12

Por fin llegó el viernes y con él se acercaba el momento de conseguir al menos la mitad de la propiedad del Rosa del Viento. Puesto que enseguida quedó claro que no había ningún otro comprador interesado en el barco que pudiera o quisiera competir con nuestra oferta, al instante concertamos una cita con el señor Ruhnau para firmar el contrato.

—¿Podremos salir a navegar hoy? —preguntó Leonie, emocionada, cuando la saqué de su sillita.

Le habría encantado venir conmigo, pero la había convencido de que le resultaría demasiado largo y aburrido esperar a que tuviéramos todos los papeles listos.

—No, el barco todavía no puede navegar. Es viejo, primero habrá que limpiarlo y después tendremos que ver si aún le funciona el motor.

—Si no funzo…, funciona, ¿vendrá el abuelo a arreglarlo?

Mi padre no había desaprovechado ninguna ocasión para familiarizar a Leonie con su profesión. Cuando tenía tres años, se la llevó a los astilleros, donde fue la estrella entre todos sus compañeros de trabajo, que la agasajaron con caramelos y chocolatinas, hasta casi agotar sus provisiones, solo para darle una alegría a la princesita.

Cuando regresamos a casa, felices y borrachas de chocolate, Jan me echó en cara que la alimentación de nuestra hija no era sana; un reproche inconsistente, porque esos atracones chocolateros no eran nada habituales. Con el tiempo, sin embargo, me di cuenta de que solo buscaba un motivo para reprocharme que era la mala de la pareja y, así, poder ir a trajinarse a sus compañeras de trabajo.

—Sí, el abuelo arreglará el motor —respondí, y aparté el recuerdo de Jan.

—¿Y volverá a darme chocolate? —En efecto, mi hija aún no había olvidado el episodio de los astilleros.

—¡Cuántas cosas quieres! —repliqué yo, y la acompañé hasta la puerta de la guardería, detrás de la cual ya se oía un gran barullo.

Media hora después, iba de camino al puerto de Sassnitz. Leonie seguramente sería la estrella de su grupo en la guardería si contaba en el corro de la mañana que su madre iba a comprarse un barco. Yo no la había puesto al corriente de que ese barco tendría también otro socio; eso ya llegaría más adelante. Antes que nada, quería estar junto al Rosa del Viento.

Cuando entré en el aparcamiento del puerto, el cielo se abrió y un aluvión de luz solar inundó el asfalto. El submarino negro yacía como una roca sobre las aguas relucientes. Unos cuantos turistas iban en manada hacia los barcos de recreo o desaparecían en el pequeño centro comercial. Yo me dirigí al embarcadero.

Merten ya estaba allí. Llevaba puesta su casaca, solo le faltaba la gorra de marinero para parecer un capitán de verdad.

Entonces caí en la cuenta de que necesitaríamos a alguien que llevara el timón, por no hablar de la tripulación de a bordo. ¿Tendría Merten el título de patrón de barco? A mí me parecía capaz.

Me saludó con una sonrisa, un alegre «¡Buenos días!» y un apretón de manos que le habría impuesto respeto hasta a un boxeador.

—¿Ha podido llegar bien?

—Sí, no he encontrado mucho tráfico.

—Me alegro de que lo diga. Si el señor Ruhnau aduce problemas de circulación, sabremos que nos miente.

—¿Y eso? ¿Es que ya llega tarde? —Miré al reloj. Las diez menos diez. Habíamos quedado en reunirnos a las diez en punto.

—No, solo era una broma —repuso Merten. Christian.

Christian Merten. Recordé otra vez su mensaje de texto, pero, mientras no me pidiera explícitamente que lo tuteara, no pensaba hacerlo.

—Ya sabe cómo es eso, cuando alguien llega tarde y le echa la culpa al tráfico. Como es algo que no puede comprobarse, se acepta como si fuera el verdadero motivo, pero en realidad la gente se retrasa porque no podía dejar de leer el periódico, porque se ha dormido o porque le apetecía comerse otro panecillo con mermelada.

—Eso arroja una luz maravillosa sobre su clientela —comenté yo—. Seguro que todos esos son ejemplos que ha vivido.

—Sí, y a menudo he sido yo el que ha usado la excusa. Con cierto éxito, o por lo menos nadie me ha dicho nunca lo contrario. —Se detuvo un momento, hizo como si reflexionara y luego añadió—: Aunque, ahora, con usted ya mejor ni lo intento, ¿verdad?

Hice un gesto de negación con la mano.

—De todos modos, siempre prefiero saber la verdad. Puede decirme con toda tranquilidad que un artículo, un panecillo con mermelada o diez minutos más de sueño le han impedido ser puntual. —O una mujer, añadí en silencio—. Todavía no le he preguntado qué dice su esposa de que se compre el barco conmigo —me oí decir de repente, y un instante después me enfadé conmigo misma por haber dejado caer un comentario tan burdo.

Dios mío, pero ¿qué mosca me había picado? No era de recibo. Y, además, en realidad no tenía por qué interesarme. Aunque, con lo reservado que se había mostrado hasta entonces, tampoco esperaba una respuesta. Sin embargo, me la dio.

—Me encuentro en la afortunada situación de poder cerrar mis negocios tal como me apetezca. Igual que usted.

¿Era un deje de fastidio lo que se oía en su voz?

En fin, su respuesta podía significar cualquier cosa. Que tenía esposa, pero que no se preocupaba por los negocios de él, o una novia que todavía no era su esposa, o tal vez incluso que estaba soltero. Para nuestro acuerdo era irrelevante. Eso hizo que me avergonzara más aún de mis palabras, y las mejillas se me pusieron coloradas a más no poder. Consulté el reloj, abochornada. Eran las diez en punto y ya había conseguido que entre ambos se creara un silencio incómodo.

Me esforcé por pensar en cómo podía salvar la situación. A fin de cuentas, ese debía ser un buen día: el primer día de la nueva vida del Rosa del Viento.

Justo cuando sopesaba la idea de hablar del tiempo, un Volkswagen Polo azul oscuro se nos acercó a toda velocidad.

—Ahí está —dijo Merten, y señaló el coche.

Nos pasó por delante tan deprisa que ni siquiera tuve ocasión de ver al conductor. El señor Ruhnau aparcó y vino directo hacia nosotros.

—¡Buenos días! —exclamó a lo lejos. Llevaba el portafolios de rigor bajo el brazo.

El corazón empezó a latirme con fuerza. Había llegado el momento. A menos que Merten cambiara de opinión después de mi estúpida pregunta.

—Disculpen el retraso. El tráfico… —se excusó el propietario del barco, y nos tendió la mano—. Bueno, ¡vamos allá!

Merten me lanzó una mirada de complicidad, y me ofreció una sonrisa con la que me hizo ver que no se había tomado a mal esa velada pregunta por su mujer.

Yo también sonreí, y luego me costó contener la risa a causa de la disculpa de Ruhnau.

Una hora después ya habíamos acabado con el papeleo y, por tanto, éramos oficialmente los propietarios del Rosa del Viento. Merten realizó el pago de diez mil euros en efectivo; yo tenía un plazo de dos semanas para hacer una transferencia con mi parte del dinero.

—Bueno, pues ¡les deseo muchas alegrías y que tengan siempre buena travesía! —dijo el vendedor al despedirse.

Me callé el comentario de que aún faltaba bastante para que una «buena travesía» con el Rosa del Viento fuese algo concebible, pero le dimos las gracias con educación y, junto con el portafolios, nos quedamos también con la responsabilidad del barco.

El señor Ruhnau se marchó. Se notaba que para él era un alivio; ni rastro de melancolía. Se había librado de una carga, y la señora Ruhnau pronto recorrería toda la casa en su silla de ruedas sin encontrar barrera alguna. Así, todos salíamos ganando.

Nos quedamos un rato más en el barco, igual que se queda uno un momento en un piso cuando le acaban de entregar las llaves.

Merten recorrió la cabina de pasajeros como si estuviera buscando algo. En la cubierta de babor se detuvo y miró hacia la portabandera.

—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Qué le parece?

No respondió. En lugar de eso, se quedó mirando la parte trasera del barco. La expresión de su rostro parecía ausente, o más bien sombría. Como si una nube hubiese ocultado el sol. Me resultó muy extraño, así que preferí no decir nada más. Esperé un momento y, como él seguía sin parecer dispuesto a hablar, di media vuelta y pasé por delante de un salvavidas bastante desgastado de camino a la cabina del timón.

El olor del interior se parecía al de una gasolinera: diésel y aceite viejo. El timón era de madera y estaba muy desgastado por el uso. Los instrumentos se escondían tras unos cristales llenos de polvo. El señor Ruhnau, por lo visto, había comprendido enseguida que jamás se haría a la mar con ese barco.

Puse las manos en el timón y, aunque no tenía ni idea de cómo se conducía una embarcación, me imaginé maniobrando para salir de la dársena. A Leonie le entusiasmaría que su madre fuese capitana.

—Ah, está usted aquí —llegó la voz de Merten por entre mis ensoñaciones—. Parece que ya quiera poner el barco en marcha.

¿Cómo se ponía en marcha un barco? Esa era una pregunta que podría haberme hecho Leonie y que seguramente me haría en cualquier momento.

—Para eso me falta el título de patrón —repuse, y solté el timón.

Entonces vi que la sombra había desaparecido de su rostro y que estaba tan cerca de mí que podía oler su loción para después del afeitado.

Como no tenía forma de escapar, me volví de nuevo hacia el timón.

—¿Y qué me dice de usted? ¿Puede timonear un barco?

—Solo tengo permiso para lanchas a motor —respondió—. Embarcaciones de remos y veleros también puedo llevarlos, pero con un barco tan grande no tengo ninguna experiencia.

Le habría sorprendido saber lo que era «un barco tan grande» para mi padre.

—Tiene razón, para eso primero habrá que sacarse el título —siguió diciendo—. Pero no se preocupe, cuando el barco esté preparado para navegar, tal vez también yo haya conseguido la titulación. O a alguien que la tenga.

Nos quedamos un rato más en la cabina del timón, luego salimos otra vez. Merten evitó mirar hacia la parte trasera del barco.

—Bueno, pues entonces será mejor que nos pongamos manos a la obra —dijo con ánimo emprendedor—. Nos hace falta un plan de acción para la reparación, la reforma y el marketing.

Me gustó que no quisiera perder el tiempo, y de pronto mi boca fue más rápida que mi cerebro:

—Pásese mañana por mi casa y comentaremos el plan de acción tomando un café.

Merten me ofreció una gran sonrisa.

—Está bien. ¿Qué le parece sobre las tres?

—Perfecto —repuse, y le tendí la mano.