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EL CAMINO DE LA GUERRA

El cálido jamsin de mediados de abril se abatía sobre Kars el Nil, la gran avenida de El Cairo. Como en diciembre, la multitud se reunió bajo las iluminadas ventanas del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde los dirigentes de la Liga Árabe mantenían una nueva conferencia.

La cuestión de Palestina, que se encontraba una vez más en el epicentro de sus entrevistas, había dado un vuelco. Los éxitos conseguidos inicialmente por las acciones de guerrilla habían ido seguidos por una serie de reveses. Temporalmente, la «Haganah» había logrado reabrir la carretera de Jerusalén y dar muerte al más valeroso general árabe, Abdel Kader. El ejército de voluntarios extranjeros de Fawzi Yassin provocaba un éxodo masivo de los árabes de Palestina. Diez mil fusiles y ocho millones de cartuchos, que constituían los principales frutos de sus esfuerzos de armamento, se habían hundido con el buque que los transportaba. Los más ardientes defensores de la guerrilla convenían ahora en que sólo una intervención conjunta de los ejércitos regulares de los Estados árabes podría dar la vuelta a la situación.

Toda la estrategia de los judíos se basaba precisamente en la convicción de que los dirigentes árabes iban a atacar a su Estado a partir del fin del mando británico. Este cálculo había orientado todos los planes de David Ben Gurion. Había provocado la colecta americana de Golda Meir y la misión de Ehud Avriel en los arsenales europeos. Sin embargo, los dirigentes árabes reunidos aquel 12 de abril de 1948 no estaban más preparados que en diciembre para tomar una decisión que los comprometiera irremediablemente en el camino de la guerra.

Porque no estaban obligados a elegir la guerra. Se les ofreció de pronto la oportunidad de arrancar a Occidente una solución mucho más favorable a su causa de la que hubieran soñado esperar varios meses antes. Si su campaña de guerrilla no había vencido a los judíos, había permitido a los árabes conseguir su mayor victoria diplomática en Palestina desde la publicación del Libro Blanco británico de 1939, que ponía fin a la inmigración judía. Los Estados Unidos acababan de proponer una tutela para sustituir el Reparto. El Consejo de Seguridad invitaba a las dos partes a negociar un alto el fuego. Sin duda alguna, esa llamada suponía que se reexaminaría completamente el problema después del fin de los combates.

Los dirigentes árabes podían aprovechar la oportunidad y tomar la iniciativa diplomática, o bien dedicarse a la guerra, condenando así a los ejércitos de sus Estados a vencer allá donde habían fracasado los guerrilleros de Hadj Amin.

Pero no quisieron aprovechar la oportunidad que se les ofrecía. Con excepción de Hadj Amin —miembro en adelante, con todos los derechos, de su asamblea— eran hombres moderados. Ninguno de ellos pertenecía a la generación de jefes extremistas que pronto engendrarían las revoluciones árabes. Todos eran pacíficos burgueses, más inclinados al conservadurismo que a la aventura. Inteligentes y competentes, se sentían, por lo general, más próximos a sus antiguos colonizadores que a las masas que gobernaban. Descartes y Voltaire eran los autores preferidos del libanés Riad Solh. El iraquí Nuri Said evolucionaba con más soltura por las estancias de Buckingham que por los salones del Palacio de las Rosas en Bagdad. Ex alumno de la Facultad de Letras de Montpellier, el sirio Jamil Mardam sentía pasión por el cultivo de los albaricoques. Azzam Pachá, gentleman íntegro y ponderado, contaba entre sus laureles con un diploma de Medicina y el honor de haber sido el más joven diputado del Parlamento egipcio.

Sin embargo, esos hombres reunidos conducían a su pueblo al desastre. Al persistir en subestimar a sus adversarios judíos y en juzgar, por antisemitismo, su colonización con una condescendencia despreciativa, pecaban de exceso de confianza. «La idea de que no pudieran conseguir aplastar a los judíos era inconcebible para ellos», comprobó el embajador de Gran Bretaña en Ammán, Sir Alec Kirkbride.

