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EL ULTIMO PÓQUER

Cada mañana, durante veinticinco años, la jornada de trabajo del árabe Fuad Tannus comenzaba con el mismo ritual: una taza de café turco, un vistazo al periódico y algunos chistes sobre las noticias del día, con sus colegas del laboratorio de análisis de Jerusalén. Aquella mañana del jueves 13 de mayo serían sólo dos los que compartirían por última vez sus costumbres. Los tres hombres se sentaron y se miraron. No tenían nada más que hacer, nada más que decir.

Pero, fiel funcionario de una administración británica a la que consagró su vida, Tannus permanecería en su puesto hasta última hora. Pocos minutos antes del fin, se trasladó al despacho del director del hospital gubernamental para retirar su certificado de buenos y leales servicios.

—Aquí está —dijo, simplemente, el inglés, alargándole la hoja de papel.

Ningún agradecimiento, ningún adiós, ni siquiera un apretón de manos. Así tocaban a su fin veintiocho años de servicio al Imperio británico.

Fuad Tannus regresó a su laboratorio para proceder al cierre. De ordinario, cerraba cuidadosamente la vitrina que contenía la reserva de productos químicos y farmacéuticos. Esta vez deslizó la llave en la cerradura y la dejó. «¡Qué importa! —pensó—. De todas formas, los judíos se apoderarán de ellos. Tomarán los medicamentos. Tomarán el edificio. Tomarán todo el país».

A algunos centenares de metros de allá, en la alcaldía situada en el extremo de la avenida de Jafa, una breve ceremonia puso fin a la entidad administrativa de Jerusalén. El tesorero británico de la ciudad dividió el saldo de la cuenta bancaria de la municipalidad entre los representantes de las comunidades árabes y judía. Envió un cheque a cada uno de ellos. El árabe Antoine Safieh creyó sofocarse al descubrir la suma escrita en el suyo. Veintisiete mil quinientas libras: era más de lo que ganaría en toda una vida. Agobiado por la aplastante responsabilidad que de repente se abatía sobre él, corrió a depositar aquel tesoro en el lugar más seguro que conocía: la caja fuerte de la alcaldía. Luego se dedicó a una tarea más prosaica. Ayudado por dos amigos, trasladó trece vehículos municipales, la mayor parte camiones de recogida de basuras, que dejó justamente detrás de la puerta de Jafa, en el interior de las murallas.

Pero el funcionario municipal que mostró aquella mañana la mayor sangre fría fue Emile, el hermano de Safieh. Animado por ese meticuloso sentido del interés público heredado de la tradición británica, decidió poner en lugar seguro los expedientes en los que había trabajado toda su vida. Safieh sabía bien que ningún Estado, ninguna provincia ni ninguna ciudad, por pequeñas que fuesen, podían existir sin unos documentos como aquellos. En cierto sentido constituían el más bello regalo de bautizo que él podía ofrecer a la nueva municipalidad árabe de Jerusalén. Eran los expedientes completos de todos sus contribuyentes.

Como cada día, el inglés Richard Stubbs, portavoz del Alto Comisario, recibió en su despacho, aquel jueves por la mañana, a los periodistas de Jerusalén. Declaró que la Administración civil británica cesaría en sus funciones en Jerusalén el día 15 de mayo, pero que una gran parte del Ejército inglés permanecería todavía una semana, como mínimo, en la ciudad.

Era una burda mentira. Deseosos de abandonar rápidamente la ciudad a fin de que su retaguardia no cayese en los combates que inevitablemente seguirían a su marcha, el general Jones decidió comenzar su evacuación, ya desde medianoche. Si todo se desarrollaba como estaba previsto, no habría ni un soldado ni oficial británico en Jerusalén cuando los periodistas entraran al día siguiente en el vacío despacho de Stubbs para su diaria conferencia de Prensa.

Se trataba de tranquilizar a los habitantes de Jerusalén, persuadiéndolos de que las fuerzas británicas seguirían ocupando la ciudad durante todavía algún tiempo. Pero esto no se limitaba sólo a apaciguar a la población. Sir Henry Gurney, secretario del Gobierno, afirmó el mismo día al delegado de las Naciones Unidas, Pablo de Azcárate, qué no pasaría «absolutamente nada antes de varios días». Así tranquilizado, el diplomático partió para un breve viaje a Ammán, seguro de estar de vuelta en Jerusalén antes de la salida de los ingleses.

