27

—Pues sí, así fue como ocurrió —dijo Palatin para terminar su historia—. Nunca he lamentado ninguna de mis decisiones. Ni siquiera cuando la Stasi se cernía sobre mí como un ángel de la muerte. Como pueden ver, no lograron atraparme.

A sus palabras les siguió un silencio. Tampoco dijo nada Irma Palatin, que desde el marco de la puerta nos avisó de que la comida estaba lista. Cuando miré a un lado, vi que se secaba unas lágrimas del rabillo del ojo con disimulo.

Menuda historia. ¡Menudo amor! ¿Habría tenido yo el valor de arriesgarlo todo para ir a buscar a Jan al otro lado de la frontera?

No, no es una buena comparación, me dije, y miré hacia Christian, que también se había quedado conmovido por el relato.

—Lo cual es una suerte —intervino Irma Palatin, que se acercó a él y le dio un beso—. Si no, ahora no podrías comerte el asado que he hecho.

La historia siguió resonando en nuestro interior durante un buen rato.

—Si quieres, después puedes venir conmigo a ver mi jardín —le dijo la señora Palatin a Leonie cuando terminamos de comer—. La oferta va dirigida a todos, por supuesto.

—Entonces estaré encantado de apuntarme —repuso Christian sonriendo mientras dejaba la servilleta junto al plato—. Ha sido todo un festín, señora Palatin.

Ella hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—Ay, si no ha sido nada.

—Es muy modesta —explicó su marido—, pero sabe muy bien que es su comida la que me mantiene con vida desde hace años. Y ella misma. No sé qué haría sin ella.

Asentí con la cabeza y, cuando Christian salió al jardín con Leonie y la señora Palatin, dije:

—Mi padre ha encontrado impactos de bala en el casco del barco. ¿Tal vez llegó a enfrentarse usted a la guardia fronteriza?

—¡Sí! ¡Ya lo creo! Nos dispararon en una travesía que casi acabó en desastre. Por suerte, ya estábamos demasiado lejos y habíamos vuelto a entrar en aguas territoriales de la Alemania Federal. A uno de los jóvenes que había transportado a los fugitivos hasta el barco, lamentablemente, lo pillaron. Lo estuvieron torturando hasta que cantó quiénes eran sus compañeros. También mencionó mi nombre.

Me lo quedé mirando con espanto.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Una noche, cuando volvía a casa, una mujer de una casa vecina se me acercó. Me dijo que dos hombres extraños habían estado en el barrio preguntando por mi mujer y por mí. Dijo que ya se habían marchado, pero que se habían pasado toda la tarde deambulando alrededor de la casa. De inmediato fui a buscar a Irma al hospital. Entonces trabajaba en Eppendorf, fui a la sala de enfermeras de la unidad y le dije que teníamos que desaparecer enseguida porque la Stasi iba detrás de nosotros. Por suerte, Irma no dudó ni un instante de lo que le decía. Mientras ella aún estaba acabando su turno, yo organicé un par de cosas y conseguí un coche. El barco no quería llevármelo, era demasiado arriesgado. Luego fui a buscarla al hospital y nos marchamos a Timmendorfer Strand, donde se había ido a vivir Siegfried, mi antiguo compañero de trabajo. Al enterarse de lo que ocurría, nos dejó quedarnos en su casa. Irma pidió una baja por enfermedad y yo le rogué a la vecina que no dejara entrar a nadie en nuestra casa.

—¿Y cómo acabó la cosa?

—Acudí a la Policía y en algún momento los espías de la Stasi se rindieron. Pero a mí, de todas formas, seguía pareciéndome poco seguro quedarnos en Hamburgo. En una gran ciudad es fácil matar a alguien; dos asesinatos no llamarían demasiado la atención. Así que decidí trasladarme con mi barco a Timmendorfer Strand y darle un nuevo nombre.

Rosa del Viento.

—Exacto, Rosa del Viento. Por los temporales a los que se había enfrentado y porque la rosa, en la antigua Roma, se consideraba un símbolo de discreción. Eso lo sé por mi Irma.

Sonrió para sí y se quedó un instante absorto en sus pensamientos.

—Al final resultó que la decisión de venirnos a Timmendorfer Strand fue la correcta. Aquí trabajé en el pequeño astillero, e Irma encontró un puesto en una clínica terapéutica de los alrededores. Y ese asunto de que la gente de la Stasi fuera tras nosotros acabó por animarme a hacer algo más. ¿Por qué no arrebatarles a más personas a esos cerdos? A esas alturas yo había leído que los soviéticos camuflaban sus propios barcos como embarcaciones occidentales. Creyendo que alcanzaban la libertad, los fugitivos caían directos en la trampa. Decían que, una vez, un capitán de la RDA incluso intentó matar a unos fugitivos con la hélice de su barco. Todo aquello me enfurecía tanto que empecé a recoger a personas cada vez que mis contactos preparaban una huida. Ellos venían a mi encuentro en una barca, yo subía a la gente a bordo y desaparecía con ellos.

—¿No recordará a esa Lea, la que escribió la carta? —pregunté, porque era una incógnita que seguía carcomiéndome por dentro.

Georg Palatin me lanzó una mirada escrutadora.

—¿No sería mejor que ella misma le contara su historia? Yo solo fui testigo de un breve fragmento de su vida. A veces, para comprender mejor los actos de una persona, es necesario conocer todo el trasfondo. Desde luego que podría decirle lo que decidió hacer, pero para comprender esa decisión debe usted saber qué la llevó a ello.

—En eso tal vez tenga razón, pero me temo que no podré encontrarla.

—¿Por qué no? ¿Lo ha intentado ya?

—Sí, en foros sobre la antigua RDA. Existen servicios para que los antiguos fugitivos intercambien información. En todo caso, no sé si alguien se reconocerá en mi anuncio. Por el momento no ha habido ninguna reacción y, aparte de la carta, no cuento con nada más. Ni siquiera sé dónde vive, y publicar un anuncio en todos los diarios de Alemania se comería el presupuesto que necesito para el nuevo motor del Rosa del Viento. Por eso esperaba que pudiera contarme usted algo de ella.

—Está bien, entonces no seré malo —repuso Palatin—. A esa mujer, Lea, la tuve en mi barco en el año 1975. Había salido de Ahrenshoop, pero, según me dijo, originariamente era de Schwedt. Su apellido, por entonces, era Paulsen. En realidad yo prefería no conocer los nombres de mis pasajeros, pero, por extraño que parezca, todos ellos se ponían a hablar por los codos en cuanto pasábamos la frontera, y en la siguiente ocasión yo zarpaba con una sensación desagradable en el estómago, porque no sabía si resistiría la tortura de la Stasi en caso de que me pillaran.

—Pero nunca lo atraparon.

—No, el buen Dios siempre lo impidió. Y me alegro de que ahora todo eso haya acabado.

Me tomó de las manos. Tenía los dedos fríos y suaves. Costaba creer que en aquella época tuviera suficiente fuerza para agarrar con firmeza un timón.

—Dele un buen uso al barco y, por mí, cuente también su historia. Pero recuerde siempre una cosa: yo no quiero ser un héroe. Solo soy un viejo que hizo lo que tenía que hacer. Llevé a esa gente al otro lado de la frontera, nada menos, pero nada más que eso. Los verdaderos héroes fueron esas personas que quisieron huir del sistema, que pusieron en peligro su vida, y en parte también la de su familia, para llegar hasta mi barco.

—Y no nos olvidemos de los contactos.

—Sí, de ningún modo debe olvidarlos, porque sin su apoyo no habríamos conseguido nada en absoluto. Hay que estar hecho de una pasta especial para ayudar a otros a alcanzar la libertad y quedarse uno allí para poder seguir sacando a más personas. —Palatin me sonrió—. El joven de ahí fuera parece haberse convertido en un buen hombre, a pesar de todo lo que vivió.

—Sí, yo también lo creo —repuse, y miré por la ventana.

Christian le estaba explicando algo a Leonie junto al seto. ¿Habían encontrado caracoles, arañas, saltamontes?

—Bueno, tal vez deberíamos salir también nosotros dos un rato al sol, ¿no le parece? —propuso Palatin entonces, y quitó el freno a su silla de ruedas.

—No es necesario, ya puedo —dijo cuando corrí a levantarme para ayudarle—. Tampoco dejo que Irma me ayude; al menos, mientras pueda yo solo. Después del ictus tuve que hacerme amigo de este vehículo, y creo que lo he conseguido con creces.

Por la tarde nos despedimos de los Palatin con la promesa de invitarlos cuando el Rosa del Viento volviera a la mar.

Irma Palatin nos dio tantos restos de comida y de tarta que casi no tendríamos que comer otra cosa en lo que quedaba del fin de semana.

Saciada, satisfecha y llena de ideas, iba sentada junto a Christian, que conducía su coche por la autopista con seguridad.

Había conseguido los indicios que necesitaba. Lea Paulsen. Salida hacia la libertad desde Ahrenshoop. Un hombre llamado Bob. Año 1975. Y un barco llamado Rosa del Viento.

Era posible que existieran varias Lea Paulsen, pero solo una tendría una historia como la de «mi» Lea.

Con eso ya podía ponerme en marcha.

Por suerte no encontramos mucho tráfico en la autopista y, cuando cruzamos el dique de Rügen, ya solo se veía una franja de luz solar, roja y ardiente, por encima de las torres de Stralsund.

Poco después llegamos a Binz. Christian enfiló con el coche la carretera que llevaba a nuestra casa.

—¿Y ese quién es? —preguntó extrañado al detenerse junto a la valla.

En el banco de jardín que había junto a la casa estaba sentado Jan. Al ver el coche, se levantó y se acercó a la verja.

Maldita sea, ¿es que iba a presentarse allí todos los fines de semana? Pensé en la llamada que no había contestado. Debía de haberme querido anunciar su visita.

—Es mi exmarido —contesté, y miré hacia atrás. Leonie estaba tan cansada que ni siquiera se había dado cuenta de que habíamos llegado—. Y no tengo ni idea de qué quiere de mí.

—Yo sí —repuso Christian, y miró al asiento de atrás—. ¿Prefieres que me marche ya?

En realidad había pensado terminar ese día tan bonito acurrucada junto a su cuerpo, y de pronto Jan se interponía entre ambos.

Pero, eh, ¿por qué no le presentaba a Jan los hechos consumados? ¿Por qué no le mostraba que en mi vida había un nuevo hombre? Al fin y al cabo, él no había tenido ningún reparo en que yo descubriera quiénes eran las mujeres de su vida.

—No, baja conmigo. No hay ningún motivo por el que no deba presentarte.

Decidida, me desabroché el cinturón de seguridad y abrí la puerta.

—¡Buenas tardes! —exclamó Jan—. Espero no molestar.

—¿Qué pasa? —pregunté sin rodeos, y oí cómo Christian cerraba su puerta detrás de mí.

Jan estaba algo raro, como si hubiese bebido demasiado, así que me alegré de que Christian se hubiese quedado conmigo.

—¿Y ese quién es? ¿Tu nuevo ligue?

Miró a Christian de la cabeza a los pies. No quedaba ni rastro de su contrición de las últimas semanas. ¿Le habría comunicado el médico que ya no estaba enfermo?

—Sí, el mismo. Christian Merten. Christian, este es Jan Wegner, mi exmarido. —Me resultó extraño pronunciar ese apellido que antes había sido también el mío y al que había renunciado tras el divorcio.

Christian alargó una mano. Vi cómo se tensaba su cuerpo y le indiqué con la mirada que estuviera tranquilo. Después miré a Jan con una advertencia que él, tal como comprobé, entendió.

La tensión entre Christian y mi ex casi resultaba palpable. ¿Qué estaba pasando? Daba la sensación de que Jan tuviera celos de Christian. Lo último que me hacía falta en esos momentos era una pelea entre ellos, ¡y delante de mi hija, además!

—Jan, ¿por qué has venido? —pregunté con frialdad.

—Te he llamado esta mañana —explicó, lo cual en realidad no respondía a mi pregunta—. Quería decirte que tenía intención de pasarme a ver a Leonie. No podía saber que estabas fuera, claro, y tan ocupada que ni siquiera has podido contestar al móvil.

Le lanzó una mirada de burla a Christian, al que se le notaba lo mucho que le costaba contenerse, y eso que aquella noche que estuvimos sentados en la roca casi había defendido a Jan.

—¿Y qué te trae aquí? —volví a preguntar, y me juré que no le haría ningún caso si seguía mareando la perdiz.

—Ya te lo he dicho, quiero ver a Leonie. ¿Dónde está?

—En el coche. Dormida.

—Pues despiértala para que al menos pueda decirle hola.

De pronto estuve segura de que Jan estaba borracho, así que cualquier cosa era posible. Era cierto que nunca nos había tocado ni a Leonie ni a mí cuando se encontraba en ese estado, pero aun así me daba miedo lo que pudiera pasar.

—Vuelve mañana por la mañana —repliqué—. Entonces podrás decirle hola.

Jan asintió, pero en su rostro apareció una sonrisa extraña. Una sonrisa que yo le había visto muchas veces y que confirmaba que no estaba del todo sobrio.

—Sí, por supuesto… Y tú puedes decidirlo, claro, porque al fin y al cabo tienes la custodia… Yo solo soy el imbécil que paga…

—¡Eso es lo que tú quisiste, no lo olvides! —exclamé, porque ese comentario me enfureció, aunque seguramente en ese momento a él le daba igual estar diciendo tonterías.

—Sí, es lo que yo quise. Pero ahora quiero otra cosa. ¡Y lo que no quiero es que ese tipo de ahí tenga nada que ver con Leonie! ¡Es mi hija!

Mantén la calma, intenté repetirme. Está borracho. Quiere provocarte. Pero al mismo tiempo me pregunté cuánto podía tardar la Policía en llegar si ocurría algo que nunca habría esperado de Jan.

—Sí, es tu hija, y ya te dije que lo pensaría. Pero ahora de verdad que sería mejor que volvieras al hotel. Mañana hablaremos de esto.

Jan soltó una carcajada burlona.

—Te he estado esperando todo el día y ahora me echas a las primeras de cambio.

—Por favor, márchese —intervino entonces Christian, que a todas luces se había cansado del pequeño espectáculo que nos estaba ofreciendo mi ex.

Miré hacia el coche con preocupación. Leonie, por suerte, seguía durmiendo.

—¿Y por qué? ¿Para que puedas tirarte a mi exmujer de una vez?

Christian se debatía consigo mismo para no perder el control.

—Márchese —repitió con tranquilidad, pero sentí que por dentro estaba hirviendo.

Por favor, no hagas ninguna tontería, le supliqué en silencio.

—¡Tú a mí no tienes que decirme nada!

De repente, Jan se abalanzó hacia él y quiso agarrarlo, pero Christian se apartó deprisa. Jan perdió el equilibrio y se golpeó contra la valla.

—¡Cabrón! —maldijo, y dio muestras de querer abalanzarse otra vez sobre Christian.

Entonces me puse entre ambos.

—¡Jan! —le grité. Mi voz resonó entre las copas de los árboles.

¡Que se atreviera a pegarme a mí! ¡Así seguro que no accedería a compartir con él la custodia!

Al menos esa idea pareció abrirse paso entre las nubes alcohólicas que le embotaban la cabeza. Jan me miró preso de la ira, pero no se atrevió a levantarme la mano.

—Vuelve a tu hotel, Jan —dije con toda la impasibilidad de la que fui capaz en ese momento. Tenía el estómago encogido y el corazón me iba a mil por hora. Ya sentía cosquilleos en la piel, anticipando una bofetada—. Mañana hablaremos.

Jan me miró con rabia, luego pasó hecho una furia junto a mí, sin mirar ni una sola vez a Leonie, pero en ese momento me dio igual.

Cerré los ojos y respiré hondo al verlo desaparecer entre los árboles.

Poco después sentí las manos de Christian en los hombros.

—¿Estás bien?

Me temblaba todo el cuerpo. En todo el tiempo que estuvimos casados nunca había ocurrido nada parecido. ¿Qué mosca le había picado? De algún modo no parecía estar relacionado con Leonie, sino con conseguir que se hiciera lo que él quería.

—Sí, más o menos —contesté. Me volví y me abracé a su cuello—. Gracias por haberte quedado.

—Bueno, también es posible que yo tenga la culpa de que la cosa casi se haya descontrolado.

—No, ha estado bien tenerte aquí. Así por lo menos ya lo sabe.

Le rodeé las caderas con los brazos y me quedé un momento mirando hacia donde había desaparecido Jan. Cuando me convencí de que no regresaría, saqué a Leonie del coche.

Por suerte, mi princesita no se había enterado de la discusión. Mientras seguía medio dormida, le quité la ropa y le puse el camisón. Antes de que pudiera cantarle una nana, ya estaba otra vez en el país de los sueños.

Mientras tanto, Christian había preparado café en la cocina.

Me dejé caer con pesadez en una silla. Había esperado poder pasar una bonita noche con él, pero, después de la aparición de Jan, ni a él ni a mí nos apetecía ya.

Christian me puso una taza de café delante y se sentó frente a mí.

—Un bonito colofón, ¿eh? —dije, y luego probé un sorbo con cuidado—. Lo siento mucho, de verdad.

—No tienes por qué. —Me sonrió.

Era cierto, pero de algún modo tenía una sensación extraña.

—Todo saldrá bien.

—¿Tú crees?

—Al cien por cien. Tu exmarido conseguirá superarlo, estoy seguro.

Me lo quedé mirando. Sentí su mano sobre la mía y de repente ya solo quería estar junto a él. A pesar de todo el agotamiento, que ni siquiera el café podía mitigar, lo deseaba.

Me levanté, lo tomé de la mano y dije:

—Ven conmigo. Ya es tarde y no quiero que conduzcas en plena noche.

Y me lo llevé al dormitorio.