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CUATRO PALABRAS EN UN PARACHOQUES
Las legiones romanas habían sido las primeras en fortificar el cerro rocoso que los soldados judíos escalaban silenciosamente. Al pie de aquel cerro se deslizaba la carretera de Jerusalén, estrecha y vulnerable. Desde el pueblo a la cima se distinguía, hacia el Norte, emergiendo de las colinas desnudas, el monte Nebi Samuel, donde el Profeta, según la leyenda, se detuvo para juzgar a Israel. Allá fueron los Macabeos a ayunar antes de atacar Jerusalén, y Ricardo Corazón de León lloró al ver la Ciudad Santa. Hacia el Este, a escasos kilómetros, aparecían los arrabales de Jerusalén. A su vez campamento romano, castillo cruzado y fortaleza turca, este pueblo solitario, barrido por el viento, había sido, durante veinte siglos, el guardián natural de los alrededores de Jerusalén por el Oeste. Los ciento ochenta soldados de la «Brigada Harel» del «Palmach» que ascendían por el para su conquista, bajo el diluvio de aquella noche de abril, testimoniaban de nuevo su vocación histórica. Abdel Kader no se había equivocado cuando designó esta posición estratégica al Estado Mayor de Damasco y predijo que sería el próximo objetivo de la «Haganah».
El plan de la «Operación Nachshon» preveía dos acciones preliminares. La primera era la ocupación de Castel, el bastión que controlaba la carretera en sus últimos kilómetros antes de Jerusalén; el otro, una maniobra de diversión en la zona de Ramleh, destinada a atraer hacia esta zona las fuerzas árabes estacionadas generalmente en la zona de salida de los convoyes judíos. Con este doble preludio, la «Haganah» esperaba asegurar su ofensiva dándole dos sólidas bases.
Uzi Narkis, uno de los defensores del convoy de Kfar Etzion, colocó una ametralladora en batería a cada extremo del pueblo. A las doce en punto de la noche desencadenó el asalto. La pequeña guarnición árabe que protegía Castel no estaba en condiciones de resistir un ataque tan organizado. Huyó con toda la población. Por primera vez desde el Reparto, un pueblo árabe caía en manos de los judíos.
Al día siguiente, sábado 3 de abril, un destacamento de la «Haganah» de Jerusalén fue, por la tarde, a relevar a las fuerzas de choque del «Palmach». Su jefe, Motke Gazit, era un joven diplomático de origen báltico y rostro severo. Su misión era sencilla. Tras haber establecido un perímetro defensivo alrededor del pueblo, debía arrasarlo por completo para que jamás pudiera servir de base a los árabes en sus emboscadas.
Cuando la noticia de la caída de Castel llegó a Damasco, Abdel Kader llamó a Jerusalén para ordenar que la posición fuese reconquistada inmediatamente. Como para su ataque del convoy de Kfar Etzion, Kamal Irekat envió mensajeros a través de toda Judea para reunir sus tropas. El hecho de que los judíos se hubiesen apoderado de todo un pueblo árabe confería a su llamada una importancia y una urgencia evidente.
Irekat llegó a lanzar una contraofensiva aquella misma tarde. Su plan consistía en un solo asalto frontal, algo parecido a lo que se ve en los antiguos grabados.
—¡Adelante! —gritó.
Y se lanzó hacia Tzuba, al pie de Castel, donde los judíos habían instalado su primera línea defensiva. Al grito de «¡Allah Akbar!» (¡Dios es grande!) lo siguieron cuatrocientos hombres. Los judíos abrieron fuego, pero no pudieron detenerlos. Tuvieron que replegarse al edificio situado en el interior de la cantera. Toda la noche, los árabes intentaron desalojarlos de allí.
