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«¿EN QUÉ RELOJ MIRA USTED LA HORA?»
La noche era negra y tranquila. En alguna parte, en el silencio de un edificio ubicado en una de las siete colinas de Ammán, un hombre se levantó del colchón, tendido en el suelo sobre el que estaba acostado, y desplegó su alfombrilla de oración. Eran las cuatro de la mañana del 17 de mayo. El rey de Transjordania comenzaba una nueva jornada renovando su solitario diálogo con el Dios del que uno de sus lejanos antepasados fue el profeta.
Fue bruscamente interrumpido por la irrupción de su ayudante de campo, Hazza el Majali, trastornado por la llamada telefónica que acababa de recibir de Jerusalén. Al otro extremo del hilo, la voz, sacudida por sollozos, de Ahmed Hilmi Pachá, un miembro del Alto Comité Árabe residente en la ciudad, suplicó: «¡En nombre de Dios, que Abdullah acuda en nuestra ayuda para salvar a Jerusalén de un seguro aniquilamiento!».
Era la segunda llamada que el ayudante de campo recibía de Hilmi aquella noche. Coronaba el torrente de súplicas que se abatió sobre Ammán durante las últimas veinticuatro horas.
—Si no envía usted tropas, la bandera judía ondeará sobre la tumba de su padre —dijo incluso al rey un habitante de Jerusalén.
Abdullah no permanecía insensible a tales advertencias. Si estaba resignado al reparto de Palestina, la internacionalización de Jerusalén le causó una pena tan viva como a Ben Gurion. Sólo las constantes presiones de Gran Bretaña, cuyos subsidios y apoyo eran indispensables para el mantenimiento de su trono, le retuvieron, hasta el momento, de enviar a sus beduinos en socorro de la Ciudad Santa. Pero la pérdida de la ciudad acarrearía un terrible golpe a su persona y a su prestigio. «¿Para qué poseer el mejor ejército del Oriente Medio —se preguntaba— si mis soldados no pueden defender uno de los lugares más sagrados del Islam?».
E1 palacio de Abdullah no era el único lugar donde aquella noche se discutía la suerte de Jerusalén. En los alrededores de Ammán, en el campamento militar de Zerqa, donde pasaban la noche, los principales dirigentes de los países árabes fueron despertados por otra llamada de socorro. Un mensajero acababa de llegar de Jerusalén para anunciar que la ciudad iba a caer si no intervenía la Legión Árabe. Se escaseaba trágicamente de municiones, y la pérdida de casi todos los barrios árabes de la ciudad nueva dañó terriblemente la moral. Si los judíos desencadenaban un solo gran ataque, «toda Jerusalén sería de ellos».
En el salón de su villa, Azzam Pachá intentaba determinar un plan de acción con sus colegas, en pijama y pantuflas. Una extrema tensión, subrayada por numerosas voces, animaba su reunión. Azzam se dirigió, finalmente, hacia Abdul Illah, príncipe regente de Irak y sobrino de Abdullah.
—Si no va usted inmediatamente a convencer a su tío para que envíe sus fuerzas a Jerusalén —amenazó—, y si Jerusalén cae por falta de su intervención, haré saber al mundo entero que los hachemitas son unos traidores, aunque yo deba acabar por eso en el extremo de una cuerda.
Todos se vistieron y subieron a los vehículos para acudir a Ammán a obligar al rey a intervenir.
En el mismo instante, una bombilla se iluminaba en una pequeña casa de la capital de Transjordania. El Primer Ministro, Tewfic Abu Huda, se levantó, se puso un batín y se creyó víctima de una alucinación. Estaba acostumbrado a los gestos imprevisibles de su soberano, pero no estaba preparado para verlo surgir en plena noche en su habitación. Reuniendo sus ideas, el estadista respondió a su jefe, venido a hacerle partícipe de sus temores, de que toda intervención en Jerusalén sólo podría violar el acuerdo concluido con los ingleses. La entrada de la Legión Árabe en Jerusalén provocaría, además, un verdadero tumulto en las Naciones Unidas.
