13

—Mamá, ¿cuándo va a venir ese señor? —preguntó Leonie mientras me traía el libro de repostería que había encontrado en una estantería el día anterior.

Las recetas parecían lo bastante tradicionales para que le gustaran a alguien que había crecido junto al mar. En realidad no tenía por qué, pero de algún modo quería convencer a Merten de que mi gusto en cuestión de pastelería era el adecuado para el barco.

—Dentro de dos horas —contesté, y le quité el libro de las manos.

A esas alturas, normalmente Leonie habría estado echándose la siesta, pero se había emocionado tanto con la visita que no habría servido de nada meterla en la cama.

—¿Y de qué quieres hablar con él?

—Del barco. Tenemos que llevarlo a arreglar para que pueda navegar otra vez.

—¡Hala! —exclamó Leonie, y se colocó junto a la mesa con ojos de ilusión. Le encantaba ayudarme a preparar bizcochos, y me di cuenta de que hacía mucho desde la última vez—. ¿Necesita velas nuevas el barco? —preguntó mi hija mientras se agarraba con las manos al canto de la mesa y luego mordía un poquito el mantel.

Todavía era lo bastante pequeña para poder hacer eso; llegaría un momento en que la mesa le quedaría demasiado baja y el hule ya no le sabría tan delicioso.

Le saqué la punta del mantel de la boca.

—Es posible que le pongan un motor nuevo, pero no tendrá velas.

—Pues sí que tenía esas cosas para las velas —repuso Leonie.

—¿Te refieres a un mástil?

Me asombró que se hubiera fijado en ello. Sin embargo, no se trataba de un mástil, sino de lo que quedaba de los aparejos de pesca, que por algún motivo habían dejado en el barco.

Leonie asintió con brío y volvió a morder el mantel. Tal vez debería poner uno nuevo, de tela, cuyo sabor no le gustara. Pero para hacer pasteles era mejor el plastificado, que se limpiaba con facilidad y tenía una leve reminiscencia a infancia. También en mi casa, el mantel siempre había sido de hule.

—Eso no era un mástil —le expliqué a mi hija—. Es donde antes se sujetaban las redes. Nuestro barco tendrá motor.

—¿Y el motor también necesita gasolina?

—Gasóleo.

Leonie repitió la palabra varias veces, como si estuviera chupando un caramelo que aún no sabía si le gustaba o no.

—¿Y hasta dónde se podrá navegar con él? —siguió preguntando.

Me mentalicé para soportar un extenso interrogatorio sobre el tema de los barcos mientras medía los ingredientes para el pastel y los iba echando en el cuenco.

—Pues hasta muy lejos —respondí, y enseguida llegó la siguiente pregunta.

—¿Hasta América?

—No, pero tal vez sí hasta Hamburgo.

—¿Para ir ver al abuelo?

—Sí, para ir a ver al abuelo.

Demasiado tarde me di cuenta de que estaba metiéndome en un terreno peligroso. Si podíamos ir a ver al abuelo con el barco, ¿por qué no ir a ver a su padre también?

—Y, cuando se acaba el gasóleo, ¿hay que ir a una gasolinera? —preguntó Leonie tras pensarlo un poco.

Respiré con gratitud. Todavía era pronto para bajar la guardia, pero, si esta vez encontraba una buena respuesta, mi hija se entretendría un rato con ella.

—Hay que ir a un puerto, sí —expliqué—. Allí el barco reposta. Igual que un coche en la gasolinera, pero de una forma diferente.

Me di cuenta de que a Leonie se le disparaba la imaginación. Estaba visualizando cómo sería una de esas gasolineras, cómo funcionaría.

—¿Por qué no intentas dibujar una gasolinera para barcos? —le propuse, porque sentía su inquietud creativa, el impulso de dar forma a sus ideas.

—¿Y el bizcocho?

—Ya puedo yo sola. Además, si quieres, puedes venir a dibujar a la cocina.

Mi hija saltó de alegría y salió corriendo. Poco después apareció con lápices de colores y su bloc de dibujo. El detalle de que hubiera escogido los lápices buenos me hizo ver que aquel proyecto era muy importante para ella.

—Dibujaré el barco —anunció— y la gasolinera del puerto.

Sonreí.

—Hazlo, cielo. Y, cuando el bizcocho esté listo, lo pruebas.

Me volví de nuevo hacia los ingredientes, pero, cada vez que levantaba la mirada, me veía a mí misma reflejada en mi hija, que colocaba el bloc de dibujo y los lápices en el extremo contrario de la mesa de la cocina y luego se sentaba muy recta en la silla. Igual que yo en aquella época, antes de que me despertase con las luces azules y la voz que me anunció que había perdido a mi madre, a mi verdadera madre, para siempre.

Un escalofrío me recorrió la espalda y me obligué a ahuyentar esa imagen. No tenía cabida allí, así que tal vez consiguiera encerrarla en un cajón, igual que el dibujo del molino de viento de la última noche que pasé con mi madre.

Cuando llegó el momento, me senté con Leonie frente a la ventana de la cocina y casi sentí la misma emoción que antes de mi primera cita con Jan. Esperaba que Merten se adelantara, para así poder librarme de una vez de la tensión que me tenía presa por dentro, pero se hizo esperar.

No pude evitar recordar su disertación sobre las excusas de quienes llegaban tarde. ¿Me diría que había encontrado mucho tráfico? ¿O que había estado con un cliente?

La manecilla del reloj de la cocina se movió hasta las tres cuando oímos un motor frente a la verja. ¡Tenía que ser él!

¿De quién más podía tratarse? El cartero ya había pasado —los sábados se daba prisa— y no me había traído aún la colección de fotos de Hartmann, así que no podría enseñarle a Merten la fotografía de ese albañil que se le parecía tantísimo.

—Bueno, ¡pues vamos a saludar a nuestro invitado!

Leonie me siguió fuera y vimos a Merten recorrer el camino de entrada montado en una moto. Eso sí que no me lo esperaba. ¿Habría acudido también a nuestra cita con ella? Una Indian de 1950. Pesada, reluciente, ruidosa. Y, además, también cara y poco común. Motos como esa las había visto una vez en una feria a la que había ido para hacer el seguimiento de una campaña para un fabricante de motocicletas. Ahí descubrí la Indian. O, mejor dicho, varias de ellas. Modelos muy antiguos y también otros revival. Eran sencillamente fascinantes. Enseguida deseé poder llevar la publicidad de la marca, pero ya tenían a sus propios publicistas.

La impresión que me causó esa moto no había desaparecido con el tiempo. Era capaz de reconocerla entre miles de otros modelos, y jamás habría imaginado ver aparecer una en mi jardín. Y, de repente, ahí la tenía, mientras el velo de polvo que habían levantado las ruedas volvía a asentarse poco a poco.

El rugido del motor remitió. Merten volvió la cabeza hacia un lado, se llevó las manos al casco y se lo quitó. Entonces miró hacia nosotras, su público entregado.

—Espero no llegar tarde —dijo, y se dispuso a desmontar—. La verdad es que hoy el tráfico estaba fatal. En mi vida había visto semejante cantidad de autocaravanas.

—La segunda oleada —comenté—. La primera la viví la semana pasada. Debe de ser que la temporada ha comenzado oficialmente.

—Eso creo yo también.

Bajó de la moto con la elegancia de un modelo de perfume para hombres, dejó el casco y se quitó los guantes. No parecía que viniera desde su casa de Binz, sino desde mucho más lejos. ¿Dónde habría estado?

Nos saludamos con un apretón de manos.

—¿Y quién es esta joven señorita? —preguntó.

Leonie no hizo ademán de acercarse, pero tampoco se apretó contra mí con miedo, así que todo iba bien. Miraba a Merten como si fuese el caballero de uno de sus cuentos de hadas. Un caballero que montaba una Indian. No estaba nada mal.

—Esta es mi hija, Leonie.

—¿Leonie «Corazón de León»? —preguntó, lo cual hizo que la niña viniera corriendo y se acurrucara a mi lado.

Pero no me miraba a mí, sino que le sonreía a Merten con coquetería infantil. O sea que sí: un caballero. O puede que hasta un príncipe.

—¿He dicho algo malo? —preguntó él, extrañado—. Es que me he acordado de aquella marioneta de la tele…

—No, ha dado usted en el clavo —respondí—. Ese es su apodo. Leonie «Corazón de León» es como te llamo yo muchas veces, ¿a que sí, cielo?

