15

UN DESTELLO DE LUZ BLANCA

«Únicamente la fuerza armada podrá imponer la aplicación del Reparto». Tal era la conclusión del primer informe transmitido al Consejo de Seguridad por el Comité de las Naciones Unidas para Palestina. En aquel invierno de 1948, esta sencilla frase valía por todos los hechos de armas. Su consecuencia era más importante que las de las emboscadas de Bab el Ued y la de la incursión en el corazón de la Jerusalén judía: Abdel Kader obtenía allí el mayor éxito desde su regreso a Palestina.

El temor a perder preciosos votos en el momento de la votación de noviembre de 1947 condujo a la «Agencia Judía» a burlarse públicamente de las amenazas árabes de oposición, por la fuerza, al Reparto. Numerosas naciones habían creído que una vez adoptada la elección de la organización internacional, bastarían algunas presiones diplomáticas y el atractivo de una ayuda económica para obligar a los árabes a aceptarla. Pero la realidad de la resistencia árabe estremecía a los partidarios del Reparto.

Se planteaba incluso la cuestión de saber si la Carta de las Naciones Unidas los autorizaba a emplear la fuerza para aplicar una de sus decisiones. Por lo demás, nadie estaba dispuesto a suministrar esta fuerza. Gran Bretaña se estaba descargando de sus responsabilidades. Francia se hallaba ya comprometida en Indochina. En cuanto a Truman, excluyó el envío de tropas americanas y se opuso a toda presencia soviética en el Oriente Medio. Los pequeños Estados no tenían intención de ir a sacar las castañas del fuego a las grandes potencias que lo habían encendido.

Es forzoso admitir que la joven organización internacional no pudo aportar más que una solución inaplicable a su primer problema grave. En el mismo seno del Gobierno americano se enfrentaban dos políticos. La Casa Blanca sostenía el Reparto, mientras que los Departamentos de Estado y de Defensa eran hostiles al mismo. La querella se había hecho tan viva, que los colaboradores del Presidente acusaron a los diplomáticos del Departamento de Estado de sentimientos antisemitas. Estos últimos replicaron que la Casa Blanca anteponía sus preocupaciones electorales al interés nacional.

El jefe de los adversarios del Reparto era el director de la división del Cercano Oriente en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Loy Henderson, que trabajó durante mucho tiempo en Moscú, se inquietaba por todo lo que pudiera agravar la guerra fría; estimaba que el resentimiento árabe hacia Occidente sería tal que podría abrir a la URSS la puerta del Oriente Medio y entregarle sus inmensas reservas de petróleo. Como sus colegas del Foreign Office, Henderson no se resignaba a considerar como irrevocable el Reparto. Incluso estaba resuelto a intentar un último esfuerzo para hacer adoptar un nuevo proyecto. La pesimista conclusión del informe de las Naciones Unidas le suministró el pretexto que buscaba. Pidió al Departamento de Estado reconsiderar las posibilidades del Reparto de acuerdo con los recientes acontecimientos. Como podía esperarse, el informe que recibió confirmó que el plan de reparto era inaplicable tal como había sido concebido. Estados Unidos, subrayaba este documento, no estaba obligado a sostenerlo si el empleo de la fuerza se mostraba necesario para hacerlo respetar. Recomendaba, en conclusión, que los Estados Unidos tomasen rápidas medidas para obtener su anulación.

El informe no tardó en llamar la atención de otro adversario del Reparto. Para el Secretario de Defensa, James V. Forrestal, Estados Unidos corría el riesgo, en este asunto, de perder el libre acceso al petróleo del Oriente Medio. En consecuencia, el Plan Marshall estaba amenazado de fracaso; podía ser que América fuese pronto incapaz de sostener una guerra de importancia, y que en diez años «la nación se viese obligada a reducir a cuatro cilindros los motores de sus automóviles». El vicealmirante Robert B. Carney, jefe adjunto de operaciones navales, se puso a su lado al recordar, ante la Comisión de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes, la amenaza que pesaría sobre los intereses petroleros de América en caso de perturbaciones en Oriente Medio.

