículos: desde la harina, a la carne seca; desde el té, a la sal. En aquel lunes 29 de marzo de 1948, cuando Ben Gurion decidió una vasta operación para abrir la carretera de Jerusalén, el cuadro revelaba que había carne seca para diez días; margarina, para cinco y pastas de sopa, para cuatro. Ya no quedaba carne fresca, ni frutas, ni legumbres frescas. Si se tenía la suerte de encontrarlo, un huevo costaba el equivalente a cinco francos nuevos. La ciudad vivía de sus reservas de legumbres secas y de conservas. Los soldados recibían cuatro rebanadas de pan cubiertas de un líquido gelatinoso llamado cocozine, un plato de sopa, una lata de sardinas y dos manzanas al día. Eran los mejor alimentados.

Para no crear un clima de inseguridad, Dov Joseph evitó durante mucho tiempo imponer un racionamiento. Sin embargo, el que aplicaba ahora era severo. Los adultos debían conformarse con doscientos gramos de pan por día. Los niños tenían derecho, además, a un huevo y a cincuenta gramos de margarina por semana.

La escasez no sólo afectaba a los alimentos. Ni una sola gota de fuel de uso doméstico había sido distribuida desde febrero. Las amas de casa tuvieron que utilizar el DDT líquido para cocinar sus alimentos. Como todas las ciudades de Europa durante la guerra, Jerusalén descubrió los productos sustitutivos. Todos los patios y balcones se transformaron, con más o menos éxito, en huertos. A los que no poseían ni la menor vasija de tierra, eminentes biólogos de la Universidad hebrea les enseñaron el arte de hacer crecer las legumbres en el agua. En los cafés aún abiertos de la calle Ben Yehudá, se reunían alrededor de un vaso de «champaña»: algunas gotas de vino blanco corriente y un sobrecito de polvos de limonada en mucha agua gaseosa. Los soldados recibían tres cigarrillos por día, y los de las unidades de choque del «Palmach», cinco. Cada cigarrillo pasaba, habitualmente, de boca en boca, a fin de que ninguna brizna de tabaco se quemase inútilmente.

Algunos árabes llegaban a conmoverse del hambre de sus vecinos. El judío Chaim Haller oyó una noche una llamada. Se deslizó en la oscuridad hasta el cercado de alambrada y encontró a la anciana Salomé, que había trabajado para él durante muchos años.

—Sé que les hace falta todo —cuchicheó la anciana árabe pasándole una veintena de pequeños tomates.

La situación se hacía tan dramática, que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas acordó reclamar una tregua para Jerusalén. Sabiéndose con la victoria a su alcance, el Alto Comité Árabe rechazó violentamente esta llamada. La condición de los cien mil judíos de la ciudad será bien pronto insostenible, declaró su portavoz, «cuando cortemos el agua y hayamos colocado trescientas barricadas entre Jerusalén y el mar».

Por su parte, la «Agencia Judía» anunció que aceptaría voluntariamente una tregua, fuesen cuales fuesen sus promotores, siempre y cuando garantizase las vías de acceso a la ciudad. El 26 de marzo, la Agencia intentó una nueva gestión cerca de las naciones cristianas de Occidente, para que asumiesen las obligaciones derivadas de la internacionalización de Jerusalén. Pidió el envío de una fuerza de diez mil cascos azules daneses o noruegos. Pero esta propuesta no tuvo más ecos que las precedentes. Cada vez aparecía más claro que los judíos de Jerusalén sólo podrían contar con su enorme voluntad y con la ayuda que el resto del país pudiera aportarles.

Tras haber analizado sus últimas estadísticas, Dov Joseph descubrió que el racionamiento y las insignificantes reservas que cada familia había constituido siguiendo su consejo, jamás podría ser otra cosa que paliativos. A lo sumo, permitirían sostenerlos por algún tiempo más. Si la «Haganah» no lograba reabrir la carretera, los judíos de Jerusalén iban a morir de hambre mucho antes de la marcha del último inglés. En este fin de marzo de 1948, las cifras hablaban por si solas. Los depósitos de la ciudad sólo contenían 34 226 kilogramos de harina, o sea, para suministrar trescientos gramos de pan a cada habitante.

