47

«COMO EL ROCÍO DEL CIELO»

Fue, sin duda, una casualidad. Pero el lugar escogido para la primera entrevista de los dos hombres que se habían enfrentado durante un mes por la conquista de Jerusalén parecía comunicarles un singular valor. El árabe y el israelí se encontraban en medio de una calle que llevaba el nombre del guerrero Godofredo de Bouillon, quien, muchos siglos antes, realizara su sueño: conquistar Jerusalén.

David Shaltiel —el judío de Hamburgo— y Abdullah Tell —el árabe del desierto— se detuvieron uno frente a otro y se miraron en silencio. Luego se saludaron y se estrecharon la mano. Los dos adversarios debían determinar la línea de alto el fuego sobre una parte del territorio de la Ciudad Santa: el barrio árabe de Musrara. La víspera, un último ataque judío había hecho retroceder allí, a doscientos metros a los defensores árabes, y era ante aquellas nuevas posiciones por donde exigía Shaltiel que pasase la línea de demarcación.

—Si esas posiciones son suyas —subrayó Tell—, ¿dónde están, pues, sus fortificaciones?

—Nuestras fortificaciones son nuestras camisas manchadas de sangre —replicó Shaltiel.

Aquellas palabras parecieron impresionar al árabe.

—Perfecto —respondió—; confío en su palabra de oficial y de caballero.

Lentamente, la Jerusalén judía volvía a la vida. Los almacenes abrieron de nuevo sus puertas y las calles fueron limpiadas. El Palestina Post reapareció, e incluso se vio circular de nuevo a varios autobuses. Pero, principalmente, la detención de los combates alejaba la angustia del hambre que atenazaba a toda la población. A medida que llegaban los primeros convoyes, Jerusalén, comenzaba de nuevo a alimentarse. La visita de un amigo de Tel-Aviv señaló, para la enfermera Ruth Erlik, el inicio de aquella renovación. «Si el profeta Elías en persona se hubiera encontrado de repente ante mí —diría—, no le habría reservado mejor recibimiento. Llegaba con los brazos llenos de chocolate y conservas». Una sorpresa parecida aguardaba a David Shaltiel una noche que regresaba a su habitación de la pensión «Greta Asher». Su mujer, a la que abandonara cuatro meses antes en el andén de la terminal de autobuses de Tel-Aviv, estaba allí. Judith Shaltiel trajo para su marido una golosina que le apasionaba: queso de Camembert. Pero éste se había fundido al sol de la «Ruta de Birmania», y de él quedaba sólo una triste pasta amarillenta.

La primera preocupación de Dov Joseph fue establecer un enlace permanente con el mediador de las Naciones Unidas. La idea que el conde Folke Bernadotte se hacía de su misión no era de naturaleza que facilitara sus relaciones. Para el diplomático sueco, el alto el fuego no debía, en ningún caso, modificar las respectivas situaciones de los adversarios. Igual que para las armas y las municiones pretendía vigilar con el mayor rigor que los depósitos de provisiones se encontrasen, en el último día de la tregua, al mismo nivel que el primero, es decir, vacíos.

Dov Joseph no podía, naturalmente, plegarse a tal exigencia. Iba, al contrario, a poner toda la carne en el asador para impedir que no se renovara la pesadilla de las últimas semanas. Durante aquellos treinta días de tregua, pensaba introducir clandestinamente por la «Ruta de Birmania» todos los víveres que pudiese hallar.

—De todas formas —declaró al mediador, que pretendía también controlar aquella carretera—, ¡no va usted a ponerse a racionarnos a su vez!

David Shaltiel tenía la intención de utilizar la misma vía para frustrar la vigilancia de los enviados de la ONU y encaminar secretamente las armas y municiones que le permitirían pasar a la ofensiva cuando se reanudasen los combates. Esta vez pensaba conquistar a toda Jerusalén.

El anciano que había guiado a su pueblo a través de los peligros de aquella primera tempestad, se preparaba. Aquel domingo 12 de junio, David Ben Gurion reunió a todos los jefes militares del ejército judío. La terrible batalla que acababan de librar había puesto duramente a prueba su resistencia física y moral, pero ninguno de sus sacrificios había sido en vano. Pese a su agotamiento, tenían de qué alegrarse aquella cálida mañana de primavera. Habían sobrevivido, y eso era, en sí, una hazaña. Las poblaciones de las colonias aisladas, incluso las que habían caído, habían opuesto una feroz resistencia. Todas habían dado muestras de una voluntad que sus adversarios no siempre habían demostrado: resistir o morir sobre la tierra que defendían.

