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UN REMORDIMIENTO PARA UNA GENERACIÓN
Desde lo alto del monte de los Olivos, el comandante árabe Abdullah Tell escrutaba las tinieblas. De vez en cuando, el resplandor de una explosión descubría la ciudad: «la primera ciudad del mundo», murmuró, emocionado. La suerte de Jerusalén se acababa de poner nuevamente en sus manos.
Gran aficionado a la Historia, Abdullah Tell sabía que en aquella colina el califa Omar —hijo de un esclavo negro convertido en el sucesor de Mahoma—, recibió, en el año 636, las llaves de la ciudad, antes de someterla a la dominación del Islam. «¡Cuánta sangre han derramado los siglos sobre esas piedras!», se dijo, sabiendo bien que él iba ahora a derramar aún más.
Desde aquella prominencia, alcanzaba la víspera al atardecer, la vanguardia del joven comandante siguió angustiosamente los furiosos combates de la puerta de Jafa. Por impaciente que estuviese en ayudar a la ciudad en peligro, Tell decidió aguardar al grueso de sus fuerzas para intervenir. Pero el desfile de habitantes que clamaban su angustia a todas horas, y la exasperación de sus soldados, obsesionados con batirse, lo obligaban a cambiar sus planes.
Ordenó al capitán Mahmud Mussa escoger cincuenta hombres de su compañía y enviarlos a la ciudad vieja. Esperaba que su aparición animaría a los defensores hasta la llegada del regimiento completo. Los dos oficiales contemplaron las indistintas sombras de los soldados descender la ladera del monte de los Olivos, en dirección al Huerto de Getsemaní y a la puerta de San Esteban. Cuarenta minutos más tarde, a las tres cuarenta de la madrugada del martes 18 de mayo, un cohete verde dibujó un gracioso arabesco en el oscuro cielo de la Ciudad Santa. Aunque Sir John Glubb no supiera aún nada, las primeras fuerzas del ejército que tanto quería tener apartadas de Jerusalén, habían tomado posición en sus murallas.
Casi en el mismo instante, un lacónico mensaje llegaba al C. G. de David Shaltiel.
—Tenemos la cumbre del monte Sión —anunció el judío Uzi Narkis.
Si el asalto de la «Haganah» contra la puerta de Jafa había fracasado, la maniobra de diversión del «Palmach» fue un éxito, proporcionando a los judíos un trampolín ideal para llevar socorros al viejo barrio. Uzi Narkis y sus hombres se hallaban a una decena de metros de las murallas.
Al escuchar las suplicantes llamadas de sus camaradas, ya a gritos, Narkis resolvió constituir un comando para intentar una penetración en el barrio judío. Pero el agotamiento de sus fuerzas y la destrucción —por un obús árabe— del «Davidka» que reclamara, le obligaron a aplazar el intento para la noche siguiente. Su comando intentaría abrir a la fuerza un pasillo hacia la calle de los Judíos, a lo largo del barrio armenio. Shaltiel sólo tendría entonces que enviar refuerzos para ocupar los contornos de la puerta de Sión y mantener la vía de acceso al viejo barrio. A media mañana, Narkis pudo confirmar a sus soldados que todo estaba dispuesto: aquella tarde, Shaltiel enviaría las tropas necesarias para explotar su penetración. Esta vez estaba seguro: iban a liberar el barrio judío.
Al otro lado de las murallas, en el mismo momento, el capitán árabe Mahmud Mussa hacía un asombroso descubrimiento: estaba abandonada la torre almenada que coronaba la puerta que el comando del «Palmach» debía franquear la misma tarde. Los partisanos que la defendían desertaron tras la toma del monte Sión por los judíos. Mussa la hizo ocupar a sus beduinos, así como los principales edificios del vecino barrio armenio.
Entreabierta un instante, la puerta de la ciudad vieja se había vuelto a cerrar.