Desde el tejado de la Casa Roja, cuartel general de la «Haganah», dos hombres seguían ansiosamente, con los prismáticos, la progresión del pequeño y ventrudo mercante que maniobraba en el mar en dirección al puerto de Tel-Aviv. Se trataba del Borea, primera unidad de la flota que, como prometió David Ben Gurion a sus colegas, debía traer pronto las armas destinadas a salvaguardar al Estado judío.

Los cinco cañones y los cuarenta y ocho mil obuses que contenían sus bodegas eran esperados de tal forma, que el Estado Mayor corrió un riesgo: hizo entrar al barco en el puerto cuarenta y ocho horas antes del fin del Mandato.

De repente, uno de los dos hombres lanzó una exclamación. Josef Avidar acababa de reparar en la silueta de un destructor británico que seguía la estela del Borea. Avidar pudo seguir por radio el drama que se produjo entonces. Inspectores de aduanas británicos subieron a bordo del navío y exigieron ver el manifiesto de la carga. Pero las decenas de toneladas de jugo de tomate, patatas y la inevitable carga de cebollas que declaró, no satisficieron su curiosidad. Ordenaron al capitán del Borea que condujera su navío a Haifa para una meticulosa inspección de sus bodegas.

Por radio, Avidar ordenó al capitán que saboteara una pieza vital de sus máquinas, para inmovilizar el barco donde estaba. Pero nada podría obstaculizar la determinación de las autoridades británicas. Aunque sólo quedaran unas horas para el término del Mandato, sus aduaneros querían velar hasta el último momento por la aplicación de los reglamentos adoptados para impedir a los judíos recibir armas. Un segundo destructor apareció en los prismáticos de Avidar para remolcar al Borea. Los jefes de la «Haganah» vieron con desesperación cómo se perdía lentamente, a lo largo de la costa palestina, en dirección a Haifa, el pequeño mercante y sus cinco cañones.

Con los ojos llenos de sueño por la guardia y los miembros entumecidos por la fatiga, otro grupo de soldados de la «Haganah» vio llegar las armas que pronto iban a abalanzarse al asalto de sus defensas. La lenta aproximación de los carros blindados de Abdullah Tell aniquilaba la última esperanza de los ciento cincuenta supervivientes del kibbutz central de Kfar Etzion.

El comandante del 6.º Regimiento de la Legión Árabe halló la situación mucho menos favorable de lo que suponía. El capitán Muhair había diseminado sus autocañones en un espacio tan vasto, que perdieron mucha de su eficacia. Mezclados con los partisanos, sus legionarios habían sido ganados por su pasión hacia el pillaje. Muhair había rodeado tan completamente el kibbutz central, que a veces sus hombres se disparaban unos contra unos.

Tell volvió a tomar de nuevo la operación en sus manos. Separó su infantería de los partisanos y reagrupó sus autocañones en torno al «Árbol solitario», para concentrar su potencia de fuego. Desde aquella prominencia podrían pulverizar al puñado de hombres que la víspera habían detenido la carga de los carros blindados sobre el «Centro pedregoso». A las once treinta horas lanzó su asalto. Como reconocería más tarde, «los judíos se batieron con una increíble bravura». Dejaban que las sucesivas oleadas subieran hasta el pie de sus posiciones, para disparar entonces a quemarropa. Desplazando de puesto en puesto su única ametralladora pesada, desarrollaron una carrera infernal para rechazar acá y allá las hordas con keffieh. Era una lucha a muerte, a semejanza del combate bíblico que, dos mil quinientos años antes, opusieron en aquellas mismas colinas los guerreros asmoneos a los invasores sirios. Separados del kibbutz central, los supervivientes de los puestos de vanguardia resistían valientemente en medio de los cuerpos de sus camaradas. Los heridos se suicidaban con su última bala.

Aplastados por los obuses, los defensores del «Cerro pedregoso» se batieron hasta que agotaron sus municiones. Luego destruyeron sus armas y evacuaron el lugar. Acababa de caer el último reducto que protegía el acceso al kibbutz.

