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LA ÚLTIMA NOCHE DE UN PUEBLO MUY TRANQUILO

Dos cadáveres en cada una de sus maletas no habrían pesado tanto. Agotado por el esfuerzo, el viajero gesticulaba y las arrastraba una tras otra. Freddy Fredkens, el falso pastelero canadiense que había descubierto a la dotación de la «Ocean Trade Airways» en el bar de un hotel parisiense, volvía a salir de caza por orden de la «Haganah». Hacía cinco años que este as de la RAF no había pilotado un aparato como el que le esperaba en un hangar del aeroclub de Toussus-le-Noble, en la región parisiense. Era un bombardero «Anson», modelo que había pilotado durante la guerra en misiones sobre la Alemania nazi. Con la complicidad de uno de sus antiguos camaradas de la RAF convertido en tratante de aviones de ocasión, había podido comprar cuatro en Inglaterra. Esta adquisición formaba parte de la operación lanzada por Ben Gurion para constituir la futura aviación del Estado judío.

Fredkens izó a bordo sus pesados fardos. Se instaló en la cabina, encendió los motores, colocó su aparato al extremo de la pista y enfiló hacia el Sur. Tenía una cita en Roma. Allá debía recibir las últimas instrucciones relativas a la extraña misión que le aguardaba. A bordo de un bimotor sin ninguna señal reglamentaria, este falso pastelero iba a efectuar un bombardeo sobre el mar Adriático por cuenta de un Estado que no existía.

Los pesados paquetes contenidos en sus maletas —dos bombas de doscientas libras— estaban, en efecto, destinadas al Lino, un barco de cabotaje que había abandonado Fiume, con destino a Beirut, el 31 de marzo, con diez mil fusiles y los ocho millones de cartuchos del capitán árabe Abdul Aziz Kerin.

Sector tras sector, el judío rastreó el mar y exploró los menores recovecos de la costa dálmata. El Lino seguía siendo inlocalizable. Los agentes de la «Haganah» sabían el día y la hora de su salida a la mar, su velocidad y su destino. Después de tres días de inútil búsqueda, con gran desazón de su piloto, una tempestad dio con el viejo bombardero en tierra.

Gracias a uno de los periódicos de la península, los judíos encontraron la pista del barco árabe. Las averías le habían obligado a buscar refugio en el pequeño puerto italiano de Molfetta, al norte de Bari, donde lo descubrieron los inspectores de la Policía romana. A escasos días de las elecciones generales, Italia conocía una viva efervescencia política, y el cargamento del Lino intrigó a las autoridades. Los partidos en el poder y los comunistas se acusaron mutuamente de preparar un golpe de Estado y una guerra civil. La Policía decidió retener al Lino y abrir una investigación. Detuvo a la tripulación e hizo remolcar el navío hasta el puerto de Bari, donde quedó atracado, bajo fuerte vigilancia, en un muelle militar.

Era para los judíos la ocasión de arreglar su cuenta. Durante una conferencia convocada urgentemente en un gran hotel de Roma, los responsables de la «Haganah» decidieron hundir al navío in situ. La dirección de la operación fue confiada a Munya Mardor, uno de los agentes más audaces de la organización judía. Mardor hizo llamar a Jossele, el especialista en sabotaje, dos hombres rana, un conductor y un operador de radio. El pequeño comando enfiló la carretera de Bari, el 5 de abril, a bordo de un «G.M.C.» especialmente disfrazado de camión del Ejército americano a causa de los numerosos controles de carreteras. Los explosivos estaban ocultos en el depósito de reserva de combustible, sobre el que los hombres de la «Haganah» pintaron la sigla «DDT».

Una primera ojeada a los lugares reveló que una intentona por tierra sería imposible a causa de la estrecha vigilancia de que era objeto el Lino. Sólo una embarcación podría, de noche, aproximarse lo suficiente al barco como para permitir a los hombres rana colocar su carga explosiva bajo la quilla. La hora H fue fijada para la medianoche del 9 al 10 de abril.

A las once de la noche, el material fue discretamente descargado frente al mar, allá donde una escotadura en el parapeto de la Corso de la Vittoria permitió al camión ganar la orilla. Mientras una pareja hacía la ronda, Jossele y los dos hombres rana se equiparon y embarcaron en el bote. Se alejaron de la orilla remando.

Jossele apretaba contra sí la carga explosiva. La había puesto a punto él mismo. Constaba de una cámara de aire de motocicleta, estanca, atiborrada de TNT, que había rellenado de detonadores envueltos en una materia de las más difíciles de hallar en la Italia católica: preservativos. El conjunto estaba generosamente espolvoreado con potasa. Cuando la cámara de aire estuviese fijada a la quilla, introduciría delicadamente el frasco de ácido sulfúrico para provocar la ignición. El tiempo que tardara el ácido en corroer el tapón de papel de periódico que obturaba el frasco, les permitiría alejarse. La primera gota que cayese sobre la potasa produciría un intenso desprendimiento de calor y todo volaría.

La noche era negra y tranquila. Los remos hendían el agua rítmicamente. El bote franqueó pronto el límite del muelle militar, y la proa del Lino se destacó en la oscuridad. Cuando estuvieron a unos cuarenta metros, Jossele y uno de los hombres rana se dejaron caer al agua. Oyeron los pasos regulares de un centinela en el muelle, pero nada inquietó su aproximación al barco. Al final, sus dedos tocaron la quilla del buque. Fijaron su carga cuidadosamente. Cuando Jossele colocó el frasco de ácido, los dos saboteadores se alejaron rápidamente. Subieron al bote, dieron la vuelta y se dirigieron a la entrada del puerto de los pescadores, donde Mardor los esperaba con el camión.