El maestro judío Joseph Atiyeh se preparaba a regresar a su casa para comer cuando recibió la orden —como sus camaradas de la guardia territorial— de presentarse en el «Orfelinato Schneller». Transcurriría casi un año antes de que Atiyeh pudiera regresar a su casa para comer. En el patio se hallaban los ochenta nuevos reclutas con los que sería preciso «salvar la ciudad vieja».
Ninguno de aquellos judíos sabía realmente utilizar un fusil o lanzar una granada, pero representaban la única fuerza que pudo reunir Shaltiel para explotar la penetración que Uzi Narkis proyectaba realizar hacia el barrio judío de la ciudad vieja. El conquistador de Castel, que los mandaba (Motke Gazit), se horrorizó a la vista de aquel lastimoso rebaño de civiles reunidos en una ciudad sin mandos ni disciplina. Ascendió al grado de sargento mayor al que le pareció más marcial de entre ellos. Elección particularmente desgraciada: el hombre desertaría varias horas más tarde.
Shaltiel intentó compensar la falta de experiencia de los combatientes dándoles el mejor armamento posible. Cada hombre recibió un fusil checo nuevo, ochenta cartuchos y cuatro granadas. Gazit se dio cuenta, durante la distribución, de que muchos de ellos veían por primera vez en su vida una bala de fusil. A guisa de uniformes se les entregaron los efectos abandonados por los ingleses en Bevingrad, y, para la cabeza, cascos de artillería de la Marina americana. Concebidos para albergar audífonos, los cascos les bailaban en las cabezas como soperas, dándoles el aire grotesco de arcabuceros de la Edad Media. Desde la salida, la misión exacta de esos soldados fue objeto de un malentendido total. Mientras su jefe creía, sencillamente, que debían ir a echar una mano a las fuerzas del monte Sión, Uzi Narkis contaba con ellos para ocupar, desde su penetración, la puerta de Sión y, desde ella, proteger el paso hasta el barrio judío. Los propios interesados estaban convencidos de que iban a servir para abastecer al barrio judío, y que regresarían a su casa al amanecer.
Mientras esta extraña tropa se reunía en el patio del «Orfelinato Schneller», otros dos judíos se inclinaban perplejos sobre el rompecabezas de trozos de metal esparcidos por el suelo de un aula vecina. Se trataba de las piezas de dos ametralladoras checas que acababan de llegar a Jerusalén a bordo de una avioneta «piper-cub».
Reisman, el ex paracaidista americano que había vuelto a la guerra por el amor de una judía de Jerusalén, reclutó a su compatriota Carmi Charny, hijo del rabino neoyorquino, para servir una de las ametralladoras. Pero ninguno de ellos sabía cómo montar aquellas armas. Sobreponiéndose a su amor propio, se dirigieron al único experto capaz de solucionarles su rompecabezas: un ex sargento del Ejército Rojo.
Los más refinados gourmets de Jerusalén se habían agolpado, no hacía mucho, en los lujosos jardines del gran hotel árabe de Ramallah. Si la animación renacía en ellos aquel atardecer del martes 18 de mayo, ello no tenía nada que ver con su cuscús marroquí ni su pollo musaghan con cebollas. Los visitantes vestían uniforme: aquellas paredes ocre albergarían el cuartel general de las operaciones de la Legión Árabe en Palestina.
El rey de Transjordania puso a Glubb Pachá ante el hecho consumado: uno de sus regimientos intervenía en Jerusalén. Glubb meditó largamente sobre las consecuencias de aquella acción. No pudiendo ir en contra de las órdenes del soberano, debía actuar, al menos, de manera que sus beduinos, inferiores en número, no se encaminasen al desastre. Envió, pues, al atardecer, un mensaje urgente a su principal adjunto, al general Norman Lash: «He decidido intervenir con mis fuerzas en Jerusalén».
Los dados estaban hechados.
