31
Suspiré al cerrar el foro de internet, donde nadie había contestado aún a mis anuncios de búsqueda. No tenía ni una pista siquiera, y los hilos de las conversaciones no hacían más que alargarse interminablemente hacia abajo por la pantalla. Era frustrante.
Tal vez Lea había dejado atrás su historia después de la huida y no quería volver a hablar de ello. ¿Y en el caso de mi madre? ¿Sabría algo de ese foro, se conectaba alguna vez a internet? ¿O le daba igual?
Me vino a la cabeza otra posibilidad más, y espantosa. Que quizá ya no estaba viva. Entonces solo me quedaría reconstruir lo ocurrido a través de los expedientes. Unos expedientes que tal vez Protección a la Infancia de Leipzig me dejara consultar.
Mientras intentaba olvidarme de la funesta posibilidad de que mi madre hubiese muerto, le lancé una mirada a Leonie. No había podido ir a la guardería al día siguiente como le había prometido a su amiga, desde luego, así que la subí conmigo a mi despacho, la senté en una silla y le di algo que hacer. Como tenía el brazo derecho sano, podía dibujar. El dolor la había dejado bastante decaída al principio, pero luego los analgésicos que me había dado la pediatra funcionaron y se puso a dibujar algo. Al menos la guardería me había llamado de buena mañana el día después del incidente. Tuve una conversación muy larga con la compungida directora, que se disculpó con seriedad y prometió que no volvería a suceder nada parecido.
Yo sabía que esas promesas eran difíciles de cumplir, pero por mi parte le insistiría a Leonie en que no volviera a escaparse más.
La directora también me pidió que le llevara el parte del accidente para poder entregárselo a su compañía aseguradora. Le prometí que me pasaría a finales de semana.
Christian estaría fuera hasta el sábado, pero me llamaba varias veces al día para preguntar qué tal nos encontrábamos las dos. Qué ganas tenía de pasar el fin de semana con él. Debía reflexionar sobre varias cosas, en especial sobre mi madre.
La mujer de Protección a la Infancia había prometido ponerse en contacto conmigo pronto, pero yo estaba a punto de estallar por dentro a causa de la impaciencia.
Después de comer llamó mi madre adoptiva, porque el día anterior yo le había dejado un mensaje en el contestador. No la había encontrado en casa y luego ya no pude volver a intentarlo en toda la tarde.
—Madre mía, pero ¿qué cosas hacéis? —preguntó, afectada.
—Sí, bueno, mi vida en estos momentos es estupenda —dije con un suspiro—. Pensaba que ahora todo iría mejor, pero Jan se presenta de repente y desata el caos.
—¿Jan? —se extrañó mi madre—. ¿Jan ha vuelto a aparecer?
Me di cuenta de que no le había contado nada. La vida, en cierto modo, me estaba superando. Pero Christian estaba ahí, y de pronto fui consciente de que ahora era con él con quien hablaba de mis problemas. Me entró mala conciencia.
—Perdona que no te haya contado aún nada de todo esto —repuse—. Sí, Jan ha vuelto a aparecer de un día para otro, y me ha pedido que comparta con él la custodia. Ya no quiere seguir siendo solo el que paga la manutención, imagínate.
Mi madre soltó un suspiro.
—Y yo que pensaba que eso ya lo habíamos superado.
—Eso pensaba yo también, pero así es la vida. Un día crees que lo tienes todo bajo control, y al día siguiente, bum, vuelves a tropezar.
—Sabes que no debes compartir la custodia con Jan. Renunció a ella de forma voluntaria.
—Sí, pero desde entonces han cambiado muchas cosas.
Le hice un breve resumen de su enfermedad, su cambio de opinión y su segunda aparición en nuestra casa.
Mi madre guardó silencio, una clara señal de que estaba profundamente preocupada.
—¿Y Leonie sigue yendo a la guardería?