Estas palabras dejaron perplejo al rey. Tenía a bien ser el descendiente del Profeta, su ejército estaba mandado por un inglés y, por impaciente que estuviese en acudir en ayuda de Jerusalén, Abdullah no estaba aún listo para desafiar abiertamente a la única nación que tenía por aliada.
De regreso a su palacio, taciturno, encontró a sus colegas de la Liga Árabe. Azzam Pachá no dudó en repetir la amenaza que acababa de dirigir al regente de Irak. Pero como era a Abdullah a quien se dirigía el egipcio, añadió:
—Si la Legión Árabe salva Jerusalén, no haré ninguna objeción en que sea usted proclamado rey de Jerusalén, y yo mismo colocaré la corona en su cabeza, haciendo esto contra la voluntad de mi soberano.
El reyecito saltó de su butaca y lo abrazó.
—No quedará usted decepcionado —prometió.
En Jerusalén, el oficial Natanael Lorch miraba sospechosamente los cinco cigarrillos «Four Squares» colocados ante él. Al ser la ración diaria sólo de tres cigarrillos, el joven se dijo que debería pagar el precio de ese favor. No había expelido una sola bocanada cuando fue llamado al Cuartel General de Shaltiel. Allá, en compañía de otros oficiales, descubrió el papel que le aguardaba en el asalto contra la puerta de Jafa, que permitiría a las fuerzas judías conquistar la ciudad vieja.
Fue una conferencia «muy solemne y ceremoniosa», contaría Lorch. Fresco y embutido en su uniforme cuidadosamente planchado, Shaltiel escuchaba a Efraim Levi —el hombre al que, finalmente, eligió para dirigir su ataque— explicar la operación sobre un plano de la ciudad vieja. Levi dijo en principio que «era una locura querer entrar a la fuerza en la ciudad vieja por un pequeño orificio que conducía a un túnel que nadie sabía exactamente si existía». Luego, reflexionando, quedó, finalmente, convencido de que, pese a las grandes pérdidas que sufrirían, acabarían por pasar de una forma u otra.
Mientras el «Irgún» y el grupo «Stern» atacarían la puerta Nueva, y el «Palmach» el monte Sión, dos secciones de la «Haganah» aguardarían ocultas en el inmueble Tannus, frente a la puerta de Jafa. Cuando los zapadores hubieran volado con un torpedo bengalore la reja al pie de la ciudadela, se lanzarían hacia el túnel bajo la protección de los tres blindados de Josef Nevo. Una vez en el interior, la primera sección se apoderaría de la torre noroeste que controlaba la puerta de Jafa, mientras que la segunda —la de Lorch— ocuparía la del sudeste y, luego, la comisaría de Policía, situada justamente detrás.
Cuando acabó el joven oficial, David Amiran, el marido de la arqueólogo que reveló a Shaltiel la existencia del túnel, hizo una exposición sobre la arquitectura de la ciudadela. Escuchándole, Lorch pensó que jamás había experimentado tanto interés por el estudio de los monumentos antiguos. Luego, Shaltiel presentó a los jóvenes oficiales una bandera de su nuevo Estado:
—Mañana por la mañana —les prometió—, los colores de Sión ondearán en la cima de la torre de David.
Sir John Glubb leyó atentamente el mensaje que figuraba en una de las hojas de papel rojo utilizadas por la Legión Árabe para sus comunicaciones urgentes. «Su Majestad el rey ordena a sus tropas trasladarse en dirección a Jerusalén —decía—. Pretende así intimidar a los judíos e incitarlos a aceptar una tregua en Jerusalén».
Media hora más tarde, a mediodía, Glubb recibía un segundo cablegrama. Más claramente aún, el rey expresaba sus intenciones y mostraba que osaba ir muy lejos: «Extremadamente inquieto —deseaba hacer una demostración de fuerza— por aliviar la presión sobre los árabes y obligar a los judíos a aceptar una tregua en Jerusalén, Su Majestad espera una rápida acción —concluía el mensaje—. Haga saber sin demora que la operación ha comenzado».