Razonables e incluso moderados en la intimidad, lanzaban en público una retahíla de amenazas y fanfarronadas. Siempre prestos a exaltar la fogosidad popular en provecho de sus miras políticas, se sabían, en adelante, prisioneros de las pasiones que habían desencadenado. Responsables de una sociedad donde la palabra era el rey en todos los actos de la vida, se entregaban a virulentos discursos sin prever bien sus repercusiones sobre las masas retrasadas particularmente inflamables. Ya no medían las consecuencias de sus exageraciones verbales sobre el comportamiento del enemigo. Sin duda, ninguno de ellos dejaba de considerar seriamente la hipótesis por la que los judíos podrían ser «arrojados al mar». Pero, los supervivientes del exterminio nazi, ¿podrían ser amenazados a la ligera?

La Historia nunca ha explicado verdaderamente por qué los jefes de los Estados árabes prosiguieron una política tan desconcertante durante aquella crucial primavera de 1948. Más ferozmente divididos por sus rivalidades que unidos contra los judíos, continuaron nadando obstinadamente en el océano de sus quimeras y de sus intereses particulares.

Esta reunión de El Cairo era una nueva prueba de ello. Azzam Pachá reiteraba sus apremiantes exhortaciones para una intervención colectiva en Palestina. Pero en su fuero interno era más matizado. «No queríamos verdaderamente la guerra —confesaría más tarde—, pero nos colocamos en tal posición, que no teníamos ninguna otra salida». Y si no osaba recomendar ninguna otra alternativa a sus colegas, fue a suplicar secretamente al embajador de la Gran Bretaña en El Cairo, Sir Ronald Campbell, que Londres prolongase su mandato en Palestina.

Mientras su país recibía a los voluntarios que acudían de todas partes para liberar Palestina de la presencia judía, el sirio Jamil Mardam enviaba su esposa a Jerusalén para que fuera tratada de su úlcera de estómago por un especialista judío. Aun afirmando siempre que su ejército estaba listo para aplastar a los judíos, el rey Abdullah de Transjordania trabajaba en secreto para concluir con ellos la anexión de la Palestina árabe. Para el Primer Ministro egipcio, Nukrachy Pachá, lo más urgente era expulsar a los ingleses de la zona del canal de Suez. El iraquí Nuri Said, si bien amenazaba furiosamente al futuro Estado judío, oponía innumerables obstáculos a la salida de sus compatriotas para Palestina. A la hora de la decisión, su ejército brillaría por su total ausencia del campo de batalla.

Nadie, en fin, como el libanés Riad Solh había pregonado tanto la resistencia armada al Reparto y la entrada en masa de las fuerzas árabes en Palestina. Sin embargo, siete meses después, durante una de sus habituales reuniones en París con el brillante representante de la «Agencia Judía», Tuvia Arazi, expresaría de forma angustiosa el dilema árabe. «Tuvia —imploró—, deben ustedes convencer a los americanos de que nos obliguen a hacer la paz con ustedes. Es lo que deseamos. Pero políticamente eso no es posible si no somos forzados a ello».

A esos hombres les reveló Azzam Pachá, aquella noche de abril, que el primer secretario de la Embajada de los Estados Unidos en El Cairo acababa de comunicarle el texto oficial del proyecto americano de tutela. Washington esperaba conocer las reacciones de los Estados árabes antes de la apertura de la sesión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas, prevista para cuatro días más tarde. Hadj Amin se apresuró a sugerir que el texto fuese confiado a un comité especial para su estudio, comité integrado por los representantes de Siria, Transjordania y Palestina. Consiguió, además, que este comité fuese encargado de elaborar una respuesta a la proposición de tregua del Consejo de Seguridad.