Con un vaso de whisky y sifón en la mano, Lash anunció a sus oficiales que una potente columna de carros blindados y tres compañías de infantería debían caer sobre Jerusalén para apoyar al regimiento de Abdullah Tell. Avanzando al amanecer detrás de una cortina de artillería, esa agrupación debería expulsar a los judíos de las posiciones que ocupaban en el barrio árabe de Sheij Jerrah, al norte de la ciudad, y progresar a continuación hasta la puerta de Damasco, para reunirse con las tropas árabes que se encontraban ya allí.
Momentos después, el coronel Bill Newman, el australiano que mandaba el tercer regimiento de la Legión Árabe, y el mayor Bob Slade, el escocés que debía conducir esas tropas a Jerusalén, reunieron a sus oficiales árabes en un huerto próximo al pueblo de Kalandia. Allá, bajo las olorosas flores de un albaricoquero, Newman desplegó sus mapas bajo el haz de una lámpara de campaña.
—He aquí cuál es su destino —declaró poniendo su dedo sobre la extensa señal irregular que representaba Jerusalén—. El enemigo está a punto de asaltar la ciudad.
Un estallido de gritos triunfales y de felicidad acogió sus palabras. Newman parecía consternado. El teniente beduino Fendi Omeish descubrió incluso desesperación en los ojos del australiano.
—¡Esto es maravilloso! —exclamó.
—¡Oh, no! —le respondió tristemente Newman—. Es un combate para el que no están preparados mis legionarios.
La noticia de la misión del regimiento no tardó en extenderse por la tropa. Los soldados árabes se pusieron entonces a cantar, a bailar la dabké, a rezar en torno a sus blindados o sus tiendas. Los campesinos que, hacía horas, se habían burlado de su inactividad, acudían portando frutas, flores y golosinas a aquellos hombres escogidos por Alá para defender la Ciudad Santa, de donde su Profeta había ascendido al cielo.
En menos de veinticuatro horas, más de un millar de ellos estarían en la ciudad con sus autocañones y su artillería. El asalto que un grupo de palmachniks agotados se preparaban a lanzar antes de su llegada, contra la puerta de Sión, sería la última probabilidad ofrecida a David Shaltiel para conquistar Jerusalén. A la noche siguiente se desvanecería la última esperanza de apoderarse de las viejas murallas. El curso de la batalla daría un vuelco. Con sus reservas de municiones que escaseaban y una población amenazada por el hambre, le llegaría a David Shaltiel el turno de aferrarse desesperadamente a las piedras de Jerusalén hasta la llegada de refuerzos.
Con grave ademán y un mapa de Palestina enrollado bajo el brazo, como si fuese un bastón, Sir John Glubb penetró en la morada de Sir Alec Kirkbride, embajador de Gran Bretaña en Ammán. Una íntima amistad unía a los dos hombres. Desafiando a sus detractores, que aseguraban que iba a recibir órdenes del Gobierno británico, Glubb realizaba frecuentes visitas al diplomático, del que apreciaba la sabiduría y la experiencia.
Aquella noche tenía necesidad, sobre todo, de aliento y estímulo. Con precaución, desplegó sobre la mesa del comedor el mapa meticulosamente preparado por el Ejército británico.
Pasando de largo sobre Jerusalén, un grueso trazo, un arco de circunferencia, unía las ciudades de Belén, Ramallah y Nablus. Era el frente que Glubb asignó a sus fuerzas en Palestina. Todos sus objetivos estaban situados profundamente en el interior de la zona que el plan de reparto asignara al Estado árabe. Como lo hizo saber secretamente a la «Haganah» dieciséis días antes, en esas posiciones era donde esperaba alcanzar la conclusión de un acuerdo diplomático entre los dos adversarios. Pero el desencadenamiento de la batalla de Jerusalén, precipitando los acontecimientos, le colocó ante una nueva situación. Ahora que había enviado a sus soldados, Glubb estaría obligado a luchar por Jerusalén. Pero donde se produciría, verdaderamente, la confrontación decisiva, sería fuera de la ciudad. Como había demostrado la campaña de guerrilla árabe, la llave de Jerusalén se encontraba en la carretera que había cortado Abdel Kader. Kirkbride se inclinó sobre el mapa.
