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«¡ID, PUES, A TIRAR VUESTRAS PIEDRAS!»
Pese al secreto que envolvía, el martes 11 de mayo de 1948, aquella sesión extraordinaria, grupos de policías rodeaban el imponente edificio del Parlamento egipcio. Este despliegue de fuerzas atestiguaba el éxito obtenido por la campaña de Prensa emprendida el mes anterior para despertar el ardor guerrero de la población. Los resultados superaron todas las esperanzas, y las autoridades temían que la secta extremista de los Hermanos Musulmanes lanzara a las excitadas masas a las calles de El Cairo.
El mismo rey Faruk contribuyó a dar a El Cairo un clima de guerra al pavonearse por los cabarets con uniforme de mariscal. A fin de que toda su corte se comportase al unísono, decretó obligatorio el uso del uniforme y otorgó grados militares a sus hermanas y a sus cortesanos.
En las bóvedas del Parlamento real la atmósfera era lúgubre. Con la mirada grave, asiendo nerviosamente las hojas del discurso que pasó la mañana redactando, Mahmud Nukrachy Pachá se levantó. Desde lo alto de la tribuna, contempló largamente el hemiciclo aplastado por el silencio. Eran las seis de la tarde. Había llegado el momento que tanto quiso evitar el Primer Ministro. Con calma y firmeza, rogó a la asamblea que votara la declaración de guerra al futuro Estado judío de Palestina.
Sólo una voz se elevó para protestar.
—¿Está listo el Ejército? —preguntó su predecesor, Ahmed Sidki Pachá.
—Lo estará. Me comprometo a ello —respondió, sin más explicaciones, Nukrachy, imperturbable entre los murmullos y gritos que habían acogido la pregunta.
En dos horas, todo había terminado. Los representantes del pueblo egipcio doblegaron al Primer Ministro. Votaron la guerra, el estado de sitio, y para su Ejército, un crédito suplementario equivalente a tres mil millones de francos.
De los cuarenta mil hombres que integraban este Ejército, quince mil formaban ya una especie de cuerpo expedicionario reunido en torno al puerto de El Arish, en el Sinaí. Si ahora disponían de mapas de carreteras de Palestina, no habían recibido, sin embargo, ni una sola cocina de campaña, únicamente cuatro batallones estaban listos para combatir. El comandante adjunto de las tropas, un coronel sudanés llamado Mohamed Neguib, informó a sus superiores precisando que se encaminaban al desastre.
—¡Absurdo! —respondió el general en jefe, Ahmed Alí el Muawi—. Nuestras tropas no encontrarán verdadera oposición y, de todas formas, el deber del Ejército es cumplir las órdenes, no discutirlas.
Quinientos kilómetros al Norte, ochocientos hombres que acababan de reforzar las huestes de los ejércitos árabes desembarcaron en el puerto libanés de Sidón. Con albornoces de lana color crema colgando sobre sus hombros y un pequeño ejemplar del Corán oculto en una bolsita de cuero pendiente del cuello, aquellos voluntarios marroquíes aportaban la contribución de África del Norte a la futura djihad. Con gesto solemne, el presidente del Líbano, Riad Solh, los puso en la carretera de Jerusalén. Luego, satisfecho, el hombre que convenció a Faruk a que entrase en guerra, regresó a su capital para efectuar otro gesto, que revelaría de forma punzante la naturaleza fratricida del conflicto. Encargó a un destacamento de su minúsculo Ejército que asegurase la protección del viejo barrio judío de Beirut.
Fiel a su vocación histórica, la capital de los califas omeyas era, de todas las ciudades árabes, la que más mostraba su bélico ardor. Los carros blindados de la brigada siria desfilaban cada día por las calles de Damasco entre las frenéticas ovaciones de miles de habitantes. Respondiendo a la llamada del presidente del Consejo, Jamil Mardam, el Parlamento sirio votó, a su vez, la declaración de guerra al futuro Estado judío y decretó el cierre de las fronteras, a toda circulación, dos horas antes de la expiración del mandato británico en Palestina. A fin de instruir a cinco mil nuevos reclutas, el Parlamento votó un crédito de seis millones de libras sirias. Paradoja significativa, esta suma procedía del impuesto satisfecho por los jóvenes sirios deseosos de escapar al servicio militar.
