24
Era una locura. Quería poner un anuncio para encontrar a una completa desconocida. Una mujer que no tenía ningún motivo para escribirme. De la que ni siquiera sabía si seguiría viviendo aún en la costa del Báltico. Y, aun así, tenía la esperanza de que Lea viera mi anuncio.
Repasé todas las posibilidades durante horas. Poner un anuncio en todos los periódicos importantes del país habría resultado demasiado caro. Una búsqueda en internet me descubrió numerosos foros en los que la gente buscaba a personas desaparecidas. En algunos casos, incluso con éxito. El que más prometedor me pareció fue un foro en el que intercambiaban impresiones antiguos refugiados de la RDA.
Como no costaba nada realizar una búsqueda allí, publiqué mi anuncio en los foros más visitados, incluido el de refugiados. El contenido de la carta no lo hice público, porque pertenecía a la vida privada de Lea, pero sí salpiqué mi texto con datos de referencia que solo ella podía conocer.
Esa tarde, poco después de una nueva reunión en la que le presenté a Hartmann el borrador del folleto, me vi con Christian, que se había marchado antes de que Leonie se despertara. Todavía no queríamos que tuviera que enfrentarse al hecho de que el tío Christian durmiera en la cama de mamá.
En esos momentos, Christian venía hacia mí con grandes zancadas por el paseo marítimo de Binz, cargado con una caja de herramientas.
—Madre del amor hermoso, no sabía que no ibas a venir solo —dije, y señalé aquella enorme caja, que parecía haber heredado de su padre.
—Te prometí que te ayudaría a montar los muebles, ¿o no? —repuso con cara de inocencia—. Para eso se necesitan herramientas.
—Pero ¿hoy?
—¿Y por qué no? ¿O es que esperas alguna otra visita masculina esta noche? —Me atrajo hacia sí y me besó.
—No, pero no había pensado que quisieras ponerte ya con ello.
—Esta tarde me ha fallado un compromiso, así que voy a echarle una mano a una madre soltera.
Le sonreí. Desde la noche en que me contó la historia de su familia estaba muy cambiado. Por lo menos conmigo.
—Muy bien, pues vamos —le dije, y me lo llevé del brazo.
Una mujer mayor que llevaba un largo vestido de hilo color cobre, y con la que nos cruzamos en el paseo, saludó a Christian y luego me sonrió.
—Ay, esa era la señora Rosenbohm —dijo cuando ya habíamos pasado de largo—. Ahora toda la ciudad se enterará de que me he dejado cazar por una mujer.
—¿Y qué? ¿Tan malo sería? —pregunté yo.
—No, pero ya sabes, prefiero seguir siendo un gran misterio para la mayoría de la gente. Si se enteran de lo que hago en privado, no me dejarán tranquilo.
—Ah, ¿es que tu club de fans acampa delante de tu casa?
—Más o menos. Y cada poco hay alguna mujer que se tira de los acantilados por mí.
—Entonces será mejor que te vayas a vivir a otra parte, porque yo tengo intención de disfrutar de la vida todavía una buena temporada.
Al llegar a casa, mi mirada se fue al reloj. La una y cuarto. Antes de ir a buscar a Leonie aún teníamos tiempo para…
Pero me apresuré a descartar esa idea. Seguramente llamaría Hartmann, o alguno de los clientes de Christian. Sería mejor contener mi deseo hasta la noche.
—Bueno, ¿dónde tienes esos muebles? —preguntó Christian mientras paseaba la mirada por el salón.
—Ya están arriba; los transportistas fueron tan amables de subírmelos —respondí mientras me lo llevaba hasta el ordenador.
Abrí mi publicación en el foro, que ya había recibido cinco clics.
—Lee y dime qué te parece —le pedí, y volví el portátil hacia él.
En ese preciso instante se me ocurrió una idea. ¿Por qué no buscaba también a mi madre en esos foros? Pero al mismo tiempo me sobrevino el miedo de siempre. ¿Y si leía el anuncio y no quería contestar? ¿Y si de verdad nunca había querido encontrar a su hija? Si, en efecto, en aquel momento decidió abandonarme.