Forrestal organizó en seguida una reunión con Henderson. Había ya suficientes pruebas —explicó— para afirmar públicamente que el Reparto no era inaplicable. Siempre remitiéndose a esta opinión, Henderson era lo suficientemente avisado como para saber que tal declaración no conduciría a ninguna parte si no iba acompañada de una contrapropuesta. Presentó una.

Sugería colocar a Palestina bajo la tutela de las Naciones Unidas por un período de diez años, con la esperanza de que, de una forma u otra, las dos comunidades acabarían por llegar a un acuerdo sobre su futuro. Paradójicamente, este nuevo plan exigía esa intervención armada que los Estados Unidos se negaban precisamente a suministrar. Además, no había razón para creer que diez años bajo la égida de las Naciones Unidas conducirían a las dos comunidades a una «entente» que no había podido realizar en treinta años de mandato británico. Al menos, este proyecto contó con el apoyo del general George C. Marshall, Secretario del Departamento de Estado. De acuerdo con él, un esbozo del nuevo proyecto fue sometido a la aprobación del presidente Truman. La cautela de Forrestal y, sobre todo, el gran respeto que el Presidente profesaba a Marshall debían, a los ojos de los diplomáticos del Departamento de Estado, garantizar la aprobación final de la Casa Blanca. El secreto fue celosamente guardado, pero los dirigentes judíos no tardaron en comprender que los americanos estaban a punto de revisar su posición.

Desde diciembre, los Estados Unidos impusieron ya un embargo de todos los envíos de armas con destino al Cercano Oriente. La decepción de los sionistas era aún más amarga, por cuanto Gran Bretaña seguía vendiendo libremente armas a sus adversarios. Si los Estados Unidos se volvían atrás sobre la cuestión fundamental del Reparto y si, principalmente, intentaban hacer adoptar por la ONU un nuevo proyecto, se corría el riesgo de asestar un golpe mortal a sus esperanzas. Los judíos entonces podían verse obligados a renunciar a la creación de un Estado, o bien seguir adelante e imponer su voluntad contra la de los americanos y las Naciones Unidas. Las dos perspectivas eran igualmente trágicas.

Los dirigentes sionistas descubrieron, además que se les cerraba la puerta del hombre que fue su más ardiente defensor en los Estados Unidos. Exasperado por sus continuas presiones y animado de una antipatía personal hacia el rabino Hillel Silver, su principal portavoz americano, Harry S. Truman se negó, en adelante, a recibir a los responsables judíos. Ante esta nueva situación, los jefes de la «Agencia Judía» lanzaron un SOS al viejo sabio, casi ciego, que dirigió su movimiento durante tantos años y que se encontraba en Londres. Únicamente Chaim Weizmann podría, quizá, convencer a Truman. Sólo había visto al Presidente una sola vez, en noviembre de 1947, pero entre los dos hombres se extendió una extraordinaria corriente de simpatía y comprensión.

Weizmann embarcó en seguida para Nueva York. Durante dos semanas, agotado por los nervios en su habitación del «Waldorf Astoria», intentó obtener una audiencia de Truman. En vano. Las puertas de la Casa Blanca permanecían obstinadamente cerradas, incluso para el prestigioso anciano que en aquellos momentos encarnaba toda la esperanza del sionismo.

Weizmann, con el corazón lleno de tristeza, se preparaba para regresar a Londres cuando acudió a verle un americano. Su visitante recordaba haber visto un año antes, en el bufete de un abogado de Kansas City, a un hombre cuya ayuda podría serle útil. Esa persona no era sionista, pero en la actual coyuntura no podía perderse nada intentando una diligencia cerca de ella. El visitante se dirigió hacia el teléfono.

A tres mil kilómetros de allá, un timbre sonó en la oscuridad de una alcoba. El hombre que respondió era propietario de un pequeño almacén de confección en la calle 39 de Kansas City. Era judío, pero la causa del sionismo despertó en él sólo una muy vaga simpatía.

Sin embargo, todas las esperanzas del movimiento parecían aquella noche supeditadas a la respuesta que iba a dar aquel americano. Porque Eddie Jacobson estuvo asociado con Harry Truman en negocios y era una de las pocas personas en el mundo para las que no se cerró jamás la puerta del Presidente de los Estados Unidos.