La llegada, al amanecer, de Ibrahim Abu Dayieh, el campesino árabe que mandaba la milicia de Katamon, reavivó el ardor de los asaltantes. Lograron volar la casa y persiguieron a los judíos hasta los límites del pueblo. Habían ya casi alcanzado la victoria cuando se detuvieron bruscamente, resoplando. Algunos no habían comido ni bebido nada desde hacía veinticuatro horas. Nadie, tampoco, esta vez, tomó la precaución de traer la menor provisión.
Irekat despachó mensajeros a todos los caseríos de los alrededores. Por doquier llegaron mujeres con velo. Extrañas diosas de la guerra, lanzaban gritos estridentes y llevaban sobre la cabeza montones de panes rellenos de huevos, queso, aceitunas, tomates o tortas. El refuerzo de aquellas improvisadas cantineras tuvo un efecto inmediato. Los árabes reemprendieron el ataque.
El judío Motke Gazit se felicitó de no haber tenido tiempo de arrasar Castel. Sus hombres pudieron atrincherarse en las casas, que transformaron en auténticas fortalezas. Pero la carencia de organización vino, una vez más, a arrebatar a los árabes los frutos de su valor. Se habían quedado sin municiones.
Irekat envió a otros mensajeros en todas direcciones. Glubb Pachá, que aquel día se encontraba en Ramallah, recordó haber visto a uno de ellos recorrer las calles gritando.
—¿Quién puede venderme municiones? ¡Pago al contado!
El inglés pudo comprobar que la llamada no quedaba sin respuesta. Vio a alguien ofrecer doscientas balas de fusil. Algunas eran turcas; otras, alemanas o inglesas. El árabe las pagó, saltó a un vehículo y se marchó, para proseguir su compra en otra parte.
La cosecha fue tan fructífera, que permitió a Irekat reanudar el ataque. Hacia medianoche de aquel segundo día logró infiltrarse en el pueblo. Entonces, la explosión de una granada le alcanzó encima de un ojo. El único enfermero presente en sus filas, empleado del hospital de Belén, disponía sólo de mercurocromo. Le limpió la herida como pudo y, pese a sus protestas, lo hizo evacuar a lomos de un asno.
Irekat conocía lo suficiente a sus compatriotas como para prever las consecuencias de su marcha. Producto de una sociedad altamente jerarquizada, los campesinos profesaban a sus jefes una especie de culto. Bien mandados, eran capaces de los mayores actos de bravura. Abandonados a su suerte, corrían el riesgo de caer en una desbandada inmediata.
Esto fue exactamente lo que sucedió aquella noche del domingo 4 de abril. Motke Gazit y sus setenta soldados, que se preparaban a resistir casa por casa, vieron replegarse súbitamente a los árabes y luego desaparecer en el campo. Regresarían a sus pueblos. Al amanecer quedaba sólo un centenar. Castel seguiría ya en manos de los judíos.
Tres judíos cuchicheaban en una desierta acera de la avenida del Rey Jorge V, en Jerusalén. Representaban a la «Haganah», al grupo «Stern» y al «Irgún». Yeshurun Schiff, el enviado de la «Haganah», se había esforzado por sostener esta entrevista en el mayor secreto. Era el adjunto de David Shaltiel, que profesaba un odio implacable a las dos organizaciones disidentes. Sin embargo, los había citado aquella noche para pedirles que acudieran en ayuda de Shaltiel.
Las fuerzas del comandante de Jerusalén estaban tan dispersas, que no disponía de ninguna reserva para relevar en Castel a los agotados hombres de Motke Gazit, y a otra unidad que estaba en dificultades ante la vecina colonia judía de Motza. Schiff deseaba que el «Irgún» y el grupo «Stern» aceptaran organizar una acción de socorro en torno a esos dos objetivos.
Tal como esperaba el enviado de Shaltiel, esta petición no despertó ninguna simpatía en sus interlocutores. En efecto, sus organizaciones estaban poco deseosas de ayudar a los que consideraban como a sus enemigos personales, de igual forma que los árabes. Indiferentes ante las dificultades de la «Haganah» y celosos de su independencia, el grupo «Stern» y el «Irgún» habían persistido hasta el momento en su negativa de cooperar con la «Haganah» de Jerusalén.