Sin embargo, el precio de aquel éxito era grande, y Moshe Carmel, el comandante del frente Norte, sabía que resumía los sentimientos de todos sus camaradas al comprobar aquella mañana:

—La tregua ha llegado como el rocío del cielo.

Las pérdidas judías habían superado las previsiones más sombrías. Unidades enteras habían sido diezmadas, y la batalla había sacado a la luz toda clase de deficiencias en la organización del ejército de Israel. Era preciso corregirlas. Por todas partes, las armas y municiones habían escaseado, mientras que cajas enteras habían permanecido en los muelles de Haifa, donde fueron almacenadas, a falta de un sistema de distribución satisfactorio. La total ausencia de armas anticarro tuvo, en determinados sectores, consecuencias catastróficas. Además, los hombres debieron batirse con los pies descalzos, o descubiertos bajo el ardiente sol del desierto.

Ben Gurion escuchó todas las recriminaciones sin manifestar la menor impaciencia. Luego tomó la palabra.

—Tenemos treinta días ante nosotros —declaró—. Debemos utilizar cada segundo para prepararnos. Treinta días bastan para entrenar a un soldado judío.

Pese a las restricciones que imponía el alto el fuego, utilizaría aquella tregua para hacer venir de Europa tantas armas como pudiese, así como a todos los nombres que aguardaban en Chipre. Pero el problema crucial —creía— no era el de la falta de cascos o calzado. Se trataba de un problema de mando y disciplina. Los oficiales que durante tantos años habían conducido una guerra clandestina, debían adaptarse a las condiciones de un conflicto moderno. Más precisamente, el ejército judío debía cesar de ser un mosaico de feudos. ¿Cuántas posiciones —se preguntó— se habían perdido porque cada uno de ellos podía, a su gusto, discutir las órdenes superiores? Haciendo alusión, finalmente, al espíritu constante de independencia que animaba al cuerpo del «Palmach», declaró:

—Si tenemos un solo Ejército en vez de varios, y si conseguimos ejecutar un plan coordinado, nuestros esfuerzos darán todavía más frutos. Es hora —continuó— de poner término a tal situación.

Tras un silencio, concluyó gravemente:

—Si se reanuda la batalla, y debemos prever que así será, será la última.

En su Cuartel General de Ammán, Sir John Glubb alardeaba aquella mañana de la más perfecta serenidad. No vislumbraba que aquella batalla pudiese reanudarse. Incluso estimaba «altamente improbable» la eventualidad de nuevos combates. Y tenía buenas razones para suponerlo. En el mismo instante en que Ben Gurion reunía en Tel-Aviv a los jefes de su ejército, el Primer Ministro, Tewfic Abu Huda, afirmaba al comandante de la Legión Árabe que las hostilidades no se reanudarían: El Primer Ministro egipcio, Nukrachy, y él mismo, estaban decididos a impedir que la guerra estallase de nuevo.

Nada podía convenir mejor al general inglés. La batalla que acababa de terminar le hizo comprender en qué desventura se comprometían los árabes abocándose a un conflicto con el Estado judío. Su comportamiento frente a los judíos le recordaba «el de los judíos durante sus revoluciones contra los romanos. Como ellos, los árabes no resolvían dividir sus fuerzas, nadie aceptaba las órdenes de nadie, y cuando cualquier cosa iba mal, siempre era necesario hallar al traidor, sin el cual no existía explicación posible».

Además, era difícil —subrayaba Glubb Pachá con amargura— «que un país sostuviera la guerra bajo la constante presión de las sediciones de su propio pueblo». Le parecía claro, en todo caso, que aquél era un conflicto desigual entre dos sociedades que se hallaban en dos estadios completamente distintos de su desarrollo. Mientras los árabes no tuvieran sistemas, economías y pueblos más maduros, no podrían —pensaba— rivalizar eficazmente con sus vecinos judíos, y mejor harían en evitar toda confrontación.