En el «Hotel Orient Palace», santuario de la intriga en Damasco, Hadj Amin circulaba de salón en salón protegido por su inseparable chaleco blindado. El Mufti esperaba otro desenlace. Sus combatientes de la guerra santa no habían sido capaces de arrojar a los judíos al mar. Apenas podían defender los territorios que ocupaban. El destino de Palestina reposaba ahora en otras manos: las que conducían a los ejércitos árabes regulares y, sobre todo, las de su rival, el monarca de Ammán.
Durante una sesión secreta del Consejo de Guerra árabe, Abdullah consiguió, tras dos días de agrias discusiones, contrarrestar el proyecto favorito de Hadj Amin: proclamar, a la marcha de los ingleses, un Estado árabe en Palestina bajo la égida de su Alto Comité. El Consejo decidió que fuese confiada a la Liga la administración de todos los territorios de Palestina que iban a pasar bajo control árabe.
Pero Hadj Amin no se daba por vencido. Tras haber felicitado a su protector, Faruk, por su entrada en la guerra, envió un mensaje secreto al Cuartel General del Ejército egipcio en El Arish para recomendar que las tropas no fuesen dirigidas hacia Tel-Aviv, sino hacia Jerusalén. Tras doce años de exilio, Hadj Amin seguía siendo el Gran Mufti de la ciudad Santa. Solamente desde sus murallas podría volver a tomar el control de Palestina, y su esperanza más segura se cifraba en el Ejército egipcio. Pero sabía demasiado bien que sus oportunidades de regresar a Jerusalén serían muy escasas, tanto en el caso de una victoria de Abdullah como de los judíos.
La vieja escollera se adentraba en el agua resplandeciente de sol. Sus gastados pilares habían sido plantados en el fondo del golfo de Aqaba, treinta y un años antes, para recibir las armas que permitieron a T. E. Lawrence conquistar Damasco. Ahora se descargaban las municiones de una nueva campaña. Constituían una parte importante del material de guerra comprado por John Bagot Glubb gracias a los millones de libras esterlinas que sus compatriotas ofrecieron a la Liga Árabe, con ocasión de su visita a Londres, en febrero.
Este dinero permitió también reclutar al joven teniente, enamorado de la aventura, que aseguraba el destino de las armas. Nigel Brommage requisó veintisiete camiones, todos los que pudo hallar al sur de Transjordania, para transportar esos millones de balas a través del desierto hasta Ma'an, punto de partida del ferrocarril. Cuarenta y ocho horas después llegaría otro cargamento, más importante aún: seis mil obuses para la artillería de la Legión Árabe.
Estos dos cargamentos constituían la primera etapa de los preparativos del ejército del rey Abdullah. Cediendo a sus instancias, el Gobierno británico aceptó entregar oficialmente a los transjordanos las municiones necesarias para una guerra total de treinta días. De hecho, la Legión Árabe había obtenido mucho más. Antes de su salida de Palestina, los británicos arrojaban cada noche al mar Muerto sus reservas de municiones. Gracias a sus relaciones, Glubb desvió una gran parte de éstas hacia los camiones de sus tropas. Además los subsidios de Gran Bretaña, permitieron a la Legión Árabe aumentar sus efectivos. Contaba entonces con siete mil hombres, de los que cuatro mil quinientos estaban repartidos en cuatro regimientos motorizados. A los ojos de los transjordanos, ningún tocado era más prestigioso que el keffieh a cuadros blancos y rojos, de los legionarios, y ningún honor tan ansiado por los beduinos de las tribus Bani Sakr y Howeitat como el de llevarlo. Todos voluntarios, perfectamente disciplinados y entrenados, los legionarios de Glubb formaban la única fuerza militar que atemorizaba a los soldados de la «Haganah».
