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LOS VEINTICINCO STEPHANS DE GOLDA MEIR

El camión se detuvo ante el césped. Cinco hombres, cargados de cuerdas y planchas, descendieron y avanzaron con precaución en la oscuridad. Uno de ellos encendió una antorcha, y, a su vez, aparecieron los contornos metálicos de dos cañones turcos. Detrás, en el dintel de una puerta, una placa revelaba el nombre de la institución cuya entrada guardaban simbólicamente. Era el «Menorah Club» de Jerusalén, lugar de cita de los veteranos de la «Brigada Judía» en la Gran Guerra. Los dos cañones eran reliquias de este conflicto. Conservados desde hacía treinta años sobre el césped del club, eran la encarnación de la victoria británica sobre el imperio otomano y consagraban la parte que le correspondía a la «Brigada Judía».

Aquella noche, Elie Sochaczewer, ingeniero polaco de la «Haganah», fue a buscarlos para un nuevo combate. Desmontados y preparados convenientemente, se convertirían en las dos primeras piezas de artillería del ejército judío.

Que la «Haganah» sustrajera aquellas piezas de museo, en plena noche, de su honorable emplazamiento, y que pudiera asimilarlas a piezas de artillería era un buen testimonio de la pobreza de los judíos en armas pesadas. Pero la necesidad de las mismas era tan apremiante, que el Gran Rabino de Jerusalén había concedido una dispensa, a los obreros de los talleres clandestinos de Sochaczewer, para trabajar el sábado, a fin de convertir en morteros los cañones turcos. Llamados «Davidka», por el nombre de su inventor, David Leibovich, un ingeniero agrónomo oriundo de Siberia, los morteros constituyeron las únicas piezas de artillería pesada del arsenal de la «Haganah» durante el invierno de 1948. Disparaban un obús hecho con un trozo de tubo relleno de explosivo, clavos y chatarra. Su alcance y precisión, según los especialistas, «eran comparables a la honda de David». Sin embargo, los «Davidka» tenían una ventaja innegable: el ruido de sus obuses bastaba para aterrorizar a las poblaciones.

Ocultos en garajes, graneros o apartamentos transformados apresuradamente en laboratorios de emergencia, otros habitantes de Jerusalén trabajaban aquel invierno en la producción de armas improvisadas para la defensa de su ciudad. Para ello, la comunidad judía solicitó los servicios de algunos de los sabios más famosos del mundo. Así fue como Joel Racah y Aaron Kachalski abandonaron sus trabajos sobre los secretos de la Física nuclear y la Química molecular para consagrarse a la más trivial de las tareas científicas. Día y noche, en un apartamento del barrio de Rehavia, los dos maestros en los misterios de la materia trabajaban sencillamente en inventar un explosivo mejor para los «Davidka». En otro apartamento, dos estudiantes de Física y Química de la Universidad hebrea fabricaban granadas y una variedad de objetos trucados, destinados a ser esparcidos por los barrios árabes. Para poner a punto el detonador de sus granadas, Jonathan Adler utilizó un manual que describía las hazañas de otra organización clandestina: el IRA (Ejército Republicano Irlandés). En una habitación del barrio de Mea Shearim, un estudiante sordomudo, llamado Emmanuel, fabricaba el mortal fulminante de mercurio imprescindible para los detonadores de Adler. Otro grupo de estudiantes, en una cervecería abandonada del suburbio de Givat Shaul, producían la cheddita para las minas, partiendo de una gran cantidad de insecticida encontrado cerca de la estación.

Sin embargo, en la región costera, más segura, fue donde los judíos desplegaron sus mayores esfuerzos. Su principal animador era un veterano de la «Haganah» que perdió una mano experimentando con explosivos. Hijo de un molinero ucraniano, Joseph Avidar utilizó algunas de las máquinas compradas en los Estados Unidos por Chaim Slavin para montar una fábrica clandestina de metralletas y cartuchos. Estaba oculta en unos sótanos del kibbutz de Maagan Michel, al sur de Tel-Aviv. Se entraba por una trampilla disimulada en la lavandería donde los habitantes del kibbutz limpiaban los uniformes del Ejército inglés. Para justificar su extraordinario consumo de energía eléctrica, sus cables pasaban por los hornos de la panadería, cuya chimenea le servía también como orificio de ventilación.

El problema técnico más grave con el que se enfrentó Avidar fue el de los casquillos. Lo había resuelto de manera original al encargar varios centenares de miles de estuches de lápiz de labios a un laboratorio inglés de cosméticos. Para experimentar sus municiones, Avidar instaló una galería de tiro subterránea. Más de tres millones de cartuchos saldrían, antes de julio de 1948, de la pequeña fábrica clandestina.