Desde hacía cuarenta y ocho horas, Glubb se oponía tanto al rey como a la mayoría de sus ministros. La idea de marchar sobre la ciudad le inspiraba una repugnancia «a la vez militar y política». Aparte que ese hombre del desierto experimentaba un instintivo desprecio por los árabes de las ciudades, consideraba a los jefes militares árabes de Jerusalén como un amasijo de incapaces medio histéricos, más aptos para aumentar las fuerzas del adversario que para utilizar bien las suyas. En todas partes, en el resto del frente, su deseo se hacía realidad: sólo dirigía un «simulacro de guerra». Su Legión se encontraba en Palestina desde hacía dos días y no había tenido que empeñarse en una sola acción de importancia. La mayoría de sus regimientos no habían disparado un solo cartucho.
Era preciso, sin embargo, pagar el precio de esta feliz inacción, un precio que se elevaba de hora en hora.
—Y nuestras victorias, ¿dónde están? —comenzaba a gritar el pueblo de Ammán, excitado por los boletines de victoria de todas las radios árabes.
Los legionarios a los que el mismo rey gritó: «¡Adelante, hacia Jerusalén!», unían sus voces a las de la multitud. Los orgullosos beduinos que atravesaron Transjordania transportados por las aclamaciones populares, veían ahora sus campamentos invadidos por mujeres que los trataban de cobardes y hombres que se burlaban de ellos. Algunos oficiales hicieron huelgas de hambre. El número de deserciones hacia las filas de los partisanos se acentuaba de manera inquietante. Una unidad amenazaba con amotinarse, y en todas las demás, las relaciones entre oficiales árabes e ingleses eran tirantes en extremo. Cuando el coronel Ashton cometió la torpeza de invocar el ejemplo de la India en una discusión con sus subordinados, obtuvo una respuesta que resumía bien los sentimientos que comenzaban a experimentar la mayoría de oficiales árabes.
—La India no era su país, y éste es el nuestro —le replicó agriamente su adjunto, el teniente Ali Abu Nuwar.
Pese a esas presiones, Glubb permaneció firmemente decidido a guardar sus fuerzas fuera de Jerusalén. Se aferraba a la esperanza de que la comisión consular podría aún imponer un alto el fuego y salvar de la quiebra el plan de internacionalización. Más que nunca, estaba obsesionado por el temor de comprometer a sus preciosas tropas en una batalla callejera. Pero no podía descuidar completamente las instrucciones del rey. También decidió recordar a los judíos de Jerusalén la potencia del ejército acampado en las colinas de Judea, cerca de sus murallas. Ordenó la inmediata puesta en batería de uno de los cañones del 88 comprados con los subsidios suplementarios que obtuvo en Londres. Quizá —como esperaba Abdullah— algunos obuses de esta pieza mayor lograrían calmar la agresividad de los dirigentes judíos de la ciudad y evitarle hacer entrar a su ejército en Jerusalén.
Natanael Lorch estaba emocionado. Las buenas madres judías de Jerusalén, comenzando por la suya, sacrificaron sus menguadas raciones a fin de preparar centenares de bocadillos para sus famélicos conciudadanos del barrio judío de la ciudad vieja. Además del peso de las municiones, del agua y de los medicamentos, que ya los aplastaban, Lorch recibió la orden de hacer transportar un morral lleno de bocadillos por cada uno de sus hombres.
El ataque que permitiría entregarlos a sus destinatarios no se presentaba con los mejores auspicios. Mientras alcanzaba sus posiciones de salida, la sección de Lorch fue cogida bajo el fuego de una ametralladora árabe.
—¡El Cuartel General aseguró que los árabes no tenían armas automáticas! —gritó un soldado.
—¡El Cuartel General no puede equivocarse! —replicó irónicamente uno de sus camaradas—. ¡Eso no es una ametralladora, sino diez árabes que disparan uno detrás de otro!
Los hombres saltaron de los autobuses y atravesaron las desvastadas callejuelas del Centro Comercial para alcanzar el edificio Tannus, frente a la puerta de Jafa. Una bala alcanzó a un soldado en plena cabeza. Inquieto por el efecto que esta muerte pudiera producir en la moral de sus jóvenes reclutas, Lorch se apresuró a depositar el cuerpo en un rincón de la casa, asegurando que sólo estaba desmayado.
