37

«NAOMI, ¡TU MARIDO HA SALVADO A JERUSALÉN!»

—¡Efta el Nar! (¡Fuego!).

El estruendo de la artillería árabe quebró el silencio de las colinas de Judea. Los cañones del capitán Ma'ayteh se desataban de nuevo sobre Jerusalén, esta vez para abrir a la Legión Árabe el camino hacia la ciudad. Con los motores en marcha, una columna de autocañones aguardaba en la oscuridad. Detrás, en sus camiones y half-tracks, los infantes del teniente Whalid Salam aguardaban impacientemente la orden de marcha. Salam, un beduino originario de Irak, solicitó el honor de que su compañía atacara en cabeza. Era el momento más memorable de la vida del joven Oficial. Iba a entrar por primera vez en la Ciudad Santa de Jerusalén.

Aplicando al pié de la letra las lecciones de sus instructores británicos, Ma'ayteh alargó progresivamente el tiro. Los obuses de sus cañones pronto cayeron sobre Mea Shearim, el barrio de los judíos piadosos y practicantes estrictos. Los morteros de 75 mm añadieron sus rugidos a continuación, y las calles se llenaron de gente aterrorizada. Sacados de sus camas por el cañoneo, corrían desesperadamente a la búsqueda de un refugio, o huían hacia el centro de la ciudad. Un terrible rumor corría ya de calle en calle: «Llega la Legión Árabe». Los habitantes del barrio no eran los únicos en ser presas del pánico. Sobrecogidos por el bombardeo, los soldados del «Irgún» que defendían los edificios de la Escuela de Policía, a la entrada de Sheij Jerrah, huyeron también.

El machaqueo del capitán Ma'ayteh se detuvo a las cuatro y medio de la mañana. Era el momento en que el último palmachnik abandonaba el barrio judío de la ciudad vieja. El mayor Bob Slade lanzó entonces a sus beduinos hacia Jerusalén. Desde el tejado de «Radio Palestina», desde donde había disparado toda la noche con su ametralladora checa, el hijo del rabino neoyorquino Carmi Charny los vio aparecer en la penumbra del amanecer. Tuvo un estremecimiento. Los autocañones rodaban majestuosamente hacia el corazón de Jerusalén «como si desfilaran».

Desde el tejado de Tipat Chalav, la lechería de Mea Shearim donde instaló su puesto de mando, Isaac Levi —el judío que cinco días antes expulsara a los árabes de Sheij Jerrah— también seguía la progresión de los blindados árabes. Una escena infinitamente más angustiosa atrajo su atención: dos autocañones bombardeaban la Escuela de Policía, provocando el desconcierto de los últimos hombres del «Irgún» que la defendían.

Sabiendo que esta deserción dejaba repentinamente sin defensa todo el norte de la ciudad, Levi desenfundó su revólver y se precipitó sobre los fugitivos. Bajo su amenaza, algunos regresaron a su puesto. Luego pidió a Shaltiel que le enviara urgentemente a Josef Nevo y su fuerza blindada.

Todavía mutilados por la batalla de la puerta de Jafa, los artefactos surcaron las calles de Mea Shearim en una estruendosa cabalgata. El joven esposo más desgraciado de Jerusalén acababa de hacer pintar a toda prisa en sus blindados la estrella de seis puntas del nuevo ejército de Israel. Esperaba que su aparición volvería a tranquilizar a los habitantes. A su vez, subió al tejado de Tipat Chalav para ver la progresión de los autocañones de la Legión Árabe. Observando su avance con sus prismáticos, sintió acelerarse los latidos de su corazón. «Si continúan avanzando como ahora —pensó—, estarán en Sión en menos de una hora». En los límites del barrio no había nada para detenerlos, exceptuando una frágil línea de postes mineros. Los autocañones caerían en la ciudad judía «como un cuchillo en una pastilla de mantequilla». La Legión Árabe gozaba de tal reputación entre los judíos, que una penetración tan rápida sólo podría confirmar los peores temores de la población y provocar una verdadera psicosis de derrota. Un detalle atrajo, sin embargo, la atención de Josef Nevo. Le pareció que la fuerza enemiga violaba una de las reglas esenciales de la táctica militar británica. Contrariamente a lo que él mismo aprendió en el Ejército inglés, la infantería seguía a los blindados en vez de precederles. Eso sólo podía significar dos cosas, pensó: o los oficiales británicos de la Legión Árabe temían exponer a los infantes beduinos, o bien creían que la «Haganah» no poseía armas anticarro.