Desde la puerta principal, Nahum Ben Sira vio a los autocañones descender del «Árbol solitario». En las manos del joven rescatado de Mauthausen, llegado a Kfar Etzion con los supervivientes de su familia, se hallaba el único bazooka del kibbutz, una especie de tubo de estufa montado sobre un primitivo escudo. Ni Ben Sira ni su camarada Abraham Gessner lo habían utilizado aún. Con el dedo crispado en la empuñadura y el corazón latiéndole violentamente, Ben Sira siguió el avance del primer autocañón. Cuando éste estuvo a cincuenta metros, apretó el gatillo. No sucedió nada. Los dos hombres sacudieron su ingenio, pero el bazooka de Kfar Etzion permanecía obstinadamente mudo. Ben Sira se arrastró entonces hasta el contacto de una mina colocada justamente ante la barricada que obstruía la entrada. Cuando el autocañón alcanzó el obstáculo, bajó el puño. Pero, al igual que el bazooka, la mina no quiso funcionar. Habían caído tantos obuses, que el hilo de ignición de la mina quedó cortado.

El carro blindado pulverizó la barricada e hizo irrupción en el interior del kibbutz. Dos cócteles Molotov bien lanzados detuvieron, finalmente, su carrera. La desgracia de Ben Sira y de Gessner tocó a su fin. Pero su victoria iba a ser de corta duración. Tras la espesa nube de humo que envolvía al vehículo en llamas llegaba el enjambre atronador de otros autocañones, y, siguiendo su estela, las aullantes hordas de los partisanos.

En el puesto de mando, Elisa estableció contacto por radio con Jerusalén.

—Los árabes están en el kibbutz. ¡Adiós!

Al oír estas palabras, David Shaltiel, el judío que tanto había reclamado la evacuación de Kfar Etzion, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. La joven polaca aún añadió algunas palabras.

—Los árabes están por todas partes —dijo—. Son millares. Ensombrecen las colinas.

Algunos minutos después apareció sobre el tejado del puesto de mando, agitando un trapo manchado de sangre, que ató a la antena de la radio. Como los tiradores de los puestos situados bajo el kibbutz no podían distinguir aquel triste emblema, unos mensajeros se arrastraron hasta ellos para anunciarles la rendición. Los puestos capitularon uno a uno, y sus defensores, aturdidos por la fatiga, subieron hacia el puesto de mando. Algunos parecían aliviados por aquella decisión. Otros, como Zipora Rosenfeld, una bonita polaca rescatada de Auschwitz, lloraba. Otros aún, como Jacob Edelstein, entregaban sus armas con muda desesperación.

Cincuenta supervivientes se reunieron en la pequeña explanada ante el puesto de mando. Entre ellos se hallaba Elisa Feuchtwanger, aquella cuyos mensajes iban pronto a convertirse en legendarios en Palestina. Jacob Edelstein buscó con la mirada a la enfermera que acompañó dos días antes. Temía no volverla a ver. Estaba muerta. Isaac Ben Sira escrutó las caras para ver si encontraba a los cinco hermanos y hermanas que había llevado desde los campos de la muerte europeos hasta Kfar Etzion. Sólo uno, Nahum, estaba aún vivo. Zipora Rosenfeld se apretó contra su marido, al que se había negado a abandonar cuando las mujeres de la colonia fueron evacuadas.

Pensaba en Yosi, su hijo, nacido hacía sólo algunas semanas y que la esperaba en Jerusalén.

A los gritos vengadores de «Deir Yassin», los partisanos acudieron a centenares. Los judíos levantaron los brazos. Edelstein vio a un árabe aproximarse y, con un «clic» de su cámara fotográfica, inmortalizar el espectáculo más triste de la historia del pueblo sionista en las colinas de Kfar Etzion.