Contemplando la ciudad desde lo alto de la colina Nebi Samuel, el árabe Mohamed Ma'ayteh sintió que lo invadía una extraordinaria emoción. El oficial de artillería de la Legión Árabe sólo vino a Jerusalén una vez, cuando, sobre su blanco caballo Sebha, desfiló por las calles, donde el pueblo aclamaba la victoria británica de El-Alamein. Ahora, por orden de Glubb, iba a abrir fuego sobre la ciudad, comprometiendo así a la Legión Árabe en la guerra por Jerusalén.
Desde hacía tres días, gruñendo cerca de sus cañones, sus hombres aguardaban la hora de batirse. Al gritar «¡fuego!», Ma'ayteh experimentó una tremenda sensación. «Soy el primer legionario en combatir por Jerusalén» pensó. Enervado por ese pensamiento, envió ocho disparos sobre la ciudad —dos veces el número de obuses autorizados— antes de que apareciese un capitán británico, que le ordenó el cese del fuego.
Mientras los primeros obuses rugían en el cielo de Jerusalén, otro oficial de la Legión Árabe se personaba en la emisora de «Radio Palestina» en Ramallah. Alargó una hoja de papel a Raji Sayhun, su redactor jefe. Era el primer comunicado de guerra de la Legión: «La artillería de la Legión Árabe acaba de bombardear las posiciones judías de Jerusalén —decía—. Este bombardeo no cesará hasta que la bandera cuatricolor de la Palestina árabe ondee sobre toda la ciudad».
Contrariamente a las esperanzas de Glubb y de Abdullah, se necesitarían más de ocho obuses para quebrantar la resolución de la «Haganah». De todas formas, David Shaltiel tenía aquel día preocupaciones mucho más importantes que un simple bombardeo de artillería. Esperaba liberar la próxima noche el barrio judío asediado. Informados de que los judíos del viejo barrio sólo se rendirían a las fuerzas regulares de la Legión Árabe, los partisanos reemprendieron sus ataques con renovada energía. Los diferentes Consulados intervinieron cerca de la «Agencia Judía», con la esperanza de que ésta pudiera doblegar la obstinación de los asediados. Esta revelación causó una viva sorpresa en el Estado Mayor de Shaltiel, donde se ignoraba todo sobre las negociaciones de rendición iniciadas por los responsables del barrio, que se preparaban a liberar atacando la puerta de Jafa.
El barrio sólo conoció durante esta nueva jornada, según las palabras de uno de sus defensores, una «sucesión de desastres». Los dinamiteros de Fawzi el Kutub se apoderaron de una primera sinagoga en la zona noroeste. Uno de ellos, en lo alto de la cúpula, llamó a sus compatriotas para que acudieran a contemplar su conquista. Una bala lo abatió como un bolo. Para vengarlo, El Kutub atiborró la sinagoga de explosivos y la redujo a polvo. Incapaces de desencadenar un ataque concertado, los árabes saqueaban e incendiaban los edificios que tomaban, lo que les impedía penetrar a la fuerza en el centro del barrio. Pese a su agotamiento, los judíos continuaban ofreciendo una feroz resistencia, cediendo el terreno sólo metro a metro. Su jefe, Moshe Russnak, se había recuperado ante la firme actitud de sus subordinados. Sin embargo, las promesas recibidas de la ciudad nueva en respuesta a las llamadas de angustia, no elevaban apenas la moral de los combatientes. Determinadas promesas anunciaban de hora en hora la llegada de refuerzos, y uno de los mensajes aseguraba incluso que en una hora y media los asediados serían liberados. Pero ninguna de esas palabras de esperanza se cumplió. Al final de la tarde, los defensores informaron secamente a Shaltiel que, pronto, todo socorro sería inútil. «Ahora es cuando lo necesitamos —decía el mensaje—. Hace treinta y seis horas que usted nos promete liberarnos en una hora y media. ¿En qué reloj mira usted la hora?».