Pero Josef Nevo estaba convencido de que la suerte de Jerusalén iba, en realidad, a depender de la observancia de otro principio de la táctica británica: el que decía que las tropas consolidasen sus primeras conquistas antes de proseguir su avance. Si los legionarios lo respetaban y aseguraban sus posiciones en Sheij Jerrah antes de ir más lejos, la «Haganah» dispondría de varias horas para organizar una prematura defensa y salvar, posiblemente, a Jerusalén. En caso contrario, Nevo no podría detenerles, y toda la nueva Jerusalén les estaría abierta. El joven oficial telefoneó a Shaltiel para informarle de sus conclusiones. La respuesta del comandante en jefe fue inmediata. Le nombró jefe del sector.

—Detenga a la Legión —le ordenó.

Nevo escogió por ayudante, entre los desamparados oficiales del puesto de mando, al que le pareció más enérgico, y envió a los demás a sus puestos de combate. Luego recorrió el barrio para hacer balance de las escasas fuerzas con las que debía impedir un desastre.

A trescientos metros de Mea Shearim, en el jardín de un seminario americano donde estaba emboscado, el profesor Baghet Abu Garbieh, el jefe árabe cuya resistencia inquietó realmente a la «Haganah» en ese sector, se preguntaba de qué bando procedían los obuses que caían en torno a él. Descubrió entonces la imponente columna de blindados árabes que se dirigía hacia la ciudad. Lanzó un grito de satisfacción. Luego, sus ojos, pesados de fatiga, repararon en una rosa. El feroz guerrero árabe la recogió y la colocó con precaución en el cañón de su metralleta. El destino de Jerusalén, pensó con alivio, reposaba ahora en manos mejor armadas que las suyas.

Descubriendo los tejados de Jerusalén, el teniente beduino Whalid Salam se arrodilló y besó tres veces la tierra, dando las gracias fervorosamente a su Dios único y misericordioso. Idéntica corriente mística atravesó a sus hombres. La Ciudad Santa les atraía como un imán. Conducida por el mayor Slade, toda la columna aceleró. Se detuvo solamente dos veces, el tiempo necesario para que la artillería volara dos barricadas anticarro.

Tranquilizado por la desbandada de los defensores de la Escuela de Policía, Slade estaba confiado. «Estamos a punto de tener una hermosa batallita», pensó placenteramente. En la primera curva en Sheij Jerrah encontró, sin embargo, una gran barricada de piedras, maderos y alambradas. El inglés saltó a tierra para ayudar a sus beduinos a desmantelarla. Una explosión pareció entonces abrir el suelo bajo sus pies. Un obús de uno de sus morteros cayó demasiado cerca. Con la espalda acribillada por la metralla, Slade se desvaneció. Tras él, el cuerpo vuelto hacia Jerusalén, otro oficial yacía muerto. El teniente Whalid Salam no conocería la ciudad que enardeció sus sueños de niño en los desiertos del Irak.

Desde un tejado de Mea Shearim, Josef Nevo vio con estupefacción cómo se inmovilizaba la columna árabe para después regresar hacia las colinas de donde había venido, tal como si se hubiera desorganizado súbitamente. La brutal desaparición de dos de sus principales oficiales detenía de golpe el impetuoso, ataque de la Legión Árabe. Esa retirada inesperada daba a Josef Nevo la oportunidad que no creía tener: tiempo.

En la calle de los Judíos en la ciudad vieja, un soldado de la «Haganah» levantó prudentemente la cabeza por encima de su trinchera para observar la puerta de Sión. Creyó distinguir dos keffiehs rojos y blancos en las almenas de la torre.