Mi hija asintió, se mordió el dedo y después volvió a sonreírle a Merten. Por lo visto, le parecía simpático de verdad.

—Yo soy Christian —dijo él, y le tendió una mano.

Leonie le ofreció la suya, y yo comprobé con asombro que a él le daba igual que su manita estuviera toda babeada. Se la estrechó con cuidado y no se limpió, ni siquiera cuando volví la cabeza hacia un lado y lo observé con el rabillo del ojo.

—Pase, por favor. Hemos hecho un bizcocho.

Hice pasar a nuestro invitado y le ofrecí dejar la cazadora en el armario de la entrada. Un cálido aroma a cuero se extendió por el pasillo. ¿Era oportuno invitarlo a conocer la casa? Hacía tanto que no recibía a invitados que ya no sabía cuál era la costumbre. Con la creciente ausencia de Jan en mi vida, también las visitas habían empezado a escasear. Mis padres eran los únicos que se habían acercado a Bremen, y ellos ya habían visto el piso cientos de veces.

Me decidí por no asustarlo y lo llevé directo a la cocina, donde habíamos puesto la mesa. Algunas personas recibían a las visitas en el salón; nosotros siempre comíamos en la cocina.

Merten se sentó en el banco de la mesa y dejó un sobre junto a su plato. Yo encendí la cafetera. Leonie se sentó en su sitio de siempre, se puso a balancear las piernas y siguió observando a nuestro invitado como si acabara de salir de uno de sus cuentos.

—Bueno, aquí están los documentos de la primera inspección. Fotos y demás. Me tomé la libertad de encargarme de ello el viernes mismo, porque daba la casualidad de que un conocido mío tenía tiempo ese día y, además, reconozco que ya había despertado su curiosidad por el barco antes.

Yo no sabía nada de todo eso, pero me pareció bien. Era evidente que Merten ya contaba con conseguir el barco sí o sí. Me callé cualquier comentario.

—¿Y bien? ¿Hemos comprado un pozo sin fondo?

Ahora que éramos los dueños del pesquero, en mi interior se levantaban olas de esperanza y de duda. ¿Y si no lo conseguíamos? ¿Y si lo convertíamos en todo un éxito?

—Tendremos que invertir en él, desde luego, pero mi amigo se ha sorprendido de que no esté ni mucho menos tan hecho polvo como yo me temía. Aunque no lo sabremos con más exactitud hasta que esté en el dique, claro.

Ese era mi pie para entrar.

—Pues yo he hablado con mi padre, que estaría dispuesto a encargarse de una parte de los trabajos de restauración. Solo, naturalmente, si a usted le parece bien.

Merten me miró un buen rato, casi indagando en mi rostro.

—¿Su padre entiende algo de barcos?

—Trabaja en los astilleros de Hamburgo. ¿No se lo había dicho?

—No.

Una expresión se asomó a su mirada, pero desapareció enseguida, antes de que yo pudiera interpretarlo.

—Hablé con él por teléfono antes de tener claro que pudiera conseguir el barco, y enseguida se ofreció a trabajar en él. Aunque para eso tendríamos que remolcar el Rosa del Viento hasta Hamburgo.

—¿Y los costes?

—Sin duda serán mucho menores que si se lo encargásemos nosotros a un astillero. Mi padre y sus amigos, además, están dispuestos a ocuparse de ello durante los fines de semana. No debería ser ningún problema.

Merten sonrió para sí.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada —repuso—. Solo que, una vez más, vuelvo a comprobar la buena suerte que tengo. Dirigirme a usted fue la decisión más acertada.

Entonces también yo sonreí, y serví el café.

Como el asunto de la reparación estaba prácticamente resuelto, pasamos a comentar en qué convertiríamos el Rosa del Viento.

—En la cubierta superior podríamos instalar más bancos y mesas, para quienes prefieran el aire libre —propuse—. Y una guirnalda de luces, para cuando organicemos actos nocturnos.

—Pero no podemos programar nada con mal tiempo, porque, si no, será una catástrofe —repuso Merten medio en broma.