El Sabbat tocaba a su fin en Jerusalén. En la calle Ben Yehudá, la fiesta volvía a empezar aquel sábado 21 de febrero de 1948. Conforme a una de las costumbres más sagradas del judaísmo, un desencadenamiento de alegría sucedía a las largas horas en que la ciudad había permanecido desierta. Almacenes cerrados, calles sin vehículos ni peatones, Jerusalén observaba escrupulosamente la tregua de Dios. Pero al llegar el ocaso, como un cuerpo irrigado de pronto, volvió a la vida. Por doquier se encendían las luces. Las carteleras de los cines y los escaparates se iluminaban, los restaurantes y cafés abrían sus puertas y, a centenares, los habitantes afluían hacia el centro, alegre y ruidosa marea que remontaba y descendía la calle Ben Yehudá, deteniéndose en cada café.

Durante algunas horas, la ciudad pareció olvidar, en una especie de euforia, las amenazas que pesaban sobre ella. Aquella noche, hasta el cielo de Judea contribuía a hacer de esta fiesta un instante privilegiado. Centelleaban las estrellas, y la suave tibieza que caía de él contrastaba agradablemente con la temperatura de aquellas últimas semanas.

Como tantos otros, el joven judío David Rivlin decidió pasar la velada en el «Atara», su café preferido. Encontró a su amigo Abraham Dorion. Los dos muchachos estaban unidos por un lazo casi familiar. Acabada la guerra, Rivlin, judío de Palestina, aceptó concluir un matrimonio blanco con la hermana de Dorion para permitir a la muchacha —que se había quedado sola en Europa tras la pérdida de toda su familia en las cámaras de gas— obtener un certificado de emigración a Palestina.

Sabiendo que su amigo debía tomar al amanecer el autocar blindado para Tel-Aviv, Rivlin le propuso dormir en su apartamento, próximo a la calle Ben Yehudá. Dorion aceptó con agrado, ya que esta invitación le evitaba exponerse a las balas al regresar a su hotel, que se hallaba en las proximidades del barrio árabe de Talbieh. Se acostó temprano. Rivlin se quedó hasta que cerraron el establecimiento. De regreso a su casa, contempló de nuevo la claridad del cielo, contento por haber pasado una tarde de sábado en la calle Ben Yehudá sin oír disparos ni explosiones.

Amanecía cuando se despertó Abraham Dorion. Con los ojos aún pesados de sueño, se dirigió, tropezando en todos los muebles, al baño. Se mojó la cara con agua fría y se puso ante el espejo. Tenía un agradable rostro, de trazos firmes y enérgicos, nariz prominente y ojos cuya melancolía evocan las tragedias que marcaron su vida. Aquella cara era del todo esencial para su carrera: Dorion quería ser actor. En su maleta se hallaba una copia de la primera película que acababa de rodar. Aquellas bobinas de celuloide eran su razón de ser. Un día —esperaba— las multitudes de Nueva York, París y Londres contemplarían la cara que aquella mañana reflejaba un sencillo espejo de un cuarto de baño. Incluso quizá tuviera el honor de encarnar en las pantallas del mundo entero a la nueva nación judía. Nadie, después de todo, merecía más que, él ese privilegio. Era un veterano de la «Brigada Judía», y su familia pereció en los hornos crematorios.

Algunas casas más abajo, Mina Horchberg estaba enfadada por la falta de apetito de su sobrino. También él iba a tomar el autocar blindado del convoy de Tel-Aviv, y Mina no quería dejarlo regresar a casa de su madre sin que tomara una comida caliente.

A un kilómetro y medio de allá, en el puesto de control de la «Haganah» de Romema, en la entrada oeste de la ciudad, no hacía aún media hora que el oficial judío Shlomo Chorpi había entrado de servicio, cuando tres camiones del Ejército británico, precedidos por una autoametralladora, desembocaron lentamente del lado de Bab el Ued.

La rubia cabeza de un oficial vestido con el gran capote azul de la Policía palestina emergió de la torreta de la autoametralladora:

—Están O. K. Vienen conmigo —gritó el policía a Chorpi señalando los camiones que le seguían.