Siendo sincera, en mi interior seguía brillando una pequeña chispa de esperanza que me decía que sí me había buscado, pero que las autoridades le habían puesto tantas piedras en el camino que al final no pudo dar conmigo. ¿Y si la verdad destruía esa esperanza?
No obstante, ¿qué podía perder por publicar allí mi anuncio? Si ella no quería contestar, todo seguiría igual. En cambio, si decidía hacerlo…
—Me parece bien —dijo Christian—. Tal vez deberías ampliar un poco tu búsqueda. Seguro que hay más foros, ¿no? Podría ayudarte, si quieres.
—Te estaría muy agradecida —repuse, y le di un beso—. Pero primero los muebles.
Me lo llevé arriba, donde tenía las cajas con el mobiliario. Algunas ya las había abierto para comprobar que estuviera todo dentro, pero dos de ellas seguían sin tocar.
—Muy bien, me temo que tendré que quedarme en tu casa hasta la noche. Con esto, tenemos trabajo para medio día.
—No tengo absolutamente nada en contra —le aseguré, y le eché los brazos alrededor del cuello.
—¿Y si vuelves a recibir una visita inesperada?
—Pues te presentaré como mi nuevo novio… Basta ya.
Nos besamos, y entonces Christian se puso de nuevo pensativo.
—¿Has vuelto a saber algo de Jan?
Me eché un poco hacia atrás, algo sorprendida. Me extrañó que eso le preocupase.
—El lunes por la noche me dejó un mensaje en el contestador. Ayer fue al hospital.
—¿Y? ¿Vas a llamarlo?
—¡Ya no soy responsable de él! —Mis palabras sonaron más duras de lo que había sido mi intención—. Perdona. Lo que quiero decir es que no sé si a él le gustaría. Ahora desea ocuparse de Leonie, sí, pero eso no me incluye a mí. Y yo tampoco quiero que lo haga.
—Entonces, ¿de verdad no significa nada para ti?
Christian se acuclilló a mi lado y me puso la mano en la espalda.
—No, eso se acabó. Pero es tan… Es que no sé, de alguna forma siempre consigue herirme. Quiero tener una relación normal con él, eso es todo, pero hasta el momento no me lo ha puesto fácil.
—Ahora, en cambio, es él quien te ha pedido algo.
—Sí, y sinceramente, no me gusta nada, porque no me apetece en absoluto satisfacer sus deseos. Y no es que yo sea una egoísta, solo que no quiero que vuelva a hacerle daño a mi hija cuando cambie de opinión.
—Pero las personas pueden cambiar —me recordó Christian.
—Es posible. Si ha cambiado, tampoco tengo nada en contra de que se ocupe de Leonie. Pero me da miedo que ese cambio dure solo mientras esté enfermo. En cuanto todo vuelva a estar en orden, la apartará a un lado, y entonces tendré que volver a inventarme excusas para tranquilizar a mi hija cuando llore.
De nuevo me sentí al borde de las lágrimas, pero esta vez logré contenerlas. Todo había empezado tan bien que no quería que la tarde diera un giro tan lúgubre.
Christian me acarició la espalda, luego me apartó un mechón de pelo de la frente.
—Lo siento —dijo—. No quería estropearlo todo.
—No lo has hecho —le aseguré—. Está bien que lo hablemos. Con Jan hablaba muy pocas veces, y ya ves cómo acabó.
—En efecto.
Me acogió entre sus brazos con delicadeza y cariño. Nos besamos y mi deseo volvió a encenderse al instante, pero no era buen momento. Christian había dicho que quería quedarse hasta la noche. Tendríamos tiempo de sobra para entregarnos a la pasión.
—Entonces, primero nos ponemos con los armarios, ¿no?
—Eso ya lo haré yo —repuso Christian—. Tú baja a trabajar. Necesito estar ocupado hasta esta noche, ¿verdad?
—Deja que por lo menos te traiga un café.