—Bien —dijo tras una breve reflexión—, ya que estáis en Jerusalén, me parece que será a Latrun adonde deberéis dirigiros ahora. Allá se decidirá la suerte de la batalla.
Glubb estaba perplejo. Enviar la Legión Árabe a aquellas colinas que él, como Yigael Yadin, dejaron vacías tres días antes, era un desafío que el ejército judío estaría obligado a recoger. Debería apartarla de esas alturas, so pena de perder Jerusalén.
—Tienes razón —concedió—, pero comprende que si yo voy a Latrun, tendremos que afrontar una verdadera guerra.
El extraño y tranquilo repiqueteo de un carillón resonaba en las ensombrecidas colinas. Como cada noche, la campana de la abadía de los Siete Dolores, de Latrun, llamaba a los cuarenta monjes de la comunidad a celebrar el nacimiento de un nuevo día. Con sus manos, y con las de sus predecesores, estos monjes construyeron el imponente grupo de edificios cuyas ventanas ojivales dominaban la estratégica encrucijada de Latrun. Apenas a cinco kilómetros de su monasterio, al salir de las doscientas setenta hectáreas de su dominio, la carretera de Jerusalén entraba en el peligroso desfiladero de Bab el Ued. Los árabes de El Kaukji ocuparon la cima que dominaba sobre sus tejados; y a través de sus trigales y viñedos pasaron varios días antes los soldados judíos de la «Brigada Givati» del «Palmach» para su breve conquista del puesto de Policía británico abandonado.
Desde el 31 de octubre de 1890, cuando diecisiete monjes franceses llegaron a esta colina, sobre el valle de Ayalón, para fundar una abadía, el sueño de los trapenses de Latrun era regularmente interrumpido por aquella llamada nocturna a la oración. Señalaba el comienzo ritual de cada jornada de toda una vida consagrada al silencio, a la meditación y al cultivo de la tierra. Tras medio siglo de duro trabajo, los monjes de Latrun hicieron de su dominio una empresa agrícola tan floreciente como los más prósperos kibbutz de Palestina. Sus veinte vacas holandesas y sus abejas —aquellas cuya cólera se abatió sobre los hombres del «Palmach»— les ayudaron a devolver al valle su vocación bíblica de tierra donde manaba leche y miel. Los monjes de Latrun fabricaban, en el secreto de sus barracones, un «Port-Salut» tan sabroso, que la exposición agrícola de Tel-Aviv le concedió en 1935 la medalla de oro.
Pero, sobre todo, la abadía debía su renombre a otro producto: un producto buscado por todos los conocedores del Oriente Próximo. Hinchados por el sol que detuvo Josué en esta llanura, los racimos de Latrun se convertían en exquisitos vinos e incluso en coñac. El alquimista que procedía a esta transformación era un teólogo belga que tenía dos pasiones: el dogma de la Encarnación y los misterios de la Enología. Las bodegas del padre Martin Godart se extendían sobre decenas de metros cuadrados, bajo la intersección de carreteras que hacía de Latrun la posición más vital de Palestina. En aquellos turbulentos días de mayo de 1948, cuando el valle de Ayalón iba a regresar a su antigua vocación de campo de batalla, las bodegas del padre Godart albergaban el único tesoro capaz de reconciliar a todos los que reivindicaban esa encrucijada: setenta y ocho mil litros de vino, veintiséis mil litros de coñac y doce mil litros de vermut, curaçao y crema de menta.