—¡Eh, muchachos! —se asombró mostrando la torre a sus camaradas—, ¿están los árabes allá arriba?

Como la mayoría de los defensores del viejo barrio, el soldado Pinchas el Fuerte ignoraba que el comando del «Palmach» procedente del exterior hubiera partido tras su penetración. El silbido de una bala por encima de su cabeza le llevó la respuesta. Eran árabes. Curada su herida, el capitán Mahmud Mussa regresó al amanecer a la ciudad vieja con el resto de su compañía. Ordenó, en principio, a sus legionarios que volvieran a ocupar la puerta de Sión y que acentuaran su presión sobre todo el barrio. Pinchas el Fuerte y sus compañeros pronto debieron replegarse tras una barricada de sacos terreros que obstruía la calle de los Judíos. Refuerzos llamados a toda prisa se apostaron en los porches, tiendas, en los tejados, para intentar detener el avance de los legionarios. Corriendo como gatos por entre los disparos, los niños judíos acudían con montones de granadas fabricadas por Leah Wultz, la esposa del violinista que confeccionaba los detonadores. Desde los tejados y terrazas, otros niños indicaban a los tiradores los blancos enemigos. Sus agudas voces estriaban el crepitar de las balas como los gritos de las gaviotas en el estruendo del oleaje.

Motke Gazit, al que la retira a precipitada del «Palmach» dejó en el barrio con su tropa de civiles, corrió también hasta la calle de los Judíos. Sorprendidos por esa feroz resistencia, los legionarios se vieron obligados a aflojar su presión y retrocedieron. Deseando observar su repliegue, Gazit se encaramó al tejado de un Talmud Torá: una de las innumerables escuelas religiosas del barrio. Cuando alcanzaba el tejado, oyó gritar a una mujer:

—¡Atención!

Demasiado tarde. Una bala le hirió en pleno pecho. Vio manar un chorro de sangre y se derrumbó. Antes de perder el conocimiento, un pensamiento muy sencillo le inundó el espíritu: ¿era ése el último instante de su vida, o iba a despertar en la cama de un hospital?

Al otro lado de las murallas, en una habitación de la ciudad nueva, las mil piezas de una ametralladora checa estaban esparcidas sobre una cama. Como soldado disciplinado, el hijo del rabino neoyorquino Carmi Charny la desmontó tras una noche de disparos. Se aprestaba a limpiarla cuando le llamó una voz.

—Lleva rápidamente tu ametralladora a Mea Shearim; la Legión Árabe va a atacar —le gritaron.

Charny intentó, en vano, encontrar los gestos del especialista que le ayudó a montar el artefacto la tarde anterior. A cada instante, los golpes a su puerta le apremiaban a apresurarse. Confesando su fracaso, acabó por abrir su puerta y reclamó, una nueva vez, la ayuda del antiguo armero del Ejército Rojo.

Josef Nevo sabía que no disponía de los efectivos necesarios para mantener un frente continuo en torno a Mea Shearim, y esa ametralladora le era indispensable. El joven oficial lo arriesgó todo en una hipótesis. Apostó a que la Legión Árabe atacaría aún por el mismo orden: los blindados primero, y, a continuación, la infantería. Preparó, por consiguiente, a sus fuerzas para el asalto de los autocañones. Los vehículos sólo disponían de dos ejes de posible penetración. Uno pasaba ante la Escuela de Policía, al norte de Mea Shearim. Era el camino más corto para descender a continuación hacia el centro de la Jerusalén judía. El otro, tras la travesía de Sheij Jerrah, torcía en dirección a Mea Shearim por una larga avenida que franqueaba la encrucijada de la casa Mandelbaum. Por allá, creía Nevo, llevaría la Legión Árabe el esfuerzo principal de sus blindados. En consecuencia, repartió sus fuerzas en esos dos ejes, agrupando todas sus armas anticarro frente a la casa Mandelbaum. Dejaba el centro virtualmente sin protección.