Algunos segundos más tarde se deslizaban por la carretera de Roma. Ninguna de ellos oyó la formidable explosión que, el sábado 10 de abril, a las cuatro en punto de la mañana, envió a doce metros por debajo de la superficie del agua los fusiles del capitán árabe Abdul Aziz Kerin.

La gloria de Abdel Kader iba a privarle de su última victoria. Para participar en sus funerales, los centenares de árabes que habían reconquistado Castel aquella misma mañana regresaban en masa a Jerusalén. Por acompañar sus restos hasta el final, abandonaban casi todos los pueblos por los que él murió.

Únicamente unos cuarenta hombres mal armados, mandados por el maestro Abu Garbieh, permanecieron en su lugar. «Nuestro ataque ha comenzado en la confusión, y nuestra victoria acaba en el caos», subrayó, desanimado, ante Anuar Nusseibi, hermano del periodista de «Radio Palestina». Nusseibi prometió enviarle refuerzos lo antes posible.

Los judíos debían, a toda costa, volver a tomar Castel si querían proseguir con la «Operación Nachshon». Dos compañías del «Palmach» llegaron, pues, poco antes de medianoche, mandadas por un joven y brillante oficial llamado David Eleazar. Abu Garbieh los oyó aproximarse. Sabía que no tenía los medios para resistirles. Los primeros obuses de mortero aceleraron su decisión. Resolvió salvar la vida de sus hombres. Se escabulleron en la noche y se replegaron a Jerusalén. Los judíos habían reconquistado Castel.

El coronel sirio Fuad Mardam sintió que la bola de kebab se le atragantaba en la garganta. La hizo descender mediante la ingestión de un sorbo de agua helada, y luego se levantó para subir el volumen de su aparato de radio, cuyo boletín de información acompañaba siempre su cena. Una explosión de origen desconocido —anunció «Radio Damasco»— hundió un navío cargado de armas en el puerto italiano de Bari. Algunas horas más tarde, un telegrama confirmaba los temores del director del material y pertrechos del Ejército sirio. Los fusiles que comprara en Praga, por orden suya, el capitán Abdul Aziz Kerin, reposaban ahora en el fondo del mar, en Bari.

El asunto era tan grave, que Fuad Mardam se desplazó personalmente a Roma para intentar el rescate del cargamento y asegurar su transbordo a otro barco.

Algunos días más tarde, con el corazón angustiado, el sirio vio emerger sus cajas de las cenagosas aguas del Adriático. Hombres rana italianos se sumergían sin descanso para rescatar todo lo que podía ser arrebatado de las bodegas inundadas. Mardam no tardó en comprender que los ocho millones de cartuchos estaban irremediablemente perdidos. Sin embargo, a medida que los fusiles aumentaban de número sobre el muelle del arsenal, iba adquiriendo confianza. La mayor parte de ellos podían ser salvados aplicándoles un tratamiento anticorrosivo. El rastrero golpe que le habían asestado sus adversarios no tendría el resultado apetecido. Tranquilizado, Mardam regresó a Roma en busca de otro barco.

La catástrofe del Lino redobló los esfuerzos de los compradores de armas árabes, que solicitaban una increíble red de mercados. Persuadidos de la credulidad de los nuevos Estados árabes independientes, los fabricantes de armas de todo el mundo asediaban a los emisarios de Beirut y Damasco. Un checo propuso seis mil fusiles y cinco millones de cartuchos, pagaderos en aceite de oliva o algodón. Un español ofreció veinte mil «máuser» nuevos y veinte millones de cartuchos. De Italia llegó una propuesta por cuatrocientos morteros de 81 mm y ciento ochenta mil obuses. Un suizo vendía cañones anticarro. Un astillero naval británico vendía lanchas lanzatorpedos. Un ingenioso chatarrero de Hamburgo estaba dispuesto a ceder el viejo yate de Hitler y una flota de submarinos de ocasión. Una sociedad belga prometía incluso suministrar, llaves en mano, toda una fábrica de metralletas. Algunos de estos materiales existían realmente, pero otros sólo se hallaban en la imaginación de los que los vendían.

Uno de los vendedores más pintorescos era un italiano llamado Giuseppe Doria. Durante veinte años había alimentado de armas y municiones a casi todos los conflictos del mundo: desde la guerra de Etiopía, hasta la de España; desde las guerrillas de Grecia, hasta las lejanas batallas de China. La lista de suministros que proponía era tan completa, que se vanagloriaba de poder equipar a todo un ejército. Para entregarlos disponía de tres lanchas ultrarrápidas de trescientas toneladas «capaces de efectuar las entregas en todos los países mediante un ligero suplemento». Una restricción acompañaba siempre sus ofertas. Antes de expedir un cartucho. Doria exigía ser pagado en dólares a la orden en una cuenta suiza numerada.

Sin embargo, nadie podía rivalizar en imaginación con un antiguo as de la Aviación francesa en la Segunda Guerra Mundial. Convertido en instructor de las fuerzas aéreas del Negus, el comandante Duroc propuso al Ministerio de Defensa de Damasco venderle seis cazabombarderos «Mosquito» listos a despegar de Tánger para cualquier aeródromo de Oriente Medio. Aseguraba a los sirios que poseía, además, una compañía de transporte aéreo compuesta por seis bimotores «C-46» pilotados por franceses, capaces de transportar, semanalmente, cincuenta toneladas de armas. Esta flota aérea sólo costaba un gran fajo de dólares.

