7
Aunque todavía era un poco pronto para llamar un sábado, marqué el número del vendedor del barco con el corazón palpitante.
Esperaba que saltara el contestador automático, pero tres tonos de llamada después respondió una voz de mujer. La señora me informó de que su marido no estaba en esos momentos y me pidió que lo intentara de nuevo más tarde.
Colgué y, nerviosa, empecé a morderme la uña del pulgar. Detrás de mí borboteaba la cafetera. El aroma que salía de ella llenó la cocina y se abrió paso hasta mi mente.
Entonces empezó a sonarme el móvil. ¿Ya había vuelto el hombre? Me saqué el aparato del bolsillo a toda prisa. No, era el número de mi padre. Contesté y lo saludé.
—¡Eh, me alegro de oírte! —me dijo él—. Ya pensaba que se te había tragado la tierra entre Bremen y Rügen.
—No, papá, no te preocupes. Hemos llegado bien y ahora estamos instalándonos poco a poco.
No tuvo que hacerme ningún reproche; por el pequeño silencio que siguió, enseguida supe que debería haberlos llamado nada más llegar.
Vivía sola desde que tenía dieciocho años, llevaba mi propia vida, tomaba mis propias decisiones. Mis padres solo se entrometían cuando yo se lo pedía. Sin embargo, sí había una cosa que esperaban de mí: que llamara y les asegurase que Leonie y yo estábamos bien.
—Entonces, ¿te gusta el sitio?
—¡Huy, sí, mucho! —repuse.
La primera vez que había estado allí ya les hablé maravillas de la casa. Había visto el anuncio de un agente inmobiliario en el periódico por casualidad, y la idea de volver a trasladarme a la región donde había crecido me atrajo enseguida.
Mi padre, como el escéptico que era, se guardaba mucho de creer en mi entusiasmo hasta que llevara un tiempo viviendo allí y conociera el lugar de verdad.
—La habitación de Leonie tiene una vista preciosa de unos rosales silvestres maravillosos, y desde la ventana de mi despacho puedo ver el mar.
—Y los barcos —añadió mi padre—. Por allí hay, ¿verdad?
—Papá, ya conoces Binz —repuse con cierto retintín. Cierto era que no habíamos ido muy a menudo; para ser exactos, una única vez, poco antes de trasladarnos a Hamburgo. Sin embargo, él había pasado gran parte de su vida en Mecklemburgo—. Sassnitz queda muy cerca, así que aquí se ven toda clase de embarcaciones, desde veleros hasta barcos de arrastre.
Mi padre se echó a reír.
—Solo quería tomarte un poco el pelo.
Sopesé si aquel sería un buen momento para hablarle del pesquero, pero él se me adelantó.
—¿Se ha despertado ya nuestro pequeño angelito? —preguntó.
—No, todavía duerme plácidamente.
Miré en dirección a la habitación infantil, que tenía la puerta entreabierta. La luz de la mañana inundaba el pasillo, pero de ahí dentro no salía ni un solo ruido.
—¿Qué tal está llevando el cambio?
—Muy bien, creo yo. Son otras cosas las que la entristecen. —Enseguida lamenté haber dicho nada, porque sería inevitable que mi padre hurgara en la herida.
—Todavía no ha superado lo de Jan, ¿verdad?
—Es probable que no lo supere nunca —repuse, y casi sentí cierto enfado. ¿Cómo podía nadie sobreponerse a la repentina desaparición de uno de sus padres? ¿A que ya no quisieran seguir ocupándose de ti?
Se me encogió el estómago. De repente, el olor a café recién hecho me pareció insoportable.
Nos quedamos unos instantes callados al teléfono. Mi padre no decía nada porque esperaba que fuese yo quien siguiera hablando, quien ofreciera una salida. Y yo no decía nada porque no me apetecía. No tenía forma de cambiar el hecho de que Jan no se interesara por su hija ni le importara lo mucho que lo añoraba la niña.
—Tal vez deberías llamarlo —opinó mi padre tras un silencio, con cautela.
Mis padres se quedaron destrozados cuando Jan y yo nos separamos, pero no habían intentado hacerme cambiar de opinión ni influir en la de él.
—Ayer mismo lo hice, de hecho, pero no contestó. Ya sabes lo difícil que es ponerse en contacto con él.
También en el pasado, cuando todavía teníamos algo parecido a un matrimonio, me costaba conseguir que me contestara al teléfono, porque siempre estaba en alguna reunión o tenía algún compromiso de negocios. De nada servía enviarle un mensaje de texto. A todo aquello que no le parecía importante se limitaba a no hacerle ningún caso.
—Mmm… —musitó mi padre, como siempre que no se le ocurría qué contestar. O, mejor dicho, cuando no quería decir lo que pensaba por consideración hacia mí.