En la «Ruta de Birmania», el trabajo se reanudó con una energía duplicada. Se reclutó a decenas de trabajadores suplementarios, y dos potentes tractores agrícolas fueron requisados para arrastrar los camiones en las pendientes más abruptas. La carretera estuvo terminada el 19 de junio, menos de tres semanas después del inicio de los trabajos. Aquel día, ciento cuarenta camiones, transportando cada uno tres toneladas de mercancías, llegaron a Jerusalén por la vía cuya posibilidad había negado un coronel británico de la Legión Árabe.

Llevaban cincuenta toneladas de dinamita, centenares de fusiles, metralletas, ametralladoras checas, cajas de granadas y de municiones. Más tarde llegaron morteros de dos, tres y seis pulgadas. Los combatientes judíos podrían, aquella vez, responder a los cañones de la Legión Árabe con unas armas que no fueran ya sólo algunos «Davidkas» de dudosa eficacia de tiro. Viendo llegar las primeras piezas de artillería, David Shaltiel se extasiaba como un niño el día de Navidad. «¡Dios mío! ¡Oh! ¡Dios mío!», le oyó repetir incansablemente su adjunto, Yeshurun Schiff.

Otros convoyes llegaron también para llenar los depósitos de Dov Joseph. Durante la primera semana llegaron a la ciudad, dos mil doscientas toneladas de víveres, lo suficiente como para resistir durante cuatro meses. Aquel gigantesco esfuerzo por expulsar para siempre de Jerusalén el fantasma del hambre fue prolongado hasta en América. David Ben Gurion cablegrafió a Teddy Kollek, uno de sus agentes en los Estados Unidos, para que fletara un avión entero, repleto de leche condensada y polvo de huevo. Lujo simbólico, el 22 de junio llegó una columna de camiones cargados de naranjas.

A todo lo largo de la «Ruta de Birmania», ciento cincuenta obreros, repartidos en cuatro equipos, acabaron de colocar los tubos de una conducción de dieciséis kilómetros, que llevaría a los habitantes de Jerusalén otro elemento indispensable para su supervivencia: agua. Dirigido por Moshe Rachel, joven ingeniero de origen polaco que construyó los oleoductos para la «Iraq Petroleum Co.», trabajaban catorce horas diarias, colocando los tubos al aire libre y soldándolos con sopletes improvisados. Al cabo de dieciocho días solamente, fue unido el último tramo a las canalizaciones de la ciudad. Rachel se dirigió entonces a Jerusalén para contemplar el espectáculo más alegre de su vida: el de las primeras gotas de agua que manaban de los grifos de Jerusalén. La hazaña era tan espectacular, que se le pidió la anunciara oficialmente en una conferencia de Prensa. Se negó a ello.

—No hay nada que decir —declaró—. Está hecho. Eso es todo.

Las armas y municiones que entraban clandestinamente en la capital judía sólo constituían la parte saliente de un iceberg. Las que prometió David Ben Gurion a sus colegas la víspera de la fundación de Israel comenzaban, al fin, a afluir en masa a las puertas del país, en flagrante violación de las cláusulas del alto el fuego. El 15 de junio, uno de los buques fletados por Yehudá Arazi trajo diez cañones de 75 mm, diez carros de combate «Hotchkiss», diecinueve cañones de 65 mm, cuatro piezas de D.C.A. y cuarenta y cinco mil obuses. Un segundo barco entregó ciento diez toneladas de TNT y doscientos mil detonadores. El Kefalos, un mercante griego comprado con su tripulación por los israelíes, trajo desde México treinta y seis cañones de 75 mm, quinientas ametralladoras, diecisiete mil obuses, siete millones de cartuchos y carburante para aviones. Encima de todo había mil cuatrocientas toneladas de azúcar, disimulando la verdadera carga, caso que de la Royal Navy intentara interceptar al navío en el estrecho de Gibraltar. La organización americana «Material for Palestina» envió dos mercantes llenos de jeeps, camiones, half-tracks, instrumentos de puntería para los bombarderos, productos químicos para la preparación de explosivos, un radar e incluso máquinas para fabricar bazookas. Desde Italia, el infatigable Yehudá Arazi consiguió enviar treinta carros de combate «Sherman» de treinta toneladas cada uno. Como quiera que ningún puerto de Israel poseía una grúa capaz de descargar ingenios de tal peso, se apresuró a comprar el más potente aparato para levantar pesos que halló en Italia: una grúa de cincuenta toneladas.