En el patio del «Orfelinato Schneller», Bobby Reisman, el antiguo paracaidista americano al que el amor por una judía de Jerusalén abocó a una nueva guerra, conversaba tranquilamente con su amigo Moshe Salamon ante la puerta de un autobús blindado. Dentro de pocos minutos, uno de los dos subiría al autobús para conducir a sus hombres hacia el punto que prometía ser el más expuesto en el ataque a la puerta de Jafa: la entrada del túnel al pie de la ciudadela. Ni Reisman ni Salamon creían mucho en la suerte de la operación.
—Supón, incluso, que lleguemos a entrar —dijo Salamon—. ¿Qué haremos entonces? No aguantaremos ni diez minutos.
Salamon sacó un chelín de su bolsillo y dijo:
—Cara, voy yo. Cruz, tú.
Lanzó la moneda. El paracaidista al que la guerra en Europa sació de heroísmo, lanzó un suspiro de alivio. Él no lucharía aquella vez. Salamon ordenó a los soldados que subieran al autobús, y él lo hizo a su vez.
—¡Mazel Tov! —gritó el americano cuando el autobús se llevaba a su amigo.
En la sinagoga de Yemin Moshe, los soldados del «Palmach» que debían efectuar la maniobra de diversión en el monte Sión, aguardaban la orden de alcanzar su posición de salida. A su frente se hallaba Uzi Narkis, el oficial que tomara Castel seis semanas antes. Sus cuatro secciones no estaban ni siquiera completas. Representaban todo lo que quedaba del 4.º batallón de la «Brigada Harel» tras un mes y medio de incesantes combates.
Justamente antes de la salida, Narkis recibió una llamada de Shaltiel:
—¿Tiene usted una bandera? —preguntó el comandante de la «Haganah».
—¿Una bandera? —se sorprendió Narkis—. ¿Para qué?
—Para plantarla en la cima del monte Sión.
Efraim Levi se había atado la suya en torno a la cintura. Sabía que antes del fin de la noche la haría ondear sobre la torre de David, cuyos contornos almenados se perfilaban en la oscuridad. Desde una ventana del edificio Tannus, contemplaba, en compañía de Josef Nevo, la sombría masa de las murallas hacia las que iba a lanzar el primer ataque de un ejército judío desde hacía, casi dos mil años. Era una noche sin luna. Nada se movía. Tenían de su parte las tinieblas y el efecto de la sorpresa. Los tres blindados de Nevo y el autocar de Moshe Salamon estaban camuflados en la calle de enfrente. Levi echó una ojeada a su reloj. Iba a ser medianoche. Dio una palmadita sobre la espalda de su amigo, y Nevo se levantó para dirigirse a sus blindados.
Un grito tan viejo como Jerusalén se extendió por las tortuosas callejuelas de la Ciudad Santa:
—¡A las murallas!
Vestido solamente con un pantalón, el árabe Kamal Irekat se precipitó, seguido por sus dos ayudantes, que corrían descalzos. En el preciso instante en que alcanzaba la puerta de Jafa, alguien gritó:
—¡Llegan los judíos!
Irekat se estremeció de angustia al distinguir los escasos sacos terreros colocados a través del paso. Luego descubrió, a lo largo del muro de la ciudadela, los trece camiones de la basura de la antigua municipalidad, conducidos allá por Antoine Safieh. Irekat vio inmediatamente el partido que podía sacar de ese providencial regalo. Llamó a sus hombres y se apresuró a hacerles colocar los camiones ante la brecha, improvisando así una sólida barricada.
Encima, las murallas se animaron con una extraordinaria agitación. Hombres medio desnudos llegaban de todas partes, escalaban los parapetos, corrían hacia las almenas. Tal como sus antepasados habían lanzado aceite hirviendo sobre los cruzados de Godofredo de Bouillon, los soldados de Irekat lanzaron, desde sus barbacanas, bolas de papel inflamadas para iluminar la noche y ver a los asaltantes. Su arma principal era una provisión de granadas fabricadas por El Kutub en el puesto de mando de su baño turco. Hechas con cartuchos de dinamita, cada una de ellas estaba provista de una cuerda que, girando como un molinete, permitía lanzarlas a gran distancia. Desde el baño turco a las murallas, una cadena de mujeres y niños se formó pronto para encaminar las nuevas granadas a medida que las preparaba El Kutub.