Tampoco les faltaba imaginación a los árabes para procurarse armas. Una Memoria muy secreta dirigida al presidente libanés, Riad Solh, sugería un medio particularmente ingenioso para dotar al Líbano de aviación. «Reclute gran número de pilotos extranjeros condecorados —proponía simplemente ese informe— y envíeselos a los judíos para que secuestren sus aviones y los traigan a Beirut».

Los compradores de armas judíos habían conseguido éxitos indiscutibles, pese a su impedimento de no tratar, como los árabes, en nombre de un Estado independiente. En los hoteles situados cerca de la estación de Roma y bajo las cubiertas brillantes de los hangares del aeródromo de la ciudad de Panamá, un centenar de pilotos esperaban pasar a la acción. Idealistas, mercenarios, sionistas, aventureros, judíos o no judíos, llegaban de Estados Unidos, de toda Europa, de Oriente y de África del Sur. Entre sus filas se hallaba un millonario holandés, un persa de la «Indian Air Forcé», un desertor del Ejército Rojo, un antiguo piloto francés de Indochina, un comandante piloto de la «TWA», un periodista, comerciantes, un lechero, un bombero e incluso un antiguo agente de la Policía de Brooklyn. Dos puntos comunes unían a todos estos hombres: el ansia de combatir por el futuro Estado judío y los millares de horas que habían pasado en todos los cielos durante la Segunda Guerra Mundial.

Sus orígenes eran variados como los de los aviones que pilotarían. En una pista de Panamá se hallaba un soberbio «Constellation» y una decena de bimotores «C-46», que llevaban el nombre de una compañía panameña fantasma. Otros dos «Constellation», cinco cazas «Mustang» y tres «Fortalezas Volantes» parecidas a las que habían arrasado las ciudades del Tercer Reich, aguardaban en Florida, California y Nueva Jersey, la primera ocasión de burlar la vigilancia de los agentes del FBI y dirigirse a Europa. Veinticinco aviones de transporte «Norseman», comprados en Alemania a un chatarrero americano, estaban ocultos en varias partes a través de Europa: desde una base americana cerca de Munich, hasta una pista abandonada en la región de Perusa. Un mecánico francés, llamado, predestinadamente, La Volaille, cuidaba algunos en un hangar del aeroclub parisiense de Toussus-le-Noble. Cuatro bombarderos «Beaufighter», adquiridos en Inglaterra por una ficticia sociedad cinematográfica que pretendía rodar una película a la gloria de la RAF, estaban discretamente guardados en el aeródromo de Ajaccio, donde la «Haganah» se beneficiaba de excepcionales complicidades.

Esta pequeña flota aérea iba pronto a enriquecerse con las piezas maestras que Ben Gurion juzgaba indispensables para la supervivencia del Estado judío durante los primeros días de enfrentamiento general. Ehud Avriel, el joven austríaco cuyos fusiles y ametralladoras checas permitieron, tres semanas antes, abrir la carretera de Jerusalén, recibió la orden de invertir cuatrocientos mil dólares con sus amigos checos para la compra de diez cazas «Messerschmitt 109», gloria de la extinguida Luftwaffe, y una opción sobre quince aparatos suplementarios. Otros enviados de Ben Gurion habían desplegado igual actividad en la compra de cañones.

Pero la hazaña más espectacular en este dominio fue la de Yehudá Arazi, el hombre que ya había expedido a la «Haganah» sus primeros fusiles polacos en cilindros compresores. Mediante un soborno de doscientos mil dólares, Arazi se hizo nombrar embajador extraordinario de Nicaragua cerca de los Gobiernos europeos, con la misión de comprar armamento. Por lo demás, no era su primera aventura en el mundo de la diplomacia. En Italia diseñó e hizo imprimir para sus agentes una serie de pasaportes de las Naciones Unidas. Cuando llegaron los verdaderos representantes de la organización internacional, los detuvo la Policía italiana por falsificación de documentos.

El Résurrection embarcaba ya secretamente las primeras compras del «embajador» de Nicaragua: cinco cañones antiaéreos «Hispano-Suiza» de 20 mm y quince mil obuses. En esa primavera de 1948 no era el único navío fletado por los judíos que navegaba hacia los puertos de Palestina. Procedentes de Nueva York y California, otros barcos aportaban los frutos de una gigantesca colecta organizada de un extremo a otro de los Estados Unidos. Destinadas a completar las compras efectuadas en Bélgica por Xiel Federman, las mercancías reunidas por la asociación «Materials for Palestine» comprendían todos los suministros a excepción de armas y municiones. Dirigida por el industrial sionista Rudolph Sonnenborn, «Materials for Palestine» reunía los donativos enviados por las organizaciones sionistas de todos los Estados americanos.

Wisconsin suministró trescientos cincuenta mil sacos de arena; Ohio, noventa y dos mil cohetes de señales; Nueva Jersey, veinticinco mil cascos. Chicago ofreció cien toneladas de alambradas y diez toneladas de pinturas para camuflaje; San Francisco, cuatro mil metros cuadrados de mosquitero; Kansas City, diez mil palas de trincheras; Indianápolis, seiscientos detectores de minas. De Nueva Orleáns llegaron pastillas de sal y penicilina. Un astillero naval de Norfolk obsequió dos corbetas, un rompehielos y, para orientar a los estrategas de la futura marina judía, las Memorias completas del almirante Von Tirpitz.