Cuarenta y ocho horas fueron suficientes para la elaboración de los dos informes. Fueron adoptados tras algunas modificaciones mínimas y enviados a Nueva York. Los árabes habrían podido incluso ahorrarse este trabajo, ya que sus respuestas imponían condiciones tan desprovistas de realismo que ni sus fervientes partidarios podían tomarlas seriamente en consideración. Consentían en negociar un alto el fuego sólo si la «Haganah» era disuelta; el «Irgún» y el grupo «Stern», desarmados, y la inmigración judía, detenida; además exigían que fuesen deportados todos los judíos ilegalmente entrados en Palestina. En cuanto a la tutela sobre Palestina, la aceptaban con la condición de que no fuese ejercida por las Naciones Unidas, sino por la Liga Árabe, la cual procuraría rápidamente la creación de un Estado árabe que englobase toda Palestina. Así se hundiría —vaciado de su sustancia por aquellos mismos que debían ser sus beneficiarios— el proyecto de Loy Henderson.

Al haber rechazado la paz, los árabes debían prepararse para la guerra. No era sencillo. De los cuatro millones de libras esterlinas del presupuesto de guerra que habían votado, apenas había sido utilizado el diez por ciento. Ninguno de sus ejércitos, con excepción de la Legión Árabe del rey Abdullah, había registrado notables progresos en cuatro meses. Los únicos preparativos eran un documento de quince páginas, acompañado por tres cartas. Era un plan de invasión de Palestina elaborado por Wasfi Tell, el joven oficial que tan lúcidamente había alertado al general Safuat Pachá sobre las capacidades de la «Haganah».

Este plan preveía una ofensiva en tres frentes. En una fulgurante apertura del Jordán al Mediterráneo, los carros blindados iraquíes confluirían en Haifa con las fuerzas sirias, libanesas y dos batallones de El Kaukji, mientras que el ejército egipcio progresaría por el Sur para apoderarse del puerto de Jafa. Estas dos operaciones tenían por objeto arrebatar a los judíos los puertos que necesitaban para recibir armas y hombres. Durante este tiempo, los escogidos regimientos de la Legión Árabe y el resto de las tropas iraquíes dividirían Palestina en dos al avanzar en cuña hacia la costa, a partir de las colinas de Judea. La campaña debía durar once días.

Este plan exigía la intervención de todos los ejércitos árabes regulares y el establecimiento de un mando unificado para coordinar las operaciones. Esta estrategia presentaba ventajas lo bastante evidentes como para dar pesadillas a Ben Gurion. Si las fuerzas cuya intervención se preveía estaban realmente comprometidas, tenía todas las probabilidades de triunfar.

Pero Riad Solh y Jamil Mardam, sus más fervientes partidarios, sabían que su éxito dependía del acuerdo de dos monarcas que se profesaban un odio implacable. Sólo esos dos jefes de Estado poseían un verdadero ejército. Uno era el rey Abdullah de Transjordania; el otro, el rey Faruk de Egipto, que se negaba obstinadamente a arriesgar en Palestina la única fuerza militar realmente importante del mundo árabe.

Faruk tenía casi cada noche su corte en los salones del «Automobile Club Royal» de Egipto. Le gustaba sentarse en torno a los verdes tapetes para jugar al bacará o al chemin de fer. Testimonio de la tradicional armonía de las relaciones entre los árabes y judíos en su país y de la indiferencia de su pueblo hacia el drama palestino, era el hecho de que numerosos compañeros suyos fuesen israelitas.

Faruk acababa de cumplir veintiocho años. Doce años antes, cuando ascendió al trono, a la muerte de su padre, parecía predestinado a un reinado ejemplar. Era inteligente, bien parecido, deportista, adorado por su pueblo. Sin embargo, tres circunstancias humillantes habían transformado su vida en tragicomedia. La primera era de orden físico. Cruel mortificación para un joven potentado musulmán, la naturaleza le había concedido un órgano sexual exiguo. La segunda era política, y se produjo en 1942, en el momento en que Rommel preparaba su ofensiva sobre el Canal de Suez. Pistola en mano el embajador de Gran Bretaña en El Cairo ordenó a Faruk que sustituyese a su Primer Ministro —considerado demasiado germanófilo— por una personalidad al gusto, ante todo, de los ingleses. Desde este golpe de fuerza, alimentaría contra estos últimos un odio profundo y a menudo, ciego. La tercera, en fin, provenía de un accidente automovilístico que, en 1944, había perturbado su sistema glandular y hecho del joven rey una persona obesa.