Agazapado detrás de una ventana del edificio Tannus, Efraim Levi distinguía la silueta del vehículo blindado de Nevo, que avanzaba hacia la puerta de Jafa. Cuando entró en el círculo luminoso de las bolas de fuego lanzadas desde las murallas, un tiroteo infernal se abatió sobre él. Nevo intentó maniobrar para permanecer fuera del alcance de las granadas; pero ignorando su peculiar forma de lanzamiento, cayó en el centro de las explosiones. Mientras sus dos autoametralladoras disparaban hacia las murallas sus veintiún obuses, oyó silbar un proyectil de bazooka encima de él. Luego, percatándose de que su propio fusil ametrallador cesó de crepitar, se volvió y vio a su servidor, que yacía en el fondo del vehículo. A su vez, el radio fue sacudido por un brusco sobresalto y se desplomó. El conductor, entonces, echó el cerrojo a la ventanilla de su parabrisas y se contrajo sobre el volante, aterrorizado. Nevo descubrió en ese instante que la autoametralladora de cabeza se había detenido mucho antes de haber alcanzado su objetivo. Bloqueaba toda la columna. Si no podía volver a ponerse en marcha, Moshe Salamon y sus zapadores se verían obligados a salir de sus autobuses blindados y alcanzar la reja del túnel al descubierto, bajo un diluvio de metralla. Ninguno de ellos llegaría vivo.
Encima, acurrucado detrás de una almena, el estudiante árabe Pierre Saleh contemplaba la columna inmovilizada en las confusas luces de la batalla. En torno a él, el desorden era completo. Las explosiones y los gritos producían un increíble estruendo. El antiguo camino de ronda estaba jalonado de muertos y heridos. Los tiradores árabes descargaban sus armas frenéticamente hasta agotar sus cartuchos. Pronto, algunos debieron dejar descansar sus fusiles con el cañón ardiendo, esperando nuevas municiones. Fue improvisada urgentemente una rampa para permitir a un jeep subir cajas llenas de municiones hasta el pie mismo de las murallas. Más lejos, con los pliegues de su túnica, recogidos como una mujer que transporta manzanas en su regazo, un anciano corría de tirador en tirador para distribuir los cartuchos. Algunos defensores estaban armados con viejos fusiles italianos, que lanzaban una llamarada a cada disparo, lo que permitía a los judíos replicar con una andanada bien ajustada. De repente, la explosión de un cóctel Molotov arrojó una gran luz. Los árabes de las murallas lanzaron gritos de alegría cuando sus llamas comenzaron a inflamar el inmovilizado autobús de Moshe Salamon.
Reinaba la más viva desorganización en el interior de la escuela de la Raudah. Se gritaba, se corría, se daban órdenes en una agitación y una confusión jamás alcanzadas aún. Soldados andrajosos llegaban corriendo para reclamar balas y refuerzos. Convencidos de que los judíos estaban a punto de franquear las murallas, la telefonista, Nimra Tannus, no dudó en llamar al palacio real de Ammán. Con gran sorpresa por su parte, consiguió hablar con el rey en persona.
—Señor —dijo—, los judíos están a nuestras puertas. Dentro de algunos minutos, Jerusalén les pertenecerá.
Cierto; los judíos estaban a las puertas de las murallas, pero en peligro. Habiendo logrado desembarazarse de su vehículo Nevo se colocó contra la ametralladora de cabeza y descubrió por qué no avanzaba más. Su torreta estaba torcida; tres de sus neumáticos, reventados, y no llegaba del interior ningún signo de vida. Llamó, esforzándose por elevar su voz sobre el estrépito de los disparos, pero no obtuvo respuesta.
Tras él, las balas árabes atravesaban el delgado blindaje del autobús de los zapadores y causaban grandes pérdidas. De pronto, Moshe Salamon se estremeció.
—Me han tocado —gimió antes de rodar al suelo.
En las murallas, la situación también era dramática. Decenas de muertos y heridos jalonaban los alrededores de la ciudadela y de la puerta de Jafa. El voluntario que ocupaba la posición de tiro al lado de Pierre Saleh había muerto. Contemplando el pequeño mar de sangre que enrojecía el suelo en torno a ese hombre, el estudiante pensó, con sorpresa, que apenas había intercambiado con él un par de palabras. Estaba muerto cerca de él, allá, en las murallas de la Ciudad Santa, sin que supiera de dónde venía ni quién era.
Una especie de desesperación comenzaba a flotar en las murallas. «Esta vez —pensó Pierre Saleh—, los judíos quieren entrar». Irekat corrió de almena en almena suplicando a los tiradores que economizaran sus cartuchos, pero sus ruegos quedaron sin efecto. Poco habituados a las batallas ordenadas, sus hombres vaciaban sus cargadores frenéticamente, «como si sus propias balas debieran detener las de sus adversarios».
Viendo a los zapadores saltar de su autobús y huir hacia el edificio Tannus, Josef Nevo comprendió que el ataque judío había fracasado. Efraim Levi llegó a la misma conclusión. Igual preocupación animaba, en adelante, a los dos oficiales judíos: devolver a toda prisa a sus líneas a los heridos y las autoametralladoras.
En todo este caos, únicamente la maniobra de diversión del «Palmach» parecía desarrollarse conforme a las previsiones. Los hombres de Uzi Narkis treparon rápidamente las pendientes de la colina de Sión, que durante dos mil años simbolizaron Jerusalén para el pueblo judío disperso. Allá, en el cementerio armenio, al pie de la torre cónica de la iglesia de la Dormición, que se alzaba en el lugar donde María se quedó dormida para su último sueño, a algunos metros del lugar donde el rey David reposaba en su tumba, adornada con las veintidós coronas de su linaje, los soldados del «Palmach» intercambiaban granadas con los árabes atrincherados tras las murallas. Estallando en las piedras inclinadas, los ingenios de El Kutub arrojaban en la noche resplandores semejantes a fuegos fatuos.
—Jerusalén está a punto de caer. ¿Dónde está el hijo del Profeta? —gritó un grupo de árabes enloquecidos irrumpiendo en la pequeña estancia de la comisaría de Policía de Jericó, donde dormía el comandante Abdullah Tell.
El árabe que aniquilara Kfar Etzion, saltó de su cama. Uno de sus visitantes estaba llorando; otro, sacudido por sollozos. Describieron la azarosa situación que reinaba en la ciudad, el agotamiento de los partisanos, la escasez de las municiones, el pánico que, poco a poco, invadía a la población. Tell hizo preparar café, y luego recomendó a sus visitantes que trasladaran inmediatamente esas noticias al soberano. Descolgando su teléfono, previno, al palacio, de su llegada.
Angustiado por no recibir ningún apoyo, pese a sus suplicantes llamadas, el iraquí Fadel Rachid acabó por lanzar un SOS a Fawzi el Kaukji, el general que jurara arrojar a los judíos al mar o morir a la cabeza de sus tropas. «La situación es desesperada —decía—; venga en nuestra ayuda, o será nuestro fin. Digo bien: nuestro fin». Aunque recibiera la orden de retirar su ejército de Palestina, El Kaukji no dudó en responder: «¡Resistan, ya llego! Llego a tus órdenes, divina mezquita».
Ante la puerta de Jafa, un ruido terrorífico llenaba ahora la oscuridad. Tocada por un cóctel Molotov, que mató a su tripulación, una de las autoametralladoras de Josef Nevo yacía contra las murallas. De su dislocado capó salía sólo el siniestro aullido de su claxon bloqueado, lúgubre bocina de angustia que crispaba los nervios de los habitantes judíos y árabes.