Otras instalaciones cerca de Hadera producían obuses de mortero ligero. Un taller de embalaje de una plantación de naranjas en la zona de Haifa se utilizó para empaquetar cincuenta mil granadas. Una de las más importantes realizaciones del infatigable Avidar era la transformación de los famosos vehículos sandwiches, indispensables para la protección de los convoyes que se dirigían a Jerusalén. El blindaje que protegía estos vehículos estaba hecho con dos planchas de metal de cuatro milímetros de espesor. Entre ellas iba una chapa de madera de cincuenta milímetros. Podía detener una bala de pequeño calibre disparada desde veinte metros de distancia, pero su peso enlentecía en forma sensible la rapidez de los vehículos. Avidar era asediado constantemente por inventores, que le proponían sistemas de protección menos pesados, constituidos, por ejemplo, con hojas de materia plástica. Para verificar su eficacia pedía a los inventores que se las pusieran en el pecho, a veinte metros de él para someterlas a la prueba de su revólver. Esta experiencia tentó a tan pocos candidatos, que los sandwiches de madera y metal siguieron equipando los vehículos blindados judíos.

Por doquier, pero sobre todo en Jerusalén, la «Haganah» enriquecía su arsenal comprando armas a sus enemigos. Ocultos en camiones de zanahorias o coliflores, algunos fusiles y cajas de municiones les llegaban así, comprados a los árabes por intermedio de comerciantes armenios. Los ocupantes británicos se revelaron también como excelentes proveedores. A finales de enero, dos suboficiales entregaron un camión lleno de municiones contra el solo pago de una copa de coñac y un agradecido apretón de manos. Otro suboficial vendió por mil libras esterlinas su autoametralladora repleta de metralletas, bidones de gasolina y cajas de provisiones.

Algunas incursiones, cuidadosamente preparadas, a los depósitos de armas británicos, vinieron a completar los aprovisionamientos. Inspirada por la compra de su primer vehículo blindado, la «Haganah» de Jerusalén envió un comando a la zona de seguridad de Bevingrad. Disfrazados de soldados británicos, los judíos regresaron con un «Daimler» blindado nuevo. Como un buque fantasma, el ingenio empezó entonces a aparecer y desaparecer misteriosamente por las calles de la ciudad, hasta que los árabes quedaron persuadidos de que la «Haganah» poseía una auténtica flota de autoametralladoras.

Agobiados también por la penuria de armas, los terroristas del «Irgún» pusieron a punto sus propias tácticas para procurárselas. Cogidos de la mano, los muchachos y muchachas paseaban por las calles de Jerusalén a la búsqueda de soldados ingleses o policías aislados. Una vez elegida la presa, se le acercaban inocentemente y lo desarmaban amenazándolo con una pistola. Sólo durante el mes de enero, los enamorados del «Irgún» se apoderaron así de ochenta revólveres.

Para los árabes de Jerusalén, los ingleses constituyeron también una magnífica fuente de aprovisionamiento. Un centinela se ofreció a cerrar los ojos —por mil libras esterlinas— mientras un comando árabe saqueaba el almacén de armas que él custodiaba. Por igual cantidad, los policías negociaron la venta de su autoametralladora en una expendeduría de tabaco del barrio de Bekaa. En las desiertas calles de los arrabales de la ciudad, los hold-up de camiones británicos estaban organizados regularmente a cambio de algunas libras. Los servicios de las prostitutas eran también utilizados para distraer la atención de los centinelas mientras los hombres de Hadj Amin se llevaban algunas cajas de municiones. Los obreros árabes que trabajaban en estos depósitos robaban armas ligeras y piezas sueltas.

Si el potencial intelectual y científico de la comunidad árabe de Jerusalén no podía compararse con la constelación de sabios de que disponía la población judía, los árabes poseían, en cambio, expertos en armamento. Un informe del servicio británico de espionaje anunció, a principios del invierno de 1948, la llegada a Jerusalén de veinticinco musulmanes yugoslavos, ex combatientes de la Wehrmacht. Su misión —revelaba el informe— consistía en ayudar a los defensores de la ciudad a fabricar minas y explosivos.

Por otra parte, sus largas fronteras desiertas proporcionaban a los árabes una ventaja excepcional para la organización del contrabando de armas. Un cargamento enviado por Ibn Saud se puso en marcha por este camino. Pero cuando Abdel Kader abrió las cajas, palideció de cólera. Ibn Saud le había enviado un lote de anticuados fusiles del tiempo de la Primera Guerra Mundial, con los que conquistó el desierto de Arabia. Abdel Kader los rompió uno a uno.