—No, mientras lleve la escayola se quedará conmigo en casa. —Sabía que se le había pasado por la cabeza la misma idea que a mí, así que añadí—: Pero no creo que Jan intente nada. Se siente frustrado, nada más, y teniendo en cuenta su diagnóstico, incluso puedo llegar a comprenderlo.
—Aun así, ten mucho cuidado. ¿Me lo prometes? Y en cuanto a la cuestión de si quieres dejar que participe en la educación de Leonie, lo mejor será que hagas caso a lo que te diga el corazón. Da igual lo que decidas, nosotros te apoyaremos.
Bueno, ¿y qué me decía el corazón? ¿Qué prefería no ver a Jan en una buena temporada? ¿Que no me apetecía tener que acordar con él toda clase de cosas? ¿Que no quería pedirle a Leonie que viajase hasta Bremen todos los fines de semana o que se quedara allí semanas enteras?
—Eres un sol, mamá. Gracias.
—¿Y cómo se encuentra nuestra leoncita? ¿Le sigue doliendo mucho?
—Va mejorando poco a poco, pero la escayola le impide hacer un montón de cosas, claro. Y también está enfadada porque no puede ir a la guardería.
—Lo principal es que no le duela debajo de la escayola.
—Le he prometido que le dibujaré una flor cada día. Cuando el cirujano se la quite, se quedará boquiabierto.
Me sorprendí sonriendo. Christian no solo tenía magia para hacerme feliz a mí, sino también a mi madre. Me dolió no haber tenido valor para contarle que había solicitado mi expediente de la Stasi y la documentación del hogar infantil.
El jueves, el cartero llamó al timbre. Pensé que sería lo de siempre, o tal vez un envío de la imprenta con los ejemplares de muestra del folleto fotográfico.
Pero recibí el sobre grueso que esperaba y también otro más pequeño. La dirección de Bremen a la que iba dirigida la carta estaba tachada, así que por lo visto mi solicitud de reexpedición había funcionado de maravilla.
Cuando vi el remitente, contuve la respiración.
¡No podía ser cierto!
La carta la enviaba una tal Silvia Thalheim, de Hannover.
Me quedé paralizada.
Estuve varios minutos mirando el sobre que tenía en la mano, como si de repente las letras hubiesen empezado a brillar. ¡No era posible! ¿Se trataba de mi madre? ¿De dónde había sacado mi dirección?
Abrí la carta con manos temblorosas y saqué del sobre dos hojas de papel dobladas. Estaban escritas con una caligrafía bonita que parecía algo insegura. Ya no recordaba cómo era la letra de mi madre. ¿De verdad me había escrito ella?
Querida Annabel:
Por favor, que no te asuste mi carta, y tampoco la tires enseguida, te lo ruego. Dame la oportunidad de explicarme.
No espero que te alegres demasiado, seguramente a mí me pasaría lo mismo si estuviera en tu lugar. Tu madre desaparece de repente de tu vida y te deja sola durante más de veinte años. ¿Qué se puede decir a eso?
En realidad, solo que siento muchísimo haber tardado tanto en encontrar el valor para escribirte.
Hace unos nueve meses me autorizaron a consultar mi expediente de la Stasi después de llevar más de seis años esperando la tramitación de mi solicitud.
Podrías preguntarte por qué no se me ocurrió la idea de solicitar mi expediente de la Stasi hasta el año 2007. Es una historia muy larga que, si quieres, te explicaré.
El largo encarcelamiento me dejó muy marcada. Incluso cuando ya estaba en el Oeste, el tiempo que pasé en la prisión de Bautzen seguía afectándome. Lo que me hicieron en aquella época dejó una marca grabada a fuego en mi cuerpo. Las consecuencias llegaron en forma de graves enfermedades, y fueron esas enfermedades, en primer lugar, las que me impidieron aclararlo todo justo después de la reunificación, pero también estaba el miedo. Miedo de enfrentarme al pasado, miedo de descubrir algo que me destrozara todavía más.