Pese a estas desgracias, Faruk seguía siendo el sucesor de los faraones. Soñaba con vengarse de las humillaciones de la vida restaurando a Egipto en su grandeza histórica, colocándolo a la cabeza de algún nuevo califato que, desde el Nilo al Éufrates, le volviera a dar un papel de acuerdo con su gloria pasada. Sólo experimentaba desprecio hacia sus colegas de la Liga Árabe. Odiaba particularmente al «beduino jugador de ajedrez de Ammán», que sólo era, a sus ojos, un instrumento de la política, en Levante, de su mortal enemigo: Inglaterra.

En aquella primavera de 1948, tan nobles designios parecían, sin embargo, no tener un lugar preponderante en las preocupaciones del rey de Egipto. Cada noche, después de su partida de cartas emprendía el peregrinaje de sus santuarios favoritos, los cabarets de El Cairo, en compañía de su fiel cicerone, un hombrecillo solícito al que llamaban La Cigüeña porque los años de cruzadas nocturnas le habían enseñado a dormir de pie.

Antonio Pulli había comenzado su destacada carrera equivocándose de barco. Benjamín de una familia de nueve hijos, había abandonado su ciudad natal, Nápoles, para buscar fortuna en las riberas del Amazonas. Se encontró al borde del Nilo. Como su prolífica familia contaba también con parientes en Egipto, pudo encontrar un empleo de aprendiz con un tío suyo que trabajaba de electricista en el palacio real. Un día lo llamó la niñera para reparar el tren eléctrico del príncipe heredero. Aquel día surgió una amistad para toda la vida. Convertido en rey, Faruk nombró a Pulli ministro de Asuntos Privados, con un tratamiento dos veces y medio superior al del Primer Ministro. Durante la guerra, lo salvó del internamiento británico concediéndole la nacionalidad egipcia, y presidió en persona la circuncisión que autentificaba su nueva condición de musulmán.

Antonio Pulli desempeñó su papel con una habilidad completamente oriental. Una de sus tareas principales consistía en reclutar, en la tamizada luz de las noche de El Cairo, a las compañeras de la intimidad real. Llegó incluso a organizar citas menos frívolas.

Las que proporcionó, aquel mediados de abril de 1948, al Primer Ministro libanés Riad Solh, iban a modificar el destino de su país de adopción.

Dos sombras se deslizaban cada noche por las avenidas, jalonadas de palmeras gigantes y eucaliptos, de los jardines del palacio Kubeh. Silencioso y meditabundo Faruk escuchaba a Riad Solh exhortarle a llevar a Egipto a la guerra. El libanés conocía bien los argumentos susceptibles de inflamar la imaginación del Rey. Cuando se fueran los ingleses, los árabes invadirían Palestina —le explicaba— y restablecerían sobre esta santa y gloriosa tierra la soberanía del Islam. ¡Qué tragedia constituiría entonces para el mundo árabe, para Faruk, para Egipto, si su Ejército, el más poderoso, estuviese ausente en esa cita histórica de la que saldría como jefe indiscutible de los árabes! Si permanecía fuera del conflicto —advirtió Solh—, sería para el mayor provecho de sus enemigos: Abdullah y los ingleses. Al tener que hallarse Palestina, de todas formas, ligada a una corona árabe, correspondía a Faruk decidir que ésta fuese la de Egipto y no la de los hachemitas. Además, la instalación en Palestina de su protegido, el Mufti Hadj Amin, le permitiría extender su influencia desde Jartum hasta Jerusalén. Así se prepararía el escenario para la resurrección de un moderno califato, cuya cabeza estaría esta vez en El Cairo y no en Constantinopla.