El canadiense Julius Lewis mostraba un interés algo sorprendente para un pastelero por la jerga técnica que intercambiaban tres americanos sentados a su lado en el bar del «Hotel California» de París. Llevaban uniformes azul marino comprados de ocasión. Con su viejo «DC 4» estacionado en Le Bourget, los tres representaban la dirección, el personal de vuelo, los accionistas y el capital de la «Ocean Trade Airways», una compañía de transporte aéreo registrada en Panamá. Los tres hombres vivían de un comercio en el límite de lo legal. Transportaban productos aún escasos en la Europa de la posguerra, tales como medias de nilón, cigarrillos, perfumes y whisky.

Aceptaron gustosos la copa que Lewis les ofreció; con la misma diligencia se dejaron invitar a cenar en «Jour et Nuit», un restaurante de los Campos Elíseos. Al café, Lewis les reveló que era, en realidad, un judío inglés, ex piloto de la RAF, llamado Freddy Fredkens y que, contrariamente a lo que dejaba creer su pasaporte, sus ocupaciones no tenían gran cosa que ver con la confección de pasteles. Era agente de la «Haganah» y acababa de serle encargada una misión. Su encuentro con los tres propietarios de la «Ocean Trade Airways» era una suerte para todos, ya que tenía un transporte que proponerles. Sería el trabajo mejor retribuido que jamás se le hubiera ofrecido a su compañía. Además, tendrían la ocasión de familiarizarse con un flete mucho más noble que las medias de nilón o los cigarrillos. Por diez mil dólares, Fredkens les pidió que transportaran un cargamento de armas checas desde Praga hasta Palestina.

Los comandantes de sector entraron uno tras otro en el pequeño despacho. Paula Ben Gurion les sirvió a cada uno una taza de té. Cuando el último se hubo sentado, Ben Gurion abrió la sesión.

—Estamos aquí para encontrar un medio de abrir la carretera de Jerusalén —explicó—. Poseemos tres centros vitales: Tel-Aviv, Haifa y Jerusalén. Podemos sobrevivir si perdemos uno de ellos, a condición de que no sea Jerusalén. Los árabes han hecho un cálculo justo. La toma o la destrucción de la Jerusalén judía asestaría un golpe fatal a nuestro pueblo y quebrantaría su voluntad y su capacidad de rechazar una agresión árabe. Para impedir esta catástrofe, hemos de estar dispuestos a correr todos los riesgos. Es preciso, a cualquier precio, abrir la carretera de Jerusalén.

El viejo líder declaró a continuación que la «Haganah» debería hacer lo que jamás había hecho: abandonar las técnicas de la guerra secreta y lanzarse esta vez a un terreno descubierto, a fin de conquistar un objetivo geográfico preciso. Ben Gurion exigía que se movilizaran mil quinientos hombres como mínimo, tomando en cada sector las mejores tropas dotadas del mejor armamento.

Un silencio opresivo acogió el final de esta exposición. Todos estaban asombrados de la determinación del anciano. La urgencia de la operación que proponía era evidente, pero lo que reclamaba no era menos considerable. Les pedía que arriesgasen en una sola acción a la élite de sus fuerzas y de sus armas. Por un tiempo, los demás frentes de Palestina estarían gravemente desguarnecidos, y si las pérdidas eran considerables, el país se encaminaría al desastre. Josef Avidar, que controlaba todos los depósitos de armamento, sabía que la «Haganah» apenas podía contar con diez mil armas modernas en toda Palestina. La «Brigada Golani», destacada en el frente Norte, particularmente amenazada, poseía, con toda exactitud, ciento sesenta y dos fusiles y ciento ochenta y ocho metralletas «Sten». Por encima de todo, la «Haganah» sabía que no podía, tras la pérdida del convoy de Kfar Etzion, permitirse un nuevo fracaso. Cualquiera que fuese el resultado, la operación que Ben Gurion había decidido constituiría un hecho decisivo en la campaña de Palestina.

A medianoche, todos los jefes de la «Haganah» acompañaron a su líder al Cuartel General de la Casa Roja para poner en marcha la ofensiva. Toda la noche, los mensajeros llevaron las instrucciones destinadas a los diferentes sectores, a la emisora escondida en un retrete del número 6 de la calle Lassale. Al comprobar el número y la naturaleza de las armas y las municiones pedidas para cada unidad, Josef Avidar tenía la impresión de «ver su cuenta bancaria vaciarse bruscamente».