—Yo creo que, de todas formas, deberíamos celebrar los actos siempre en el puerto —opiné—. Primero una pequeña vuelta, después la parte cultural. Si no, podrían marearse tanto los clientes como los artistas.

—Sí, y eso sería una pena, con esos pasteles tan buenos.

—Oye, ¿tú sabes cómo reposta un barco? —soltó Leonie de repente mientras le tiraba a Merten de la manga.

Me dio un poco de vergüenza, pero ver la cara que puso no tenía precio.

—Mmm, ¿se le echa gasóleo en el depósito?

Leonie no se quedó satisfecha con esa respuesta. Bajó de un salto de su sitio y corrió a su habitación, donde había guardado su dibujo a buen recaudo.

—Mira —dijo mientras se lo entregaba—. He dibujado una gasolinera para barcos.

Yo habría esperado que Merten reaccionase con desconcierto, pero su rostro se suavizó de repente y su mirada pareció perderse en el pasado. ¿También él había dibujado barcos de niño? ¿O su hijo, quizá? De nuevo comprendí que apenas sabía nada sobre él. Que no llevara alianza no tenía por qué significar que no tuviese hijos. ¿Tal vez de una relación anterior?

A mi parecer, reaccionó de una forma demasiado emotiva para ser un hombre sin descendencia propia.

—Lo has dibujado muy bien —elogió a mi hija, y le acarició el pelo con mucho cuidado, casi sin llegar a tocarla—. Oye, ¿has bajado alguna vez hasta las rocas? —preguntó Merten.

Leonie negó con la cabeza.

—No, aún no.

—¡Huy, pues no te lo puedes perder! —repuso él—. A veces, si bajas al mar muy temprano, puedes ver allí sentadas a las sirenas. Contemplan el agua y esperan la llegada de los barcos. Y, cuando sale el sol, regresan al agua, porque si no se desharían en la espuma de las olas.

Leonie lo miró con unos ojos enormes y la boca muy abierta. Ella ya sabía lo que eran las sirenas, por supuesto; Ariel era una de sus princesas preferidas.

—¿Eso es verdad? —preguntó.

—Ya lo creo que sí —contestó Merten—. Lo que pasa es que son muy tímidas y tienen muy buen oído. En cuanto oyen que se acerca una persona, saltan enseguida al agua y se alejan nadando.

Esa última información desanimó a mi hija durante un rato.

—Mamá, ¿podemos bajar a las rocas? —preguntó luego, y yo reconocí al instante ese tono que me suplicaba: «¡Ya mismo!».

—Sí, señora Hansen, ¿qué le parecería si diésemos un pequeño paseo para hacer la digestión?

—Está bien, vamos —contesté, porque no era capaz de negarle prácticamente nada a Leonie.

Y tal vez fuese también buena idea que ella misma viese lo empinada que era la escalera. Así me sería más fácil advertirle contra sus peligros.

Unos minutos después, ya estábamos paseando junto a los rosales, de camino a la verja del jardín. Allí, por si acaso, levanté a Leonie en brazos, porque los escalones eran demasiado altos para ella.

En la playa había numerosas personas que habían sacado a pasear a sus perros. El cielo se había tapado y pendía pesado y gris sobre el agua, que imitaba el color de las nubes.

Pasamos junto a los amos de los perros y llegamos a la orilla. El agua del mar, coronada de espuma, bañaba tanto las rocas grandes como las pequeñas. El viento había refrescado y me alborotaba el pelo. De repente deseé tener a mano una chaqueta.

—¿Tiene frío? —preguntó Merten y, antes de que pudiera contestar, ya me había echado su cazadora de cuero sobre los hombros.

La gente que pasaba junto a nosotros quizá nos tomaría por una pareja, pero no me molestaba. Así, por lo menos, no sospecharían que yo venía de una relación fracasada cuya sombra aún se cernía sobre mi vida.

Leonie contemplaba las rocas con insistencia, entornaba los ojos y miraba a lo lejos. Debía de estarse preguntando si las sirenas eran muy grandes, y si tal vez harían acto de presencia aunque la playa de rocas estuviera llena de personas y de perros.

—¿Podemos ir hasta allí atrás? —preguntó mi hija de pronto, como si hubiese descubierto algo interesante.