Cuando terminaban sus conversaciones nocturnas, generalmente hacia las dos o las tres de la madrugada, Solh tenía la costumbre de ir a reunirse con sus amigos en las oficinas de Al Ahram, el gran periódico de El Cairo. Una noche de abril, el joven propietario del diario lo vio aparecer en la sala de redacción con el fez ladeado y el semblante jubiloso. Solh se hundió en la butaca del redactor jefe y dio unas palmadas para que le trajesen café.

—No puedes publicar lo que te voy a contar, pero escucha bien —le dijo.

Tras un silencio, prosiguió:

—Esta vez lo he convencido. Puedo anunciarte la mayor noticia que los árabes hayan recibido desde la votación del reparto de Palestina. Egipto entrará en la guerra.

Algunos días más tarde, un almuerzo reunía en el «Club Mohamed Alí», de El Cairo, a los dos enviados del Rey y al Primer Ministro, Nukrachy. Esta clase de invitaciones era el vehículo que a Faruk le gustaba utilizar para dar a conocer sus voluntades. Sus dos enviados llevaban aquel día al jefe de su Gobierno un mensaje inequívoco. Exigía una declaración de guerra de Egipto al futuro Estado judío. O Nukrachy la obtenía del Parlamento o el Rey nombraría otro Primer Ministro que se encargara de ello.

Aunque fuese notoriamente hostil a tal decisión, Nukrachy se dejó convencer con facilidad de lo prudente que resultaría un viraje. Su primera iniciativa fue organizar una conferencia con el comandante en jefe del Ejército egipcio, un gigante de aspecto brusco llamado Haidar Pachá. Para ocupar un cargo tan elevado, este egipcio poseía dos cualificaciones esenciales. Había sido director de las prisiones del reino y divertía a Faruk. Haidar certificó que el Ejército estaba listo a batirse. De todas formas —añadió—, «no habrá guerra con los judíos». Será «como un desfile sin el menor riesgo, y nuestro Ejército estará en Tel-Aviv en dos semanas».

Poco tiempo después de esta cita, Nukrachy recibió una segunda visita mucho más reconfortante. Sir Ronald Campbell, embajador de Su Majestad británica en El Cairo, acababa de informar al premier egipcio de que si Egipto decidía entrar en guerra, Gran Bretaña no se opondría a ello ni entorpecería los movimientos de sus tropas. Igualmente, estaba dispuesta a darle acceso a sus depósitos militares de la zona del Canal de Suez. Con dos condiciones: de una parte, una absoluta discreción, y de otra, concesiones para una solución satisfactoria al problema de la soberanía sobre el Sudán.

Este inopinado mensaje abría a Nukrachy perspectivas tranquilizadoras. Esta vez podía ponerse en marcha abiertamente por el camino de la guerra. Ordenó que el asunto de Palestina se tratase a la vez en todos los periódicos, a fin de sacudir la apatía de la población y despertar sus instintos belicosos. Luego hizo colocar en todas las paredes un pasquín que mostraba un puñal manchado de sangre, en cuya punta estaba dibujada la estrella de David.

Algunas voces intentaron aún retener al Primer Ministro, en especial la de Mohamed Heikal. Este joven y lúcido periodista regresaba de Palestina, y sus crónicas describía a los judíos como enemigos valerosos y organizados. Llamado por Nukrachy, se le rogó secamente que modificara el tono de sus artículos, ya que minaban la moral de la nación.

Otra voz, al teléfono, reveló la desastrosa preparación del Ejército, cuyo comandante en jefe afirmaba que estaba maduro para el combate. Si los soldados del general Haidar Pachá debían desfilar desde El Cairo a Tel-Aviv, al menos sería necesario que conocieran el camino. Una llamada urgente pidió a Georges Deeb, hijo del concesionario de «Buick» en Jerusalén, el cual había organizado la defensa del barrio de Bekaa, que sustrajese al servicio catastral unos cincuenta mapas de Palestina, para permitir al general egipcio preparar su paseo hasta Tel-Aviv.

Oh, Jerusalén
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