Ehud Avriel era, desde siempre, el mejor cliente de las fábricas de armamento checoslovacas. Solamente durante el mes de junio, compró ocho millones de cartuchos, veintidós carros de combate ligeros y cuatrocientas ametralladoras. Formada a partir de varias avionetas de aeroclub, la aviación judía se había convertido, en menos de seis meses, en la fuerza aérea más potente de Oriente Medio. Contaba entonces con quince «C 46», tres fortalezas volantes «B 17», tres «Constellation», cinco cazas «Mustang P 51», cuatro bombarderos «Boston A 20», dos «DC 4», diez «DC 3», veinte «Messerschmitt», siete bombarderos «Anson» y cuatro «Beaufighter». Voluntarios o mercenarios, los pilotos continuaban llegando del mundo entero a Zatec, la base aérea israelí en Checoslovaquia.

Las setenta y cinco mil piezas de la cadena de fabricación de armamento, comprada clandestinamente en los Estados Unidos, tres años antes, por Chaim Slavin, fueron sacadas de sus escondrijos y montadas una a una. Las máquinas fabricaban casi novecientos obuses de mortero ligero por día. De todos los centros de reclutamiento para los judíos, diseminados a través de Europa, llegaban, a su vez, los hombres que se servirían de aquellas armas. Como predijo Ben Gurion semanas antes, el viento comenzó a cambiar.

El viento cambiaba también para los árabes. Pero en sentido contrario. Privados, por el embargo británico, de su principal fuente de aprovisionamiento, no pudieron, durante aquellas cuatro semanas, aumentar su armamento más que en proporciones despreciables. Glubb se trasladó a Suez para suplicar a su viejo amigo, el comandante de las fuerzas británicas en Oriente Medio, que le suministrara secretamente algunas municiones para remplazar a las que había utilizado. «Estaba de acuerdo conmigo —diría más tarde—, pero había recibido órdenes estrictas y sin equívoco. Ni un solo cartucho debía llegar a los ejércitos árabes».

El Ejército egipcio fue el primero en padecer sus consecuencias. Las incursiones nocturnas a los depósitos británicos de la zona del Canal, organizadas con la complicidad de sus guardianes, debieron cesar. «El Cairo nos enviaba chocolate, bizcochos y té —se lamentaba un oficial egipcio, combatiente en, el Negev—, pero ni un solo cartucho».

Como antiguamente los judíos, los árabes se esforzaron por paliar aquella penuria improvisando una industria de armamento. Un coronel británico de la Legión Árabe que perdió un ojo en Birmania, transformó un laboratorio de la Universidad Americana de Beirut en un centro clandestino de fabricación de explosivos. Su químico principal era un alemán ferozmente antisemita. En Zerqa, Transjordania, el ingenioso coronel disponía, asimismo, de un equipo de estañadores árabes que fabricaban las minas antipersonas con bombas de bicicleta repletas de TNT y chatarra.

No obstante, los árabes podían felicitarse de un éxito. Al puerto de Bari, donde los israelíes hundieron el Lino y su cargamento de armas checas, el Gobierno sirio envió precipitadamente al coronel Fuad Mardam. Bajo su vigilancia, hombres-rana italianos sacaron de las bodegas una parte de los fusiles empapados. Se los limpió pacientemente, se los engrasó, fueron puestos en cajas y colocados, bajo buena vigilancia, en un depósito de Bari. Mardam buscaba un nuevo buque. El solícito propietario del hotel donde se alojaba le procuró el nombre de una agencia marítima, de Roma, que quizá podría ayudarle.

Dos días después, tras haberse asegurado de que no fue seguido, el coronel sirio se deslizaba discretamente en las oficinas de la agencia marítima «Menara», en la Via del Corso, en Roma. Por un millón de liras pudo fletar un barco de cabotaje de doscientas cincuenta toneladas: el Argiro. Aliviado, al fin, por expedir sus fusiles, Fuad Mardam telegrafió la buena nueva a su Gobierno y regresó a Damasco.

La noticia no era, en realidad, tan buena como parecía. Las armas árabes estaban, en efecto, en camino, pero no hacia Alejandría. Se dirigían entonces a Tel-Aviv. El complaciente hotelero olvidó, sencillamente, informar al coronel sirio de un importante detalle: el Argiro pertenecía a la Marina israelí.