Un poco antes del amanecer, alguien propuso dar un nombre a la azarosa operación que había aceptado emprender. La llamaron «Operación Nachshon», del nombre del hebreo que, según la leyenda, afrontó lo desconocido al sumergirse el primero en las olas del mar Rojo.

Para un árabe que había entrado en Palestina a la cabeza de cuatro mil hombres con la intención de arrojar a todos los judíos al mar, Fawzi el Kaukji rodeaba a su huésped de una singular atención. El agente de la «Haganah» Yehoshua Palmon iba a conseguir sus fines. Acuclillado en una casa del pueblo árabe de Nuri Shami, se entretuvo casi dos horas con El Kaukji hablando de Teología, de la historia del Oriente Medio, de la guerra, del conflicto que oponía a sus dos pueblos. Sutilmente, el judío conducía ahora la conversación sobre Hadj Amin.

Con gran sorpresa suya, El Kaukji dirigió, pese a la presencia de una docena de sus subordinados, una violenta retahíla contra «los Husseini, esta familia de asesinos», y contra las «ambiciones políticas de Hadj Amin, perjudiciales para los intereses de la nación árabe y a los que todos los patriotas deberían oponerse».

El judío hizo entonces una discreta alusión a Abdel Kader. Mordiendo el anzuelo, el árabe se dedicó a acusar también, al vencedor de Bab el Ued, de las más negras ambiciones políticas. Lo que le confió justificaba ampliamente los riesgos que Palmon había corrido para llegar hasta él. Semejante declaración tendría un precio inestimable en los próximos días.

—Me es indiferente que peleen ustedes contra Abdel Kader —declaró Fawzi el Kaukji—. Espero, incluso, que le den una buena lección, y, desde luego, que no cuente con mi ayuda.

No cabía duda de que el árabe estaba inspirado.

—Voy a preparar mi desquite tras la derrota de Tirat Zvi —confió aún—. Debo vencerles para devolver a mi nombre su prestigio. Pelearé contra ustedes y los aplastaré bien pronto en el valle de Jezrael.

Palmon estaba seguro de que El Kaukji haría todo lo posible por mantener su promesa. Acababa de descubrir que también él tenía ambiciones políticas, y precisaba victorias para sostenerlas.

Durante el camino de regreso, Palmon reflexionó sobre esta sorprendente conversación. Además de las preciadas revelaciones, sacó una impresión muy clara. El Kaukji había sido influido, durante su estancia en Alemania, mucho más de lo que él suponía. Aquel árabe, que estimaba la Cruz de Hierro más que toda otra condecoración, quería ser un general alemán, librar sus batallas a la manera alemana. Desgraciadamente para él, los soldados que mandaba no eran alemanes, sino árabes, que sólo estaban habituados a las acciones de guerrilla.

Cuando llegase la ocasión, Palmon sabría traducir in situ las enseñanzas de aquella entrevista. De momento, sólo le quedaba una cosa por cumplir. Aquella noche, todas las colonias judías del valle de Jezrael fueron puestas en estado de alerta.

El éxito de la «Operación Nachshon», que debía de abrir la carretera de Jerusalén, suponía la ocupación sistemática de un pasillo a una parte y otra de la carretera. Los judíos sólo podrían impedir las emboscadas neutralizando la docena de pueblos que suministraban a Abdel Kader las fuerzas que le eran necesarias para mantener su cerco en" torno a la carretera.

Desde Deir Muhezin, al Oeste, hasta Castel y Colonia, al Este, aquel rosario de pueblos perpetuaba una Palestina inmemorial, más antigua que el mandato británico y los primeros pioneros del sionismo. Las imbricaciones de las descoloridas chozas árabes se amontonaban como nidos en las desoladas laderas de las colinas, que una sucesión de muros dividían en terrazas. Producían higueras, granados y almendros, así como una parte de las legumbres que aprovisionaban habitualmente a Jerusalén. Sobre las plataformas rocosas, los campesinos hacían pastar los rebaños, que conducían, por Aid el Kebir, a la puerta de Herodes, el suk ganadero de Jerusalén.