En los campos de batalla del desierto occidental de Libia, los árabes, a comienzos de 1948, tenían su principal fuente de aprovisionamiento de armas. Pero las violentas luchas intestinas que tan a menudo habían obstaculizado su acción, se manifestaban también aquí. Egipcios, Hermanos Musulmanes y palestinos se disputaban la cosecha de las arenas, pujando unos sobre otros cerca de los beduinos que recuperaban las armas, atacando y saqueando sus convoyes.

Sin embargo, en los campos de las caravanas, bajo los cargamentos de fruta o legumbres de los camiones y en los portaequipajes de los automóviles, los fusiles reencontraron las rutas hacia Palestina seguidas por generaciones de traficantes de haschisch. Una gran cantidad alcanzó, finalmente, los suks de Jerusalén. Durante aquel invierno de 1948, esta mercancía era tan buscada, que su precio no guardaba relación alguna con su valor real. Un viejo máuser oxidado se vendía por cien libras, o sea, cuatro veces más que uno completamente nuevo en el paraíso checo de Ehud Avriel y Abdul Aziz Kerin.

Situada como un terminal sobre el eje histórico que une El Cairo con Bagdad, Damasco, capital de Siria, era el tradicional epicentro de las múltiples explosiones que sacudían al mundo árabe. Milagro de verdor surgido en el desierto, inspiraba tanto respeto, que la leyenda quiso que el Profeta, a su vista, tuviera que volverse atrás, porque «no se puede entrar dos veces en el Paraíso». Era la cuna de esa dinastía de califas omeyas que había reinado sobre el imperio más vasto de la Tierra. Desde las conquistas por las hordas asirías y la conversión de Pablo de Tarso hasta el derrumbamiento del Imperio otomano, en 1918, toda la historia de Oriente pasó bajo sus muros. Parecía natural que, con ocasión de una nueva campaña de Palestina, Damasco reencontrara su antigua vocación y se convirtiera, una vez más, en el principal centro de los preparativos árabes, así como en el punto de reunión hacia el que convergía una extraña migración de mercaderes, mercenarios y voluntarios entusiastas. Capital de una nación política y militarmente independiente, Damasco representaba un santuario ideal para reunir, equipar y formar a esos voluntarios, la base desde donde podrían introducirse en Palestina y el Cuartel General desde donde sus jefes prepararían el asalto decisivo.

El bullicioso y oscuro laberinto de sus suks escondía el mercado de armas más floreciente de Oriente. Se encontraban allí fusiles franceses de la preguerra, metralletas británicas, máusers de la Wehrmacht e incluso algunos bazookas americanos. Montañas de uniformes militares que habían pertenecido a seis ejércitos diferentes se hallaban juntos en los suntuosos escaparates de brocados y sedas por los que Damasco se había hecho célebre.

Pero, sobre todo, la ciudad era el teatro donde se enfrentaban todas las facciones del mundo árabe que pretendían dirigir el combate de Palestina. En sus arrabales, no lejos del modesto mausoleo donde dormía el más ilustre general del Islam —Saladino—, otro general había instalado sus cuarteles en los viejos barracones del Ejército francés. Nombrado por la Liga Árabe, en su reunión del mes de diciembre en El Cairo, Ismail Safuat Pachá, un iraquí de cincuenta y dos años, era, en teoría, el comandante en jefe de todas las fuerzas árabes que debían intervenir en Palestina: los combatientes de la guerra santa de Hadj Amin, el ejército de liberación de los voluntarios extranjeros creados por la Liga Árabe e incluso los ejércitos árabes regulares, por si alguna vez sus Estados entraban en guerra. Safuat Pachá no tardaría en descubrir que en ese avispero de intereses políticos y ambiciones contradictorias, su autoridad real sólo se ejercía sobre el puñado de oficiales que constituían su Estado Mayor.

Como tantos otros de sus homólogos políticos, el general iraquí mezclaba el dominio de la palabra con la resuella negativa a considerar de frente la realidad. Ya había prometido a sus tropas «un desfile triunfal hasta Tel-Aviv». A un grupo de palestinos que se lamentaba de no poder atacar los convoyes judíos por falta de armas, no dudó en responderles:

—¡Bombardeadlos con piedras!

Advertido por su joven y muy capacitado jefe de operaciones, un transjordano llamado Wasfi Tell —el cual sirvió en el Ejército británico—, de que su marcha triunfal sobre Tel-Aviv podría convertirse en un desastre a causa del deplorable estado de sus fuerzas, Safuat sólo tomó una precaución. Hizo que el informe de Tell no llegara hasta los dirigentes árabes y previno confidencialmente a su autor de que si los Gobiernos árabes tenían conocimiento de esos peligros, ninguno de ellos correría el riesgo de enviar su ejército a Palestina.