En realidad opinaba que a Jan habría que cantarle las cuarenta y meterle a golpes en esa cabezota suya que hiciese el favor de estar disponible para la niña que había engendrado. Cada vez que decía algo así, yo me ponía hecha una furia, aunque sabía que mi padre jamás llegaría a las manos con nadie.
—Bueno, pero también tengo una buena noticia —seguí diciendo, porque no quería hablar más del tema.
—¿Y qué noticia es esa? —A mi padre todavía se le oía la rabia contenida contra Jan.
—He encontrado un barco en el puerto de Sassnitz. Se llama Rosa del Viento. Es un viejo pesquero que alguien reconvirtió en una embarcación para excursiones. ¿Te lo puedes creer?
—¿Qué has encontrado un barco? —Con ese mismo tono podría haberme preguntado si de verdad había visto marcianos en el jardín delantero—. ¿Qué quiere decir eso de que has encontrado un barco? ¿Es que buscabas uno?
—No, en realidad no. Pero lo vi mientras estaba visitando a un cliente. Miré por la ventana de su despacho y lo vi allí abajo.
Silencio. Mi padre estaba sorprendido.
—Hola, papá, ¿sigues ahí?
—Pues claro, solo que me pregunto cómo se te ha ocurrido interesarte por un barco.
Bueno, la verdad es que ni yo misma podía explicármelo del todo. Solo estaba aquel sueño mío de escaparme en un barco navegando hacia la libertad.
—Ha sido amor a primera vista, creo —repuse—. Imagínate la de cosas que podrían hacerse con una embarcación así.
—Huy, sé muy bien lo que puede hacerse con una embarcación así, pero eso quiere decir… ¿que quieres comprarlo? —Seguro que era lo último que había esperado.
—No lo sé —contesté—. Tal vez. Podría buscarme una segunda fuente de ingresos si abro una cafetería flotante. O un barco para eventos culturales. Algo que todavía no exista por la zona.
—Sin duda sabrás que a la gente a veces le cuesta un poco eso de la cultura —comentó mi padre, dándome qué pensar.
—Pero no cuando está de vacaciones. Y tampoco es que todos los autóctonos sean unos zotes sin intereses culturales. Nosotros no lo éramos cuando vivíamos en Stralsund.
—Aquellos eran otros tiempos. Sin teléfono móvil ni el ruido constante del televisor encendido.
—Aun así, sigue habiendo personas capaces de no dejarse arrastrar por todo eso. —Respiré hondo—. Bueno, ¿qué te parece? ¿Estaría bien para mí?
—Mmm… —dijo mi padre—. Un barco como ese conlleva una responsabilidad, ya lo sabes. Y será caro. Necesitas dinero para sacar adelante tu nueva vida. Pero, por otro lado, siempre estoy a favor de que una persona aproveche la oportunidad de hacer realidad sus sueños. Sobre todo si se trata de mi hija. Deberías tener muy claro por qué lo quieres y qué pretendes hacer con él. Ya sabes que aquí tienes a alguien que sabe de barcos y que se muere de ganas por ayudarte, si tú quieres.
—¿Ah, sí? ¿Quién? —repuse en broma, puesto que tenía muy claro que él estaría a mi lado, fuera cual fuese la locura que se me ocurriese cometer.
Mi padre resopló, pero enseguida contestó con una voz en la que no pasaba desapercibida una sonrisa.
—A por ello, moza. ¡No desfallezcas!
—Eso puedes darlo por hecho —le aseguré, y después colgué el teléfono.
Acto seguido volví a marcar el número del propietario del barco y esperé que esta vez sí estuviera en casa.
En efecto, descolgaron después del tercer tono y en esta ocasión contestó una voz masculina.
—Ruhnau, dígame.
Me estremecí. La voz sonaba oscura y un poco hosca. Aquel hombre parecía ser un viejo lobo de mar que quizá se extrañase de que una mujer quisiera comprar el barco.
—Buenos días, me llamo Annabel Hansen y he visto en internet que quiere vender el Rosa del Viento, que está en Sassnitz.
—Así es. La jornada de visitas será el lunes por la mañana, si quiere venir.
¿Una jornada de visitas? ¿Como en la compra de una casa?
Eso también quería decir que no era la única interesada en el barco. Me habría encantado preguntarle cuánta gente asistiría, pero me mordí la lengua.
—¿A qué hora? —pregunté, en cambio.
—A las diez —me informó el hombre, que por lo visto no tenía muchas ganas de entablar conversación.
Anoté la hora y le di las gracias. Cuando colgué, me quedé mirando la nota.
El lunes. De manera que todavía tenía todo el fin de semana para reflexionar sobre lo que quería, y sobre si ese barco podría proporcionarme tal vez la tranquilidad de espíritu que deseaba.