Por impresionante que fuese la lista, David Ben Gurion sabía que esas adquisiciones no tendrían valor más que oí día de su llegada a Palestina. Pese al próximo término del Mandato, la vigilancia británica de las costas era más fuerte que de costumbre. El viejo líder veía cada vez más claramente que sus tropas deberían librar una verdadera carrera contra el tiempo: el tiempo que transcurriría desde el término del Mandato y la llegada masiva de los medios para rechazar la invasión árabe. Durante ese intervalo —pensaba—, la batalla de Palestina será ganada o perdida.

El albañil árabe Ahmed Eid despertó suavemente a su esposa. Luego llamó a las puertas de varias casas vecinas. Para algunas mujeres de Deir Yassin, era la hora de dirigirse al horno de la casa del mujtar a cocer los bitas (tortas de pan sin levadura). Eran las cuatro de la mañana del viernes 9 de abril de 1948.

Con su viejo «máuser» provisto de correa, el albañil llegó a su puesto de guardia en el extremo del pueblo. Aunque ninguna amenaza particular pesase sobre la seguridad del tranquilo arrabal árabe ubicado en el cerro rocoso en el lado oeste de Jerusalén, el consejo de ancianos decidió vigilar los accesos durante la noche. Una veintena de habitantes compartían esta tarea. Sus guardias, de ordinario silenciosas, estaban perturbadas desde hacía varios días por los ecos de la batalla que se desarrollaba rabiosamente en torno a Castel y a los demás pueblos que bordeaban la carretera de Jerusalén. No obstante, aquellos ruidos eran aún lejanos. Ningún incidente había venido a ensombrecer las relaciones del poblado con las aglomeraciones judías de los alrededores.

Aquella noche compartía ese privilegio toda la población. Los que trabajaban en el exterior regresaron para dormir en Deir Yassin para aprovechar el descanso del viernes. Otros, como Ahmed Jalil, empleado en el cuartel Allenby, y su hermano Hassan, camarero del «Hotel Rey David», se encontraban allá porque sus empleos acababan de ser suprimidos por los ingleses. Para jóvenes, como Mohamed Jaber, de dieciocho años, alumno del «Colegio Ibrahimyeh» de Jerusalén, lo que motivaba su presencia era el fin prematuro del año escolar. Incluso había forasteros en el pueblo. La víspera, la joven institutriz de la escuela de niñas no había podido entrar en Jerusalén. El autobús 38, que Hayat Halabes tomaba cada tarde, había caído en una emboscada judía en la carretera de Castel.

Los tres albañiles, los tres canteros y el conductor del camión que había velado su sueño, aguardaban tranquilamente el despuntar del alba. Sus «máuser» y viejos fusiles turcos sólo habían sido disparados en ruidosas y alegres charangas con ocasión de fiestas. La última había tenido lugar doce días antes, para recibir en Deir Yassin a la joven esposa Alia Darwish.

Se oyó un disparo. Luego una voz gritó:

—¡Ahmed, yahud alaina! (¡Ahmed, llegan los judíos!).

El albañil Ahmed Eid distinguió las siluetas que ascendían por la oscuridad de la barranca. Entonces sonaron disparos desde casi todas partes. Eran las cuatro treinta horas. La paz de Deir Yassin había muerto para siempre.

Para conseguir la espectacular victoria que necesitaban políticamente, los jefes del «Irgún» y del grupo «Stern» decidieron apoderarse de Deir Yassin. Procedentes de tres direcciones a la vez, sus comandos estaban a punto de entrar en el pueblo. Saliendo del vecino pueblo de Beit Hakerem, los grupos del «Irgún» se aproximaban por el Sur, mientras que por el Norte desembocaba un elemento del grupo «Stern», al mismo tiempo que un vehículo blindado, provisto de altavoz, se deslizaba, viniendo del Este, por la única carretera que conducía al poblado. Ciento treinta y dos hombres participaban en la operación. Sus jefes le dieron un nombre en clave particularmente apropiado: «Unidad», homenaje a la puesta en común de su arsenal. La mayor parte de las metralletas procedían, en efecto, de un taller clandestino del «Irgún», y los explosivos, de los escondrijos del grupo «Stern». Los fusiles y granadas fueron suministrados, en su mayoría por la «Haganah», para socorrer a los ocupantes de Castel.

Mientras los guardianes de Deir Yassin se apostaban o corrían de puerta en puerta para dar la alarma, los asaltantes permanecían tumbados en el suelo, junto a las primeras casas, esperando la llegada del altavoz y la señal de ataque. Tras una viva discusión, los jefes terroristas decidieron finalmente ordenar a la población árabe que evacuara el pueblo. Pero el vehículo blindado no conseguía hacer oír su altavoz a los habitantes de Deir Yassin. Acababa de caer en una zanja que interceptaba la carretera del pueblo. Desde tal distancia, las palabras se perdían en la noche. Una ráfaga de ametralladora se disparó, finalmente, en dirección a las casas. Era la señal. La operación «Unidad» había comenzado.

—¡Yahud!