La encrucijada Mandelbaum estaba sostenida por los jóvenes soldados del «Gadna», que celebraron el último sábado, entre los disparos, en su punto de apoyo transformado en sinagoga improvisada. Su jefe, Jacob Ben Ur, les apostó ante todas las aberturas del segundo piso con sus provisiones de cócteles Molotov. Cuando cayera la noche, Nevo emboscaría a su alrededor a lo mejor de sus deshechas fuerzas: sus dos autoametralladoras, dos bazookas y su único «David-ka». Hizo minar los edificios a fin de interceptar la avenida con sus escombros y cortar toda retirada a los primeros autocañones.

Sólo le quedaban dos autoametralladoras para guardar la otra vía de acceso. Caso de que los blindados la eligieran, sus servidores deberían «salir del apuro aguantando solos». Guardaba en reserva a Carmi Charny y su ametralladora checa —montada al fin—, y los utilizaría una vez revelados los objetivos de la Legión Árabe.

Hacia medianoche, terminados sus preparativos, Josef Nevo reunió a sus hombres a la luz de las velas en el sótano de su puesto de mando y les expuso sus planes para la batalla del día siguiente. Se abstuvo, sin embargo, de confiarles sus temores: si la Legión Árabe lanzaba su infantería por el centro de su dispositivo, o si atacaba al mismo tiempo sobre los dos ejes, no podría detenerla. Escuchándole dar sus últimas instrucciones, Charny se maravilló de la calma y tranquilidad del joven oficial. Pese a ello, recuerda que «aquella noche reinaba allá una atmósfera de angustia». Se dijo que el aire tranquilo de Nevo debía ser «la calma de la desesperación».

Los morteros del capitán Ma'ayteh volvieron a machacar sistemáticamente Mea Shearim mucho antes de las primeras luces del alba. Los habitantes, que regresaron a sus casas la víspera, tras la tranquilizadora aparición de las dos autoametralladoras judías, fueron de nuevo presas del pánico. Algunos huyeron sin esperar siquiera al día. En el sótano de su puesto de mando, donde intentó dormir algunas horas, Nevo fue despertado por la primera explosión. La tregua que le ofreció la Legión Árabe había terminado.

En las alturas que dominaban Mea Shearim, el mayor John Buchanan, que sustituyó a Slade tras ser herido éste, reunía a sus beduinos para lanzarles una vez más sobre la ciudad. En el autocañón de cabeza, el teniente Mohamed Neguib hervía de impaciencia. Observador de artillería, era esperado urgentemente en el centro de la ciudad para regular los tiros árabes. Su conductor, Mohamed Abdullah, compartía su impaciencia. Aunque jamás había estado en Jerusalén, estaba seguro de encontrar el camino. Tras la curva cerrada de Sheij Jerrah, sabía que debía enfilar derecho hacia la puerta de Damasco y las murallas.

Josef Nevo contemplaba los autocañones que descendían tranquilamente hacia Sheij Jerrah, «como si quisieran tomar todo su tiempo». «Intentan darnos miedo —pensó—. Se creen invencibles».

Auténtico terror fue lo que sintieron los treinta soldados dejados en reserva en su puesto de mando ante la aproximación de los blindados árabes. Algunos temblaban de tal forma, que ni siquiera podían levantarse. Todos se negaron a abandonar su refugio.

Nevo desenfundó su revólver.

—¡Salid de aquí antes de que cuente tres, o disparo! —dijo apuntando su arma contra el primero de ellos.

Cuando todos estuvieron fuera, Nevo los puso firmes y les arengó. Como para darse ánimos, entonaron la Hatikvah. Temblorosas al principio, las voces pronto fueron confiadas y Nevo pudo conducir a su pequeña tropa hacia las posiciones de combate.

Instantes después, estaba de regreso.

—¡Ahora te toca a ti! —le dijo a Charny.