Eran escasos los pueblos que poseían electricidad. Ninguno tenía agua corriente ni teléfono y, casi siempre, sólo se podía ir de uno a otro a pie o a caballo. Sus estructuras sociales eran a la vez primitivas e impermeables a toda influencia extranjera. Los tímidos esfuerzos de renovación intentados por la Administración británica habían fracasado siempre. Dos monumentos dominaban cada aglomeración humana: la mezquita y la casa del alcalde —el mujtar—, cuya función era, generalmente, hereditaria. El mujtar dirigía los asuntos del pueblo, y en su casa se reunían los hombres cada día para hablar o para escuchar las noticias alrededor de un aparato de radio con pilas.

Las tropas de Abdel Kader procedían, esencialmente, de una especie de milicias que habían retenido sus pueblos como bases. Allá encontraban abrigo y provisiones, y de allá descendían para atacar la carretera a la primera señal. La misión de reducirlos recayó en el jefe de la «Brigada Harel» del «Palmach»; Isaac Rabin, joven oficial del que el mundo oiría hablar veinte años más tarde. «Al no dejar en ninguna parte piedra sobre piedra y expulsar por doquier a todos los habitantes —se dijo Rabin—, no quedará ya un solo pueblo al que puedan regresar los árabes. Privados de esos pueblos, las bandas árabes quedarán paralizadas». Cuando la operación estuviera terminada, la «Haganah» podría volver, sin riesgos, al sistema de los convoyes.

El conjunto de la «Operación Nachshon» fue confiado a Simón Avidan, jefe de la «Brigada Givati» del «Palmach». Veterano del ejército secreto, entrenó durante la Guerra Mundial a los saboteadores judíos palestinos enviados tras las líneas alemanas. Los diferentes sectores habían aceptado grandes sacrificios, pero la insuficiencia del armamento seguía siendo inquietante. En Cuanto a los jóvenes reclutados, que constituían la mayoría de las tropas, apenas habían acabado la instrucción. Al tomar contacto con su compañía, el comandante Iska Shadmi tuvo la impresión de hallarse frente a «un grupo de boy-scouts». Con sus petates y sus pequeñas maletas, «aquellos muchachos y muchachas de aspecto romántico, parecían a punto de salir de excursión —diría más tarde—. Traían, por toda munición, el libro de Raquel, la poetisa del lago Tiberíades».

Shadmi les hizo alinear y les explicó que, en adelante, sólo llevarían un saco a la espalda.

—¡Escoged lo que prefiráis llevar: flores o balas!

Algunas chicas estallaron en sollozos. «¡Y pensar —se decía Shadmi, estremeciéndose— que dentro de unos días habría de partir con aquellos chiquillos, diez fusiles y cuatro ametralladoras para abrir la carretera de Jerusalén!».

Los árabes de los pueblos vecinos no mostraron el menor interés por el regalo que acababa de hacerles la RAF. Porque el regalo era particularmente irrisorio. El aeródromo de Beit Darras, evacuado por la Aviación británica, no tenía torre de control, ni electricidad, ni surtidor de carburante, ni radio, y su única pista de aterrizaje era una herbosa superficie llena de agujeros.

Sin embargo, hacia esa pista abandonada se dirigía, una noche de principios de abril, una columna de camiones judíos, con todas las luces apagadas. Apenas llegados, los hombres se dedicaron a taponar los hoyos, mientras otros instalaban posiciones defensivas alrededor del terreno. Practicable de nuevo, la pista fue rodeada de balizas eléctricas alimentadas por un pequeño generador «Diesel». Varias decenas de bidones de carburante para avión fueron alineados luego en el área de estacionamiento. A las diez de la noche, casi dos horas después de esfuerzos agotadores, el terreno estaba listo para recibir su primer aparato. Incluso poseía una torre de control improvisada.

En el camión equipado con un emisor-receptor, el operador lanzó una llamada, que repitió incansablemente. Era la palabra hebrea hassida (cigüeña). Si los árabes habían desdeñado el terreno de Beit Darras, la «Haganah» se había propuesto utilizarlo. Aaron Remez, el antiguo piloto de la RAF que prometió a Ben Gurion que «la salvación vendría del cielo», proyectaba utilizar el aeródromo por una noche. Su pista, rápidamente puesta en condiciones, debía contribuir a la salvación de la Jerusalén judía.