—Claro —respondí, y me fijé en que Merten nos miraba a las dos con una sonrisa.

De pronto me pregunté qué imagen le estaría dando de mí. ¿Me mostraba demasiado pendiente de Leonie, quizá? ¿Demasiado preocupada? ¿O le recordaba, en el peor de los casos, a su propia madre?

Tal vez no llegara a saberlo nunca.

Por el camino, hablamos sobre la sociedad que tendríamos que crear para la explotación comercial del barco después de su restauración. Hablamos sobre planes de marketing y financiación. Sobre bancos y otras instancias que podrían ayudarnos, puesto que éramos emprendedores y, como tales, quizá conseguiríamos alguna subvención.

Entonces llegamos a las rocas. Las piedras de las sirenas, como las llamaba Merten.

—¿Aquí es donde se sientan las sirenas? —preguntó Leonie, y puso la mano en uno de los grandes pedruscos que las algas habían teñido de verde.

Casi parecía como si quisiera sentir a las sirenas, su calor, ¿o su frío, quizá? Las sirenas, en realidad, eran híbridos entre persona y pez. ¿Serían frías o calientes?

Mientras le daba vueltas a eso, me fijé en otra roca. Una por la que ya había pasado un par de veces antes. Las rosas que tenía encima estaban un poco marchitas, pero se veía claramente que las habían cambiado. Quería comentárselo a Merten, pero su mirada se había perdido en las profundidades del mar, donde, a lo lejos, un transbordador navegaba rumbo a Suecia. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza? ¿Soñaba con libertad? ¿O con alguna otra cosa? Igual que yo…

—¿O sea que su padre quiere ayudarnos? —preguntó entonces, como si no hubiese estado pensando en nada que no fuese el Rosa del Viento.

Aun así, yo no me desprendí de esa sensación de que en realidad había estado en alguna otra parte.

—Está decidido a hacerlo.

Me sonrió con seguridad.

—Lo conseguiremos. El año que viene, como muy tarde, el Rosa del Viento atracará allí. —Señaló hacia el puente de la isla, una línea blanca y delgada sobre la superficie azul verdoso del mar.

Merten se quedó hasta el atardecer y le contó a Leonie un montón de historias de sirenas, piratas y príncipes navegantes. Era un cuenta cuentos nato, y a mí me tenía maravillada lo deprisa que mi hija se había encariñado con él. Enseguida pidió llamarlo tío Christian, e incluso le dejó usar sus lápices.

—Habría sido usted un buen maestro de preescolar —comenté cuando se preparaba para marchar y volvió a ponerse su cazadora de cuero.

—Puede —repuso, y se encogió de hombros—. O puede que no. Depende. Igual que no todos los adultos me caen bien, tampoco me gustan todos los niños. La mayoría me resultan indiferentes; otros, en cambio, me parecen sencillamente encantadores.

—Qué bien que Leonie pertenezca a ese segundo grupo.

—Es una niña muy despierta. Debe de ser complicado para usted haberse divorciado de su padre.

Sus palabras me atravesaron como una puñalada. Por un momento me puse tensa. Leonie había pasado todo el día contentísima, no se le había notado la tristeza que sentía por lo de su padre.

—Créame, sé lo que es eso —dijo Merten después de mirarme a los ojos—. Mi madre murió joven, solo tuve a mi padre. —Hizo una breve pausa tras la que intuí una frase que no quería pronunciar, pero ese momento fugaz de apertura por su parte me pilló tan desprevenida que no tuve tiempo de preguntarle nada. Me tendió una mano—. Muchas gracias. Ha sido un día muy agradable y espero que podamos repetirlo pronto.

—Mañana llamaré a mi padre y le preguntaré cuándo podrá venir a examinar el barco. Me gustaría mucho que se conocieran.

—Eso no me lo perdería por nada del mundo. Por todo lo que me han contado de él su hija y usted, debe de ser un hombre extraordinario. Me encantaría conocerlo lo antes posible.

—Él también lo está deseando. ¡Que llegue bien a casa!

Asintió con la cabeza, se puso el casco y luego arrancó la moto. El rugido de la Indian se tragó todos los demás ruidos y siguió resonando en mi interior cuando Merten ya se había perdido de vista.