Uno de los guardias judíos asomó la cabeza por la cabina del primer camión e intercambió algunas palabras con el chófer británico. Hizo ademán a Chorpi de que todo estaba en regla. El oficial judío levantó entonces el brazo en dirección a la avenida Jafa para indicar que la vía estaba libre hacia el centro de Jerusalén.

El gran policía rubio no era inglés, sino un árabe llamado Azmi Djauni, y lo que se aprestaba a cumplir era tan horrible que pasaría el resto de su vida expiándolo en un asilo psiquiátrico de El Cairo. Los tres camiones que lo seguían eran los instrumentos elegidos por Abdel Kader para asestar el golpe decisivo que prometió al Mufti, ese golpe que forzaría a los judíos de Jerusalén a implorar la paz.

Ingleses auténticos, Eddie Brown y Peter Marsden —los dos desertores que participaron en el atentado contra el Palestina Post— se hallaban en los camiones. Ningún sentimiento de venganza justificaba esta vez su presencia. Se les pagaba por aquel trabajo. Su misión, y la de dos de sus dos compañeros, era esencial. No sólo habían descubierto el color en clave que figuraba en las placas de los camiones para ese domingo, sino que su presencia era necesaria para franquear los puestos de control de la «Haganah». Por no haber estado presentes, la operación llevaba un día de retraso. Debía haber tenido lugar la vigilia, la madrugada del sábado. Pero Brown y Marsden sé negaron a partir mientras no recibieran la mitad de las mil libras de su salario.

Fawzi el Kutub, el especialista en explosivos, dispuso en cada vehículo más de una tonelada de TNT, junto con una mezcla particularmente mortífera: cincuenta kilos de potasio y otros tantos de polvo de aluminio. La combustión de estos dos elementos debía aumentar considerablemente la temperatura de la explosión y proyectar a gran distancia una lluvia de minúsculos cócteles Molotov. Había regulado el encendido directamente sobre el cuadro de mandos del vehículo, mediante mechas unidas a las cargas explosivas. Además, tomó la precaución de proteger la combustión de las mechas haciéndolas pasar por un tubo metálico. Les bastaba a los dos ingleses encender una cerilla antes de abandonar los camiones. Tras sesenta segundos de combustión inextinguible, todo volaría.

Un agudo ruido procedente de la calle Ben Yehudá despertó a David Rivlin. Se levantó y, medio dormido, se dirigió hasta el balcón. Era —se acordaría siempre— «una mañana clara y magnífica». Se frotó los ojos y miró en dirección a la avenida del Rey Jorge V. Sólo vio a un lechero que dejaba sus botellas en las puertas. Se volvió hacia la derecha. La plaza de Sión estaba vacía, y los primeros resplandores de un día soleado iluminaban los tejados de los edificios. Inclinándose sobre el balcón, vio entonces tres grandes camiones militares. Uno estaba aparcado algunas casas más abajo, ante el «Hotel Amdursky», el segundo, ante el edificio «Vilenchik». El tercero estaba justo bajo su ventana.

Rivlin regresó a su habitación. Acababa de sentarse sobre el borde de su cama cuando fue presa de una intuición muy simple. «¡Dios mío —pensó—, vamos a volar!».

Casi en el mismo instante, en medio de un resplandor de luz blanca, la fachada del edificio «Vilenchik» se hinchó suavemente y se derrumbó hacia la calle; el «Hotel Amdursky» se hundió con un movimiento lento y majestuoso. Enfrente, dos edificios se desplomaron a su vez como si hubieran sido apretados por una prensa gigante. Centenares de personas fueron proyectadas fuera de su cama, y se rompieron todos los vidrios en un radio de dos kilómetros. El eco de la explosión retumbaba aún sobre los tejados de la ciudad, cuando las primeras llamas se elevaron de los escombros.

En el momento de la explosión, Mina Horchberg estaba en su balcón, viendo alejarse a su sobrino. Quedó decapitada instantáneamente por la fuerza de la detonación.