En la colina de Sión, a escasos metros de las murallas de Jerusalén, el judío Uzi Narkis se aprestaba a lanzar su comando al asalto de la ciudad vieja para abrir un pasillo hacia el barrio judío. Sólo esperaba los refuerzos prometidos por David Shaltiel para sostener las posiciones que conquistara. Viendo llegar, jadeante bajo su carga de municiones y provisiones, a los ochenta civiles de todas las edades, Narkis sintió cómo le invadía la cólera. Esa lamentable tropa, ¿representaba realmente los refuerzos prometidos por el comandante de Jerusalén para explotar su penetración? Rebosante de rabia, telefoneó a Shaltiel. Pero éste sólo pudo explicarle que esos hombres eran los únicos combatientes que le quedaban.
Esos «combatientes» eran incapaces de asumir su misión. Narkis se resignó a asignarles otro papel.
—Sus hombres irán a engrosar las filas de los defensores del viejo barrio —dijo a su jefe Motke Gazit.
Pero éste se rebeló. Sus civiles no sabían combatir, y sólo serían una carga suplementaria para los asediados. Además, se les prometió que no estarían ausentes de sus casas más de veinticuatro horas.
Narkis levantó los brazos al cielo: tanto peor para ellos; irían de todos formas.
Narkis preparó su asalto. Sólo le quedaban cuarenta hombres, únicos supervivientes de los cuatrocientos palmachniks que se pusieron en camino hacia Jerusalén a comienzos de la «Operación Nachshon», seis semanas antes. Encargado de dirigir el ataque, David Eleazar, el joven oficial que tan duramente combatió por la conquista del monasterio de Katamon, se vio obligado a designar de oficio a los veintidós miembros de su comando: veinte muchachos y dos muchachas. Por primera vez no hubo voluntarios. Como casi todos los defensores de Jerusalén, sólo se mantenían en pie a base de píldoras estimulantes, pero su agotamiento era tal, que la novadrina apenas les hacía el mismo efecto que la aspirina.
A las 2:20 horas de la madrugada, un «Davidka» y tres morteros de dos pulgadas abrieron fuego sobre la puerta de Sión. Uno de los obuses cayó demasiado cerca y mató a dos hombres del comando. Dos zapadores se arrastraron hasta la puerta y depositaron contra sus batientes de hierro una carga explosiva de ochenta kilos. La puerta se desintegró, en medio de un estruendo de piedras y metal pulverizados.
—¡Seguidme! —gritó entonces Eleazar corriendo con la cabeza baja.
Comprendiendo de repente que no le seguía nadie, se detuvo. Sus hombres estaban alineados contra la pared del cementerio armenio. Regresando atrás, el oficial oyó entonces un sonido extraño: los ronquidos de sus combatientes. Agobiados por la fatiga, se habían dormido. Los despertó a puntapiés. Seguido, al fin, por una cohorte titubeante de sueño, se dirigió otra vez al asalto de la puerta de Sión.
Desde una ventana del convento armenio, ocupado por una cincuentena de legionarios árabes, el teniente Nauaf el Hamud tuvo un sobresalto de desesperación cuando vio a sus beduinos replegarse en desorden de la torre de la puerta de Sión.
—¡La torre! —gritó—. ¡No abandonéis la torre!
Era demasiado tarde. Eleazar y su tropa de sonámbulos ya estaban allí. Dieciocho muchachos y dos chicas acababan de lograr lo que ningún soldado judío pudo realizar desde Judas Macabeo: forzar las murallas de Jerusalén. La puerta de Sión estaba, de nuevo, en manos judías. Lo que la había abierto no era la vieja llave oxidada entregada por un oficial británico al rabino Weingarten; era una máquina infernal fabricada en los sótanos de la nueva Jerusalén. Por grupos de tres, los hombres de Eleazar progresaron de casa en casa a lo largo de las tiendas del barrio armenio hasta la calle de los Judíos. Acababan de dar las tres de la madrugada cuando Elie Ranana, uno de los jefes del grupo de asalto, conectó por radio con Narkis.