Su armamento pesado británico había probado ya su valor contra el Afrikakorps. Los cañones anticarros del 55, los grandes cañones del 88 de campaña, los morteros de tres pulgadas y el enjambre de cincuenta autocañones «Marmon Harrigton» color de arena, constituían los florones de su fuerza blindada. Con un motor de ocho cilindros y cuatro marchas, un cañón del 37, reforzado con una ametralladora pesada, sesenta obuses y mil quinientas balas en cada torreta, aquellos autocañones eran la punta de lanza de la Legión Árabe. Finalmente, Glubb seleccionó con cuidado, para mandarlo, un pequeño grupo de oficiales de carrera, ingleses, que habían combatido en Birmania, Creta, El-Alamein y el Rin.
Pese al potente equipo con que había dotado a su Legión Árabe, Glubb Pachá no tenía intención de enviarla sobre Tel-Aviv. Los límites que asignó a sus fogosos blindados seguían las fronteras votadas por las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947. Tal como reveló la misión secreta del coronel Goldie cerca de la «Haganah», Glubb tenía como principal preocupación respetar el acuerdo territorial concluido entre Ernest Bevin y el Primer Ministro transjordano, Abu Huda. Ordenó formalmente a sus oficiales británicos mantener sus unidades en el interior de las zonas otorgadas al Estado árabe.
La conferencia militar de Ammán atribuyó a la Legión Árabe el frente que se extendía desde Jerusalén hasta Nablus, y a los egipcios, el del Sur, hasta Belén. En cuanto a los sirios e iraquíes, debían —ironizaba Glubb— «entrar en Galilea como lobos en un rebaño».
Glubb había analizado muchas veces el aspecto estratégico de la situación. Sabía que desde el este de Haifa hasta Berseba, al Sur, una larga cadena de colinas obstaculizaba el acceso al corazón de Palestina a todo ejército procedente de la costa. Como quiera que sólo consideró «librar un simulacro de guerra», se propuso que su ejército montara guardia a lo largo de aquella cadena montañosa, listo para contrarrestar toda intentona judía de infiltración.
El plan comportaba un solo imponderable: Jerusalén. El general inglés no experimentaba ningún sentimiento particular por la ciudad. Sus árabes y él vivían en el desierto. Por razones tanto militares como políticas, estaba decidido a mantener la Legión fuera de la Ciudad Santa. La superior potencia de fuego de sus beduinos sería derrochada en un combate callejero para el que estarían menos entrenados que sus adversarios. Calculó que la conquista de Jerusalén necesitaría más de dos mil hombres, o sea, casi la mitad de sus fuerzas. El privilegiado estatuto de la ciudad le obligaba, además, a una extrema circunspección, y, por otra parte, existía la esperanza de internacionalización, que propugnaba aún Gran Bretaña, a la que, ante todo, había hecho juramento de fidelidad. Ninguna de las órdenes de Glubb a sus oficiales fue, pues, más perentoria que la que concernía a Jerusalén. La pesadilla que angustiaba a David Shaltiel parecía injustificada. Si John Glubb podía decidir por sí solo, jamás los autocañones de la Legión Árabe aparecerían en las colinas de Jerusalén.
Pero otras voces iban bien pronto a oponerse a la decisión del general inglés de no ofrecer a sus legionarios más que un «simulacro de guerra». Subyugados por la misma oleada de propaganda y gloriosas promesas que las de Damasco, Bagdad y El Cairo, las masas populares de Ammán preveían una verdadera guerra. Durante todo el día las multitudes desfilaron a través de las polvorientas calles de la ciudad, celebrando de antemano los éxitos de su ejército en los campos de batalla de la guerra santa. Los relatos de los árabes que huyeron de Palestina y la ininterrumpida marea de aquellos que acudían en busca de armas, mantenían a la población jordana en una permanente excitación. Una delegación de notables árabes de Jerusalén participaba en ese incesante ir y venir. Los partidarios del Mufti no dudaron en comerse su orgullo y en pedir armas a su enemigo Abdullah, subrayando, con inagotables argumentos, el golpe que significaría para la causa árabe la pérdida de Jerusalén.