Schiff fue informado de que se le daría una respuesta a la noche siguiente. El precio de una eventual colaboración sería, sin embargo, particularmente elevado: los dos grupos exigirían una cantidad muy apreciable de armas, municiones y explosivos. Finalmente, dio su conformidad y suministró pronto el armamento pedido. Sin embargo, ninguna de las dos organizaciones terroristas tenía la intención de socorrer a Castel o Motza. Yehoshua Zetler, jefe del grupo «Stern», y Mordechai Raanan, jefe del «Irgún», necesitaban aquellas armas para asestar un gran golpe y conseguir una victoria espectacular. Así, esperaban probar su dinamismo a la población judía de Jerusalén y obligar a la «Haganah» a reconocer sus derechos sobre la ciudad.
Zetler y Raanan habían escogido ya su objetivo. La reputación, la importancia y la proximidad del pueblo que iban a conquistar les asegurarían esta victoria. Era una comunidad de canteros situada en la comarca oeste de Jerusalén: el pueblo árabe de Deir Yassin, hacia el que fue conducida Alia Darwish diez días antes para su boda.
Un pestilente hedor de cebollas podridas emanaba del viejo carguero que acaba de atracar en un muelle del puerto de Tel-Aviv. Los marchamos no podían mentir, ya que el cargamento se comprobaba por sus efluvios. El inspector británico de aduanas autorizó la descarga del Nora. Una nube de descargadores se cernió bien pronto sobre el puente. Al abrigo de toda mirada indiscreta quitaron la capa de cebollas para alcanzar las cajas que encerraban los millares de fusiles y varias decenas de ametralladoras checas. El mercante tan difícilmente fletado por Ehud Avriel llegaba en un momento providencial. La «Operación Nachshon» empezaría exactamente dentro de veinticuatro horas.
Desplegando toda clase de recursos para burlar la vigilancia de la Policía británica, los descargadores trabajaron como esclavos. Las cajas fueron cargadas en camiones bajo la protección invisible, pero atenta, de los grupos de choque de la «Haganah», y entregadas a toda prisa a las unidades que habían de tomar parte en la ofensiva.
Iska Shadmi recibió las suyas a la diez de la noche, sólo unas horas antes de su entrada en acción. Un nuevo problema se planteaba a su compañía de jóvenes reclutas; no tenían nada para limpiar la capa de grasa que envolvía los fusiles de Avriel. Como todos los combatientes de su generación, Shadmi había quedado impresionado por la lectura de Hombres de Pompillo, el relato de la conquista del Kazajstán. Había aprendido el arte de buscar siempre soluciones nuevas. Ordenó a los muchachos que sacrificaran sus calzoncillos en aras de la comunidad. Las chicas los utilizarían para desengrasar las armas mientras que ellos limpiaban con alambre los cañones.
Desde que se enroló en el «Palmach», era ésta la primera vez que Shadmi disponía de tantas municiones. Para transportarlas, aún debió improvisar y ordenar a sus tropas que transformaron sus calcetines en cartucheras.
Chaim Laskov, un veterano de la «Brigada Judía» que mandaba otra compañía de infantería, recibió un lote de ametralladoras «MG 34». Como ninguno de los soldados sabía manejarlas, corrió a despertar a un antiguo ametrallador del Ejército británico para que hiciera una demostración. Horrorizado, Laskov descubrió que las armas sólo disparaban un tiro cada vez: el automatismo no funcionaba. Mandó a Tel-Aviv a uno de sus lugartenientes con las ametralladoras y con la misión de encontrar un especialista capaz de repararlas. Mientras toda la compañía esperaba la orden de ataque, un armero de la «Haganah» desmontaba una a una las armas defectuosas y reparaba su mecanismo de tiro automático.
Las fuerzas judías, divididas en tres batallones de quinientos hombres, alcanzaron, finalmente, sus posiciones de partida sin demasiadas vacilaciones. El ataque se inició el 5 de abril a las nueve de la noche. El primer batallón ocupó rápidamente los pueblos árabes situados en la zona de partida de los convoyes, mientras que las fuerzas del segundo batallón se dirigían a las colinas para conquistar los pueblos que jalonaban la ruta a partir de Bab el Ued. Encontraron una encarnizada resistencia. Al no poder tomar Beit Mahsir y Saris, los hombres del «Palmach» debieron contentarse con ocupar algunas colinas entre los dos pueblos y la carretera, a fin de impedir a los habitantes que tendieran sus emboscadas.
En otro lugar, en el mismo momento, surgían otras dificultades. Tras haberse apoderado de la colonia de Motza, los árabes amenazaban con interceptar la carretera a la entrada de Jerusalén. Al atardecer, Shaltiel había enviado ya todas sus reservas para rechazarlos. Aquella noche se resignó a solicitar el concurso del grupo «Stern» y del «Irgún».
Pese a estos fracasos parciales, el inicio de la operación fue un éxito. Antes de medianoche, el funesto desfiladero de Bab el Ued y sus alrededores estaban en manos de los judíos. La orden de poner en camino aquella noche al primer convoy, fue enviada por radio a Kfar Bilu. El antiguo campamento británico hervía de conductores forzados, de mecánicos y de soldados judíos que se afanaban alrededor de los provisiones de mercancías extraídas de los depósitos de Tel-Aviv por Dov Joseph.
Para cargarlos en los camiones, la «Haganah» reunió un grupo de descargadores del puerto de Tel-Aviv. Todos eran originarios de Salónica. Aquellos hombrecillos fornidos y rechonchos tenían derecho a una ración especial de sardinas, de arroz y de queso. A la luz vacilante de las antorchas, repetían incansablemente los mismos movimientos. «Era como una cadena automática —recuerda maravillado, Yechezkel Weinstein, el dueño del restaurante de Tel-Aviv que preparaba las comidas para el campamento—. Un camión era cargado en cinco minutos. Dos jóvenes guitarristas acompañaban con su ritmo el trabajo de los hombres y sus melodías flotaban en la noche mientras en un perpetuo movimiento, los hombres cargaban los víveres destinados a Jerusalén».
Cuando un camión estaba cargado, partía a reunirse con la columna al pie de la carretera. Bar Shemer controlaba el orden de aquel conjunto extravagante. Había camionetas de las lecherías «Tnuvah»; «Bedford» y «Dodge» de tres toneladas; enormes «Mack» de diez toneladas de la sociedad de transportes «Shelev»; semirremolques «White» de la empresa de mudanzas «Hamenia»; camiones de fábrica; tractores con remolques, de los kibbutz; furgonetas de reparto. Todos los tamaños imaginables, todas las medidas, todos los colores estaban representados allí. La mayor parte ostentaban letreros publicitarios que pregonaban una marca de jabón, alimentos para lactantes, la carne kacher de un matadero de Haifa, los materiales de una cantera de Ramat Gan, los calcetines de una fábrica de Tel-Aviv. Los más ligeros eran colocados en cabeza. Todos iban provistos de un cable de acero a fin de poder remolcar a aquellos que tuvieran avería en la carretera.
Ni un faro, ni una lucecita. Para evitar toda tentación a los conductores de encender sus faros, Bar Shemer había hecho quitar todas las bombillas. En cada vehículo, el conductor, su ayudante y el mecánico, esperaban la señal de partida. Los soldados de escolta embarcaron a su vez. Iska Shadmi aterrizó sobre un cargamento de patatas. Rápidamente se procuró un refugio con una aspillera.