—¡Ya está! ¡Nos hallamos en el interior!
Por parte árabe, el teniente Nauaf el Hamud se preguntaba si debía lanzar un contraataque. Ligeramente herido, su jefe, el capitán Mussa, acababa de ser evacuado y esta marcha dejaba al joven oficial beduino perplejo ante sus nuevas responsabilidades. Finalmente, decidió no emprender nada y aguardar el regreso de su superior. El paso hacia el barrio judío estaba abierto.
Los habitantes del barrio se lanzaron a las callejuelas para aclamar a sus libertadores. Los centenares de refugiados apiñados en las sinagogas salieron de sus cobijos para abrazarlos llorando. Convencidos de que venían a relevarlos, numerosos defensores empezaron a empaquetar sus cosas.
La llegada de esa ayuda provocó una emoción aún más intensa en el hospital. Emmanuel Medav, el joven combatiente de «manos de mago», ahora mutilado y ciego, seguía luchando contra la muerte. Extenuada, su novia, Rika Menache, se había dormido al pie de su camilla. No lo abandonó un solo instante, humedeciendo sus labios, secando sin cesar el sudor de su cuerpo enfebrecido. La despertó una enfermera. Abriendo los ojos, la muchacha descubrió a un joven palmachnik sucio y barbudo.
—Se lo he traído para que sepan que han penetrado —le dijo la enfermera—. Estamos salvados.
Desbordante de esperanza, la muchacha abrazó el cuerpo destrozado de su novio para hacerlo partícipe de su alegría.
Más para Emmanuel Medav, el socorro llegaba demasiado tarde. Acababa de morir.
Con la vía libre, Motke Gazit recibió la orden de hacer entrar en el viejo barrio a sus ochenta civiles. Tuvo su trabajo para reagruparlos. También ellos se habían dormido, y Gazit debió buscarlos uno a uno entre las losas de las sepulturas del cementerio armenio. Inclinados bajo sus pesos, grotescamente tocados con sus cascos de marines, se pusieron en camino hacia la parcela de tierra más sagrada y amenazada de Israel. Al llegar a la puerta de Sión, algunos se negaron a ir más lejos, pretextando que eran hijos únicos y, por tanto, exentos del servicio en el frente. Una ráfaga de metralleta por encima de sus cabezas los persuadió a continuar.
Cuando Moshe Russnak, el jefe de los defensores del viejo barrio, vio entrar a Motke Gazit en su puesto de mando, le dijo:
—¡Al fin está usted aquí! ¡Ahora puedo ir a dormir!
Era un lujo que no conocía desde hacía cinco días. Su ayudante hizo otro tanto. Los dos hombres se durmieron tan profundamente, que Gazit fue incapaz de despertarlos cuando llegó la peor noticia de aquella animada madrugada. El comando del «Palmach» abandonaba ya el viejo barrio, para replegarse a la ciudad nueva.
Uzi Narkis resolvió tomar esta decisión tras una dramática lucha con su conciencia. Temía que sus hombres, agotados por aquella noche de esfuerzos, no fuesen ya capaces de aguantar el menor contraataque de los legionarios. Ya sólo mantener la puerta de Sión equivalía a la posibilidad de «muchos reproches y muchos muertos». Culpaba a Shaltiel de no haber sabido —o querido— enviarle auténticos soldados para defender aquella abertura hacia el viejo barrio.
Jerusalén iba a pagar la falta de coordinación y las rivalidades entre sus defensores: el «Palmach» y la «Haganah».
Titubeantes, huraños, los palmachniks se retiraron con las primeras luces del alba. Una vez más el barrio judío se hallaba en estado de sitio. Tendrían que transcurrir casi veinte años antes de que un soldado judío pudiera de nuevo franquear esas murallas, «sintiendo remordimiento por toda una generación», como diría David Eleazar, uno de los hombres que las atravesaron aquella noche.[23]