El joven americano sintió encogerse los músculos. Con su pesada ametralladora a la espalda, el hijo del rabino neoyorquino seguía a su jefe. Detrás de él, dos compañeros llevaban las cintas de balas. Nevo sabía ahora que la Legión Árabe no atacaría en el eje donde tan sólo apostara dos ametralladoras. Quería, sin embargo, intentar interceptar los blindados antes de que se empeñaran en el otro eje. Condujo a Carmi Charny y a sus dos sirvientes a un terreno colindante al camino por donde desembocarían los autocañones color de arena.

—Arrastraos tan lejos como podáis y tumbaos —les dijo—. Cuando lleguen, disparad como locos. Es necesario que imaginen que tenéis todas las municiones del mundo.

Charny intentó no pensar. Tenía miedo, y cada uno de sus movimientos le exigía un inmenso esfuerzo de voluntad. Se detuvo para reponer el aliento en el cercado de alambradas que señalaba la entrada a la parte más expuesta del terreno.

—¡Adelante de nuevo! —gritó Nevo.

Charny continuó arrastrándose. Puso, al fin, el cañón de su arma sobre una piedra. Gruesas gotas de sudor le recorrían la espalda e inundaban las palmas de sus manos. Su respiración era jadeante. Todos sus sueños de niño judío se confundían en la enorme pesadilla que era la sensación de encontrarse bruscamente en una especie de tierra de nadie entre la vida y la nada. Las balas silbaban por encima de su cabeza y oyó un gemido detrás de él. Se volvió. Uno de sus compañeros estaba tumbado sobre la espalda, con la boca abierta y la cabeza hendida como por el cuchillo de un carnicero.

Esta muerte tuvo un efecto inesperado sobre el irreprimible miedo del joven judío americano. «Eso es —pensó— lo peor que puede llegar». De repente, se sintió tranquilo y relajado. Ya no tenía miedo.

Entonces, aparecieron dos autocañones árabes. Estaban tan próximos y su marcha era tan lenta, que Charny distinguía la marca de fábrica escrita en los neumáticos. Tal como le había ordenado Nevo, disparó una larga ráfaga. «Con una lucidez total y fanática», veía sus balas estrellarse contra el blindaje y los neumáticos.

Otros judíos veían, en el mismo instante, perfilarse los autocañones. En el segundo piso de la casa Mandelbaum, uno de los muchachos del «Gadna» gritó:

—¡Allá están!

Los jóvenes combatientes que rezaron seis días antes para que la paz descendiera sobre Jerusalén, empuñaron sus cócteles Molotov. Su jefe, Jacob Ben Ur, contaba uno a uno los blindados. Con terror creciente, los muchachos repetían cada cifra.

—¿Cuántos proyectiles hay para el bazooka de la planta baja? —preguntó uno de ellos cuando la cuenta sobrepasó los diez.

—Tres —respondió alguien.

—¡No, siete! —rectificó otro.

Sólo hubo un breve suspiro de alivio: Ben Ur reveló que había, al menos, diecisiete autocañones en la carretera de Sheij Jerrah.

Justo en la esquina de la casa Mandelbaum, Mishka Rabinovich, un judío ruso que sirvió en el Ejército británico, estaba agazapado con un bazooka detrás de un montón de piedras frente a la avenida San Jorge. Disponía de siete proyectiles, pero la «Haganah» carecía, aquella mañana, de uno de sus principales triunfos: la precisión de tiro de su mejor artillero. Varios días antes, la prematura explosión de un obús de «Davidka» arrancó una parte de la mano derecha de Rabinovich. Debió huir del hospital para acudir a la llamada de Nevo.

Privado de poder maniobrar él mismo el bazooka, intentaría, al menos, dirigir el tiro. Ordenó al joven polaco que dispararía en su lugar, que lo apuntara hacia un indicador que señalaba: «Jerusalén, 1 kilómetro». Luego precisó:

—Cuando el primer autocañón te oculte el indicador, dispara.

Desde el tejado de su puesto de mando, Nevo observaba la «lenta y majestuosa columna, tan segura de su poderío». Un autocañón apareció en la bifurcación en el extremo de la avenida San Jorge. Pareció dudar. En vez de continuar recto hacia la puerta de Damasco, torció finalmente hacia la derecha, a la avenida. Nevo sintió un nudo en su garganta. El blindado se dirigía hacia su trampa. En su prisa por penetrar en la Ciudad Santa, el conductor de Mohamed Neguib, el observador de artillería árabe, acababa de equivocarse de camino. Su error tendría graves consecuencias.

La potente columna de blindados árabes no conquistaría, en efecto, aquella mañana la menor parcela de la Jerusalén judía. El mayor Buchanan ordenó a sus soldados beduinos alcanzar solamente la puerta de Damasco para establecer su unión con las fuerzas de Abdullah Tell que ocupaban las murallas de la ciudad vieja.

Viendo aproximarse al autocañón, Rabinovich tuvo una sensación de euforia. «Soy un portero de fútbol el día de un campeonato del mundo», se dijo. Contuvo su respiración. A su lado, el joven polaco presionó el gatillo. El proyectil salió. Alcanzado como por un latigazo, el autocañón rué proyectado contra la cuneta de la avenida. «Aquello fue entonces el infierno», recuerda Nevo. El error de itinerario del conductor desencadenó la acción que esperaba el oficial judío, pero que no entraba en los planes árabes. Media docena de blindados aparecieron en ayuda del autocañón tocado. El teniente Neguib yacía, muerto, en el fondo de la torreta. Su conductor iba también a pagar su error. Desde la ventana de un hotel vecino, el periodista inglés Eric Downtown lo vio izarse fuera de su escotilla, grotesco enano con las piernas reducidas a jirones sanguinolentos, para expirar instantes después sobre los adoquines de la avenida.

Desde su autoametralladora «Daimler» robada a los ocupantes británicos, el judío Reuven Tamir también vio llegar la jauría. Sólo después de haber disparado su tercer obús pudo lanzar un rugido de alegría. Las llamas envolvían, finalmente, la torreta del segundo blindado árabe.

Una batalla encarnizada estalló en torno a la casa Mandelbaum. La infantería árabe se lanzó hacia delante. Cuando los keffiehs blancos y rojos llegaron al pie de su edificio, los jóvenes del «Gadna» tiraron los cócteles Molotov que les quedaban. Por una de las ventanas, su jefe, Jacob Ben Ur, descargó su único fusil ametrallador. Apostada detrás de otra abertura, su novia, Sarah Milstein, hija de una de las familias más religiosas del barrio, vio aparecer a un legionario en el punto de mira de su fusil. Jamás había utilizado un arma: era enfermera. «No puedo matarle», se dijo. Apuntó su fusil a la acera, a los pies del legionario. El árabe dio media vuelta. Aliviada, dejó su fusil.

Sorprendidos por la aspereza de la resistencia, los beduinos aflojaron pronto su presión. Se retiraron para reagruparse y proseguir su avance hacia su objetivo real: la puerta de Damasco. Cuando los autocañones rescatados comenzaron a dar media vuelta, salieron gritos de alegría de todas las ventanas de la casa Mandelbaum.

Aunque las minas que debieron hacer saltar las casas y encerrar en la trampa a los asaltantes no hubiesen funcionado, Josef Nevo vio también partir con alivio al enemigo. La potente fuerza blindada de Glubb Pachá dejaba tres restos tras de sí.

El anuncio de esta victoria se extendió en escasos minutos por toda la Jerusalén judía. Su importancia psicológica era incalculable. Un puñado de muchachos hizo desandar el camino al enemigo más temido por los judíos: los blindados de la Legión Árabe. Ese éxito reanimaba los desfallecientes ánimos y devolvía a los judíos una confianza que sería preciosa durante las jornadas sucesivas. Nada podía describir mejor su impacto como la forma en que lo supo la joven esposa de Josef Nevo. Una de sus amigas corrió a su casa llorando de alegría.

—¡Naomi, Naomi —gritó arrojándose en sus brazos—, tu marido ha salvado a Jerusalén!

Oh, Jerusalén
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