En 2007 encontré por fin las fuerzas para solicitar mi expediente. Por entonces tenía una salud estable y podía mirar hacia el futuro. Jamás habría imaginado que tardaría tanto en poder revisar mis documentos. Habían pasado dieciocho años de la reunificación y cualquiera habría pensado que ya no habría tanta demanda de solicitudes. Sin embargo, por algún motivo, en mi caso tardaron mucho.
Mientras tanto, mi salud volvió a empeorar, y tanto darle vueltas a las cosas de manera infructífera, todos esos intentos de encontrarte por diferentes medios, me dejaron sin fuerzas. Además, ¿dónde debería haber buscado? La Stasi me obligó a firmar los papeles de adopción sin decirme cómo se llamaban las personas que te acogieron e hicieron de ti su hija.
Y entonces llegó el momento. Recibí la autorización para consultar el expediente. Por desgracia, en aquella ocasión no pude hacerlo, mis citas en el hospital me lo impidieron, pero me concedieron una nueva oportunidad y por fin pude ver quién tenía la culpa de todo el sufrimiento que habíamos vivido tú y yo.
Gracias a tu expediente descubrí también quiénes te habían adoptado. Realicé un par de investigaciones más —muchas puertas se abren con más facilidad cuando uno ha sido víctima de la arbitrariedad de la Stasi—, y al final conseguí que me diesen tu dirección. Ya tenía todo cuanto necesitaba.
Pero entonces me faltó el valor.
De repente sentí miedo de que no quisieras recibir noticias mías.
Sin duda, a estas alturas ya tendrás tu propia familia y es probable que me hayas olvidado hace tiempo. No tengo ni idea de lo que te contaron entonces. Imagino que una sarta de mentiras. Tal vez, incluso me odies y no quieras saber nada de mí.
Todo eso me ha pasado por la cabeza.
Sin embargo, ahora he sabido que no me queda mucho tiempo, así que por fin me he atrevido.
Dejo a tu juicio el ponerte en contacto conmigo. Si a esta carta no le sigue ninguna noticia tuya, la olvidaré y te dejaré en paz. Pero, como me gustaría que supieras lo que ocurrió, después de mi muerte te haré llegar algo que contendrá la verdad. Entonces podrás hacer con ello lo que quieras. Espero que me perdones.
Con mis mejores deseos y todo mi cariño,
Tu madre, Silvia Thalheim
Me dejé caer en el sofá. Mi cabeza se quedó vacía durante varios minutos, mirando la pared blanca de la habitación y oyendo el leve tictac del reloj de la cocina.
Esa carta me había golpeado como una maza. Tal vez habría hecho mejor abriéndola en presencia de Christian.
La leí de nuevo, y esta vez creí oír la voz de mi madre.
Después de estar un buen rato reflexionando, me levanté y empecé a caminar intranquila por toda la casa. ¿Era posible? ¿Una semana después de solicitar el expediente de la Stasi, mi madre daba señales de vida?
Busqué el sobre. La carta se había enviado primero a Bremen. Miré el matasellos. A pesar de la orden de reenvío, había tardado dos semanas en llegar. Era posible que mi madre no esperase ya recibir mi respuesta. Y apenas un instante después, unas palabras sueltas destacaron en mi mente.
¿Encarcelamiento? ¿Bautzen?
Pero si a mí me habían dicho que había huido, y ella misma reconocía que había acabado en el Oeste.
—Mamá, ¿puedo beber algo?
La voz de Leonie me sacó de mis pensamientos. Me di la vuelta.
—Claro que sí, cielo —dije, y corrí hacia mi hija, que estaba en el vano de la puerta con su conejo de peluche en el brazo sano.
En realidad debería haber estado durmiendo la siesta, pero la escayola se lo había impedido.
Me la llevé a la cocina, la senté en el banco tapizado y le serví un vaso de zumo de manzana. Mientras estaba ocupada en eso, me di cuenta de que era lo mismo que solía hacer mi madre conmigo, la madre que acababa de escribirme. El zumo de manzana fue, hasta mi sexto año de vida, el remedio curalotodo contra las penas, la sed, un juguete roto o un dibujo que me había salido mal. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que yo hacía lo mismo con mi hija.
—Toma, cariño —dije, metí una pajita en el vaso, se lo puse delante y luego me serví un poco de zumo yo también.
Leonie succionó con ganas mientras yo paladeaba el sabor a manzana.
—Pareces triste, mami —comentó mi hija—. ¿No te encuentras bien?
—Solo estoy un poco cansada —mentí, porque no podía decirle que su abuela biológica me había escrito y me había suscitado toda clase de interrogantes.
—Entonces tendrías que dormir la siesta —opinó—. Podríamos irnos las dos a tu cama, y así seguro que yo también dormiré mejor.
¿Por qué no? Aunque en realidad no estaba cansada, con ella a mi lado me sería más fácil sobrellevar todas esas reflexiones.
Así que nos metimos en mi cama y, notando la espalda de Leonie contra mi vientre, me fui calmando poco a poco. A ella pareció pasarle lo mismo, porque al cabo de pocos minutos ya estaba dormida. Miré por la ventana, donde el sol hacía brillar uno de los rosales de un rosa claro. Pensé en el pequeño Lukas, en la historia de Palatin.
Y luego otra vez en mi madre. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué había estado presa en Bautzen? ¿Podía creerla?
Pasé un rato más pensando en esto y lo otro, e intenté desenterrar recuerdos que me dieran alguna pista, pero no encontré ninguno. En aquella época tenía seis años, los acontecimientos se habían precipitado, yo no tenía aún la madurez suficiente para poner en duda lo que me contaban, y un par de años después ya fue demasiado tarde.
En algún momento, yo también me quedé dormida, agotada por la noticia y de tanto darle vueltas a la cabeza. No soñé nada, pero mi primer pensamiento al despertar fue la pregunta de si debía hablarles a mis padres adoptivos de la carta de Silvia. Lo del expediente de la Stasi me había costado, pero, teniendo en cuenta los plazos de espera, era un asunto que se podía dejar para más adelante; sin embargo, de pronto Silvia Thalheim había aparecido realmente en mi vida.
¿Qué debía hacer? ¿Ir a verla? ¿Comprobar si aún vivía?
Pero ¿qué me contaría? ¿Su historia tiraría por la borda todo lo que yo había creído hasta el momento? ¿Haría que se tambaleara mi relación con mis padres adoptivos?
Me incorporé con cuidado y me levanté de la cama. La siesta me había sentado bien, pero el trabajo me aguardaba y, además, esperaba que llegara la inspiración.
Cuando salí del dormitorio, sonó mi móvil. Recordé que lo había dejado arriba, en el estudio, así que subí corriendo y contesté sin mirar la pantalla.
—Soy Hartmann —contestó mi jefe.
Me quedé paralizada. Hartmann. Alias Möwe.
Cambia de chip, me dije. Ahora no eres Annabel, la novia de Christian; eres Annabel Hansen, la publicista que necesita encargos para poder alimentar a su hija.
—Me alegro de que haya llamado, señor Hartmann —repuse, aunque, después de lo que me había contado Christian, no me alegraba en absoluto—. ¿Alguna novedad? ¿Ha recibido ya los folletos?
—¡Sí, y han quedado fantásticos! —contestó—. La verdad es que quería preguntarle si le apetecería venir a nuestra fiesta de verano. Asistirán algunas personalidades y, además, ya les he hablado hasta la saciedad a mis socios de lo buena publicista que es usted.
Me pregunté si también les habría contado que antes lo conocían por el alias de Möwe. Seguro que no. ¿Cómo reaccionarían si se enterasen?
—¿Oiga? —preguntó la voz de Hartmann, que me trajo de vuelta a la realidad.
—Sí, sigo aquí. Es que estaba sacando la agenda —mentí—. ¿Cuándo es la fiesta?
—El 25 de junio. Me alegraría mucho que pudiera venir.
Me sentía dividida. Por un lado, en esa fiesta tal vez conseguiría nuevos encargos. Las fiestas de verano eran estupendas para establecer contactos profesionales; pero, por otro, no me apetecía nada relacionarme con Hartmann más allá de los límites del trabajo.
—Lo anoto y miraré si puedo encontrar una canguro para Leonie —dije, lo primero que se me ocurrió.
—Ah, por supuesto. ¿Quiere que investigue por usted?
Antes preferiría que me arrancaran un brazo, fue lo que me vino a la cabeza, pero respondí con amabilidad:
—Muchas gracias, pero no será necesario. Ya tengo a alguien en mente, ahora solo falta ver si la persona en cuestión estará libre esa tarde.
—En caso de que no, hágamelo saber. ¡Seguro que encontramos sustituto!
—Sí, sin duda. ¿Cuándo necesita que le confirme mi asistencia?
—Me encantaría tener su confirmación hoy mismo, pero entiendo que quiera esperar a haberlo organizado todo. Digamos que dentro de una semana.
—Perfecto.
Iba a despedirme ya de él, pero sentí que Hartmann tenía algo más que decirme.
—Ah, sí, antes de que se me olvide. He oído que ha comprado usted un viejo barco del puerto, ¿no es así?
Sus palabras fueron como una jarra de agua helada. ¿Cómo se había enterado? ¿Aún conservaba en el puerto algún amigo de aquella época? ¿Es que no podía acostumbrarse a dejar de espiar? Aunque sentí crecer una oleada de ira, me obligué a permanecer serena.
—Sí, así es.
—Estoy impaciente por ver qué hace con él. Tal vez se nos ofrezcan posibilidades de colaboración.
Oh, eso sí que me apetecía muchísimo, porque ¿no debería decirle entonces que mi barco había transportado hasta Occidente a personas que huían de ese sistema para el que él había trabajado? ¿El sistema que había arrancado a mi madre de mi lado?
Estuve a punto de estallar y soltarle todo eso, pero recordé a tiempo, por suerte, la promesa que le había hecho a Christian.
—Ya veremos lo que se puede hacer. Oiga, ahora tengo un compromiso que atender, le llamaré la semana que viene, ¿de acuerdo?
—Sí, hágalo. Y ya me explicará todo sobre ese barco.
Después de colgar, me pregunté si no debería hacerlo de verdad. Sin duda sería interesante ver qué cara ponía. Pero no, no quería permitirle que se nos acercara ni a mí ni al Rosa del Viento de ninguna manera.
Cuando mi enfado con Hartmann se esfumó, regresaron los pensamientos acerca de mi madre. Me senté delante del ordenador y busqué información sobre la prisión de Bautzen. Para mí no era más que un concepto vago, algo sobre lo que la gente susurraba en mi infancia, pero de lo que nunca se hablaba abiertamente.
Las fotografías que encontré eran terroríficas, igual que los relatos de las personas que habían estado allí recluidas. Me imprimí un par de artículos y los leí a conciencia.
Al caer la noche, todavía no había conseguido decidirme a llamar a mis padres, aunque cada vez se me acumulaban más preguntas.
¿Conocieron ellos el destino de mi madre? ¿Supieron que la habían obligado a darme en adopción? ¿Me acogieron para hacer de mí una buena ciudadana de la RDA?
Mis ideas empezaron a tomar una dirección que yo no había querido seguir.