Una especie de anarquía institucional paralizaba el Cuartel General. Todo parecía faltar, excepto las cajas llenas de papeles y los dossiers almacenados en los despachos. No había sillas, mesas ni teléfonos. Ni siquiera había una radio para asegurar la unión con las tropas de campaña. Un enjambre de oficiales sirios e iraquíes deambulaba a través de los edificios, más familiarizados, al parecer, con la ciencia de la intriga que con la de la guerra. La distribución de fondos, la atribución de los mandos y de los grados, la delimitación de las zonas operacionales, la repartición de armas y material, todo era objeto de regateos tan ásperos como los practicados en los suks de la ciudad.

El otro polo de la vida política de Damasco se centraba en los salones de un antiguo edificio en el centro de la ciudad. Medio siglo de complots e intrigas habían desgastado el terciopelo de las butacas del venerable «Hotel Orient Palace». En este invierno de 1948, el lugar permanecía fiel a su pasado. Perduraba su eterna atmósfera de misterio. Espías, soplones e indicadores se arrastraban con el oído al acecho. Personajes enigmáticos y sospechosos cuchicheaban en los rincones, sumiéndose en bruscos silencios a la aparición de determinados visitantes. Las puertas se abrían y cerraban en las habitaciones con mesas cubiertas de planos de Estado Mayor y tazas de café. Sentados en los taburetes del bar, los agentes de información de las potencias occidentales vigilaban los conciliábulos, adoptando un aire de indiferencia que no engañaba a nadie.

La llegada de un cliente de postín, a principios de febrero, subrayó el papel que desempeñaban Damasco y el «Orient Palace» en los asuntos de Palestina. Acompañado de sus principales colaboradores, Hadj Amin tomó posesión de un piso completo del hotel. Frecuentó los salones y corredores con el aire misterioso que le era natural, escoltado siempre por sus guardaespaldas, con los cinturones repletos de puñales y pistolas. A veces, cuando se sentaba, un pliegue indiscreto de su túnica descubría el chaleco blindado a prueba de balas, que le ofreció su antiguo protector, Adolf Hitler.

Hadj Amin tenía todas las razones para ponérselo, ya que no carecía de enemigos en Damasco. Su desmesurada ambición de hacer de Palestina su feudo personal; la ola de asesinatos que acompañó su subida al poder; su intransigencia y la ferocidad con que podía revolverse contra sus rivales, le habían dejado pocos amigos entre sus hermanos árabes. Era, decía Sir Alec Kirkbride —embajador de Gran Bretaña en Ammán—, «como la Reina Roja en Alicia en el país de las maravillas. Había excitado tanto las pasiones de sus compatriotas, que siempre debía mostrar un fanatismo extremo para mantenerse en su lugar».

Desde la reunión, en diciembre, de la Liga Árabe en El Cairo, Hadj Amin no cesó de reclamar que le fueran enviadas las armas y el dinero recogidos para distribuirlos él mismo. Era hostil al principio de este Ejército de Liberación que la Liga estaba a punto de constituir. «¿Para qué crear un ejército de extranjeros —decía asombrado a los que le rodeaban—, cuando tenemos en Palestina dos mil hombres prestos a batirse si se les dan armas?». Una doble ambición condujo al Mufti a Damasco. Si no lograba impedir la creación del Ejército de Liberación, era preciso, al menos, que su jefe fuese uno de sus lugartenientes. Quería transformar, a continuación, el Alto Comité Árabe, que él presidía, en una especie de Gobierno provisional de Palestina, dotado con los mismos poderes y prerrogativas que la «Agencia Judía».

Su primera entrevista importante en la capital siria la sostuvo con el general Safuat Pachá. El encuentro fue todo menos cordial. El iraquí acusó al Mufti de malversación de fondos, robo de armas, corrupción, nepotismo y de preferir, en la elección de responsables, la lealtad política a la competencia militar; en una palabra, de acaparar el esfuerzo común en el solo provecho de sus ambiciones.

Sus relaciones con los jefes políticos árabes le aportaron otras decepciones. Los más significativos, como Azzam Pachá, secretario general de la Liga Árabe, aseguraban cuán prosionista se había convertido la opinión del mundo tras el descubrimiento de las atrocidades nazis. También alimentaban pocas ilusiones sobre las simpatías que podían suscitar los palestinos que durante tanto tiempo habían tenido como jefe a un antiguo aliado de Hitler.

En cuanto a los ingleses, estaban persuadidos de que, finalmente, se podría hallar una solución más favorable a los árabes que el Reparto, si la diplomacia de las cancillerías de los Estados árabes sustituía a la intransigencia del Mufti. Por eso Londres dejó entender a Azzam Pachá y al Primer Ministro de Siria, Jamil Mardam, que Gran Bretaña se opondría a la creación del Ejército de Liberación si éste debía ser controlado por el Mufti, mientras que, en caso contrario, adoptaría una actitud benévola. Finalmente, el rey Abdullah dio a conocer su hostilidad a cualquier Gobierno eventual del Mufti en Palestina. Era, en suma, una oleada general de oposición lo que provocaban las ambiciones de Hadj Amin.