Bruscamente, tableteó una ametralladora. Edelstein vio caer cuerpos junto a él. «Es el fin —pensó fugazmente—; pero mi muerte forma parte del destino del pueblo judío». El horror de una bayoneta clavada en el pecho de un camarada lo arrancó de su estupor. Saltó por encima de los cadáveres y se lanzó a una huida desatinada. Movidos por el mismo impulso, media docena de sus compañeros lo imitaron. Era una carrera salvaje e instintiva. «No se podía ir a ninguna parte —diría Edelstein—, porque los árabes estaban por doquier». Agotado, Nahum Ben Sira se derrumbó en una pequeña viña en el extremo del kibbutz, a escasos pasos de un camino por el que llegaban los árabes en busca de pillaje, y allí permaneció oculto hasta la noche, oyendo el grito fatídico de «¡Yahud!», que precedía a los disparos. Edelstein logró franquear el parapeto del kibbutz y alcanzar el bosquecillo al que los colonos habían dado el nombre «Cantar de los Cantares», ya que era el santuario favorito de los enamorados. Allí se le reunió Isaac Ben Sira. Los dos fugitivos se enterraron bajo las hojas con la esperanza de que la sombra de los árboles que tantas citas habían albergado, salvara ahora sus vidas. Pero un ruido de hojas advirtió a Edelstein que habían sido descubiertos y pronto vio ante él la cara desdentada y arrugada de un anciano árabe. Llevando la mano al pecho en señal de amistad, éste les tranquilizó:

—No tengan ningún temor —murmuró.

En el mismo instante, un grupo de partisanos irrumpieron en escena y cayeron sobre Edelstein e Isaac Ben Sira. Pero el anciano árabe se interpuso y les ofreció un escudo con su pobre cuerpo.

—¡Ya habéis matado suficiente! —gritó.

—¡Silencio —gritó uno de los partisanos—, o también morirás tú!

—¡No os acerquéis! —replicó el anciano abrazando a los dos judíos—. Están bajo mi protección.

Dos legionarios aparecieron entonces y pusieron fin a la discusión. Mientras se los llevaban, los dos judíos oyeron dos disparos resonar en el bosque de los enamorados. Los partisanos habían encontrado y abatido a otros dos fugitivos.

Elisa se arrojó a la trinchera excavada tras la escuela, con media docena de supervivientes. Los árabes se abalanzaron sobre ellos y empezaron a vaciar sus metralletas. El delirante grito que lanzó la joven detuvo la matanza el tiempo justo para permitir a uno de los árabes sacarla fuera de la trinchera. Pronto, otros hombres acudieron a disputar a su involuntario salvador el privilegio de violarla. Dos árabes acabaron por llevarla hasta un bosquecillo a través de las ruinas humeantes del kibbutz. La arrojaron al suelo y empezaron a arrancarle las vestiduras.

Se oyeron dos disparos. Estupefacta, Elisa vio a los dos hombres caer muertos a sus pies. Se levantó y se encontró ante un oficial de la Legión, con la metralleta, aún humeante, en sus manos. El teniente Nauaf el Hamud cogió un pedazo de pan de su bolsillo y se lo alargó.

—Cómase esto —le dijo.

Aguardó a que hubiera acabado hasta la última migaja.

—Ahora está usted bajo mi protección —declaró.

La escoltó hasta su autocañón.

Cuando se alejaron, en el kibbutz se oían los gritos de los saqueadores que se batían entre las ruinas. Elisa era la única superviviente del grupo del «Palmach» encargado de la defensa del kibbutz central. De los ochenta y ocho colonos presentes cuando comenzó el ataque de Tell, sólo se había salvado: Nahum e Isaac Ben Sira y Jacob Edelstein.

Se había cumplido la sombría profecía de Moshe Silberschmidt. Ciento cuarenta y ocho personas habían derramado su sangre en la tierra que habían jurado cubrir de frutos, ofreciendo con este sacrificio, a una nueva generación, la leyenda de una Masada moderna: el kibbutz de Kfar Etzion.[21]

Un remolino de polvo cubría con una fina película gris los vehículos de la columna en marcha. En los suburbios de Ammán; en los pueblos; en los tejados y ventanas, desde las tiendas de piel de cabra de los beduinos, la delirante multitud aclamaba a los soldados. La Legión Árabe partía para la guerra. Los hombres y los carros blindados del ejército que acababa de aniquilar Kfar Etzion abandonaron sus bases de Mafraq y Zerqa, en el corazón de Transjordania, para descender de los montes Moab y reunirse, al borde del Jordán, con vistas a su entrada en Palestina.