El grito se extendió por las callejuelas del poblado dormido, como un toque de rebato. Con los pies descalzos y una manta sobre los hombros, numerosos habitantes lograron huir hacia el Oeste. Entre ellos se hallaba toda la familia de Mohamed Zeidan, un acomodado mercader que alquilaba varias casas a los judíos de Jerusalén. Únicamente la institutriz de la escuela de niñas se quedó atrás. Hayat Halabes se vistió y corrió a su escuela para buscar el botiquín de primeros auxilios. Se colocó en la manga un brazalete con la cruz roja y se precipitó hacia el reducto de donde venían los disparos. Su carrera fue breve. Alcanzada a sólo pocos metros de su escuela, se desplomó muerta, instantáneamente: fue una de las primeras víctimas de aquel pueblo, donde ella no debería de haberse encontrado.

Tras un arranque fulminante, el ataque de los comandos cedió en intensidad. Los terroristas no tenían ninguna experiencia en ese género de operaciones. Como en todos los pueblos árabes, la mayoría de los hombres poseían algún arma, y los tranquilos ciudadanos de Deir Yassin defendían sus casas con una tenacidad sorprendente. Fueron precisas casi dos horas a los judíos para sobrepasar las primeras casas y alcanzar el centro del pueblo. Allí se reunieron los hombres de los dos grupos, arrojándose unos en brazos de otros.

Su alegría duró poco. Las municiones estaban casi agotadas, y las metralletas fabricadas por el «Irgún» se estropeaban una a una. Las pérdidas fueron mínimas: cuatro asaltantes muertos. Pero en el encarnizamiento de la batalla, les parecieron enormes a los inexpertos terroristas. Dos de los principales jefes fueron heridos. Se consideró incluso la posibilidad de retirarse. Nadie parecía haber imaginado que podría ser más difícil conquistar un pueblo, que arrojar una bomba a una multitud desarmada en espera del autobús. Giora, el jefe del comando del «Irgún», tomó el mando de sus hombres y los condujo adelante. Fue herido a su vez. Una especie de histeria colectiva se apoderó entonces de los asaltantes. Mientras que la resistencia en sus asaltos se debilitaba, atacaron con creciente furor a los habitantes de Deir Yassin. Sacados a la calle junto con treinta y tres de sus vecinos, los jóvenes esposos de la última fiesta figuraron entre las primeras victimas. Fueron alineados contra un muro y ametrallados a quemarropa, con sus manos unidas como para sellar, en la eternidad, su amor del todo nuevo. Un superviviente de doce años, Fahimi Zeidan, contará: «Los judíos ordenaron a toda mi familia situarse frente al muro, y comenzaron a disparar sobre nosotros. Yo fui herido en el costado; pero casi todos nosotros, los niños, nos salvamos porque pudimos refugiarnos detrás de nuestros padres. Las balas arañaron la cabeza de mi hermana Kadri, de cuatro años, la mejilla de mi hermana Sameh, de ocho, y el pecho de mi hermano Mohamed, de siete años. Todos los demás que estaban con nosotros contra el muro resultaron muertos: mi padre y mi madre, mi abuelo y mi abuela, mis tíos, mis tías y varios de sus hijos».[14]

Haleem Eid, una joven de treinta años perteneciente a una de las principales familias de Deir Yassin, vio «a un hombre disparar en el cuello de mi cuñada Salhiyed, que estaba a punto de dar a luz, y abrirle el vientre con un cuchillo de carnicero». Otra mujer que presenció esta escena, Aiesch Radwaer, fue asesinada cuando intentaba sacar al niño de las entrañas de la madre ya muerta. En oirá casa, la joven Naaneh Jalil, de dieciséis años, vio «a un hombre coger una especie de cuchilla y abrir, de la cabeza a los pies, a nuestro vecino Jamili Hish, y luego dar muerte de la misma forma, en las escaleras de nuestra casa, a mi primo Fathi». Tales escenas se renovaban de casa en casa. Los detalles proporcionados por los supervivientes establecieron que las mujeres que formaban parte de los comandos rivalizaban en barbarie con los hombres. Los alaridos, las explosiones de granadas, el silbido de las balas, el olor a sangre, a entrañas, a pólvora, a quemado, a muerte, sumergían poco a poco a Deir Yassin. Sus verdugos mataban, saqueaban. Violaban.

Safiyeh Attiyeh, una mujer de cuarenta años, vio a un hombre abrir su pantalón y lanzarse sobre ella. «Yo grité —contará—, pero a mi alrededor otras mujeres eran también violadas. Luego nos arrancaron las vestiduras y se divirtieron con nuestros pechos haciendo gestos obscenos. Algunos estaban tan obsesionados por apoderarse de nuestros pendientes, que arrancaban las orejas para ir más rápidos». Otra mujer de treinta y seis años, Nazra Assad, contará haber visto «a un hombre arrebatarle su pequeñín a su vecina, Salhyed Eissa, arrojarlo al suelo y pisotearlo». Luego —prosiguió aún— cayó sobre ella y la violó, mientras sus camaradas miraban. Cuando estuvo satisfecho, la mató y arrojó un colchón sobre su cuerpo y el del pequeñín.

Llegado a Deir Yassin a media mañana, Mordechai Raanan, el jefe del «Irgún» de Jerusalén, decidió aniquilar las últimas casas donde los árabes aún resistían. Recurrió a la técnica utilizada por su organización contra los puestos de la Policía británica, e hizo dinamitar todos los edificios de donde partían los disparos. El principal parecía ser la casa del mujtar. «Al cabo de algunos minutos —contará Raanan—, la casa no era más que un montón de escombros sobre cuerpos destrozados». El horno, gracias al espesor de sus muros y a su puerta de hierro, escapó a la destrucción. En el interior, la mujer del albañil Eid y sus vecinas, aterrorizadas, oyeron una voz exhortándolas a salir.