Sin descanso, la radio llamaba a la «cigüeña». Los minutos parecían horas, y la desesperanza aumentaba poco a poco en el equipo de Remez. Escondidos en la oscuridad a lo largo de la pista, todos los hombres estaban alertas, con la esperanza de distinguir, finalmente, un ruido de motor. Pero sólo oían el viento. El «DC 4» que aguardaban con tanta impaciencia se hallaba prisionero de las nubes a varios centenares de kilómetros al Sur.

Los propietarios-pilotos de la compañía «Ocean Trade Airways» habían recorrido un largo camino desde su encuentro con Freddy Fredkens en París, en el bar del «Hotel California». Desde Le Bourget se dirigieron a Praga, donde los recibió Ehud Avriel. El enviado de Ben Gurion deseó asistir personalmente al instante en que las primeras armas, compradas con tantos desvelos por él, tomaran, finalmente, el camino del país que debían defender. Declaradas en la hoja de embarque de a bordo como «material agrícola con destino a Addis Abeba», fueron cargadas en el fuselaje del aparato. El «material agrícola» consistía en ciento cuarenta ametralladoras «MG 34» y varias decenas de miles de cartuchos.

Como medida de seguridad, Avriel añadió un cuarto hombre a la dotación del «DC 4»; un antiguo piloto judío de la RAF que contaba en su activo con numerosas horas de vuelo en Oriente Medio. Amy Cooper estaba horrorizado por el estado del aparato y de sus instrumentos de a bordo. La radio funcionaba tan mal, que no podía captar ni siquiera el parte meteorológico. Volaron orientándose por las estrellas; pero, como habían encontrado numerosas zonas nubosas, Cooper temía que sus esfuerzos no diesen un resultado siquiera aproximado. Seis horas después de su salida de Praga, buscaban desesperadamente distinguir la costa palestina, cuando el piloto gritó:

—¡Allá está, hemos llegado! ¡He aquí Tel-Aviv!

El antiguo oficial de la RAF escrutó las luces que acababan de aparecer a estribor. Le pareció que eran muy poco numerosas como para ser las de la primera ciudad judía. Estudió el mapa, a la búsqueda de un dato revelador.

—¡Buen Dios! —exclamó—. ¡Eso es seguramente Port Said! Marchamos directamente hacia Egipto.

El piloto cambió bruscamente de rumbo. Treinta minutos más tarde, el «DC 4» sobrevolaba, esta vez, Tel-Aviv. La «cigüeña» pudo entonces responder a las angustiosas llamadas de Remez y solicitar las tres intermitencias de balizas convenidas. Minutos más tarde, el pesado «DC 4» de la «Ocean Trade Airways» se inmovilizaba en el extremo de la corta pista de Beit Darras.

Cooper vio a una horda de excitados jóvenes caer sobre el aparato. Los tres aviadores americanos pudieron creerse Lindbergh aterrizando en Le Bourget. Llegados allá para entregar armas como hubieran podido ir a llevar cigarrillos a Nápoles, fueron rodeados, abrazados, subidos a hombros como héroes, y recibieron la más hermosa acogida de su vida.

Simón Avidan, el comandante en jefe de la «Operación Nachshon», también estaba presente para asistir a la llegada de las armas en las que descansaba gran parte de sus esperanzas. Constituían para él tal alivio, que no pudo impedirse manifestar el alborozo a su manera. Subió a bordo del «DC 4», tomó la primera ametralladora que encontró y la abrazó.

El árabe Samir Jabur, hijo de un zapatero de Jafa, era un guapo muchacho, cliente habitual de los pequeños bares que jalonaban la orilla del mar, allá donde se unen Jafa y Tel-Aviv. En uno de aquellos establecimientos, una tarde se detuvo su mirada melancólica en una morenita. Los encantos de la muchacha no tenían nada de excepcional; pero Jabur le hizo la corte de modo asiduo. Raquel era judía, pero lo que más interesaba a su seductor árabe era su empleo. Era secretaria de la oficina de la «Agencia Judía» en Tel-Aviv. Jabur era un agente secreto del Alto Comité Árabe.