El Ejército de Liberación tuvo pronto tan numerosos partidarios que nada, al parecer, podía en adelante retrasar su creación. El papel cada vez más importante que estaría llamado a desempeñar, le daría un derecho de prioridad sobre todos los recursos de la Liga Árabe, fondos y armas. Tras una serie de agitadas reuniones, convocadas por el presidente de la República Siria, Chukri el Kuwatly, se decidió un segundo reparto de Palestina, que atribuía distintas zonas de influencia a las fuerzas del Mufti y a los voluntarios extranjeros del Ejército de Liberación. Mientras los sectores de Jerusalén y Jafa permanecían en manos de Hadj Amin, al ejército de voluntarios se le confiaba toda la mitad norte del país. Pero la decepción más cruel que Hadj Amin debía sentir en Damasco fue causada por la elección del personaje que sus colegas nombraron como jefe de este ejército.

Con su rostro lleno de cicatrices, su cuello macizo y sus cortos cabellos rojos, Fawzi el Kaukji parecía más un oficial prusiano que un jefe árabe. Entre las numerosas medallas que decoraban su pecho, la que apreciaba más era una cruz de metal negro, la única distinción —según él— de un verdadero guerrero. Había ganado la Cruz de Hierro de segunda clase treinta años antes, como joven teniente del Ejército otomano, durante otra campaña palestina, combatiendo contra los ingleses al lado de los prusianos del general Von Kreiss. Después no cesó de admirar incondicionalmente a la raza germánica, pero debió esperar a recibir una herida grave en Irak, en 1941, para realizar su sueño de visitar la capital alemana. Transportado a un hospital de Berlín, pasó su convalecencia frecuentando las boîtes del Reich en guerra. Una noche se encontró con una encantadora muchacha rubia. Como un príncipe de Las mil y una noches, hizo traer a su mesa los dos artículos más raros de la capital nazi: una botella de champaña «Viuda Clicquot» y un paquete de «Camel». Pese a los treinta años que los separaban, la alegre gretchen y el aventurero árabe formaron desde aquella noche una pareja inseparable. Frau El Kaukji seguía a su marido como su sombra.

El Kaukji nació en el norte del Líbano e inició su carrera militar en el Ejército turco. Cuando el Imperio otomano vaciló, se enroló con los ingleses para espiar a los turcos. A continuación espió a los franceses, siempre por cuenta de los ingleses; luego, a los ingleses para los franceses y, finalmente, a los franceses e ingleses por cuenta de los alemanes. Alcanzó la cima de su gloria durante la revuelta palestina de 1936 contra los ingleses. Sus innumerables proezas le valieron un gran renombre entre la población árabe, así como la consideración de Hadj Amin. Pero éste no tardó en sentir celos de tanta popularidad y procuró alejar al joven libanés. El Kaukji recibió dinero y armas para trasladarse a Irak y fomentar una revolución contra los ingleses. Pero desapareció después de haber «engullido las armas, el dinero y la rebelión», según el círculo de amistades del Mufti.

De todas formas, el Mufti sólo pedía a los suyos su lealtad y servilismo. El Kaukji no supo testimoniar ni lo uno ni lo otro. Las peripecias de la guerra mundial los reunieron en Berlín, pero el odio que se profesaban se enconó aún más. Aprovechando, como Hadj Amin, el caos del derrumbamiento alemán, El Kaukji huyó a Francia, desde donde logró alcanzar Egipto. Allá fue donde reapareció para anunciar:

—Estoy a disposición del pueblo árabe, en caso de que me pidiera volver a tomar las armas por él.

Los dirigentes árabes aceptaron este ofrecimiento. Esperaban, mediante esta elección, alcanzar un doble fin: contrarrestar la influencia de Hadj Amin y colocar en un puesto clave a un verdadero jefe militar. Pero la extraña restricción que acompañó a este nombramiento revelaba en qué clima de suspicacias se desarrollaban las negociaciones de Damasco. Los ministros sirios prohibieron a El Kaukji entrar en contacto con sus tropas en su territorio. De la villa donde lo tenían prácticamente secuestrado, no le dejarían salir más que para atravesar la frontera. En efecto, temían, que, seducido en el último momento por una facción política rival, El Kaukji fuese tentado de cambiar de dirección y marchar sobre los Ministerios de Damasco en vez de los kibbutz de Palestina.