—No arriesgan nada —decía la voz.

Las mujeres se negaron. Shafikah Sammur, la hija del mujtar, reconoció, por el acento, que la voz no era árabe.

Más de quince casas volaron antes de que el «Irgún» agotase su reserva de explosivos. Algunos horrorizados supervivientes se refugiaban en las casas que aún permanecían en pie. Los comandos judíos empezaron a desalojarlas una a una a base de granadas o ráfagas de metralleta. Las mismas escenas salvajes se reprodujeron en la mayor parte de ellas. Hacia mediodía, el joven Mohamed Jaber, a quien el cierre prematuro de su escuela en Jerusalén hizo regresar a su pueblo, vio, desde debajo de la cama en que se refugió, «a los judíos irrumpir en la casa, expulsar a todo el mundo y disparar a continuación sobre el grupo». Una mujer de veinticinco años que se ocultaba con una decena de vecinas, vio a un grupo irrumpir en su casa.

—¿Cómo desean ustedes morir? —gritó un judío en árabe.

Aterrorizada, la joven se tiró al suelo y le besó los pies, implorando su piedad.

Poco después de mediodía, los asaltantes amenazaron con volar el horno si las mujeres que se habían encerrado dentro no salían. La hija del mujtar abrió la puerta y salió la primera. Entre los escombros de su casa descubrió los cadáveres de su madre y de sus dos hermanos. Un opresivo silencio, rasgado sólo por algunos gritos, cayó lentamente sobre las ruinas del pueblo que caldeaba una esplendoroso sol de primavera.

La operación «Unidad» había terminado. Los terroristas del «Irgún» y del grupo «Stern» consiguieron la victoria que buscaban. Deir Yassin les pertenecía.[15]

A millares, los árabes de Palestina acudieron a Jerusalén para tomar parte en los funerales de Abdel Kader. Recubierto de flores y de la bandera de los combatientes de la guerra santa, el venerado jefe estaba expuesto, en un féretro de madera de pino, en el salón donde, dos días antes, escribiera su última carta. La tradición musulmana, al exigir una rápida inhumación, privó del tiempo necesario a su mujer y a sus hijos para llegar desde El Cairo. Por toda herencia, les dejaba una deuda: un recibo firmado de su puño y letra, por el que reconocía deber seis mil libras palestinas por la compra de fusiles.

Todas las calles del barrio estaban atestadas de gente. Había pastores con pelliza de gruesa lana y notables vestidos a la europea y tocados con fez. Y estaban, sobre todo, los que, por segunda vez en doce años, respondieron a su llamada a las armas. Apretando el fusil contra su pecho, vistiendo uniformes dispares, pero unidos por un mismo dolor, lloraban a un jefe al que respetaban como a su padre y al que llamaban afectuosamente Abu Mussa.

Cuando el féretro salió de la casa, el hombre que marchaba en cabeza de la procesión disparó un tiro al aire con su revólver. Fue la señal del más formidable concierto de detonaciones que jamás resonara en Jerusalén. De todos los rincones de la ciudad árabe, los fieles de Abdel Kader lanzaron al cielo una ensordecedora cortina de plomo. Dos espectadores resultaron muertos en sus ventanas, por aquel explosivo homenaje, que seccionó también los hilos del teléfono y de la electricidad.

Los árabes celebraron aquel día los funerales más grandiosos desarrollados en Jerusalén, desde hacía varias generaciones. Según la costumbre, el féretro pasó de mano en mano por encima de las cabezas, en un torbellino de brazos levantados y delirantes lamentaciones. Todos querían tocarlo. Por la puerta de Damasco, la calle Salomón y la Vía Dolorosa, el cortejo fúnebre llegó a la explanada de Haramech Cherif. Allá, en el interior del monumento octogonal de la Cúpula de la Roca, Abdel debía recibir el supremo honor. Su excepcional valor le ofreció el muy raro privilegio de ser inhumado en aquel sagrado lugar del Islam, desde donde Mahoma, antes que él, abandonara esta tierra. Como si no pudiera resignarse a abandonar a su jefe, la multitud permaneció toda la mañana en la explanada llorando y lamentándose. Bajo la cúpula, decorada con graciosos arabescos alabando a Alá, el Único y Misericordioso, reposaba aquel que había encarnado gran parte de sus esperanzas.

En las escaleras del Haram, Anuar Nusseibiren explicó a Abu Garbieh que había abandonado Castel la víspera.

—¿Los ha relevado alguien allá? —preguntó.

—Sí —murmuró el maestro con fatalismo—, los judíos.

Los doscientos cincuenta y cuatro hombres, mujeres y niños asesinados en Deir Yassin recibieron una sepultura menos grandiosa. Reposaban, mezclados, en el fondo de la cantera de piedra que había proporcionado la fama y la prosperidad a su pueblo.

El representante de la Cruz Roja Internacional, el suizo Jacques de Reynier, fue el primero en llegar al lugar. No tardó mucho tiempo en comprender que Deir Yassin estaba en manos de unas personas como jamás había visto otras. Sólo la intervención de un terrorista de origen alemán, que desde su salida de los campos nazis profesaba un agradecimiento inquebrantable a la Cruz Roja, le permitió franquear la entrada al pueblo.