El convoy se deslizó a través de los naranjales, cuyo penetrante aroma llenaba la noche. Bar Shemer seguía, con la mirada, la larga columna «que se estiraba bajo la luna como una inmensa oruga». El flamante «Ford» azul de Harry Jaffe, el jefe responsable de los convoyes, rodaba en cabeza. La estrecha carretera asfaltada se prolongaba, plateada y recta, durante una decena de kilómetros. Cuando llegaba al pie de la abadía trapense de Latrun, cuyos campanarios e imponentes fachadas ocre emergían por encima de un bosque de olivos, torcía a la derecha y enfilaba, entre dos extensiones de viñedos, hacia la entrada del desfiladero de Bab el Ued. Bar Shemer no había tenido aún tiempo de remontar toda la columna tras la salida del último camión cuando oyó varias detonaciones. Comprendió que los vehículos de cabeza entraban en el valle.
Con gran enojo de Harry Jaffe, tres balas acababan de incrustarse en la carrocería de su «Ford» nuevo. Como quiera que ningún coche blindado protegía los vehículos de aquel primer convoy improvisado, Jaffe rogó al cielo que aquellos disparos aislados no presagiasen un ataque más serio. Desde su escondite, Iska Shadmi escudriñaba atentamente las sombrías arboledas de las laderas. No descubrió a ningún árabe. Harry Jaffe podía estar tranquilo. Salvo algunos francotiradores que habían escapado de los ataques del «Palmach», no había más fuerzas enemigas en los lindes de la carretera.
Rasgando la noche con el ronroneo regular de los motores, el convoy remontaba lentamente las colinas de Judea. Aún resonaban, cada vez más lejos, algunos disparos. Con sus neumáticos reventados, algunos vehículos prosiguieron su renqueante marcha. Otros dejaban escapar verdaderos géiseres de sus exhaustos radiadores. Jaffe y Bar Shemer vigilaban la columna como perros pastores, animando a gritos a los conductores de los vehículos averiados.
La noticia de la llegada de un convoy se extendió a través de Jerusalén como un reguero de pólvora. Pese a lo temprano de la hora, centenares de personas corrieron a reunirse en la parte baja de la avenida de Jafa. Había mujeres todavía con el peinador, escolares, fieles que salían de las sinagogas con su chal de oración sobre los hombros. Se llenaron de gente las ventanas, las terrazas y los balcones. Todos esperaban con respeto y gratitud.
Aplausos, aclamaciones y cantos acogieron la aparición del primer camión en la penumbra del amanecer. Estallaba toda la alegría de un pueblo desesperado, el alivio de un pueblo que tenía hambre. Aquella semana, el racionamiento de Dov Joseph sólo asignaba diez gramos de margarina, doscientos cincuenta gramos de patatas y un poco menos de carne seca por persona. Ni un solo camión había llegado desde hacía quince días. Y he aquí que un rumor sordo y tranquilizante anunciaba la potente oleada de un convoy. Decenas de camiones atiborrados de provisiones avanzaban, parachoques contra parachoques. Los ancianos lloraban. Las mujeres se subían a los estribos para abrazar a los conductores, los niños trepaban por los guardabarros con ramilletes de flores. Ante el hospicio sefardí, una anciana se precipitó hacia Yehudá Lash, el veterano de tantas escoltas, y le estrechó entre sus brazos.
De pie y triunfante sobre su cargamento de patatas, Iska Shadmi pensaba en todas las veces que había oído decir: «Seremos una nación el día que seamos fuertes». Ante aquel pueblo de Jerusalén agradecido, se dijo que había llegado aquel día. Incluso estaban emocionados los conductores que Bar Shemer había secuestrado. Al atravesar por entre aquella multitud exultante de felicidad, se olvidaron de que estaban allí obligados y a la fuerza y comprendieron que acababan de salvar a una ciudad.
Un recuerdo, sobre todo, permanecía grabado en las memorias de todos los que aclamaban el convoy aquella alegre mañana de abril. Sobre el parachoques de su «Ford» azul, el primero en entrar en la ciudad, Harry Jaffe había escrito cuatro palabras: «Si te olvido, Jerusalén…».