—A eso nunca digo que no.
Bajé y encendí la cafetera. En el portátil del salón vi que me habían llegado varios correos electrónicos, entre ellos un par de consultas de posibles nuevos clientes. Uno era un hotel de Wismar; el otro, una empresa de construcciones de madera. Por lo visto, Hartmann me había hecho un poco de propaganda.
De nuevo pensé en la posibilidad de buscar a mi madre. Hazlo, me dijo una vocecilla.
Cuando el café estuvo listo, le subí a Christian una taza y luego abrí la página del foro de refugiados de la RDA en el que había buscado a Lea. Después de indagar un poco, di con un subapartado en el que se ponían en contacto personas que buscaban a familiares después de haberse visto separados a causa de una adopción o de un encarcelamiento.
Al principio se me hizo un poco difícil contar mi historia de forma breve y concisa. De repente me empezaron a sudar las manos, y luego se me quedaron heladas. Al final, sin embargo, conseguí redactar un texto aprovechable y lo envié con el corazón palpitante. Después me quedé mirando la pantalla varios minutos. De súbito sentía una emoción extraña. ¿Y si de verdad me contestaba?
Cuando sonó el teléfono me sobresalté. Me levanté espantada y, al hacerlo, casi arrastré conmigo el portátil al tropezar con el cable. Por suerte, recuperé el equilibrio, pero estaba contentísima con la perspectiva de trasladarme pronto a mi despacho.
Levanté el auricular con la firme convicción de que al otro lado de la línea estarían o bien mi padre o bien mi madre. ¡Tal vez incluso habían encontrado un motor para el Rosa del Viento!
Sin embargo, la voz que contestó me era del todo desconocida.
—¿Señora Hansen? —preguntó un hombre que habría podido ser la envidia de cualquier bajo operístico—. Soy Palatin. Mi vecina me ha dicho que hace unos días estuvo usted en mi casa y que quería saber algo.
Sus palabras me pillaron completamente por sorpresa. Esos últimos días habían estado tan llenos de sucesos y de cosas de las que había que ocuparse que no había vuelto a pensar en el capitán de Timmendorfer Strand.
—Sí… Eh… Así es. ¡Muchas gracias por llamar! ¿Le han ido bien las vacaciones?
—Según como se mire —respondió Palatin—. Cuando uno ha dado tantas vueltas como yo, ya no hay nada que le sorprenda. Pero de todas formas ha sido reconfortante, y eso es lo que más importa, ¿verdad?
—Si usted lo dice —repuse, y no supe muy bien si ir directa al grano.
—De modo que ha comprado usted el Rosa del Viento —empezó a decir él, por suerte.
—Sí, eso mismo. O, mejor dicho, lo hemos comprado. Tengo un socio al que le pertenece casi toda la popa. O la proa, según… —Me reí con inseguridad, me habría gustado darme un bofetón por ese comentario tan tonto—. Es un barco extraordinario —añadí—. Lo están poniendo a punto en Hamburgo, y espero que después podamos volver a botarlo. Yo… tengo pensado convertirlo en un barco cultural en el que la gente no solo haga excursiones, sino que encuentre también un poco de alimento para el alma. Además de café y dulces, claro.
A eso le siguió una pausa que me desconcertó. Había esperado algún tipo de reacción, pero Palatin guardó silencio. ¿Acaso no le gustaban los planes que teníamos para su barco?
—¿Y qué es exactamente lo que quiere saber sobre el Rosa del Viento? —preguntó al fin.
No logré interpretar del todo su tono de voz. ¿Estaba molesto o solo sentía curiosidad? ¿Esperaba que hubiésemos encontrado algo, o lo temía?
—Mientras limpiaba, debajo de una tabla encontré una carta. De una tal Lea. Da a entender que huyó al Oeste a bordo del Rosa del Viento. La carta me ha conmovido tanto que quisiera saber más sobre la mujer que la escribió y sobre el barco. Por eso se me ocurrió la idea de ir a visitarlo. Me gustaría mucho que pudiéramos reunirnos en algún momento.