A través de la Radio, de grandes anuncios en los periódicos y de pasquines en las mezquitas y cafés, los jóvenes del mundo árabe fueron llamados a engrosar las filas del ejército de El Kaukji para defender Jerusalén. Estas llamadas prometían el considerable salario mensual de sesenta libras sirias a la tropa, y los sueldos del Ejército sirio, a los oficiales y suboficiales. De los superpoblados barrios bajos de El Cairo; de los tenebrosos suks de Alepo; de las riberas del Tigris y del Éufrates; de las orillas del mar Rojo y del golfo Pérsico, los voluntarios se pusieron en marcha hacia Jerusalén, tanto por su afán de aventura como por el deseo de pillaje.

Procedente del Sur, por el camino de los peregrinajes de Arabia; del Oeste, por el de Mossul y Bagdad, a través de las soledades del desierto de Irak, y del Este por el verde valle de Barada, una ruidosa multitud confluyó sobre Damasco. Los voluntarios llegaban en camiones descubiertos o en patéticos autobuses viejos recubiertos de banderas, de flores y de pancartas con eslóganes patrióticos. Se veían allí los grandes autocares plateados de la «Compañía Nairn», robustos bajeles de la línea Bagdad-Damasco con los techos cubiertos por la arena del desierto; taxis procedentes de todos los rincones del mundo árabe, algunos de ellos tan cargados, que sus tubos de escape tocaban el asfalto; bicicletas, carros decorados con flores, caballos cubiertos de terciopelo, camellos ornados con pequeños espejos que reflejaban el sol, muías tocadas con extravagantes sombreros. A veces, una audaz pancarta adosada a los flancos de un camión o un autobús revelaba el nombre de sus ocupantes. Eran los «Leones de Alepo» o los «Halcones de Basora». Y todos atravesaban la ciudad en una alegre cabalgata de gritos, cánticos y disparos.

Una increíble multitud se abatía sobre Damasco. Había estudiantes de Beirut, de El Cairo y de Bagdad, ardiendo en fervor juvenil; intelectuales de la burguesía vestidos con trajes o con jodhpurs, con un keffieh alrededor de la cabeza, decididos a vengar la, a sus ojos, injusticia de que su pueblo había sido víctima; jóvenes políticos sirios, como Akram Hurani y Michel Aflak, fundadores del partido «Baas», convencidos de que Palestina sería el caldero de sus ideas revolucionarias; Hermanos Musulmanes egipcios tan ansiosos de derribar el régimen de su país como de marchar sobre Tel-Aviv; iraquíes separados del Ejército tras el aplastamiento de la sublevación de 1941 contra la monarquía; sirios francófilos que habían trabajado para todos los servicios secretos franceses, comprendidos los de Vichy; veteranos de la revolución palestina de 1936; campesinos haraneses, cherkeses, kurdos, drusos, alauitas, infiltradores comunistas. También había ladrones, aventureros, bandidos locos, todos los charlatanes del mundo árabe, con el corazón lleno de odio contra los franceses, contra sus propios Gobiernos, contra los judíos; había todos los parias de Oriente para los que la djihad era más una llamada al pillaje que la defensa de la mezquita de Omar.

Su destino era una árida llanura de polvo rojizo al pie de las nieves del Hermón, a cuarenta y cinco kilómetros al sudoeste de Damasco. Plantados en este desolado decorado se encontraban algunos tristes vestigios de la ocupación francesa en Siria, los barracones del campamento militar de Katana. Cerca de seis mil voluntarios fueron reunidos en este vasto recinto cercado de alambradas. Sus filas contaban también con algunos náufragos para los que esta cruzada era, en principio, un refugio, un pequeño grupo de desertores ingleses, prisioneros de guerra alemanes evadidos y musulmanes yugoslavos condenados a muerte por Tito por haber servido en la Wehrmacht.

No existía autoridad central para regular la vida del campamento e imponer una disciplina común. Los verdaderos oficiales eran tan escasos, que el mando se abandonaba a los jefes de bandas llegados con sus tropas. Los hombres vestían una especie de uniforme que procedía de los excedentes americanos, ingleses y franceses hallados en los suks. Las armas y municiones eran raras y, a menudo, inutilizables. Un grupo de voluntarios se dedicaba a la limpieza de los fusiles oxidados. La instrucción se dejaba al azar. La falta de municiones limitaba los ejercicios de tiro, y los reclutas que habían tenido la posibilidad de apuntar seis veces a un blanco y lanzar una o dos granadas, se consideraban ya como bien entrenados.

Pero lo que faltaba en realidad eran los medios pecuniarios para alimentar, equipar e instruir a tal ejército. Los Estados de la Liga Árabe, tan prestos a votar en El Cairo la atribución de un primer y luego de un segundo millón de libras para financiarlo, apenas habían aportado una décima parte de sus contribuciones. Azzam Pachá, secretario general de la Liga, consagró gran parte de sus actividades a suplicarles que respetaran sus compromisos.