David Ben Gurion tenía confianza: estaba a punto de ganar su «batalla cotidiana». Cada día de alto el fuego reforzaba el poderío militar de Israel y aumentaba sus probabilidades de supervivencia. Pero el optimismo del viejo líder era prematuro. Más dolorosa que la invasión de cinco ejércitos árabes, una vieja maldición se abatió de repente sobre el Estado de Israel, y era preciso destruirla, tal como ella había destruido a la antigua nación judía. El fantasma de la guerra civil estalló como un trueno en el cielo de Israel.

El mundo, y particularmente el mundo árabe, descubriría con estupefacción que el pueblo israelí, que aparecía como una comunidad orgánica, indivisible en su voluntad de resistencia, también estaba carcomido por luchas intestinas. La organización terrorista del «Irgún» que ya había intentado, mediante la toma del pueblo de Deir Yassin, hacerse reconocer en Jerusalén como fuerza militar y política, iba, de improviso, a poner en peligro la existencia del nuevo Estado.

El detonador de aquel increíble conflicto que vería a los judíos quebrantar el alto el fuego para batirse, no contra los árabes, sino contra los judíos, fue la llegada de un mercante fletado por el «Irgún», el Altalena, que transportaba cinco mil fusiles, trescientos fusiles ametralladores, cinco half-tracks y doscientos hombres. El desembarco de aquel cargamento y aquella tropa destinados a la organización terrorista era un evidente desafío. El Gobierno acababa, en efecto, de fundir a todas las fuerzas armadas del país en un solo cuerpo: el Ejército Nacional de Israel. Invitó a los miembros del «Irgún» y del grupo «Stern» a unirse a sus filas. Pero el «Irgún», cuyo dirigente Menachem Begin denunció el alto el fuego como «una capitulación vergonzosa», continuó actuando por su propia cuenta. Aquello constituía un atentado a la autoridad del nuevo Estado, que Ben Gurion no podía tolerar. Ordenó, pues, que el cargamento del Altalena fuese colocado en los depósitos gubernamentales y utilizado para el común esfuerzo.

Menachem Begin rehusó someterse. El 20 de junio, los comandos del «Irgún» invadieron la playa de Kfar Vitkin y se dedicaron a descargar el Altalena. Seiscientos hombres de la «Brigada Alexandroni» les rodearon. El tiroteo pronto estalló, y el Altalena debió adentrarse en el mar. Escapando a los pequeños barcos enviados para interceptarle, puso proa hacia el Sur y, varias horas después, su capitán intentó varar en la playa de Tel-Aviv. Pero, atrapado por los restos de un naufragio, el navío encalló a cien metros de la orilla. La presencia de aquel navío rebelde bajo los muros de la primera ciudad de Israel iba a desencadenar la prueba de fuerza. El «Irgún» movilizó a todas sus tropas para «derribar al Gobierno». Angustiado, Ben Gurion convocó urgentemente a sus ministros.

—El Estado está en peligro —les dijo.

Luego encargó a Yigal Alon, jefe del «Palmach», que aplastara el levantamiento en la ciudad.

—Esta tarea es, quizá, la más penosa que haya de realizar usted —le dijo—. Esta vez deberá usted, sin duda, matar a judíos.

Eso fue lo que debió hacer Alon. En una sola jornada hubo ochenta y tres muertos y heridos. Durante varias horas, Tel-Aviv estuvo prácticamente en manos del «Irgún». Alon hizo bombardear el Altalena, y el navío se incendió. Luego volvió a tomar metódicamente el control de la ciudad. La organización terrorista no se recuperaría de aquel fracaso. Golpeando fuerte, Ben Gurion salvaguardó la integridad de la nación. «El cañón que hundió al Altalena —declararía más tarde— merece un lugar en el museo de la guerra de Israel».

Con una ardiente sonrisa en los labios, el rey Abdullah subió a bordo de un «Vickers Viking». Partía para Ryad, capital de la Arabia Saudí, donde iba a hacer la paz con el soberano que, otrora, expulsara a su familia de las ciudades santas de La Meca y Medina. En la carlinga se amontonaban los regalos que acompañarían su gesto: un puñal de oro, un servicio de té de porcelana y un plato de plata especialmente cincelado en Londres por un orfebre judío.