—¿Es usted periodista? —me preguntó, igual que unos días antes había hecho aquel hombre en el puerto.
—No, en realidad soy publicista.
—Entonces, ¿quiere sacar provecho de este asunto como publicidad?
Ahí sí que pude interpretar su tono, que estaba cargado de rechazo.
—No, solo quiero sacar a la luz la historia del barco —repliqué, y me avergoncé un poco de haber visto en la carta una buena oportunidad publicitaria.
El relato de Christian me había hecho cambiar de postura y ya no sabía muy bien qué hacer con toda esa información. Aun así, deseaba conocer la historia de mi pesquero.
—Quiero que la gente sepa que ese barco llevó a muchas personas a la libertad, pero no de una manera sensacionalista. Había imaginado más bien un dossier con documentación para que todo el que quiera pueda consultarlo.
De nuevo se hizo una larga pausa.
—Verá, para mí nunca se trató de hacerme conocido ni de convertirme en un héroe. Solo hice lo que, a mis ojos, era lo correcto. Si le soy sincero, siempre esperé que alguien, en algún momento, llegara a saber todo lo que consiguió el Rosa del Viento, pero bajo ningún concepto quiero que destripen su historia. Demasiados destinos estuvieron ligados a él.
—Soy consciente de ello, y le prometo que seré extremadamente cuidadosa. Puede que me lo guarde todo para mí.
—Y también puede que convierta el barco en un gran parque temático.
¿De verdad sonaba tan poco convincente? Casi me enfadé por haber sido tan transparente en mis intenciones. Pero justo eso era lo que deseaba, y no quería mentir al capitán.
—Yo nunca haría algo así.
Esta vez me sentí incluso un poco herida en mi orgullo, pero no pensaba explicarle que mi madre también había huido de la RDA. Nada de aquello era asunto suyo.
—Está bien —dijo Palatin al fin.
Agucé los oídos. ¿De verdad iba a explicarme algo?
—Si le parece bien, podría venir a vernos el sábado y traerme alguna información sobre mi viejo barco. Quizá también fotografías. Seguro que le ha hecho alguna.
—Unas cuantas —repuse, y una sonrisa se coló en mi rostro—. También le llevaré con mucho gusto el peritaje que le han hecho en el astillero. Mi padre, que, por cierto, es constructor de barcos, está entusiasmadísimo con el Rosa del Viento. Fue él quien descubrió los impactos de bala, y se muere por saber qué ocurrió.
—Bueno, evidentemente no podré contarle todas las historias en una tarde —contestó Palatin—, pero tal vez recuerde a la mujer de la carta. Y tal vez le interese saber cómo acabé ayudando a fugitivos de la RDA.
—¡Me interesa muchísimo! —exclamé, y reprimí la imagen que apareció ante mí. Cientos de rostros, hombres, mujeres, niños, pasando frío en el mar Báltico con la esperanza de que al otro lado les esperase un lugar en el que encontrar la libertad y una buena vida.
Sin duda, Palatin tendría algo que contar sobre cada uno de sus pasajeros. Sin embargo, sería mejor que me contentara con lo que estuviera dispuesto a explicarme por sí mismo.
—Está bien, pues pásese por aquí sobre el mediodía. ¡Mi mujer prepara unas albóndigas de patata de Turingia deliciosas!
Le di las gracias y me despedí.
Después de colgar, me quedé mirando el teléfono unos instantes. No había imaginado que conseguiría una cita con el capitán tan deprisa.
De repente se me ocurrió una idea. Subí corriendo la escalera del desván, donde Christian estaba muy ocupado con las herramientas. Ya había montado el escritorio, de modo que le tocaba el turno al archivador. Si seguía trabajando a ese ritmo, por la tarde nos quedaría mucho tiempo para otras cosas.
Por todas partes había trozos de cartón.
—¿Christian? —pregunté, tras lo cual mi operario soltó un «¡Mierda!» a media voz y tiró lejos el martillo.