Los dirigentes de la «Agencia Judía» en Tel-Aviv tenían las mismas dificultades económicas. Una tarde de enero fueron convocados para oír un informe de su tesorero, Eliezer Kaplan, que acababa de regresar con las manos casi vacías de un viaje por los Estados Unidos, adonde había ido para recolectar fondos. La comunidad judía americana, que durante tanto tiempo había sido el principal sostén financiero del movimiento sionista, comenzaba a cansarse de las incesantes llamadas de sus hermanos de Palestina. Mejor sería —aconsejó Kaplan— mirar la realidad de frente. No esperaba recibir de los Estados Unidos —durante los difíciles meses venideros— más de cinco millones de dólares.

Esta cifra conmovió a la asamblea como un puñetazo. Todas las miradas cayeron sobre el hombrecillo de cabellos desordenados que había escuchado el informe con una impaciencia mal disimulada. David Ben Gurion estaba mejor situado que nadie para sopesar la gravedad de lo que se acababa de decir allí. Los fusiles y las ametralladoras compradas en Praga por su enviado Ehud Avriel podían contener a los árabes palestinos. Pero ¿qué podrían hacer contra los carros de combate, los cañones y la aviación de los ejércitos árabes regulares, cuya intervención preveía? Ben Gurion concibió un plan para equipar a un ejército capaz de resistir a tal amenaza, más para ejecutarlo tenía necesidad, como mínimo, de cinco a seis veces más de la suma prevista por Kaplan.

—Kaplan y yo debemos partir inmediatamente para los Estados Unidos, a fin de convencer a los americanos de la gravedad de la situación —declaró.

La que había pedido por el sionismo en las calles de Denver tomó entonces la palabra:

—Lo que hace usted aquí —dijo Golda Meir—, yo no lo puedo hacer. Pero puedo ir en su lugar a los Estados Unidos para reunir el dinero que necesitamos.

El rostro de Ben Gurion se tiñó de púrpura. No le gustaba ser interrumpido.

—La cuestión es vital —respondió—, y soy yo quien debe ir con Kaplan.

Apoyado por sus colegas, Golda Meir propuso que se sometiese a votación. Dos días más tarde, con un ligero vestido como única ropa y una bolsa por todo equipaje, Golda Meir desembarcaba en Nueva York en medio de un frió polar. Su salida había sido tan precipitada, que no había tenido tiempo de ir a Jerusalén para coger ropa de repuesto. Llegada a Nueva York para buscar decenas de millones, sólo llevaba en su portamonedas un billete de diez dólares. Un aduanero le preguntó, asombrado, cómo esperaba vivir en los Estados Unidos con tan poco dinero.

—Tengo familia aquí —respondió simplemente.

Dos días después, trémula de emoción sobre el estrado de un gran hotel de Chicago, Golda Meir se encontró frente a la élite de esta familia. Ante ella estaban reunidos la mayoría de los grandes financieros de la comunidad judía americana. Dirigentes del «Consejo de Federaciones Judías» habían llegado de cuarenta y ocho Estados para examinar el programa de ayuda económica y social destinado a los judíos necesitados de Europa y de América. Su reunión y su presencia eran una pura coincidencia.

Para la hija del carpintero ucraniano, la prueba era intimidante. No había vuelto a los Estados Unidos desde 1938 y, como en sus viajes precedentes, sólo había tenido por interlocutores a sionistas fervientes y, como ella, socialistas. Aquellos con los que se enfrentaba hoy representaban un vasto muestrario de la opinión judía americana. La mayoría eran indiferentes e incluso hostiles al ideal que ella representaba.

Sus amigos de Nueva York la exhortaron a que renunciara a esta confrontación. El «Consejo» no era de tendencia sionista, le dijeron. Sus miembros estaban ya cansados de las peticiones de fondos para sus obras americanas, hospitales, sinagogas y centros culturales. Estaban hartos —como había podido comprobar Kaplan— de las peticiones extranjeras.

Golda Meir iba bien prevenida. Aunque el orden del día de la reunión se hubiese acordado hacía ya mucho tiempo, telefoneó a Henry Montor, presidente de la «United Jewish Appeal», y le anunció su llegada a Chicago.

—Se parece a las mujeres de la Biblia —murmuró un miembro de la asistencia cuando esta mujer sencilla y austera se levantó al oír su nombre.

Sin ningún papel, la mensajera de Jerusalén tomó entonces la palabra.