Lo que contempló lo estremeció de horror. «Chicos y chicas muy jóvenes corrían en todas direcciones armados hasta los dientes con pistolas, metralletas, granadas e incluso grandes cuchillos —contará—. Una bella muchacha de ojos asesinos me mostró el suyo, del que aún goteaba sangre y que paseaba como un trofeo. Era el equipo de limpieza, que cumplía concienzudamente su cometido. Ello me hizo pensar en los SS que vi en Atenas durante la guerra». Reflejará todavía, en su Diario, haber visto a un hombre y a una mujer «apuñalados fríamente por una muchacha».

Cuando intentó entrar en una casa, lo rodeó una docena de soldados apuntándole con sus metralletas. Pese a las furibundas amenazas, penetró en el interior. «Entre los destrozados muebles, mantas y residuos de todas clases, encontré algunos cadáveres ya fríos —escribió—. Se ha hecho aquí la limpieza con metralleta y luego con granadas. Se ha terminado con cuchillo, sin importar quién pudiera darse cuenta de ello». Cuando iba a salir, Reynier oyó un leve ruido, como un suspiro. Buscó por todas partes, desplazó cada cadáver y acabó por hallar un pequeño pie, aún cálido. Levantó con delicadeza entre sus brazos a una niña de diez años, «gravemente herida por una granada, pero viva aún».

Por doquier contempló la misma visión espantosa. Reynier sólo encontró a otros dos supervivientes, «mujeres, una de las cuales era una anciana abuela escondida detrás de unos haces de leña, con el brazo triturado por una descarga». Entre todos los cadáveres que pudo ver se hallaba «el de una mujer que debía de hallarse en el octavo mes de gestación. Tenía una herida en el vientre, y las señales de quemaduras de pólvora en su ropa indicaban que había sido asesinada de cara, a quemarropa».

Los responsables del «Irgún» y del grupo «Stern» acabaron por expulsar al representante de la Cruz Roja, que se ha hecho molesto. Mientras, en las calles de la Jerusalén judía daban pruebas de su hazaña, exhibiendo algunos prisioneros que habían capturado en Deir Yassin. El periodista judío Harry Levin vio «tres camiones subir y bajar lentamente por la avenida del Rey Jorge V, cargados de hombres, mujeres y niños, con las manos en alto».

Lo conmovieron sus expresiones de terror. Comprendió que su humillación sería imborrable.

El Alto Comisario tuvo conocimiento de la tragedia durante su conferencia diaria con los responsables dé la Seguridad. Sir Alan Cunningham conocía demasiado bien a los dirigentes de la «Agencia Judía» y de la «Haganah» como para imaginarlos capaces de tal crimen. No tenía ninguna duda. Eso sólo podía ser obra de sus enemigos, los asesinos del «Irgún» y del grupo «Stern». Rugió su desprecio:

—Allá están, al fin, ¡esos cerdos! ¡Por el amor de Dios, Mac Millan! ¿Qué espera usted para caer sobre ellos?

Pero Deir Yassin iba a depararle «la mayor decepción de su misión en Palestina». El comandante en jefe se contentó con repetir que no estaba disponible ninguna tropa. James Pollock, el prefecto de Jerusalén, no ignoraba ninguna de las razones del general Mac Millan. Se negaba, simplemente, a arriesgar sus fuerzas. Toda intervención iría en contra de su doctrina: sus soldados sólo debían servir los intereses estrictamente británicos.

Decepcionado, Cunningham se dirigió entonces hacia el comandante en jefe de la RAF, que aceptó, sin titubeos, la idea de una incursión aérea. No obstante un impedimento iba a confirmar para Sir Alan, «nuestros fracasos aquella mañana y el infierno de nuestros últimos meses en Palestina». Todos los bombarderos ligeros habían sido trasladados, la víspera, a Egipto, y sus tanques, a Habbaniya, en Irak. Serían precisas veinticuatro horas, como mínimo, para hacerlos regresar. Antes de que acabara la conferencia, esta intervención se reveló inútil. La «Haganah» controlaba ya Deir Yassin.

Elie Arieli, un veterano de la «Brigada Judía», llegó el primero con su grupo del «Gadna», la juventud militar. El espectáculo que descubrió le pareció de «la más cruel barbarie». Casi todos los cadáveres eran de ancianos, mujeres o niños. Jamás podría tener la menor duda, en su espíritu, de que «los muertos que hemos encontrado eran todos inocentes víctimas. Ni uno solo de ellos había caído con las armas en la mano». Todo reflejaba un horror tan insoportable, que prohibió a sus jóvenes penetrar en el pueblo antes de que lo hubiera limpiado con los oficiales.

Yeshurun Schiff, el adjunto de Shaltiel, también acudió. Era él el que, involuntariamente, suministró las armas para aquella sangrienta carnicería. En vez de aportar su ayuda en la toma de Castel, los terroristas prefirieron «ir a asesinar a todos los seres vivos que encontraron en aquel pueblo aún tranquilo».

—¡Pedazo de puerco! —dijo al jefe del grupo «Stern».

Sus hombres reunieron a los terroristas en la plaza del pueblo. Los dos grupos se observaban con odio. Schiff recibió por radio la orden de desarmar a los asesinos.

—¡Si se niegan, abran fuego! —le ordenó Shaltiel.

Schiff estaba consternado. Pese a la repugnancia que sentía por su crimen, jamás podría disparar sobre sus compatriotas. Demasiadas luchas fratricidas jalonaban ya la historia judía.

—¡No, no podría! —suplicó.

—Yo no le pregunto lo que usted pueda o no pueda —replicó Shaltiel—. ¡Es una orden!

—¡David! —imploró Schiff—. Va usted a cubrir su nombre de sangre para toda la vida. El pueblo judío no se lo perdonará jamás.

Los terroristas recibieron, finalmente, la orden de limpiar el pueblo. Transportaron los cuerpos de sus víctimas hasta la cantera de piedra y los amontonaron. Luego pegaron fuego al inmundo osario.

«Era un radiante día de primavera —recuerda—. Los almendros estallaban con miles de flores. Pero por doquier flotaba el abominable hedor a muerto, la acre humareda de los cadáveres que ardían en la cantera».

Deir Yassin mancharía durante mucho tiempo la conciencia del futuro Estado de Israel. Al perpetrar ese crimen, el «Irgún» y el grupo «Stern» habían hecho de aquel pequeño pueblo de Judea y del martirio de sus habitantes, el símbolo duradero de la desgracia de los palestinos. Raros serían los prisioneros judíos que, en los meses venideros, no se estremecerían al oír el grito vengador de «Deir Yassin». Muchos caerían para expiar la salvajada de sus desalmados compatriotas.

La «Agencia Judía» se apresuró a hacer saber que ignoraba todo sobre los proyectos de los dos grupos terroristas, a la vez que manifestaba su consternación. David Ben Gurion dirigió un telegrama personal al rey Abdullah para expresarle su dolor, y el Gran Rabino de Jerusalén maldijo a todos los que habían participado en el ataque.

No obstante, era a los árabes a los que correspondía, en principio, el derecho a condenar esta tragedia. Durante horas, el periodista Hazem Nusseibi, que había anunciado el Reparto desde las antenas de «Radio Palestina», y el doctor Hussein Jalidy, secretario general del Alto Comité Árabe de Jerusalén, se preguntaron cómo presentar la noticia a la población. «Como nosotros dudamos siempre de que, pese a sus sempiternas promesas, los ejércitos árabes acudieran en nuestra ayuda —contará Nusseibi—, decidimos crear un shock psicológico, con la esperanza de que las masas ejercieran presión sobre sus Gobiernos». La matanza de Deir Yassin fue, pues, lanzada al mundo con todo lujo de detalles macabros. Fue «un error fatal», reconocería un día Nusseibi. La noticia no modificó en nada el estado de ánimo de los dirigentes, y en cambio sembró un pánico irrefrenable entre los árabes de Palestina. Por ese error de cálculo, los propagandistas árabes contribuyeron a montar los decorados de un drama que obsesionaría bien pronto a Oriente Medio: la suerte de los centenares de millares de refugiados palestinos.

Fawzi el Kaukji mantenía su promesa. Era la segunda vez en diez días que lanzaba a sus árabes al asalto de una de las posiciones judías más importantes del valle de Jezrael: el kibbutz de Mishmar Haemek. Lejos de borrar la derrota de Tirat Zvi, su primer ataque a la colonia terminó diez días antes con un fracaso. El árabe que soñaba con dirigir sus batallas al estilo de la Wehrmacht, no había escatimado esfuerzos. Durante todo el día, sus cañones hicieron temblar el valle de Jezrael. Pero su imprudente revelación ante el agente de la «Haganah», Yehoshua Palmon, le privó de todo efecto de sorpresa. Tras dos horas de bombardeo, lo que vio aparecer sobre las ruinas humeantes de la colonia no fue la bandera blanca, sino a la infantería judía, que se lanzaba al contraataque. La cólera providencial del general Mac Millan le evitó graves disgustos, imponiendo aquel día un alto el fuego.

El Kaukji estaba bien decidido a ganar hoy la segunda manga de la batalla de Mishmar Haemek. Yehoshua Palmon buscaba con sus gemelos la famosa batería de artillería cuyos obuses habían aniquilado los edificios del kibbutz. Descubrió siete cañones del 75 y tres piezas del 88. Palmon pensó que aquélla era una ocasión inesperada de ofrecer a la «Haganah» un poco de la artillería, que con tanta urgencia necesitaba. Formó un comando de seis hombres para rodear las posiciones árabes. Cuando hubo localizado con precisión las diferentes piezas, solicitó refuerzos. Aquella inesperada incursión a su retaguardia provocó el enloquecimiento en las filas de El Kaukji.

Pero Palmon no pudo transportar el regalo que prometió hacer a su ejército. En su retirada, los árabes pudieron salvar sus cañones. Este éxito permitiría pronto a su general dirigirlos contra el objetivo más prestigioso de Palestina: Jerusalén.

Esta perspectiva no compensaba la amargura de su fracaso en el kibbutz de Mishmar Haemek. Sin embargo, El Kaukji no tuvo ningún reparo en dar una explicación satisfactoria a sus superiores de Damasco. «Los judíos poseen ciento veinte carros de combate, el más ligero de los cuales pesa seis toneladas —anunció, en un telegrama, al general Safuat—. Disponen, además, de doce baterías del 75 y seis escuadrillas de bombarderos y cazas. También tienen una división completa de infantería, compuesta, entre otros, por un regimiento de comunistas rusos no judíos».

Una vez suavizada así la vergüenza del fracaso apoyándose en la potencia imaginaria del adversario, El Kaukji regresó a su cuartel general, instalado en el pueblo de Jabba. Allá descubriría el único consuelo de aquella jornada. Si no sabía actuar como general alemán, iba a poder, al menos, comportarse como marido alemán. Era el día de su aniversario, y Anna Elisa, su esposa germánica, lo esperaba con un pastel y una botella de champaña que había traído de Damasco.

Oh, Jerusalén
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