Natanael Lorch y tres hombres se adelantaron a tientas hacia los restos del autobús donde yacía Moshe Salamon. Solamente los débiles gemidos del oficial guiaban a los salvadores a través de la oscuridad, la humareda y la confusión. Cuando hubieron llevado al moribundo hasta el inmueble Tannus, Lorch acudió en ayuda del radio del vehículo blindado de Josef Nevo. Evitando encender su linterna para no atraer el fuego de los árabes, palpó el cuerpo hasta que encontró la cabeza. Sintiendo la sangre filtrarse por sus dedos, se dedicó a curarle lo mejor que pudo. Luego habló al herido. Al no obtener respuesta, lo zarandeó. Finalmente, le tomó el pulso. Entonces comprendió Lorch que acababa de curar a un muerto. Encendió un segundo la linterna sobre su rostro. Se sobresaltó. Era su primo.
Eran las dos en punto de la madrugada cuando el teléfono sonó en el puesto de mando de Abdullah Tell. Su ordenanza le alargó, temblando, el aparato.
—Es nuestro amo —dijo.
El rey Abdullah tomó su decisión. La emoción que suscitaba en él la suerte de Jerusalén, lo sobrepuso a la razón de Estado y al respeto de su acuerdo con los ingleses. Ahora estaba verdaderamente persuadido de que la ciudad caería y de que la bandera del nuevo Estado de Israel estaba a punto de ondear en la mezquita donde yacía su padre. Su ejército no debía contentarse con amenazar a la ciudad; debía conquistarla. Olvidándose deliberadamente de la vía jerárquica, resolvió dar la orden no al general inglés, que aún planteaba alguna prudente objeción, sino al árabe que, con una pasión idéntica a la suya, actuaría en el momento.
—Hijo mío —le dijo a Abdullah Tell—, he visto a los jefes palestinos que me ha enviado usted. No podemos esperar más tiempo. Vaya a salvar Jerusalén.
La súbita calma producida en las murallas no reanimó la moral de los árabes. Detrás de su almena, Pierre Saleh aguardaba el asalto final que hundiría a la ciudad vieja. Al otro extremo de la ciudad, centenares de civiles aterrorizados se habían congregado en la puerta de San Esteban y, para huir, sólo aguardaban el grito anunciador de que los judíos habían penetrado. Desde lo alto del monte Scopus, los vigías de la «Haganah» distinguían a otros habitantes trepar ya por las laderas del monte de los Olivos.
En el mismo instante, una viva discusión oponía a David Shaltiel con los responsables de su malogrado ataque. Aunque ninguno de los zapadores hubiera podido alcanzar la reja al pie de la ciudadela, Shaltiel presionaba a Efraim Levi para intentar un nuevo asalto. Pero Levi apenas tenía entusiasmo. Pese al derroche de sus municiones, los partisanos árabes ganarían esta batalla y privarían a sus adversarios de la posesión de la ciudad vieja de Jerusalén. Los judíos recibieron tal lluvia de metralla, que no podían sospechar hasta qué punto los árabes se hallaban en las últimas.
—Un nuevo ataque —declaró Levi— causaría pérdidas irreparables.
Finalmente, Shaltiel estuvo de acuerdo. Transcurrirían veinte años hasta que una bandera israelí ondeara sobre la torre de David.
Una llamada de Ammán llegó varios momentos después a la escuela de la Raudah para anunciar que la Legión Árabe se había puesto en camino. Ante esta noticia, una extraordinaria agitación sucedió al abatimiento que imperaba en el recinto escolar. Mensajeros partieron corriendo hacia las murallas, portadores de noticias para los defensores.
—Aguantad a toda costa. Nos llega ayuda. Nuestros hermanos árabes están en camino —anunciaron.
Frente a la puerta de Jafa, el judío Natanael Lorch y sus compañeros recibieron la orden de obstruir con sacos terreros las ventanas del edificio Tannus. Lorch no encontró ni un grano de arena en el edificio, y era demasiado peligroso ir a buscarla al exterior Desanimado, decidió llenar los sacos con el material más raro que se podía hallar en una ciudad tan famélica como Jerusalén. Ordenó a sus hombres que los llenaran con los bocadillos que sus madres les prepararon a costa de tantos sacrificios. En pocos días estarían lo suficientemente duros como para detener una bala de fusil.