Si las divisiones intestinas de los árabes parecían entonces menos evidentes que las que agobiaban a Israel, no permanecían menos vivas. Aquel viaje lo atestiguaba. Abdullah estaba convencido de que toda reanudación de las hostilidades con los israelíes sería una locura, y razones personales reforzaban aún más aquella convicción. El conde Bernadotte estaba presto a poner a punto un plan de paz que cumplía las ambiciones del rey. Le atribuía Jerusalén y el Negev, así como un puerto franco en Haifa y un aeródromo en Lydda. A cambio, los judíos recibirían toda la Galilea. A fin de obtener el apoyo de Ibn Saud para aquellas proposiciones, Abdullah se reunía con su viejo enemigo. Para conseguir aquello estaba dispuesto a realizar un extraordinario gesto de conciliación. Iba a renunciar a las pretensiones de su familia hacia la tierra de que habían sido expulsados por los guerreros de Ibn Saud.

Pero mientras los dos monarcas reconciliados se abrazaban llorando, los Primeros Ministros de los países de la Liga Árabe se encontraban, el 27 de junio, en El Cairo para rechazar, pura y simplemente, el plan de paz propuesto por el conde Bernadotte. Aquel proyecto —declararían en un memorándum de tres páginas— no era, en realidad, más que una reforma del plan de reparto, y manteniendo una cláusula inaceptable: la existencia de un Estado judío.

La intransigente actitud de sus dirigentes y el creciente enardecimiento de las masas, soliviantadas por la propaganda, arrojaban a los árabes a sus errores pasados. Un nuevo eslogan circulaba ya por las calles de Jerusalén. «Aguardad al 9 de julio y veréis», prometía, asegurando, con aquellas palabras, que la reanudación de los combates vería la victoria de los árabes. En toda Palestina, la población comenzaba a despreciar a los soldados de la Legión Árabe por observar la tregua. En Belén, los Hermanos Musulmanes se manifestaron en las calles para reclamar la inmediata reanudación de la guerra santa.

Sin embargo, en ninguna parte como en El Cairo, se sintió la presión de las masas. Si la multitud no pudo impedir a Nukrachy que firmara el alto el fuego, podía, al menos, exigir la reanudación de la lucha. Sensible a su presión y a las amenazas de los Hermanos Musulmanes, el Primer Ministro egipcio cambió completamente su posición. Mientras deseaba, tres semanas antes, retirar a Egipto del conflicto, anunció que estaba dispuesto a reanudar las hostilidades.

Aquella vez, no obstante, el país que dejó que los árabes se embarcaran en la guerra, intentó detenerlos. Los enviados de la Gran Bretaña al Oriente Próximo aconsejaron firmemente a los dirigentes árabes que no reanudaran el combate, y les recordaron que no recibirían más armas ni municiones.

Antes de que saliera para la reunión de El Cairo, el mismo Glubb presionó a Tewfic Abu Huda, Primer Ministro de Transjordania, para que mantuviese su postura inicial.

—¡Por amor de Dios —suplicó—, no se deje usted, en ningún caso, arrastrar a denunciar el alto el fuego! No tenemos suficientes municiones.

Pero el temor a verse aislado condujo, finalmente, a Abu Huda a cambiar de actitud. Se pronunció, al igual que sus colegas, por una reanudación de las hostilidades, el 9 de julio, si el mediador de la ONU no conseguía, mientras tanto, elaborar un plan de paz satisfactorio.

Al regreso de Abu Huda a Ammán, Glubb estalló:

—¡Good Lord! —le gritó—. ¿Por qué ha aceptado usted? ¿Con qué vamos a luchar?

Tras un momento de reflexión, el Primer Ministro respondió:

—No dispare usted antes de que los judíos se le echen encima.

Con los arsenales repletos, el «Irgún» aplastado, el «Palmach» amordazado y el plan de la futura campaña elaborado, sólo le quedaba a David Ben Gurion un único proyecto de mayor preocupación: Jerusalén. Nadie, aquella vez, podría hacer pasar hambre a la ciudad. Pese a las prohibiciones de la ONU, siete mil quinientas toneladas de alimentos y dos mil ochocientas toneladas de combustible fueron acumuladas en los depósitos, gracias a la tregua. Era suficiente para resistir casi un año. Sin embargo, Ben Gurion sabía que, a largo plazo, los habitantes de Jerusalén debían ser capaces no sólo de sobrevivir indefinidamente, sino incluso de vivir.