—Créanme —declaró— si les digo que yo no he venido únicamente a los Estados Unidos con la sola intención de impedir que setecientos mil judíos sean barridos de la superficie del Globo. Durante estos últimos años, los judíos han perdido a seis millones de los suyos, y sería por nuestra parte una gran presunción recordar a los judíos del mundo entero que algunos centenares de miles de sus hermanos están en peligro de muerte. Pero si estos setecientos mil judíos acaban por desaparecer, es indudable que durante siglos ya no habrá pueblo judío ni nación judía, y que ello será el fin de todas nuestras esperanzas. Dentro de algunos meses debe existir un Estado judío en Palestina. Nosotros luchamos para que se vea ese día. Es natural. Nos es preciso pagar por ello y derramar nuestra sangre. Es normal. Los mejores de entre nosotros han caído, es cierto. Pero no es menos cierto que nuestra moral, sea cual sea el número de nuestros invasores, no decaerá.

Reveló entonces a sus oyentes que los invasores vendrían con artillería y carros blindados.

—Contra tales armas —declaró—, nuestro coraje, tarde o temprano, no tendrá razón de ser, ya que habremos dejado de existir…

Había venido a pedir a los judíos de América de veinticinco a treinta millones de dólares para poder comprar las armas pesadas que permitieran afrontar los cañones árabes.

—Amigos míos —concluyó—, vivimos en un presente muy breve. Cuando digo que tenemos necesidad de esta suma, no me refiero al mes que viene o dentro de dos meses. ¡Es ahora! No os toca decidir si debemos o no proseguir el combate. Nos batiremos. Jamás la comunidad judía de Palestina izará la bandera blanca ante el Gran Mufti de Jerusalén. Os toca decidir quién alcanzará la victoria: nosotros o el Mufti.

Agotada, Golda Meir se dejó caer sobre su silla. Un profundo silencio se abatió sobre el auditorio, y por un instante creyó que había fracasado. Después, la asistencia se levantó por completo y prorrumpió en un torrente de aplausos. El estrado fue asaltado por los primeros delegados, que anunciaban el importe de las sumas que se comprometían a suministrarles. Antes de acabar la reunión había sido reunido más de un millón de dólares. Por primera vez en la historia de las colectas de fondos sionistas, el dinero estaba disponible inmediatamente. Los delegados telefoneaban a sus banqueros y suscribían préstamos a su nombre por los importes que estimaban poder recoger más tarde en sus comunidades. Antes de acabar esta increíble tarde, Golda Meir pudo telegrafiar a Ben Gurion comunicándole que estaba segura de reunir los veinticinco stephans.[10]

Maravillados por tal triunfo, los dirigentes sionistas americanos la presionaron entonces para que recorriese toda América. Acompañada de Henry Morgenthau, el antiguo secretario de Finanzas de Roosevelt, y por un grupo de financieros, emprendió un peregrinaje de ciudad en ciudad. Renovando su patético discurso, encendió por doquier el mismo entusiasmo que en Chicago. En cada etapa, la comunidad judía respondía a su llamada con igual generosidad. Cada noche, un telegrama comunicaba a Tel-Aviv el total de los stephans reunidos durante el día. Numerosos mensajes partían así hacia otros destinos, a Ehud Avriel, en Praga; a Xiel Federman, en Amberes, y a todos los encargados de la compra de equipo para el ejército judío les aportaban la más reconfortante de las noticias: el anuncio de los giros bancarios que les permitirían concluir nuevas compras.

Golda Meir tuvo sólo un momento de desaliento en el curso de su extraordinario viaje. Fue en Palm Beach, Florida. Al contemplar la elegante asamblea de invitados reunidos ante su estrado; al ver las joyas, las pieles, el reflejo de la luna sobre el mar tras las cristaleras del comedor, pensó a menudo en los soldados de la «Haganah» temblando aquella noche en el frío de las colinas de Judea. Sus ojos se llenaron de lágrimas. «Estas gentes no tienen ningún deseo de oír hablar de la guerra y de la muerte en Palestina», pensaba. Se equivocó. Antes de la caída de la noche, enardecidos por sus palabras, los elegantes comensales de Palm Beach ofrecieron un millón y medio de dólares para poder comprar una manta a cada soldado de la «Haganah».

Llegada con diez dólares, Golda Meir partía con cincuenta millones de dólares. Esta suma representaba diez veces más de la que esperaba obtener Eliezer Kaplan y dos veces más que la que Ben Gurion se había fijado como objetivo. Sobrepasaba todas las recaudaciones ingresadas en 1947 por la Arabia Saudí, el mayor productor de petróleo de Oriente Medio. El hombrecillo que había deseado partir en su lugar estaba presente en el aeropuerto de Lydda para esperarla. Nadie mejor que él podía apreciar la amplitud del éxito que ella acababa de conseguir y su importancia para la causa sionista.

—El día en que se escriba la Historia —le dijo solemnemente Ben Gurion— dirá que fue una judía la que permitió al Estado judío ver su día.

Oh, Jerusalén
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