Me esforcé en recordar cómo eran los Hansen en aquella época y cómo eran hoy. Jamás habían intentado imponerme ninguna ideología. A mi padre nunca le habían gustado los fugitivos de la República y había sido miembro del Partido, pero nunca hablábamos de política. Nadie tuvo nada en contra de que yo escuchara música occidental. Nadie me obligó a ver los horribles desfiles militares del 1 de mayo ni de la fiesta nacional, el 7 de octubre. Lo único que hacían mis padres era izar la bandera del edificio en las ocasiones correspondientes.
El hecho de que justo después de la reunificación se marcharan a vivir a Hamburgo tampoco parecía indicar que fuesen demasiado leales a la línea del Partido.
De pronto mis dudas crecieron tanto que empecé a encontrarme mal. Nada más dejar a Leonie en la cama me desbordaron las lágrimas.
¿Y si mis padres lo habían sabido todo? ¿Y si con una sola frase suya, yo hubiese podido disipar toda la ira contra mi madre? ¿La había acompañado yo en esa huida aunque no lo recordara? Tal vez estaba profundamente dormida.
Aunque… ¿de veras había sucedido eso? ¿Y si la habían atrapado mientras intentaba huir? ¿Y si de verdad tenía pensado dejarme abandonada?
Me vi tan zarandeada hacia uno y otro lado que al final no supe qué hacer, así que busqué el móvil y marqué el número de Christian. Tal vez tenía mala suerte y estaba en una cena de negocios, pero valía la pena intentarlo.
Después de dos tonos, contestó.
—Hola, preciosa, ¿ya me echas de menos?
Esas palabras casi me hicieron sonreír, pero sentía un dolor inmenso en mi interior y lo único que deseaba era que estuviera conmigo para poder mirarlo a los ojos y apoyarme en él mientras se lo contaba todo.
—¿Christian? —pregunté, y me sequé una lágrima del ojo.
—Sí, estoy aquí, ¿qué pasa? ¿Estás llorando? ¿Qué ha ocurrido?
—Sí, bueno, no, en realidad no es nada malo. Leonie y yo estamos bien, y los demás también, pero… —Respiré hondo—. Hoy he recibido una carta.
—¿Malas noticias? —Christian parecía desconcertado. No era de extrañar, si su novia lo llamaba y se echaba a llorar.
—Me ha escrito mi madre.
—¿Tu madre? ¿Cómo es que no te ha llamado? —preguntó, extrañado. ¿Cómo iba a saber que no me refería a mi madre adoptiva?
—No, mi madre biológica, Silvia Thalheim. —El sonido de ese nombre me resultaba extraño.
—Pero… ¿Cómo…? ¿De dónde ha sacado tu dirección? —Por la voz de Christian, me di cuenta de que primero tenía que asimilarlo.
—Por lo visto, pensó en hacer lo mismo que yo, solo que hace siete años ya. ¡Siete años! ¿Te lo imaginas? Tardaron seis años en autorizarle el acceso a su expediente de la Stasi. Me temo que conmigo también tardarán todo ese tiempo…
—Eso no lo sabes.
—No tengo ni idea de cómo ha conseguido mi dirección. De todas formas, era la dirección de Bremen, porque la carta ha llegado remitida desde allí gracias a mi solicitud de reexpedición. Solo pensar que quizá estuvo en Bremen, y que pude pasar por su lado sin reconocerla…
Mis pensamientos iban de un lado a otro sin orden ni concierto. Christian me escuchó con paciencia.
—¿Y qué te dice en la carta? —preguntó después.
—Se disculpa por haber tenido que abandonarme y también me cuenta algunas cosas más. Que estuvo presa en Bautzen, por ejemplo.
—Pero… yo creía que había huido.
—Eso creía yo también, pero es posible que la detuvieran en el intento. Tal vez yo misma la acompañaba en la fuga y no lo sé. —Di un golpe con la palma de la mano en la carta, que había dejado encima de la cama, delante de mí—. Escribe algo sobre que la forzaron a firmar los papeles de la adopción.