El monarca apreciaba sus demostraciones con una satisfacción muy particular. No era necesario que se le recordase la importancia de Jerusalén. La ciudad figuraba en el primer plano de sus ambiciones. Sin embargo, no podía disimular el desprecio que le inspiraban sus interlocutores.
—Después de haber reunido, durante toda su vida, fondos para pagar a los asesinos al servicio del Mufti, ¿osan ustedes venir a pedirme dinero? —espetó al tesorero del Alto Comité Árabe.
Pero sus visitantes no parecieron sorprendidos.
—Nuestras municiones están casi agotadas —suplicaron—, y pronto tendremos que defender Jerusalén con piedras.
—Bien —replicó fríamente el rey—, ¡id, pues, a tirar vuestras piedras y a morir!
Aquella misma noche, un vehículo se deslizó discretamente ante la entrada de servicio de la residencia de Sir Alec Kirkbride. Iba a recoger al embajador británico en Ammán para conducirlo al otro extremo de la ciudad, donde le aguardaban el secretario general de la Liga Árabe. Varios días antes, Azzam Pachá ya se había entrevistado con el Alto Comisario británico en Palestina para solicitar una prolongación de la ocupación inglesa en Jerusalén. Kirkbride halló al árabe «preocupado, como inquieto por embarcarse en la guerra».
Ignorando las garantías que el embajador de Gran Bretaña en El Cairo dio al Primer Ministro egipcio Nukrachy Pachá, Azzam Pachá reclamó, a su vez, la seguridad de que el Ejército inglés no perturbaría las comunicaciones árabes en la zona del Canal de Suez en caso de conflicto. Kirkbride respondió que esta eventualidad le parecía improbable, teniendo en cuenta la política seguida en la región por el Gobierno de Su Majestad. Sin embargo, le dijo que consultaría a Londres al respecto, aun haciendo observar que, si estaba proyectada una intervención británica, tal intención no sería revelada. De todas formas, la respuesta sería negativa.
Estos propósitos no parecieron calmar los temores del dirigente árabe. Sin embargo, reflejaban exactamente la actitud de Gran Bretaña: al Foreign Office no le desagradaba en realidad que los árabes entraran en guerra. Aparte el comportamiento, más bien decepcionante, de las tropas de Hadj Amin, los acontecimientos casi se habían desarrollado como había previsto la diplomacia británica. Los expertos de Whitehall estimaban que el conflicto sería «de una duración relativamente corta, y que una decisión de las Naciones Unidas podría, eventualmente, poner fin al mismo». El propio Bevin aconsejó oficiosamente, a un amigo árabe palestino: «Sea cual fuere la acción que ustedes emprendan, han de estar seguros de triunfar en quince días. Nosotros podremos, quizás, ayudarles durante dos semanas. Después, sólo podremos actuar en el plano diplomático».
Bevin y sus colaboradores preveían «fulminantes éxitos árabes en esta batalla». Su adjunto, Sir Harold Beeley, recordaría más tarde: «Teníamos, en particular, grandes dudas en cuanto a la suerte de la Jerusalén judía. La situación de los judíos parecía tan precaria, que creímos que no podrían aguantar. No intentamos disuadir a los árabes de comprometerse en la guerra, pero éramos prudentes. Sería más correcto decir que si no animábamos a los Estados árabes a entrar en Palestina, tampoco los desanimábamos».