En el quinto piso del número 16 de la calle Ben Yehudá, encima del restaurante «Goldman», Uri Saphir —joven soldado de la «Haganah»— se encontró en medio de su habitación bajo una nube de polvo, humo y yeso. Su primer pensamiento fue para su perro. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. En lugar de la ventana se había abierto un agujero. Se arrastró hacia él, a través del polvo y del humo, y vio al animal enloquecido que corría por las ruinas. Un trozo del marco de la ventana quedó enganchado en la cornisa de la habitación vecina, y Saphir descubrió, «ondeando como una bandera en medio de la calle Ben Yehudá», los pantalones que había llevado la víspera. Un fantasma desnudo, cubierto de sangre, entró entonces en la habitación. Saphir reconoció a su padre. Le envolvió en una colcha, lo tomó en sus brazos y se dirigió hacia la escalera. En cada piso, las puertas de los apartamentos habían sido arrancadas, y todo, en el interior, aparecía pulverizado. Sin embargo, Saphir registró una insólita imagen de serenidad: seis huevos intactos sobre una mesa de cocina.

David Rivlin se encontró, sin un rasguño, sentado en el borde de su cama. Sofocado por el polvo, se repetía: «Estoy vivo, estoy vivo». El balcón sobre el que se inclinó treinta segundos antes había desaparecido. Un débil gemido le llegó entonces de la habitación vecina. Detrás de la puerta se hallaba un hombre medio desnudo. Su cara chorreaba sangre, y trozos de carne pendían de sus mejillas. Rivlin lanzó un grito cuando vio que el herido llevaba uno de sus pijamas. La llaga abierta que tenía bajo los ojos era todo lo que quedaba del bello rostro de su camarada Abraham Dorion, desfigurado para siempre por los mil trozos del espejo ante el que se afeitaba. Aquel que quería encarnar a la nueva nación judía, no aparecería jamás en una pantalla.

Cuando la población descubrió la magnitud de la tragedia, su cólera se desencadenó contra los británicos. El «Irgún» dio orden de tirar a matar contra todos los ingleses, y los disparos se sucedieron por toda la ciudad. A mediodía, tras haber perdido casi una decena de hombres, las autoridades ocupantes tomaron una decisión sin precedentes: prohibieron a sus tropas penetrar, de momento, en la Jerusalén judía.

Este atentado fue, con mucho, el golpe más duro que asestaron los árabes contra los judíos de Jerusalén. Pero, a despecho de todo su horror, sus resultados fueron contrarios a los que esperaba Abdel Kader. En lugar de incitar a los judíos a implorar la paz, la tragedia cerró sus filas y galvanizó el espíritu de resistencia. El desencadenamiento antibritánico que provocó condujo, además, a las autoridades a espaciar aún más sus patrullas en los barrios judíos, dejando así a éstos más dueños de sus zonas, como los árabes lo eran ya de las suyas desde hacía algunas semanas.

Durante toda la jornada prosiguió la búsqueda de supervivientes y muertos en las ruinas de la calle Ben Yehudá. Sobre un trozo de muro, encima de lo que había sido la escalera del «Hotel Atlantic», una bandera sionista había sobrevivido extrañamente al cataclismo. Pendía al sol invernal cual irrisorio pero reconfortante símbolo. Bajo sus pliegues, alguien colocó una pancarta en la que se podía leer: «Silencio. Los heridos bajo las ruinas quizá piden ayuda».

Aquella noche, en las afueras de El Cairo, dos ingleses taciturnos acababan de vaciar una botella de whisky en el bar del «Albergue de las Pirámides», uno de los nigth-clubs preferidos por el rey Faruk. Eddie Brown y Peter Marsden llegaron a El Cairo para recibir el dinero que se les debía. Pero el Mufti de Jerusalén les pagó con una despectiva sonrisa y los hizo expulsar de su villa.

Sólo les restaba desaparecer para siempre. Por todas partes estarían condenados a vivir en el miedo. Porque Brown y Peter Marsden habían dado a los judíos sólidas razones para vengarse. Los explosivos mataron a cincuenta y cuatro personas. De acuerdo con su tarifa de asesinos a sueldo, apenas llegaba a diez libras esterlinas por vida humana.

Oh, Jerusalén
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
intro.xhtml
prologo.xhtml
PrimeraParte.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
SegundaParte.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
TerceraParte.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
CuartaParte.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
epilogo.xhtml
anexos.xhtml
testimoniogratitud.xhtml
fotografias.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml