EPÍLOGO
TRES MESES DESPUÉS
El corazón me cerraba la garganta de puro nerviosismo. Miré hacia el mar, sobre el que se levantaba una preciosa mañana de octubre, y supe que el barco ya estaba de camino. Al cabo de unas horas, el Rosa del Viento llegaría a Sassnitz y allí encontraría su nuevo hogar.
Los últimos meses no siempre habían sido fáciles. Los costes habían variado muchísimo, a veces parecían elevarse y luego, por alguna feliz casualidad, volvían a bajar un poco.
Por el motor nuevo, en todo caso, habíamos pagado hasta el último céntimo. Según mi padre, demasiado, pero el caso era que lo habíamos conseguido, y con él, el barco volvió a tener un corazón fuerte.
Esas últimas semanas, yo le había hecho muchísima publicidad a la embarcación, y el capitán del puerto me había permitido organizar una pequeña fiesta para unos cien invitados más los paseantes que se interesasen por el barco.
La selección de invitados la había realizado con muchísimo cuidado. Entre ellos había políticos, personas de la vida pública y directores de hoteles a los que quería convencer para que en sus establecimientos ofrecieran trayectos y publicidad del Rosa del Viento. Ya había llegado a algunos acuerdos en ese sentido, incluso con unos empresarios de Hamburgo con los que me había puesto en contacto mi padre.
Me había resultado difícil invitar a Joachim Hartmann. Su hotel era sin duda una buena oportunidad para publicitarme, pero seguía sin olvidar que hombres como él habían sido los culpables del sufrimiento de Silvia Thalheim. Por ese motivo no me presenté en su fiesta de verano; oficialmente, desde luego, había sido a causa del brazo roto de Leonie.
El empujón decisivo había llegado por parte de Christian.
—Invítalo sin problema, tiene muchos contactos y podría serte beneficioso. No se trata de nuestros sentimientos personales, se trata de nuestro barco y nuestro negocio. Hartmann puede reparar con el Rosa del Viento todo lo que no hizo bien.
La idea de que un antiguo colaborador informal de la Stasi diera su apoyo a un barco cuyos pasajeros conocerían la historia de los fugitivos de la RDA me sedujo.
—Entonces, ¿quieres darle la oportunidad de expiar sus errores? —pregunté mientras le daba vueltas a la tarjeta de invitación en la mano.
—Jamás podrá enmendar la muerte de mi madre, pero creo que a mis padres les habría alegrado, sobre todo a mi padre, que nos ayude. ¿Ya le has explicado que el barco llevó a fugitivos al Oeste?
—No, todavía no. Por eso me muero de ganas de ver qué cara pone cuando se entere.
—Motivo de más para invitarlo, entonces.
No pude argumentar nada en contra de eso, así que envié la invitación, que Hartmann aceptó de inmediato. Quizá porque quería exhibirse en público, pero a mí me parecía bien.
Aparté esos pensamientos, volví a entrar en casa y en ese momento recordé a Silvia.
Un mes después de haber ido a verla, acudí a la oficina de Protección a la Infancia de Leipzig para que me leyeran mi expediente del hogar infantil. Desde luego, había vuelto a suponer un gran esfuerzo organizarlo todo, pero, gracias a Christian y a mi madre, había logrado encontrar el tiempo.
La funcionaria fue muy amable y me llevó a un despacho luminoso en el que empezó a leerme los folios en voz alta. Casi todo eran anotaciones sobrias, pero entre ellas se encontraba también el apunte de que mi madre había sido encarcelada, supuestamente porque tenía pensado fugarse de la República. Sobre las condiciones de su encarcelamiento no aparecía nada, pero la amable funcionaria me leyó varios informes sobre mis dificultades para adaptarme al grupo y cómo, aun así, iba progresando.
Después llegó la adopción por parte de los Hansen. Cuando leyó la declaración de renuncia que, según me había contado mi madre, le habían obligado a firmar, me eché a llorar.
—¿Prefiere volver otro día? —me preguntó la funcionaria, pero dije que no.
Después de recuperarme un poco, le pedí que siguiera. Aun así, ya solo había anotaciones sobre mi evolución. Con su firma en los documentos de la adopción, mi madre había desaparecido de mi vida. Cualquier otra cosa que quisiera saber sobre ella estaría en los expedientes de la Stasi, pero todavía pasaría bastante tiempo hasta que me permitieran verlos.
De nuevo me invadió el arrepentimiento; me arrepentía de haber seguido creyendo lo que me habían contado incluso después de la reunificación del país. Me arrepentía de no haber movido cielo y tierra antes para buscarla, y también lamentaba muchísimo el hecho de que seguramente jamás llegaría a saber quién era mi verdadero padre. ¿Qué me diría si me viera? ¿Viviría aún? Era más que probable que nunca llegara a saberlo.
Podría haberme enfadado con mi madre por habérmelo ocultado, pero el rencor no llevaba a ninguna parte. Prefería pensar en cómo me había abrazado y me había sonreído con sus últimas fuerzas. Mejor tarde que nunca, decía una voz en mi interior. Al menos la había encontrado, y eso significaba mucho.
En agosto fui al lugar en el que habían esparcido sus cenizas. Silvia había dejado instrucciones muy precisas al respecto. Tres buenos amigos habían llevado a cabo la ceremonia. Existía un testamento, pero después de conocer su diagnóstico y aceptarlo, había regalado todo cuanto poseía. Yo conservaba la grabadora de casete, y a veces, cuando estaba sola y quería oír su voz, me ponía la cinta.
Dentro de casa me esperaba Leonie, que ya se había puesto su vestido nuevo. Ese agosto había cumplido seis años, y había entrado en el grupo de preescolar. Solo le faltaba un año para ir al colegio… El tiempo pasaba volando.
Jan había demostrado tomarse en serio su promesa y se pasaba a vernos cada dos fines de semana. Lo de comprar la casa aún no lo había conseguido, pero se alojaba en un hotel y pasaba mucho tiempo con Leonie. También nuestra relación fue mejorando poco a poco. Esa temporada en el hospital había hecho cambiar un poco a mi exmarido.
Para el viaje inaugural del Rosa del Viento, sin embargo, no pudo venir a causa de un compromiso laboral. Aun así, se lo perdoné porque nos envió a Christian y a mí un ramo de flores enorme.
—Mamá, ¿cuándo va a llegar nuestro barco? —preguntó Leonie emocionada.
A esas alturas, su brazo roto ya no era más que un recuerdo lejano, pero había conseguido que no volviera a escaparse nunca más de la guardería.
—Debería arribar a Sassnitz a las doce —contesté.
Mi hija soltó una risilla. La primera vez que me oyó utilizar la palabra «arribar», me había preguntado si el barco subiría hasta arriba de la colina como si fuese un coche. Yo le expliqué que se decía así cuando un barco llegaba a puerto, pero de todas formas le entraba la risa cada vez que lo oía.
—Pero tú aún tienes que ponerte un vestido —me dijo entonces—. Seguro que el tío Christian va en el barco, ¿verdad?
—Sí, va a bordo. Y con él vienen también el abuelo, el capitán Palatin y la nueva tripulación del barco.
Sorprendentemente, enseguida habíamos encontrado a personas dispuestas a trabajar para nosotros, y eso a pesar de que no podíamos pagar grandes sueldos.
Mi padre, por supuesto, no había querido perderse la primera travesía del Rosa del Viento. Christian también estaba entusiasmado a más no poder, y a mí se me ocurrió la idea de invitar a Georg Palatin y a su mujer al viaje inaugural.
Me habría encantado ir a bordo con ellos, pero tenía muchas cosas que organizar. Ya disfrutaría de otra travesía, una que cruzara todo el puerto de Sassnitz y saliera un poco por mar abierto.
Le arreglé el pelo a Leonie, que no quería seguir llevándolo suelto, sino con muchas horquillas de colores, y luego me puse un elegante vestido de tubo de color azul que había descubierto en una boutique de Stralsund.
Cuando estuvimos listas, salimos de casa.
—¡Gatito! —exclamó Leonie, pero no echó a correr. Solo señaló al gato, que se había puesto cómodo al lado de nuestro coche.
El animal se sobresaltó, alarmado, pero entonces nos reconoció y se relajó un poco. Todavía no era tan dócil como para dejarse acariciar. Aun así, aceptaba la comida que le dejábamos, por lo que yo era optimista y no perdía la esperanza de que algún día nos permitiera levantarlo en brazos y llevarlo al veterinario.
Leonie y yo subimos al coche y nos dirigimos a Sassnitz.
Cuando llegamos al puerto, ya se habían reunido algunas personas en el amarradero. Todavía era muy pronto, pero probablemente querían asegurarse los mejores sitios. Había organizado una recepción con bufé para dar la bienvenida al Rosa del Viento, y la empresa de cateringya lo estaba montando todo. Después de charlar un poco con los presentes, rebusqué con nerviosismo en mi bolso y saqué el discurso que quería pronunciar. Eso me tenía nerviosísima. Realizar una presentación ante mis clientes no me suponía ningún problema, pero nunca había pronunciado un discurso tan largo. Repasé una vez más todos los puntos y no encontré nada que sonara exagerado.
Poco después empezaron a llegar los primeros invitados. Yo les iba dando la bienvenida si podía, y también charlaba un poco con algunas personas que habían venido porque habían visto la noticia en el periódico.
Hartmann no estaba por ninguna parte. ¿Habría decidido no venir al final?
No creía que fuera eso, sin duda querría hacer una gran aparición.
Los minutos iban estirándose como un chicle. Consulté el reloj. Las doce menos cuarto. Se acabaron los saludos personales, tendría que retomarlos más adelante. Ocupé mi lugar en el muelle junto a Leonie y miré hacia el mar.
El Rosa del Viento apareció exactamente a las 12.01 por la bocana del puerto. La multitud reunida tras de mí enmudeció de pronto.
Mientras sostenía a mi hija de la mano, contemplé fascinada cómo el barco, impulsado por su nuevo motor, surcaba las aguas azul grisáceo del Báltico y se iba haciendo cada vez mayor. El azul del casco era tan vivo como el color del agua, las estructuras superiores blancas relucían al sol. La cabina de pasajeros tenía ventanas nuevas que destellaban con los reflejos. Durante los trabajos de restauración se habían retirado los restos innecesarios de los aparejos de pesca, de modo que ahora el Rosa del Viento tenía todo el aspecto de una embarcación de pasajeros.
Lo único que me daba un poco de lástima era que en los foros de internet nadie había contestado a mis anuncios de búsqueda. Tal vez Palatin quisiera contarme por fin la historia de Lea, para así poder añadirla a todas las demás que conocía del barco.
A pesar de ello, sentía un gran orgullo en mi interior. Lo habíamos logrado. ¡El Rosa del Viento volvía a navegar! Y a bordo, a excepción de Leonie, llevaba a todas las personas que yo amaba y valoraba. ¿Qué más podía desear?
Al fin, se oyó su fuerte sirena. Entre los presentes estalló un aplauso mientras el capitán atracaba la embarcación con seguridad. Por la pasarela bajaron entonces sus pasajeros: mis padres, Christian y, por último, Georg Palatin y su mujer. Todos ellos se reunieron en los puestos de honor que les habíamos preparado.
Miré a Christian, que me ofreció una sonrisa maravillosa y asintió con la cabeza para animarme. Ya esperaba con impaciencia nuestra celebración privada de esa noche, pero antes tenía que cumplir con mi misión. Dejé a Leonie de la mano de Christian, me acerqué al púlpito y encendí el micrófono. Contemplé entonces por primera vez a todo el público. ¡Cuánta gente! Por lo visto, el barco seguía causando sensación incluso entre los más jóvenes. Respiré hondo y empecé mi discurso.
—Damas y caballeros, me alegra mucho darles la bienvenida a la celebración de la travesía inaugural del Rosa del Viento. Este barco no solo será una nueva perla del puerto de Sassnitz, también tiene una convulsa historia a sus espaldas. Construido como pesquero, tuvo luego la misión de dragar minas hasta el año 1959, cuando Georg Palatin lo compró y lo transformó en una embarcación de recreo. Me alegro mucho de que el señor Palatin haya podido estar hoy entre los presentes.
Hice una pausa cuando empezaron los aplausos y miré al capitán, que apretaba la mano de su mujer, algo intimidado. Aunque seguía sin gustarle la fama, sí me había permitido mencionar su nombre en el discurso.
—Georg Palatin se enamoró en aquel entonces de su mujer, que todavía hoy sigue a su lado, y así dio comienzo un nuevo y aventurero capítulo de la vida de este barco. Para poder casarse con ella, el señor Palatin corrió el riesgo de ayudar a su esposa y a otras tres personas a huir de la RDA.
Mis ojos buscaron a Hartmann y lo encontraron cerca de la barra. Su rostro parecía de piedra. Eso está bien, me dije. Aquí tienes tu oportunidad.
—Hasta el año 1988, Georg Palatin salió en numerosas ocasiones para rescatar a fugitivos del agua o recogerlos de barcas poco seguras. Una vez, el Rosa del Viento se vio incluso bajo fuego enemigo. El riesgo personal que corrió el capitán fue enorme.
De nuevo estallaron los aplausos. Le dirigí un gesto de la cabeza a Palatin, que tenía las mejillas sonrojadas. Aunque no lo quisiera, se había merecido un reconocimiento.
—Georg Palatin se convirtió con ello en una parte fundamental de la historia de este barco. Sin embargo, tras la reunificación de Alemania tuvo que vender el Rosa del Viento. Durante mucho tiempo, el barco no tuvo ningún uso, y entonces Christian Merten y yo misma lo descubrimos aquí, en este puerto. Nos enamoramos enseguida del pesquero y decidimos devolverle su antiguo esplendor. En esos momentos no conocíamos todo el pasado que tenía el barco, pero un día descubrí a bordo una carta que nos dio el empujón decisivo. Era de una mujer llamada Lea, y en ella describía parte de su huida. Nos decidimos a buscarla, pero hasta ahora no hemos logrado encontrarla. Aun así, le damos las gracias. A pesar de que no conocemos su verdadera historia y tampoco sabemos si tuvo un final trágico, fue ella quien nos puso sobre la pista correcta.
»Ahora nos toca a nosotros seguir adelante con la historia del barco, y eso es lo que me gustaría celebrar hoy aquí con ustedes. ¡Muchas gracias!
De nuevo se oyeron aplausos. En realidad, yo solo estaba aliviada por haber acabado ya el discurso y que hubiera salido bien. Me acerqué a Christian y lo besé, luego saludé también a mis padres con un beso.
—Lo has hecho muy bien, hija mía —me dijo mi padre, y me abrazó con fuerza.
—No, tus compañeros y tú sois quienes lo habéis hecho bien. ¡Mira qué maravilla! Y cuánta gente quiere verlo…
En los minutos siguientes hubo dos momentos de gran aglomeración. Uno para la excursión por el puerto, que ese día aún era gratis, y otro en el bufé. Christian y yo no hacíamos más que saludar a los invitados. Nos separamos un instante, y entonces Hartmann se acercó a mí.
—Felicidades, señora Hansen, el barco se ha convertido en toda una sensación.
—¡Muchas gracias, es muy amable por su parte! Luego tiene que subir para dar una vuelta por el puerto.
—Gracias, seguro que lo hago. Y mantengo lo que le dije: estaré encantado de apoyarla, si hay algo que pueda hacer.
En ese momento, Christian se unió a nosotros y yo me sentí algo incómoda, aunque ya sabíamos que no podríamos evitar eternamente ese encuentro con Hartmann.
—Christian, este es el señor Hartmann. Señor Hartmann, este es mi novio, Christian Merten —dije para presentarlos con la mayor objetividad posible.
Los dos hombres se miraron. ¿Se acordaría Hartmann de él? Seguro que no. Nunca se produjo un enfrentamiento entre Jonas Merten y él.
Christian le ofreció una mano y puso su cara de póquer.
—Me alegro de conocerle.
—Como ya le he dicho a su compañera sentimental, es un barco maravilloso. Y me gustaría apoyarlos, si puedo.
—Es una oferta muy amable —repuso Christian.
Sentí con claridad lo mucho que se estaba controlando, pero Hartmann no se dio cuenta de nada. Y, por suerte, ya nos estaban esperando los siguientes invitados que querían saludarnos.
—Señor Hartmann, me alegro de que haya venido. ¡Disfrute de la fiesta! —le dije, y me despedí con un gesto de la cabeza.
Entonces me llevé a Christian de allí.
—Lo has hecho muy bien —le susurré.
—¿El qué? Si no he hecho nada…
—¡Por eso!
Le di un beso y me sentí orgullosa de él.
Una mujer se acercó a nosotros. Tendría unos sesenta años, llevaba un vestido de verano de color claro con encajes, y un sombrero blanco que cubría su media melena rubia; se la habría podido confundir con la mujer de un anuncio publicitario.
—Señora Hansen, señor Merten —dijo, y nos tendió una mano—. Soy Lea. Lea Petrowski, Paulsen de soltera.
Me la quedé mirando como si me hubiera alcanzado un rayo.
Cualquiera habría podido afirmar que era Lea, pero en el discurso no había mencionado su apellido.
—¿De verdad? ¿Es usted…?
No se parecía al elfo delicado que me había imaginado. Era más bien una mujer que no se dejaba avasallar por la vida.
—Soy la que escribió la carta, sí. Y, por si quiere comprobarlo, iba dirigida al que entonces era mi novio, Bob, con quien quería reunirme al huir aquel día. Aunque luego todo salió de otra manera…
Christian y yo nos miramos. Él estaba tan incrédulo como yo.
—Pero ¿por qué no nos ha dicho nada hasta ahora?
—A veces tienes que estar preparado para contar una historia. Entro a menudo en foros donde antiguos refugiados de la RDA intercambian experiencias. Un conocido de uno de ellos creyó haberme reconocido en un anuncio. Cuando lo leí, supe que usted me buscaba a mí, pero tuve mis dudas. Sin embargo, al enterarme de que habían restaurado el Rosa del Viento, decidí que había llegado el momento oportuno. Así que, ¿todavía le interesa?
Media hora después, estábamos las dos sentadas en la cafetería a la que me había llevado Christian antes de que Leonie se escapara.
Todos los demás seguían de celebración junto al barco. Leonie estaba con Christian y con mis padres, el capitán Palatin daba la sensación de querer embarcarse de nuevo en grandes travesías. No tardaría en reunirme con ellos, pero, tal como había prometido, no quería hacer pública la historia de la mujer que había puesto en marcha todo aquello.
Pedí latte macchiato para las dos y dejé la carta sobre la mesa. Ella sonrió y la tocó con cuidado.
—No había vuelto a pensar en ella —dijo—, pero aún me acuerdo de las motivaciones que tuve para escribirla. Su anuncio me lo hizo revivir todo de nuevo. He hablado con mi marido, y él cree que puedo contarles sin miedo todo lo que ocurrió.
La camarera nos trajo los cafés y Lea empezó a contar su historia.
—Bob era estadounidense. En realidad se llamaba Nolan, pero como se parecía a Bob Dylan, yo lo llamaba Bob. Nos conocimos durante unas vacaciones de verano en el lago Balatón, y casi lo tomé por loco cuando me dijo que era de Estados Unidos, porque hablaba un alemán perfecto. Resultó que estudiaba en Hamburgo, en la universidad. Durante las vacaciones tuve tiempo suficiente para llegar a conocerlo mejor, y estaba segura de que no podía haber un hombre más fantástico que él. Al regresar, empezó a cuidarme y a enviarme cosas con las que yo, en la RDA, ni siquiera habría soñado.
Se detuvo un momento y sonrió.
—Ya puede imaginarse usted lo que habrían dicho mis padres sobre semejante «enemigo de clase». No solo era un occidental, sino de Estados Unidos, además, el gran mal, el mayor adversario de la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
—Puedo imaginarlo muy bien —repuse, porque, aunque yo misma no había tenido que ir a muchas clases de ciudadanía, a posteriori sí había sabido mucho sobre aquellas circunstancias.
—En pocas palabras: lo nuestro no podía ser. Cuando mi padre quiso obligarme a ir con la Juventud Libre Alemana a la Unión Soviética para participar en la construcción del oleoducto de Druzhba, comprendí que había llegado el momento de decidirme. ¿Sabe lo que era Druzhba?
Negué con la cabeza. Antes de que yo pudiera entrar en la Juventud Libre Alemana, la RDA ya era historia.
—El proyecto de Druzhba consistía en construir un oleoducto entre la RDA y la Unión Soviética, y muchos voluntarios de la Juventud Libre Alemana viajaron a la república socialista soviética de Ucrania para colaborar en él. Mi padre, que trabajaba en la refinería de petróleo de Schwedt, quiso obligarme a apuntarme como voluntaria para mejorar así mis posibilidades de conseguir una estancia de estudios en Moscú. Me habría pasado meses, tal vez años, desaparecida en ese oleoducto. Era lo último que deseaba. Y estudiar en Moscú era algo que solo emocionaba a una persona: mi padre.
»Cuando Bob vino la siguiente vez, le conté mis penas y decidimos que debía huir de la RDA. Él tenía un amigo que era surfista y se le ocurrió una idea genial: escaparía sobre una tabla de surf por el mar Báltico. Ese amigo suyo tenía otro amigo en Ahrenshoop que también quería salir del país. Así que una noche de niebla me escapé, llegué a Ahrenshoop y empecé a construir las tablas de surf con Manfred, como se llamaba el chico. Nos resultó bastante difícil, porque nos costaba mucho conseguir los materiales. Intentábamos hacernos con todas las revistas posibles que trataran el tema del surf, y la abuela de Manfred nos ayudó un poco trayéndonos de contrabando en la maleta, tras un viaje al Oeste, varios títulos que le había pedido su nieto. En esas revistas encontramos muchísimas ilustraciones y también alguna instrucción sobre cómo construir tu propia tabla.
»Un conocido de Manfred, además, tenía la suerte de poder sacar bajo mano materiales que nos eran útiles. En pocas palabras, nuestro proyecto iba tomando forma lentamente.
»Durante ese tiempo, sin embargo, ocurrió algo. Perdí mi corazón. Sucedió en el jardín de la abuela de Manfred, que era una anciana encantadora cuya casa recordaba a la casita de una bruja, con un jardín como los de los cuentos. Allí crecían toda clase de árboles frutales y arbustos, además de preciosas flores. Tal vez fuera la magia de las grosellas espinosas, pero el caso es que me enamoré de Manfred. Muy poco a poco. Al principio creí que solo era amistad, pero luego empecé a sospechar que se trataba de amor. Me encontraba en un dilema, pues también quería a Bob. ¿Por quién debía decidirme?
Bebió un sorbo de café y enseguida volvió a perderse en su pasado.
—Cuando llegó el día de la huida, Manfred estaba decidido a acompañarme. Puede que nuestras tablas de surf fueran algo improvisadas, pero aun así servirían. Partimos al anochecer con la esperanza de que los guardacostas no pudieran vernos, pero nuestro peor enemigo no era la Marina de la RDA, sino el mar mismo. El oleaje nos separó y perdí de vista a Manfred. Desesperada, intenté esperarlo, pero el tiempo no mejoraba y yo sabía que con mi traje de buceo improvisado a base de retazos no aguantaría mucho más. Cuando ya casi me había quedado sin fuerzas, apareció un barco y me subieron a bordo. Era el Rosa del Viento. Me pareció un pesquero, pero luego me enteré de que se trataba de un barco para fugitivos. El barco recogió aquella noche a cuatro personas más del agua. Yo, sin embargo, solo podía pensar en Manfred. Ya no quería vivir sin él. Sí, estaba segura de que lo amaba. Pero ¿dónde estaba? ¿Lo habían descubierto los guardacostas? ¿Había dado media vuelta? ¿Me estaría buscando a mí, tal vez?
»Le expliqué al capitán lo que había ocurrido. Él me prometió que buscaría a Manfred siempre que no tuviera que entrar en aguas territoriales de la RDA. Muerta de miedo, empecé a buscarlo también con la mirada, pero no lo encontrábamos.
»Me invadió la desesperación. Por supuesto, en Hamburgo me estaba esperando Bob, pero ¿seguía queriendo irme con él? ¿No tenía mi doble juego la culpa de que hubiera perdido a Manfred?
»Le escribí una carta a Bob para despedirme. Esperaba que ese acto me devolviera a Manfred. Y, como si mi caligrafía hubiese contenido algún tipo de magia, al final lo encontramos. Estaba completamente agotado, flotando en el agua. Entre Palatin, su tripulación y los demás fugitivos lo subieron a bordo. Lloré de felicidad y, poco antes de irme con él al hospital, le entregué a Palatin la carta con la petición de que la destruyera. Sin embargo, por lo visto él la escondió en el barco.
—Para dejar una pista a quien viniera tras él.
—Puede ser. O tal vez solo buscó una forma de tapar un agujero a toda prisa. Quién sabe.
Lea, absorta en sus recuerdos, miró su taza, en cuyo fondo solo quedaba un resto de café. La mía estaba casi llena, y el café se me había quedado frío.
—El caso es que me alegro de que haya encontrado usted la carta. Aquella fue la época más bonita de mi vida.
—¿Y ese Bob? ¿Alguna vez volvió a verlo?
Lea asintió.
—Sí, después de la reunificación. Fui yo quien lo busqué, porque no tenía la conciencia tranquila después de haberlo abandonado de esa manera. Cuando al fin di con él, estaba casado y tenía cuatro hijos. Y por suerte ya no estaba enfadado conmigo.
La mujer sonrió para sí. Me di cuenta de que no quería hablar más de él.
—El caso es que tenía a Manfred a mi lado, y ninguna otra cosa contaba. Estaba felicísima de que hubiera sobrevivido. Nos fuimos a vivir a Uelzen, y luego a Amrum, donde aprendimos a surfear de verdad. No regresamos a Ahrenshoop hasta después de la reunificación. Ahora vivimos en la casita de su abuela, la del jardín encantado. ¿Tal vez le gustaría venir a vernos algún día?
—Me encantaría —repuse, y le indiqué por señas a la camarera que nos trajera la cuenta—. Pero antes tenemos que dar una vuelta con el Rosa del Viento.
La mujer asintió, y poco después salíamos de la cafetería en dirección al puerto. Allí me estaban esperando Christian y Leonie.
—Bueno, ¿todos los secretos aclarados? —preguntó él, y me guiñó un ojo con picardía.
Miré a Lea, y ella asintió.
—Bueno, pues vamos, que el Rosa del Viento acaba de arribar de nuevo y está listo para dar otra vuelta.
Le di la mano a mi hija y juntas subimos a bordo. Cuando la fría brisa marina me sopló en la cara, cerré los ojos y supe que había comenzado una nueva vida. Desde luego, tardaría aún una temporada en asimilar todo lo que había pasado esos últimos meses, pero también había recibido la oportunidad de superarlo. Y de ofrecérselo más adelante a mi hija como legado.
Cuando el Rosa del Viento zarpó, me acurruqué contra Christian y abracé a Leonie con fuerza. Tenía todo lo que necesitaba.