En lugar de golpear la madera, por lo visto se había dado en todo el dedo. Se agarró el pulgar con el rostro demudado. Me acerqué a él.
—¿Te soplo? —No pude evitar que se me escapara una sonrisa.
—No, no, deja, ya está —contestó él, y sacudió la mano.
Se la tomé y le soplé en el dedo. Poco después volvió a relajarse.
—Verás, es que a Leonie esto siempre le ayuda —afirmé, y seguí un poco más—. Siento haberte sobresaltado.
—No ha sido culpa tuya —repuso él, y me dio un beso en la frente—. La culpa es de este estúpido mueble. ¿Estás segura de que quieres quedártelo? Después de haberme cortado una vez y haberme martilleado el dedo dos veces, tengo unas ganas horribles de tirarlo por la ventana.
—Ha costado cuatrocientos euros, yo me lo pensaría.
—Bueno, me has convencido —contestó, y me sonrió—. ¿Qué ha pasado para que vengas a asustar así a un pobre operario?
—¡No te vas a creer quién acaba de llamar!
—¿Un hada mágica con un motor diésel barato y en pleno funcionamiento para nuestro barco?
Me gustó ver que estábamos en la misma onda.
—No, era Georg Palatin. El capitán.
—Ah, ¿ya ha vuelto de las vacaciones? ¿Se le oía muy bronceado?
—¿Cómo se oye si alguien está muy bronceado?
—Ni idea. Como puedes ver, yo estoy blanco como la leche. —Levantó un brazo que, en efecto, no estaba nada moreno.
—Vale, pues no se le oye exactamente como a ti —repuse—. Me ha invitado a su casa el próximo fin de semana para contarme un poco de la historia del barco. Me preguntaba si te gustaría acompañarme.
Christian volvió a bajar el brazo y se puso serio.
—¿Crees que será buena idea?
—Desde luego, ya sé que no te hace precisamente ilusión volver a ver al hombre en cuyo barco perdiste a tu hermano. Pero quizá…, quizá pueda darte un par de detalles. Además, le alegrará saber que ahora el barco es tuyo.
—Nuestro —corrigió Christian, y su rostro volvió a suavizarse un poco—. Vale, me apunto. Siendo justos, Palatin no tuvo ninguna culpa de la muerte de mi hermano, aquella noche solo tenía que ocuparse de que el barco cruzara sin contratiempos el Báltico. Y, si te soy sincero, en realidad me gustaría mucho volver a ver a ese viejo lobo de mar. Cuesta creer que todavía esté vivo. Cuando yo tenía catorce años, él ya tenía por lo menos trescientos.
Solté una risotada.
—¡Qué exagerado!
—No, en serio. Tenía una barba entrecana como la de ese tipo de la televisión, el de los anuncios de los palitos de pescado.
—¿El capitán Iglo? Será mejor que no se lo digas, porque, si no, aún es capaz de cambiar de opinión sobre si nos cuenta algo o no.
—No tengas miedo, me contendré. Aunque con una condición.
Enarqué las cejas.
—¿Una condición?
—Sí, y es que yo conduzco. Y vamos en mi coche. No me atrevo a montarme en tu carraca.
—¿Acabas de llamar «carraca» a mi fiel compañero? Pero ¡si es un Volvo!
—Sí, y seguramente del mismo año en que nací. Sería mejor que no hicieras más viajes largos con él.
—Hasta ahora ha soportado todo sin quejarse en absoluto.
—Bueno, pero el día que se queje, porque, créeme, no tardará mucho, estaré encantado de ayudarte a encontrar un coche de segunda mano baratísimo con el que pueda estar seguro de que no os va a pasar nada a ninguna de las dos.
Me habría quedado horas enteras sentada a su lado impidiéndole trabajar, pero mi reloj interno me dijo que era hora de ir a la guardería.
—¡Tengo que marcharme! —exclamé, y me levanté de un salto.
—Cuidado cuando te subas a esa tartana de Volvo.
—Lo tendré. ¡Y tú no dejes entrar a desconocidos en casa! —le advertí en broma antes de bajar corriendo.