En una longitud de cinco kilómetros, sus fuerzas cubrían con una columna ininterrumpida las carreteras de Jordania. Había más de quinientos vehículos: camiones, jeeps, radios, cocinas, half-tracks, autocañones, tractores de artillería, transportes de municiones, remolques-taller. Por doquier, aquel despliegue de fuerzas despertaba a su paso el entusiasmo de las poblaciones. Bajo sus velos negros, las mujeres lanzaban sus estridentes yu yu, el grito de guerra que acompañó la partida de todos los guerreros musulmanes desde la acometida, mil doscientos años antes, de los soldados del Profeta fuera de los desiertos de Arabia. Los hombres aplaudían y animaban a los soldados. Los niños les arrojaban flores y se lanzaban, en alegres persecuciones, tras los vehículos. En los campos, jinetes a caballo o a lomos de camello acompañaban a la columna, y sus frenéticas galopadas iban punteadas por disparos al aire.

Inflamados por el mismo entusiasmo y la misma pasión, las tropas respondían a la multitud con vibrantes saludos. Los camiones iban adornados con ramos de laurel y ramas de palmera. La exaltación popular había contagiado a los soldados. Al contemplar a aquella gente, ebria de orgullo y alegría, el teniente Alí Abu Nuwar, jefe de Estado Mayor del 2.º Regimiento, pensó: «Han puesto todas sus esperanzas en nosotros». Embriagado por la idea de ir «a liberar a sus hermanos de Palestina», el jefe de pelotón Yussef Jeries tenía la impresión de que «todo el Ejército se dirigía a una boda».

Para Sir John Glubb, que iba entre sus tropas, aquella marcha «parecía más un desfile de carnaval que el movimiento de un ejército camino de la guerra». Para un hombre que tan bien conocía a los árabes, aquélla era una forma sorprendentemente inexacta de interpretar el estado de ánimo de sus soldados. Los beduinos de la Legión estaban convencidos de que iban a batirse, a marchar sobre Tel-Aviv, a conducir sus carros blindados hasta las orillas del Mediterráneo. Ese humor bélico concordaba difícilmente con «el simulacro de guerra» que los planes del general inglés se proponían ofrecerles.

Una atmósfera infinitamente menos eufórica reinaba en el centro de enlace de los ejércitos árabes instalado en el campamento de Zerqa, que una parte de las fuerzas de Glubb acababa apenas de abandonar. «En el lugar —comprobó Azzam Pachá— reinaba la mayor desorganización». El general que los egipcios habían enviado como oficial de enlace parecía estar en la más completa ignorancia respecto al movimiento de su ejército. En cuanto a los iraquíes, aún no habían hecho acto de presencia.

Para colmo de esta situación, ya lamentable de por sí, un telegrama del general Safuat Pachá llegó de Damasco el 13 de mayo a mediodía. «Firmemente convencido de que la ausencia de un acuerdo sobre un plan de operaciones preciso sólo puede conducirnos al desastre —anunció—, presento mi dimisión». Azzam Pachá lo remplazó por otro iraquí, un kurdo que tenía, por lo menos, el honor de llevar el nombre de un general de Saladino; Nurreidin Mahmud. En la confusión, el secretario general de la Liga Árabe sólo encontró un voto para confirmarlo. Con paciencia y convicción, el oficial de enlace británico perteneciente a la Legión Árabe repetía sin cesar que era preciso desterrar todo temor.

—Vamos a batirlos en toda la línea —afirmó.

Para los demás británicos, que hacían sus equipajes ante su marcha, fijada para el día siguiente, terminaba al fin la guerra. Muchos de ellos jamás habían dejado prácticamente de luchar, desde 1939, en uno u otro rincón del mundo. En Jerusalén, los suks de la ciudad vieja hervían de soldados ingleses en busca de un último souvenir de su estancia en Palestina. El coronel Jack Churchill, el oficial que intentó salvar a las víctimas del convoy de la «Hadassah», estaba deseoso, desde hacía tiempo, de adquirir dos lápices. Este veterano de Oriente Medio conocía bien el arte del regateo. Pero aquel día era inútil recurrir a ello. Depositó cuatro billetes de diez libras en la mano del mercader que reclamaba cien libras.

—Conténtese usted con esto —le aconsejó—, ya que mañana los judíos estarán aquí y se quedarán con todos sus tapices por nada.

