17

Vinieron a buscar el barco el miércoles siguiente sobre las seis de la mañana. Tal como habíamos quedado, Merten estaba allí. Cuando el remolcador enganchó el Rosa del Viento, me envió un pequeño vídeo con un mensaje: «¡Allá va!».

Fue un momento genial cuando sacaron nuestro barco del puerto. Si todo iba bien, regresaría por sus propios medios.

A media tarde, mientras esperaba los muebles de mi despacho a la vez que me peleaba con el folleto de imágenes del Meerblick, llamó mi padre.

—Hola, papá, ¿qué hay? —pregunté.

Tras él se oían unos zumbidos y unos pitidos, casi como si fuera un camión de la basura, pero, como estaba en el astillero, debía de tratarse de la señal de advertencia de alguna grúa.

—¿Cómo está mi pequeña? —me preguntó, como si yo no tuviera más que diez años.

—Como se puede —contesté—. ¿Ha llegado ya el barco?

—Ahora mismo. Si hay que creer en la palabra del capitán del remolcador, la vieja dama se ha comportado muy bien.

—No me extraña, con el motor parado tampoco podía esperarse ninguna resistencia.

—En eso tienes razón. Quería preguntarte cuándo vais a querer echarle un vistazo. He convencido al jefe de taller para llevarlo al dique seco esta misma noche, y el perito casualmente estará aquí mañana, así que también podría echarle un vistazo. Después podríamos realizar la estimación de costes.

¿Estimación de costes? Por algún motivo, eso no sonaba muy tranquilizador. Ante mis ojos apareció de repente una hilera inabarcable de ceros detrás de una cifra.

—¿Qué tal iría el viernes? ¿Sobre las tres de la tarde, quizá? —pregunté tras echar un vistazo a la agenda. En ese caso, el viernes no llevaría a Leonie a la guardería, sino que saldríamos las dos temprano y así evitaríamos el tráfico del fin del semana. Además, mi madre se alegraría de tenernos con ellos hasta el domingo.

—El viernes va de fábula —repuso mi padre—, pero ya sabes que entonces tendréis que quedaros a dormir en casa.

Sonreí de oreja a oreja.

—Con eso no tenemos ningún problema. De todas formas, Leonie estaba triste porque hubieseis tenido que iros ya.

—Vaya, me alegro de oírlo. Se lo diré enseguida a tu madre para que prepare la habitación de invitados.

—¡Hazlo, y dale un beso de mi parte! —Le lancé uno por el auricular y luego colgué.

Estimación de costes. El momento de la verdad había llegado. ¿Seríamos capaces de reparar el Rosa del Viento, o explotaría mi sueño, no, nuestro sueño, igual que una pompa de jabón?

—¡Mamá, hay un coche muy grande en el jardín de la entrada! —exclamó Leonie, que me sacó de mi ensimismamiento.

Poco después llamaron a la puerta. ¡Por fin!

—¡Traemos unos cuantos muebles para usted, joven! —anunció uno de los transportistas. Con sus camisetas grises y sus pantalones de peto azules, su compañero y él más bien parecían fontaneros—. ¿Dónde quiere que se los dejemos?

—Escalera arriba —contesté, y señalé tras de mí.

Se miraron, asintieron con la cabeza y poco después apareció el primero de ellos con un paquete gigantesco que cargó sobre su espalda sorprendentemente delgada.

—Déjenlos donde les vaya mejor, allí arriba todavía no hay nada —exclamé tras él.

Poco después apareció su compañero, que lo siguió con una carga igual de considerable sobre los hombros. Me quedé mirándolo y saqué el monedero. Cuando se marcharan, llamaría a Merten.

—¿El viernes ya? —preguntó mi socio con cierto asombro.

De nuevo lo encontré de viaje, pero esta vez me contestó en el móvil al primer intento. Tal vez había hecho planes para el fin de semana, así que lo mejor sería avisarle cuanto antes de que yo iba a torpedearlos.

—Sí, el viernes. Si no tiene ninguna otra cosa programada.

—No tengo nada —contestó sin pensárselo.

—Si quiere, podría venir con nosotras en el coche —le propuse, quizá con cierta precipitación por mi parte, porque no estaba segura de que fuese a apetecerle.

—Gracias, es muy amable, pero el viernes por la mañana tengo otro compromiso.

—Deberíamos estar allí sobre las tres de la tarde —repuse—. Si le parece demasiado pronto, podría llamar por teléfono y retrasarlo un poco más.

—No, no será necesario. Llegaré con tiempo. Bueno, ¿hasta el viernes?

—Hasta el viernes —contesté, y en cierto modo me sentí un poco abandonada después de colgar.

La noche del jueves al viernes la pasé muy nerviosa. Intenté obligarme a dormir, pero una y otra vez aparecía ante mí esa espantosa estimación de costes, obsequiándome con visiones terroríficas de decenas de miles de euros que yo no poseía y que, sin duda, jamás vería en mi cuenta corriente.

Cuando a las siete y media sonó por fin el despertador y anunció el final de la noche con su suave pitido, me sentía como si me hubiera tomado un estimulante. Desperté a mi hija o, mejor dicho, conseguí dejarla en un estado en el que pude vestirla y sacarla de la habitación.

En realidad no teníamos por qué salir tan temprano, pero aquel viaje a Hamburgo me daba la posibilidad de dar un pequeño rodeo y pasar por Timmendorfer Strand. La idea se me había ocurrido en un momento de la noche en que por un rato olvidé la estimación de costes y recordé la carta. Tal vez encontrara allí una primera pista sobre Lea.

Coloqué a Leonie en su silla, metí una bolsa con provisiones y nuestra bolsa de viaje en el maletero y nos pusimos en marcha. En Binz no había ni un alma. En mi ruta hacia la autopista pasé por delante de un viejo autobús escolar estadounidense que estaba aparcado frente a un hotel y que quizá se usaba para hacer excursiones por la isla.

Al llegar a la autopista, me acordé de mi última estancia en Timmendorfer Strand.

Habían pasado más de cinco años. Jan y yo nos habíamos reconciliado después de algunas dificultades y él había decidido dedicar de nuevo un poco de tiempo a estar conmigo.

Aunque no lo sabía, por entonces ya estaba embarazada de Leonie. Habíamos estado un tiempo intentando tener hijos sin conseguirlo, y un día me entraron arcadas solo con oler un plato de mejillones. El incidente se repitió a nuestra vuelta, incluso sin mejillones a la vista, y entonces comprendí que el sexo de la reconciliación me había obsequiado con algo más que un marido atento durante una breve temporada.

Jan se puso contentísimo cuando le dije que esperábamos un bebé. Por fin seríamos una familia de verdad, y yo me convencí de que lo nuestro solo había ido mal por la falta de hijos.

Me equivocaba, por supuesto.

Cuando nació Leonie, nuestra relación volvió a degradarse muy deprisa. Así aprendí que un hijo no estaba ni mucho menos destinado a rehacer una relación acabada. De bebé, Leonie siempre estaba muy inquieta y lloraba a menudo. Como Jan tenía que irse temprano por la mañana a su empresa, yo era la única que se levantaba por las noches a darle el biberón y tranquilizarla. No pasó mucho tiempo antes de que Jan empezara a sentirse desatendido y me castigase por ello con su indiferencia. Se refugió en su trabajo, inició una aventura con una nueva compañera y dejó que ella le ofreciese toda la atención que yo, agotada al final del día, no podía darle.

Eso me entristeció al principio, pero tenía a Leonie. Ella se convirtió en mi ancla cuando el temporal del desamor amenazó con ahogarme. Por mi parte, yo también empecé a ignorar a Jan, y me fue bien durante una temporada, hasta que él me anunció que ya no podía seguir viviendo conmigo. De eso ya hacía dos años y pico.

Sin embargo, el recuerdo de aquellos días en Timmendorfer Strand era bonito. Por aquel entonces jamás habría soñado que regresaría para investigar la historia de un barco cuya mitad era mía.

La mañana se levantaba reluciente sobre el mar Báltico cuando salí por fin de la autopista con mi Volvo. Tras un breve trayecto, ante nosotras apareció la señal indicadora de la población. Leonie se despertó en ese momento. Cuando viera el mar, tal vez pensaría que ni siquiera habíamos salido de casa.

Esta vez, el paseo marítimo no me interesaba demasiado, así que conduje directa hacia el barrio de Niendorf, donde antiguamente había habido un puerto y un pequeño astillero. Si los documentos no engañaban, el Rosa del Viento tuvo que ser reconstruido allí después de la guerra. Tal vez quedara alguien que hubiera participado entonces en ese trabajo y que conociera al capitán Palatin. Que pudiera confirmarme que el barco había transportado fugitivos de la RDA. ¿Era incluso posible que el propio Palatin viviera todavía?

La caída del Muro y la reunificación alemana quedaban ya veinticinco años atrás. Si el capitán había estado en activo en los años setenta y ochenta, y se había jubilado en los noventa, era más que posible.

Como no conocía los apellidos de «Lea» ni de «Bob», Palatin era mi mejor baza para descubrir algo. No aparecía en la guía telefónica, pero eso no tenía por qué querer decir nada. Podía ser que se hubiese ido a vivir a otro lugar, o que no hubiese dado permiso para publicar su número.

Allí, en Niendorf, tal vez encontraría a alguien que supiera algo sobre el capitán y el barco. El Rosa del Viento debieron de reconstruirlo con toda probabilidad en el astillero Evers, que en la actualidad se había convertido en un puerto deportivo, pero que sin duda conservaría aún algunos documentos. Y, en caso de no ser así, tal vez encontraría a alguien allí que pudiera contarme alguna cosa.

Los veleros se balanceaban tranquilos en los amarraderos del puerto. Había varias personas preparando sus botes para salir a navegar, poniéndose chubasqueros y cargando cajas.

Intenté imaginarme el Rosa del Viento allí. Comparado con esas barcas y esos yates, era gigantesco, como un elefante en medio de una manada de gacelas. Pero eran otros tiempos.

Dejé a Leonie en el coche con sus lápices de colores y la ventanilla bajada, y me acerqué a las embarcaciones. Después de pasear un rato sin rumbo por el puerto, por fin encontré a un hombre con pinta de trabajar allí. Estaba con un cubo de agua delante de un panel de anuncios y parecía tener la intención de limpiarlo.

—Disculpe, por favor —le dije, y con ello me gané una mirada de fastidio—. No pretendo interrumpirle en su trabajo, solo quería saber si conoce a un tal capitán Palatin y si todavía trabaja aquí alguien del astillero Evers.

El hombre me miró como si le hubiese preguntado por un atajo para llegar a Marte.

—¿Es usted de la prensa?

¿Y eso qué tenía que ver?

—No, he comprado un barco que antes pertenecía al puerto de Timmendorfer Strand.

El hombre enarcó las cejas. Debía de pensar que era propietaria de alguno de los yates que había allí, así que me apresuré a aclararlo.

—Se trata de un viejo pesquero, el Rosa del Viento.

Por la edad que tenía aquel hombre, era posible que hubiese conocido el barco.

—Pero si lo compró un tipo del Este —dijo—. Hace ya un tiempo, un par de años después de la reunificación.

—Sí, y ahora me pertenece a mí —expliqué, y pasé por alto el tono algo peyorativo que resonó al decir «del Este»—. El barco tiene una historia algo turbulenta, y estoy buscando a personas que tal vez sepan algo.

—De los antiguos trabajadores del astillero ya no queda nadie —repuso—. Y Georg Palatin hace tiempo que no vive aquí.

—¿Sabe adónde se fue? —insistí. Sabía perfectamente que, cuando la gente no confiaba en ti, había que sacarles la información con sacacorchos.

—A Timmendorfer Strand —contestó el hombre.

Antes de que pudiera dudar de su sano juicio, comprendí que nosotros estábamos en Niendorf, que en realidad era una barriada de Timmendorfer Strand, pero que debía de haber conservado su propia identidad. Por lo menos en las cabezas y los corazones de algunos de sus habitantes.

—¿No tendrá por casualidad una dirección más exacta? —seguí insistiendo, y ya casi di por hecho que me enviaría a alguno de los edificios de oficinas del puerto.

Se me quedó mirando un rato, pero luego me dio las señas.

—¡Ay, muchísimas gracias! —repuse, sorprendida.

—No tengo ni idea de si todavía sigue allí, pero él será quien más sepa de ese cascarón. —Dicho eso, volvió de nuevo a su trabajo.

Yo paseé una vez más la mirada por los veleros y los yates a motor, y después regresé al coche.

Georg Palatin vivía a las afueras de Timmendorfer Strand, en un bonito rincón que habría sido un buen escenario de postal. Decidí dejar a Leonie unos minutos en el coche y luego ir a buscarla en caso de que Palatin estuviera en casa.