Menos de veinticuatro horas después del aterrizaje clandestino del «DC 4», Samir Jabur informaba al Cuartel General de Abdel Kader que los judíos habían sostenido en Tel-Aviv una reunión de la más alta importancia, durante la cual prepararon una «operación decisiva», destinada a abrir la carretera de Jerusalén. Iban a intentar expulsar a los árabes de las alturas de Bab el Ued, poniendo en liza considerables efectivos. Determinadas informaciones indicaban asimismo que habían recibido nuevas armas con destino a esa ofensiva. Para un servicio de información tan sumario como el del «Alto Comité Árabe», este informe era de una precisión sorprendente.

De hecho, Abdel Kader esperaba desde hacía tiempo una acción masiva de los judíos. Sabía bien que no podían aceptar el aislamiento de Jerusalén. La llegada de armas nuevas para sus adversarios lo alarmó aún más. Aparte el armamento judío capturado en Nebi Daniel y algunos fusiles procedentes del desierto libio, su potencia de fuego apenas se había visto aumentada durante las últimas semanas. Se componía, esencialmente, del mismo conjunto heterogéneo de fusiles de todos los orígenes. Si hasta ahora había podido llevar la delantera y obligar a la «Haganah» a ponerse a la defensa de la Jerusalén pobremente equipada, sabía muy bien que ello era posible gracias a la superioridad numérica de que disponía. Un ataque fuerte de los judíos, sostenido por un armamento moderno, sería otra cosa.

Inmediatamente se dirigió a Damasco para exigir el suministro de las armas modernas prometidas desde hacía tanto tiempo. Le acompañaba Emile Ghory. Encontró la atmósfera de la capital siria particularmente deprimente. Desde el cambio de rumbo de la postura americana con respecto al Reparto, «todos parecían creer que la guerra estaba ganada, y que ahora se podían cruzar de brazos en espera de que las Naciones Unidas acabaran de resolver el problema en provecho de los árabes». Las rivalidades que dividían a los diferentes clanes árabes estaban más acentuadas que nunca. Abdel Kader y Ghory comprendieron de repente que una gran parte del mal, provenía de un creciente sentimiento de hostilidad hacia su jefe: Hadj Amin.

De un humor de perros, el vencedor de Bab el Ued se desplazó a las afueras de Damasco para reunirse con el Estado Mayor de la Liga Árabe en el campamento del Ejército sirio de Udsiya. Abdel Kader expuso, para empezar, una amplia panorámica de la situación. Luego señaló que informes fidedignos dejaban prever una próxima ofensiva judía cuyo objetivo sería, sin duda, la toma del pueblo de Castel, que ocupaba una posición estratégica en la entrada a Jerusalén. Se apoyó sobre el trazado de un mapa para convencer a sus interlocutores de que «quien tiene Castel, controla la carretera de Jerusalén, y que después de haber reabierto esa carretera, la “Haganah” estaría libre para marchar contra Jafa y Haifa».

—Estamos dispuestos a batirnos hasta la muerte —aseguró Abdel Kader—, pero no podemos hacer nada sin armas modernas. Hace muchos meses que ustedes nos las prometieron, pero hasta la fecha solamente nos han enviado chatarra.

Suplicó que se le proporcionase artillería, con 1a que transformaría en una derrota la ofensiva judía.

Este ruego no suscitó el menor eco en el genera iraquí Ismail Safuat Pachá, jefe militar supremo de la Liga Árabe. En cuanto a los oficiales de su Estado Mayor, no parecían sentir la misma estima que sus enemigos judíos por las capacidades de Abdel Kader. Además, su juramento de fidelidad al Mufti no estimulaba su confianza. Safuat se contentó con explicar al palestino que sus tropas no tenían la suficiente experiencia como para confiarles artillería; los cañones corrían el riesgo de caer en manos de los judíos. En cuanto al armamento ligero, ya hablarían de ello más adelante. Desde luego, un barco cargado de ametralladoras y fusiles checos ultramodernos se dirigía entonces hacia Beirut, pero ese primer cargamento estaba reservado a un nuevo batallón del ejército de El Kaukji. Abdel Kader debía contentarse, por el momento, con las armas que tenía.

—De todas formas —le tranquilizó Safuat—, si la «Haganah» capturase Haifa o Jafa, nosotros liberaríamos esas ciudades en menos de dos semanas.

Abdel Kader no pudo esta vez reprimir su cólera. Abrumó con toda clase de insultos a aquellos generales fatuos y, abriendo la puerta violentamente, espetó al iraquí:

—¡Safuat, es usted un traidor!