El análisis del representante de Gran Bretaña en Ammán sería infinitamente más sincero. Veinte años después, Sir Alec Kirkbride notaría con ironía: «Simplemente, dábamos la leña verde a los árabes».[19]
A casi ciento veinte kilómetros al noroeste de Ammán, un vehículo se detuvo ante un puesto de control de la Legión Árabe. El centinela entrevió a la gruesa matrona con velo negro, arrellanada en el asiento posterior. A su lado se hallaba un hombre rechoncho, tocado con un gorro de astracán. El conductor se inclinó hacia el soldado y murmuró:
—Zurbati.
No era una contraseña, sino su nombre, el de un iraquí kurdo analfabeto que se había convertido en el hombre de confianza del rey Abdullah. El soldado se puso respetuosamente en posición de firme, saludó e hizo señal al vehículo para que continuase.
Diez veces seguidas, durante las tres horas que duró el trayecto el nombre de Zurbati fue un sésamo infalible. En el asiento, sus dos pasajeros guardaban silencio. Tras su velo, la mujer observaba con terror los carros blindados de la Legión Árabe que se cruzaban con ellos descendiendo hacia el Jordán. Llegado a Ammán, el misterioso conductor los llevó ante la escalinata de una mansión de piedra situada al otro lado de un arroyo, que la separaba del palacio real. Allí fueron introducidos en un salón circular, de color verde, adornado con una monumental chimenea de tejas negras. Bebían la ritual taza de té con menta cuando la pálida silueta de su anfitrión apareció en el umbral. La mujer vestida de árabe se levantó y saludó al rey de Transjordania con un amable shalom.
Golda Meir arriesgó su vida en aquella noche del 10 de mayo de 1948 para buscar por última vez cerca del soberano beduino el favor que significan a la vez el shalom hebreo y el salam árabe: la paz. David Ben Gurion la envió para recoger un bien más preciado que todos los fondos sionistas del mundo: la seguridad de que la Legión Árabe se mantendría fuera del inminente enfrentamiento.
Teniendo en cuenta las primeras intenciones de Abdullah y de la reciente gestión de Glubb cerca de los judíos, esta empresa podía parecer fácil. Sin embargo, la situación se había deteriorado considerablemente desde la entrevista del coronel Goldie con el representante de la «Haganah». Golda Meir encontró al ley «cansado y nervioso». Los llamamientos a la guerra procedentes de los suks de su capital habían quebrantado su resolución. Los jefes de los demás países árabes lo habían cogido entre sus redes y privado de su libertad de maniobra. Si aún esperaba sus ambiciosos designios —anexionarse la Palestina árabe—. Las circunstancias le habían obligado a cambiar la táctica. En principio, intentó disuadir a sus compañeros de los proyectos de invasión. Con tal objeto, encargó a su médico, el doctor El Saty, que solicitara de los dirigentes judíos ciertas concesiones territoriales, a fin de poder convencer a sus aliados de las ventajas que suponía buscar la paz en vez de comprometerse en un conflicto armado.
Este mensaje fue el que puso en marcha a Golda Meir. Envuelta en una manta, rodó desde Jerusalén en una avioneta abierta a todos los vientos. En Haifa, una modista le hizo a toda prisa el vestido árabe con el que se disfrazó para su insólita visita.
Cara a cara por segunda vez, los representantes de las dos ramas de la raza semita —un rey beduino cuyos antepasados poblaban la península de Arabia desde hacía siglos, y la hija de un carpintero de Kiev, a la que un lazo histórico y religioso, aún más antiguo, unía a aquella tierra— emprendieron un último esfuerzo por evitar el enfrentamiento de sus dos pueblos.
El rey enumeró las transacciones que su médico-embajador había ya sugerido a los representantes de la «Agencia Judía»: rechazar la proclamación del Estado judío y conservar la unidad de Palestina, respetando siempre la autonomía de los judíos en sus sectores, y luego determinar su destino por la elección de un Parlamento constituido, a partes iguales, entre los miembros de las dos comunidades. Deseaba la paz —aseguraba—, pero si los judíos rechazaban sus proposiciones, temía que la guerra fuese inevitable.