La partida colocó a un pequeño grupo de militares ante una alternativa tan vieja como los hombres y la guerra: abandonar a la mujer amada o desertar por ella e intentar comenzar una nueva vida en el exilio. Mike Scott no tuvo ninguna duda. Durante meses, cada semana se trasladaba al cine para deslizar en las manos de su novia judía, aprovechando la oscuridad, los documentos que había sustraído en su servicio de contraespionaje. Cuando recibió su hoja de ruta, se entrevistó con el antiguo oficial de los «Guards», Vivian Herzog, para anunciarle que se ponía al servicio de la «Haganah». Solamente dijo que si podía acompañar con algún regalo su alistamiento. Con un humor que sus años en el Ejército británico le permitieron cultivar, Herzog le sugirió que no vendría nada mal un cañón.

Así, la tarde del 13 de mayo, el mayor Mike Scott penetró en el depósito de artillería de Haifa con una grúa, un camión y tres soldados. Anunció al general responsable que el mando de Jerusalén acababa de perder un cañón de 88 mm en un accidente de carretera, en las cercanías de Ramallah, y que deseaba remplazarlo inmediatamente por si se producían incidentes durante la evacuación.

—Cójalo usted mismo —respondió el general mostrando su parque de artillería.

Algunos minutos después, en un garaje del monte Carmelo, el ejército al que el celo de un oficial de Marina británico había desposeído de sus preciosos cañones, se vengaba de la incautación del Borea. La «Haganah» se apoderaba de su primera pieza de artillería pesada.

Más para la mayoría de los ingleses que se quedaron en Palestina no fue el amor hacia una mujer lo que los impulsó a ello. Convertidos en policías imparciales, encontraron, finalmente, una causa, llena de pasiones, y tomaron partido en sus divisiones. Desertores por ideal, aquel día se pasaron a uno u otro bandos. Así, cargados con sus armas y tres cajas de municiones, tres soldados, vestidos de paisano, llamaron a la puerta de Antoine Sabella, un jefe árabe que vivía cerca de la estación, y le ofrecieron sus servicios.

En el barrio judío de la ciudad vieja, un cabo inglés se apoderó bruscamente de un fusil ametrallador y corrió a arrojarlo a las manos del primer agente de la «Haganah» que encontró. Le ofreció también una información más preciosa que todas las armas: la hora en que las fuerzas británicas evacuarían el barrio. Así, la «Haganah» estaba dispuesta en el instante en que un oficial inglés entregaba al viejo rabino Mordechai Weingarten la llave de la puerta de Sión, mientras se iba el último destacamento de ocupantes detrás de las cornamusas. Apartando a puntapiés las botellas de cerveza y de whisky vacías y las viejas cajetillas de cigarrillos, los judíos ocuparon los puntos de apoyo a medida que los abandonaban los británicos. A la caída de la noche, la «Operación Serpiente» alcanzó sus objetivos. La «Haganah» controlaba todos los puestos militares del barrio viejo, así como la puerta de Sión y una posición clave situada en los límites con el barrio armenio: la alta cúpula de la iglesia de Santiago, que dominaba su línea de defensa al Oeste. El primer episodio del combate por Jerusalén fue una indiscutible victoria judía.

Oculto detrás de una pila de cajas en el patio del «Orfelinato Schneller», el judío Josef Nevo, uno de los jóvenes conquistadores de Katamon, vigilaba, con indecible felicidad, la marcha de la única personalidad británica cuya partida deseaba realmente: su suegra. Para obtener ese resultado desplegó todos los recursos de su energía. Con un elegante vestido gris y un gran sombrero de flores, la augusta dama era el único pasajero civil de un convoy del «Palmach» que intentaría forzar el bloqueo árabe para alcanzar Tel-Aviv. Cuando desapareció el convoy, Nevo y su esposa Naomi cayeron uno en brazos del otro.

—A partir de esta noche me instalo en tu casa —anunció el joven marido.

—¡No! —dijo ella—. Aguardaremos una noche más. Te veré mañana por la mañana, a las diez, en el café «Atara».