—Para instalar su capital el rey David eligió uno de los lugares más inaccesibles del país —ironizó ante sus ministros.

Después se lamentó de que ellos mismos no hubieran sido capaces de resolver el problema de las comunicaciones entre Jerusalén y el exterior. A la reanudación de los combates, su objetivo debería ser, pues, apoderarse de toda la ciudad, ocupar un largo pasillo entre la costa y Jerusalén y conquistar, en torno a la ciudad, un territorio lo bastante vasto como para permitir que se abasteciera ella misma en el plano agrícola.

—Debemos reparar con esta guerra —dijo con insistencia— lo que hemos olvidado en tiempo de paz.

La negativa árabe a las proposiciones de paz sometidas por Bernadotte permitieron a los israelíes no ser los primeros en rechazar un plan de las Naciones Unidas que era, a la vez, inaceptable para los dos adversarios. El 6 de julio, Moshe Sharett, ministro israelí de Asuntos Exteriores, comunicó al diplomático sueco la negativa oficial de su Gobierno, enviando así aquel plan a reunirse, en el almacén de accesorios, con todas las precedentes tentativas de solución del embrollo de Palestina.

Al día siguiente, en un último intento de salvar la paz, Bernadotte pidió una simple prolongación del alto el fuego. Israel no tenía, por aquel entonces, ninguna razón para aceptarlo. Los dos adversarios habían violado de innumerables maneras las cláusulas de la tregua, pero los esfuerzos de los israelíes habían sido más fructíferos que los de los árabes. Exceptuando los casi diez mil hombres con que Irak y Egipto pudieron incrementar sus cuerpos expedicionarios, la situación militar de los árabes no se había, fundamentalmente, modificado. Los israelíes, por el contrario, podían, en adelante, alinear sesenta mil soldados en el campo de batalla. Por primera vez, superaban a los árabes en número y en armamento.

«Sabía que habíamos ganado —diría Ben Gurion—. No podrían vencernos». No obstante, sentía que la vocación humanitaria y los ideales de su pueblo le imponían una decisión contra la cual se rebelaba todo su ser. Aceptó la propuesta de Bernadotte. Provisionalmente, Israel no tomaría de nuevo las armas. «Sólo temía una cosa —recordaría veinte años después—, y era que los árabes aceptasen también prolongar el alto el fuego».

David Ben Gurion no tenía razón alguna para inquietarse. Aquella vez, como, tan a menudo, en el pasado, los dirigentes árabes iban a seguir el juego a los judíos y responder a los deseos del anciano líder. En una última tentativa por salvaguardar la paz, el rey Abdullah invitó a sus colegas a su palacio de Ammán. Como en mayo, el monarca no quería ser el único en desear la paz. Le convenía convencer a sus compañeros.

Pacientemente, se dedicó a recordarles que habían aceptado unánimemente la tregua, muy a pesar suyo, ya que sus ejércitos estaban a punto de quedarse sin municiones. Pero las informaciones indicaban que sus adversarios habían recibido enormes cantidades de armas durante las cuatro últimas semanas, y la Legión Árabe no podía reponer las provisiones de sus depósitos. Insidiosamente, sugirió a sus colegas llegar a conocer qué nuevas municiones habían podido procurarse sus ejércitos, cantidad cuya importancia justificaría que se reanudase la guerra contra un enemigo que se había convertido en mucho más poderoso, mientras que ellos no habían sido capaces de vencerles cuando eran muy superiores.

Riad Solh estalló. Debían reanudar el combate, bramó. Todos se habían puesto de acuerdo al respecto. Sus pueblos lo querían. El orgullo, el honor y la dignidad de los árabes lo exigía.

—Y si no tenemos granadas —declaró el hombre de Estado libanés—, cogeremos naranjas y se las tiraremos a los judíos para luchar y salvar nuestro honor.

Un embarazoso silencio siguió al discurso. Abdullah suspiró.

—Le agradezco, Riad bey —dijo, finalmente—, la nobleza de sus sentimientos y la alta expresión de su patriotismo. Debo, sin embargo, recordarle una cosa que parece haber olvidado. Estamos ahora en el mes de julio. Ya no habrá más naranjas en los árboles de Palestina antes de septiembre.

Oh, Jerusalén
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