—¡Deberá usted defender Jerusalén con uñas y dientes! —gruñó Ben Gurion dirigiéndose a Dov Joseph.

El tono era, quizá, menos impulsivo que el de Abdel Kader en Damasco, pero la pasión no era menos violenta.

Joseph acababa de llegar a Tel-Aviv a bordo del Primus, el pequeño «piper cub» que, dos veces por día, enlazaba Jerusalén con el exterior. Ben Gurion lo llamó para confiarle la suerte de Jerusalén. Sabía que la única razón de ser de la «Operación Nachshon» consistía en hacer entrar en la ciudad sitiada un número suficiente de toneladas de víveres. Dov Joseph estaba particularmente cualificado para organizar la formidable operación de abastecimiento que exigía Ben Gurion. Recibió carta blanca. El tesorero Kaplan tenía orden de abrirle un crédito ilimitado. Ningún sacrificio sería demasiado grande para salvar a Jerusalén.

—¿Cuándo debo iniciar la operación? —preguntó Joseph.

—¡Inmediatamente!

Al abandonar el despacho de Ben Gurion, Dov Joseph se sintió invadido por un miedo terrible. «¡Señor —pensó—, qué tragedia si fracaso!». Sabía que si un día Jerusalén caía a causa del hambre, él sería el responsable ante la Historia. Jamás le perdonaría el pueblo judío.

Convocó inmediatamente a los responsables de los aprovisionamientos. Durante toda la noche estuvieron calculando las necesidades de Jerusalén. Al amanecer llegaron a una cifra colosal. Era preciso reunir y transportar urgentemente tres mil toneladas de víveres. Joseph pidió informes de todos los depósitos públicos y privados de Tel-Aviv. Decretó su requisa, y unos oficiales recibieron la misión de precintar todos aquellos establecimientos. Se estableció un inventario metódico de cada uno de ellos. Ni una sola lata de sardinas, ni una sola tableta de chocolate ni de ningún otro artículo podía salir antes de que se hubiesen determinado las necesidades exactas de Jerusalén.

Dos antiguos oficiales judíos del Ejército británico, Harry Jaffe y Bronislav Bar Shemer, fueron los encargados de reunir el parque automovilístico. Joseph estimaba que, por lo menos, serían precisos trescientos camiones pesados. Las diferentes sociedades de transporte del Tel-Aviv suministraron ciento cincuenta. Para procurarse los demás, Bar Shemer recurrió a un método muy sencillo: los secuestró.

«Fui a buscar jóvenes soldados, aún en período de instrucción, y los aposté en las principales encrucijadas —contaría más tarde—. Detuvieron sistemáticamente a todos los camiones que pasaban. Yo no sé quién tenía más miedo: si los conductores o los soldados que les ordenaban, metralleta en mano, dirigirse hacia la explanada de Kiryat Meir».

Cada vez que se constituía un grupo de veinte camiones. Bar Shemer lo enviaba, pese a las violentas protestas de los conductores, a Kfar Bilu, un antiguo campamento británico donde se hallaba el centro de reunión y carga de los convoyes de la «Operación Nachshon». Bar Shemer no había visto nunca gente tan airada como aquellos conductores. «Nos aborrecían con toda el alma —recuerda—. Estaban tan tranquilos en Tel-Aviv, y algunos tenían a sus esposas a punto de dar a luz, cuando he aquí que nosotros los secuestramos en pleno día o en mitad de la noche para mandarlos a formar parte de un convoy del que conocían todos los riesgos. Por fortuna, la mayoría de ellos eran propietarios de los camiones, lo cual les impedía toda tentación de desaparecer en el campo. No podían abandonar su herramienta de trabajo».

Un millar de hombres —conductores, ayudantes y mecánicos— se reunieron pronto en Kfar Bilu. Ello planteaba un problema de intendencia. Bar Shemer se trasladó entonces al «Chaskal», uno de los restaurantes más populares de Tel-Aviv.

—La nación judía lo necesita —declaró a Yechezkel Weinstein, su propietario.

En tres minutos, le explicó exactamente lo que esperaba de él. Eran las once de la mañana. A las cinco de la tarde, Weinstein distribuía una comida caliente a los mil hombres de Kfar Bilu.

Oh, Jerusalén
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