Un silencio de muerte envolvía las colinas de Kfar Etzion. La caída del kibbutz central privaba de su principal punto de apoyo a las colonias satélites de Massuot, Ein Tsurim y Revadim. Aislados, menos protegidos y menos bien armados, no eran más que náufragos que iban a ser a su vez, engullidos.

Pero no serían los hombres de Abdullah Tell quienes asestarían el golpe final. Convencido de haber aniquilado toda posibilidad de resistencia, Abdullah Tell, presionado a regresar a Transjordania antes de la expiración del Mandato, envió sus fuerzas a Jericó y dejó a los partisanos la tarea de reducir los kibbutz satélites. Antes de emprender dicho trabajo, los millares de campesinos que se abatieron sobre los escombros de Kfar Etzion tenían una necesidad menos peligrosa que cumplir. Hacia el final de la tarde, los habitantes del kibbutz de Massuot vieron una columna de camiones y carruajes irrumpir en la colonia vencida. Cuando volvió a salir, registraron con la vista los vehículos para descubrir en ellos a sus compañeros prisioneros. Sólo vieron los restos del kibbutz. Repleta de botín, la columna ocupaba kilómetros. A un judío le pareció que los árabes «se llevaban de Kfar Etzion hasta el último tornillo». Había camas, colchones, utensilios de cocina, muebles, arados, vacas, mulas, balas de paja e incluso las tejas de las casas. Hasta los Torá de la Neveh Ovadia en ruinas se iban para decorar algún pueblo de los alrededores.

En cuanto hubo terminado el formidable desmantelamiento, Abdul Halim Shalaf, el principal representante de Hadj Amin en la Zona de Hebrón, reunió a sus partisanos para el exterminio final de los tres satélites. Decidido a no caer en sus manos, el kibbutz de Ein Tsurim informó, al C. G. de Shaltiel, que sus habitantes pensaban intentar una retirada general, amparándose en la noche, para llegar a Jerusalén a pie. Convencido de que esta acción no podía conducir más que a una nueva matanza, Shaltiel rogó a los colonos que permanecieran en su sitio. Por su parte, entabló una auténtica carrera contra la muerte para intentar salvarlos mediante la intervención de la Cruz Roja y de los cónsules de Francia, Bélgica y Estados Unidos.

Los carillones del campanario romano del Santo Sepulcro entonaban las notas del Ángelus anunciando el crepúsculo. La voz plañidera de los almuédanos se insinuaba en lo más profundo de las callejuelas, para llamar a los fieles del Islam a la oración de la tarde. En sus cuarteles y residencias, los soldados y funcionarios británicos oían por última vez aquellos sonidos. Treinta años, cinco meses y cuatro días, desde la llegada del general Edmund Allenby a la puerta de Jafa, acompañaban el fin de la presencia británica en Jerusalén.

Cada inglés iba a vivir a su manera aquellas horas. En una pensión del barrio de Rehavia, un grupo de oficiales cenaban en casa del judío que, antiguamente, sirvió en sus filas. Para Vivian Herzog, esta reunión era la ocasión de testimoniar su agradecimiento a los responsables de varios de los principales edificios del centro de Jerusalén. En efecto, cada uno de ellos, de una forma u otra, habían ayudado a la «Haganah» a preparar su ocupación en escasas horas. Esta velada sería para Herzog la de la «última cena». Era una cena muy frugal. Si el whisky corría en abundancia, el contenido de los platos reflejaba la dramática situación alimentaria de la ciudad. Todo lo que el oficial judío pudo ofrecer fue unos huevos revueltos. En la mesa de oficiales del «Highland Light Infantry», instalada en el enorme edificio de la «Hostería de Notre-Dame de France», los oficiales del regimiento, vestidos con su kilt y su uniforme de gala, se aprestaban a celebrar una última cena de ceremonia regada con su tradicional bebida: el Athol Brose (una mezcla de whisky, miel, copos de avena y crema).

Los gritos lanzados por los participantes en una gigantesca partida de póquer señalaban, a la entrada del barrio de Yemin Moshe, la última velada del «Press Club». Su triste y diminuto bar se había convertido en el único lugar donde algunos árabes, judíos e ingleses alternaban aún. Fue el escenario de monumentales borracheras durante aquellas últimas semanas, y desde lo alto de sus taburetes, Gaby Sifroni —decano de los periodistas judíos— y su colega árabe Abu Said Abu Reech concluyeron numerosos acuerdos para acudir en ayuda de algún pariente o amigo de los colegas amenazados por los francotiradores del Mufti o por los del «Irgún» y del grupo «Stern».