Sollocé.
Christian guardó silencio y esperó.
—Ya no sé qué es lo que debo creer. Estos últimos días estaba tan decidida a descubrir lo que ocurrió entonces que me habría gustado ver esos expedientes ya mismo, y de pronto llega esta carta. Cuesta creerlo.
—Mmm… A veces me parece que nuestros deseos están en marcha antes aún de que nosotros los pensemos y los expresemos en voz alta. Que tú ya deseabas descubrir la verdad acerca de tu madre, seguramente desde hace mucho más que estas últimas semanas.
—Sí, aunque siempre lo había reprimido.
—Pero muy en el fondo querías encontrarla, sin duda desde hace mucho tiempo. Solo te faltaba un empujón, y el Rosa del Viento te lo ha dado, pero de todas maneras el destino te llevaba ya mucha ventaja. Esas cosas pasan a veces. Si no lo he entendido mal, habrías recibido esa carta aunque no te hubieras marchado de Bremen. Sin embargo, es probable que tu postura ante ella hubiese sido diferente a la de ahora, que sabes algo más acerca de lo que era huir de la RDA.
En eso llevaba razón. Era probable que ni siquiera hubiese abierto la carta; en cambio, había llegado justamente ahora que todo había cambiado.
—Yo… no sé qué tengo que hacer con todo esto. ¿Debo contárselo a mis padres? Al fin y al cabo, están involucrados en el asunto. Siempre di por hecho que lo que me contaban era la verdad, confiaba en ellos. Pero ¿y si sabían lo que había ocurrido en realidad? ¿Y si también ellos siguieron ocultándome la verdad cuando el sistema ya no existía y yo ya era lo bastante adulta para comprenderlo? —Me quedé mirando fijamente la carta mientras sentía los latidos nerviosos de mi corazón, y luego añadí—: ¿Y si esto hace tambalearse todo lo que conocía hasta ahora?
Christian guardó silencio unos instantes.
—Ya sé que la decisión es solo tuya, pero tal vez deberías preguntarles a tus padres por los acontecimientos de entonces. —Hizo una breve pausa y preguntó—: ¿Te apetece hacerlo? ¿Hablar con ellos?
—Creo que sí —contesté, y levanté la barbilla. La voz de Christian hizo amainar un poco la marejada que arreciaba en mi interior, aunque sin duda la tormenta no pasaría hasta que todo estuviera aclarado—. Todavía quiero saber qué sucedió en realidad. En mi cabeza me he imaginado tantas posibilidades… No quiero esperar más. Y, de todas formas, los expedientes de Protección a la Infancia siempre puedo verlos más adelante. Además, mi madre me ha escrito que no le queda mucho tiempo. Debe de estar enferma. O solo intenta llamar mi atención.
—No creo que nadie desee engañar sobre algo así. No voy a pedirte que me leas la carta, pero tal vez mañana podrías enseñármela.
—Pero mañana…
—… es viernes —terminó él la frase por mí—. Aquí he acabado antes de lo previsto y, si quieres y no tienes ningún otro compromiso, me gustaría mucho que mañana os vinierais a mi casa y os quedarais a pasar el fin de semana. ¿Qué me dices?
Al principio no dije nada, solo me soné la nariz, porque casi me asfixiaba de tantas lágrimas y mocos.
—Te digo que eres maravilloso y ya está.
—Espera a que hayas visto mi apartamento… —bromeó, pero enseguida se puso serio de nuevo—. Encontraremos una solución para todo esto.
—Ya lo sé. Gracias.
Me enjugué los ojos. Seguía sintiendo un peso en el corazón y estaba desconcertada, pero sabía que Christian pronto estaría a mi lado. Solo tenía que aguantar una noche más.
—¿Annabel?
—¿Sí? —pregunté.
—Te quiero. Y estoy a tu lado.
—Yo también te quiero —dije antes de colgar.