Me acerqué a la casita con el corazón palpitante. Era increíble; ahí vivía el capitán que, según parecía, quiso ayudar a una mujer a huir al Oeste, o que incluso lo hizo. El desenlace no lo conocía con certeza, pero que hubiera escondido la carta tras el revestimiento de la cabina de pasajeros era quizá una prueba de que sí habían llegado hasta el final.

Miré los arriates de flores, el césped que ya había que volver a cortar. Contemplé la corona de espigas secas y amapolas artificiales que colgaba en la puerta. Un hogar muy normal en el que quizá vivía un héroe. Un héroe que había preferido mantenerse en la sombra.

—¿Hola? —preguntó una ronca voz femenina.

Me detuve. Como, aparte de mí, allí no había nadie más, me volví. En la valla del jardín colindante vi a una mujer con una bata sin mangas, guantes de goma y un manojo de zanahorias que debía de haber sacado de la tierra en esos momentos.

—Ahí no hay nadie —me informo, y añadió—: ¿Viene usted a cobrar el impuesto de la televisión?

Levanté las cejas en actitud interrogante. ¿Es que tenía problemas el capitán Palatin con el impuesto televisivo?

—No, solo quería hacer una visita —respondí—. He comprado el viejo barco del capitán, el Rosa del Viento.

La mujer me miró con un rostro inexpresivo. Estaba claro que no sabía de qué iba aquello. ¿Quizá Palatin no se había trasladado allí hasta el final de su vida laboral? Recordando las palabras del hombre del puerto deportivo, era posible.

—¿Cuándo volverá el señor Palatin? —pregunté, y sentí la desconfianza de la vecina—. Le prometo que no soy cobradora de impuestos —le aseguré—, y tampoco quiero venderle nada, ninguna suscripción ni nada de eso. Solo quiero hablar con el señor Palatin sobre un barco.

Ninguna reacción. ¿Sería dura de oído?

—Es un barco bonito —añadí.

—Los Palatin están de vacaciones —me informó una mujer más joven que se acercó entonces. Se veía que era la hija de la señora mayor de las zanahorias—. Salieron ayer, así que ha tenido usted muy mala suerte.

La verdad era que sí. Había tenido tantas esperanzas de que el capitán pudiera decirme quién había escrito esa carta… Desde luego, existía la posibilidad de que ni él mismo lo supiera. Tal vez subió a bordo a un grupo de fugitivos anónimos y se limitó a transportarlos; no porque no le interesaran sus nombres, sino para protegerse de las peligrosas preguntas de la Stasi.

—Solo quería hablar con el señor Palatin sobre un barco que fue suyo —repetí, esta vez dirigiéndome a la joven—. Lo he comprado y me gustaría saber algo de su pasado.

No quería que, cuando el matrimonio regresara de vacaciones, pensaran que habían ido a verlos los del impuesto televisivo.

—Ah, entonces seguro que podrá contarle bastantes cosas —me dijo la mujer—. Debió de pasarse unos sesenta años navegando. Cuando nos reunimos con ellos, siempre tiene preparadas un montón de anécdotas.

Eso estaba bien, muy bien. Aunque no encontrara a la tal Lea, quizá me enterase de más cosas sobre el barco. Y sobre cómo se decidió el capitán a sacar a fugitivos de la RDA.

—¿No tendrá por casualidad un número de teléfono donde pueda localizarlo? —pregunté sin creer que fuese a darme uno. A fin de cuentas, era una desconocida y, tal como sabía por propia experiencia, en el norte no se contestaba siempre de manera confiada a esa clase de solicitudes—. O quizá pueda dejarles a ustedes mi número. —Saqué mi tarjeta de visita, una que había impreso a toda prisa desde mi ordenador un par de días antes.

La mujer asintió y aceptó la tarjeta.

—O sea que ha comprado un barco, ¿no?

Asentí con la cabeza. Seguramente sería el próximo gran tema de conversación de la calle entera.

—Pues ¡que tenga buena travesía! —me deseó la mujer, y se despidió con la mano.

Yo le di las gracias y me despedí también.

Cuando regresé al coche, Leonie había dibujado muchos barcos. Un puerto entero, que incluso tenía un lejano parecido con el de Niendorf.

—¿Has conocido al capitán? —me preguntó.

—No, está de vacaciones —respondí, y volví a sentarme al volante.

—Seguro que está navegando con su barco por ahí —dijo mi hija, y se puso a dibujar un enorme sol amarillo verdoso en el cielo.