La voz de la radio apagaba ahora el griterío de las despedidas y de la última partida de póquer. Entre dos marchas militares, la emisora «Radio Palestina» —en manos de los árabes— pidió a sus oyentes que no abandonaran la escucha, en previsión de una importante comunicación británica, prevista para las veintiuna horas. Los ingleses —ironizaron cínicamente algunos periodistas— quieren anunciar que finalmente, han decidido quedarse.

Otra cena, íntima y refinada, reunía, en el «Hotel Rey David», a algunos altos funcionarios: el secretario general del Gobierno, el Procurador general y el Chief Justice, Sir William Fitzgerald. Ofrecida por el director suizo del establecimiento, fue —recuerda Fitzgerald— «una cena triste y silenciosa». Cuando tocó a su fin, el pequeño grupo se adelantó hasta los ventanales. Allá, desplegado a sus pies, con sus cúpulas y campanarios centelleando bajo la luna, se hallaba uno de los más fascinantes panoramas del mundo: los tejados de Jerusalén. Instintivamente, todos levantaron su copa y brindaron en silencio por la Vieja Ciudad.

Para Assad V, el magnífico perro danés, blanco y negro, del arquitecto Dan Ben Dor, era también la noche de la última cena. Su amo iba a ser recompensado por haberlo llevado cada día hasta el hospital italiano, donde le preparaban una sustanciosa comida, con la cual quedaría bien satisfecho su estómago vacío.

Tras haber abierto una nueva lata de carne, el sargento de cocina fue a buscar una caja, que ofreció al arquitecto.

—Aquí tiene —dijo—, llévese esto. Es la última vez que puedo alimentar a su perro. Nos vamos esta noche.

—¡Oh! ¿De veras? —replicó Ben Dor, intentando ocultar su interés—. ¿A qué hora?

—A las doce y media.

Media hora después, una unidad de la «Haganah» tomaba posiciones en las calles adyacentes al hospital.

En la suntuosa sala de banquetes de la «Government House», los candelabros iluminaban la cena de despedida de Sir Alan Cunningham. Vestidos con sus uniformes de gala, ornados con todas sus condecoraciones, los oficiales superiores del Estado Mayor charlaban tranquilamente a los alegres sones de la banda del regimiento «Highland Light Infantry».

Poco antes de las nueve, un «Rolls Royce» negro, escoltado por dos autoametralladoras, se detuvo ante el estudio de «Radio Palestina». Echando una ojeada por la ventana de su despacho, el árabe Raji Sayhun, redactor jefe de la emisora, supo que había llegado el personaje que debía hacer la «importante comunicación» anunciada por él a sus oyentes.

Con aspecto sombrío, Sir Alan Cunningham descendió del vehículo. Raji Sayhun lo acompañó hasta el estudio A, una diminuta sala de grabación equipada con un micrófono, una silla y una mesita redonda. A las nueve en punto, el árabe interrumpió la marcha militar que difundía la radio y anunció «una declaración de Su Excelencia el Alto Comisario». El técnico presionó un botón… y, con una señal de la mano, Sayhun indicó a Sir Alan que estaba «en el aire».

Mientras le llegaban las primeras palabras, el periodista sintió un nudo de emoción en su garganta. El Alto Comisario decía adiós a Palestina. Su alocución fue breve y punzante. Cuando terminó, Sayhun pidió respetuosamente a Sir Alan si deseaba añadir algunas palabras en árabe antes de reanudar el curso normal de las emisiones.

—No —respondió tranquilamente el inglés—. Ponga simplemente el God Save the King, por favor. Ésta será, quizá, la última vez que tenga ocasión de hacerlo.

En su pequeño despacho de Tel-Aviv, David Ben Gurion velaba. Ante él se encontraba el texto que, dentro de escasas horas, iba a anunciar al mundo que la sede del poder dejada vacante por Sir Alan Cunningham y la nación que representaba, había sido ocupada por una nueva autoridad. Era el borrador de la proclamación oficial del Estado judío.

Oh, Jerusalén
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