Golda Meir respondió al monarca que sus condiciones no eran aceptables. Los judíos de Palestina deseaban sinceramente la paz con sus vecinos árabes, pero no al precio de renunciar a su aspiración esencial: una tierra para ellos. No obstante, si seguía estando dispuesto, como lo había demostrado en su entrevista de noviembre, a contentarse con la anexión de la parte árabe de Palestina, entonces podrían llegar a un acuerdo. La «Agencia Judía» accedía a respetar las fronteras establecidas por las Naciones Unidas mientras reinara la paz. Si estallaba la guerra —anunció Golda Meir pausadamente—, su pueblo se batiría por doquier pudiese y mientras tuvieran fuerzas. Precisó que estas fuerzas habían aumentado sensiblemente durante los últimos meses.
Abdullah reconoció que los judíos «deberían rechazar toda agresión». Pero la situación había cambiado radicalmente desde su primera entrevista. Deir Yassin había inflamado a las masas árabes.
—Entonces, yo estaba solo —explicó—. En estos momentos represento a un país entre otros cinco, y he descubierto que no puedo tomar ninguna decisión por mi cuenta.
Golda Meir y Ezra Danin —el brillante orientalista que la acompañaba—, recordaron al rey Abdullah que los judíos eran sus únicos amigos verdaderos.
—Lo sé muy bien —suspiró—. No me hago ninguna ilusión. Creo de todo corazón que es la Divina Providencia la que los ha conducido hasta aquí, y la que ha devuelto a ustedes —pueblo semita exiliado en Europa, a cuyo progreso tanto han contribuido— al Oriente semita, que tiene necesidad de sus conocimientos y de su espíritu de iniciativa. Pero las condiciones son difíciles. Tengan paciencia.
Golda Meir subrayó que el pueblo judío había tenido paciencia durante dos mil años. La hora de su soberanía había sonado ya y no podía ser diferida por más tiempo. Si no podían discutirse los términos de un acuerdo sobre otras bases, y si Su Majestad prefería la guerra —declaró— «entonces me temo que haya verdaderamente guerra». Su país la ganaría, y quizá se volvieran a encontrar de nuevo tras el conflicto, en calidad de representantes de dos Estados soberanos.
La conversación alcanzó su momento critico. Aún hubiera sido posible un acuerdo si el rey hubiera confirmado sus verdaderas intenciones. Pero se abstuvo, y se llevaría a la tumba las razones de su silencio. Los historiadores formularon más tarde una hipótesis: quizá la anexión de la Palestina árabe le pareciese un propósito tan peligroso, que sólo lo conocieran aquellos que tenían la responsabilidad de realizarlo: Sir John Glubb y sus oficiales británicos de la Legión Árabe.
—Estoy afligido —dijo a sus visitantes—. Deploro por adelantado los derramamientos de sangre y las futuras destrucciones. Sí, esperemos que nos volvamos a encontrar de nuevo y que no se hayan roto nuestras relaciones.
Había terminado la entrevista que habría podido evitar el conflicto entre árabes y judíos. Antes de emprender aquel viaje Golda Meir confió a Ezra Danin que «iría hasta el infierno» para salvar la vida de un solo combatiente judío. Se levantó, tristemente consciente de no haber salvado aquella noche la menor vida.
En el umbral, Ezra Danin se volvió hacia el soberano. Se conocían desde hacía años.
—Sire —aconsejó—, tenga cuidado cuando vaya a rezar a la mezquita y cuando deje a su gente acercarse para besar su ropa. Un día, alguien intentará matarle.
—Amigo mío —respondió el rey—, soy un hombre libre y un beduino. No pienso romper con las tradiciones de mis padres y convertirme en prisionero de mis guardias. Nuestro destino está en manos de Alá.
Se estrecharon la mano. La última imagen que Golda Meir se llevó del monarca árabe fue la de un hombrecillo vestido de blanco que le dirigía, desde lo alto de la escalera, «suave y tristemente, una señal de adiós».