16

Mientras pasaban los días hasta el sábado, fui avanzando poco a poco con el trabajo. Le envié a Hartmann el primer borrador del folleto y esperé sus comentarios. Según me informó la respuesta automática de su dirección de correo electrónico, hasta la semana siguiente estaría fuera por viaje de negocios.

Eso me dejaba tiempo de sobra para pensar en la fabulosa Lea y en su surfista americano. La mayor parte de mis elucubraciones entraban en la categoría de culebrón, pero todo el mundo sabía que esas series de televisión se limitaban a reproducir la vida misma, solo que de una forma algo exagerada, por lo que no les faltaba realismo, de hecho. Sin embargo, a mí lo que me faltaba eran datos.

—Leonie, ¿has recogido ya tu habitación? —pregunté mientras plegaba las últimas cajas vacías de la mudanza.

Ya había conseguido guardarlo todo en los armarios, y me asombraba lo bonito que había quedado el salón.

—¡Enseguida voy! —exclamó mi hija desde su cuarto.

El día anterior, Leonie había estado muy revolucionada a causa de la visita de sus abuelos. Hacía varios meses que no veía a mis padres y los añoraba tanto como a Jan. Solo que sus abuelos no la decepcionarían. Habíamos preparado comida y un postre, aunque nos sobraría de todo. Yo conocía bien a mi madre y sabía que se presentaría con la mayor ensalada de patata y arenque del país y, además, traería una tarta con la que podríamos alimentar a la mitad de Binz. Esperé con sinceridad que Merten no se espantara al verla.

Después de revisar de un vistazo el cuarto de Leonie, donde, en efecto, todo parecía mucho más ordenado, saqué el correo del buzón. La empresa de muebles a la que había encargado el escritorio y las estanterías para mi despacho me comunicaba que me los entregarían a lo largo de la semana siguiente. Apreté la tarjeta contra mi pecho. Estaba muy contenta de tener ya los muebles nuevos y de que mi despacho fuese a convertirse al fin en mi lugar de trabajo.

Estaba a punto de entrar otra vez en casa cuando oí un rumor tras de mí. Me volví y enseguida reconocí el coche.

—¡Leonie! ¡Ya han llegado los abuelos! —exclamé por la ventana de la habitación de mi hija.

—¡Bieeen! —se oyó desde el interior, y poco después la niña salió corriendo por la puerta.

Mi padre maniobró con habilidad para entrar con su Golf por la verja y luego apagó el motor. Leonie corrió hacia el coche antes de que se abriera ninguna de las puertas. Yo la seguí, sonriendo. Me alegraba mucho volver a ver a mis padres.

—¡Vaya con el tráfico! —protestó mi padre mientras abría su puerta y se apeaba.

Leonie enseguida se plantó a su lado, y a él no le quedó más remedio que levantar en brazos al pequeño torbellino y dejarse besar.

—Hola, mamá —le dije yo a mi madre mientras le daba un abrazo.

Tenía muy buen aspecto, llevaba el pelo entrecano recogido en un moño y se había puesto un vestido suelto, azul con florecitas blancas. Olía a galletas de vainilla, por un lado porque seguramente se había levantado temprano para prepararlas, y por otro porque le encantaban los perfumes con un toque avainillado. En la época de la RDA era difícil encontrar uno que le gustara, y ahora era complicado dar con el que le parecía mejor de entre la extensa gama que había para elegir.

—Hola, cielo —contestó ella, y me plantó un beso en la mejilla. Después me toqueteó las costillas, o, mejor dicho, me hizo cosquillas. Me aparté riendo—. Has adelgazado —dijo con reproche—. ¿No te estarás olvidando de comer otra vez?

—No te preocupes, que como. Las dos comemos. —Señalé a mi hija, que no quería soltar a su abuelo—. Leonie te lo puede confirmar. De vez en cuando, hasta hacemos un bizcocho.

Mi madre no parecía muy convencida. ¿Por qué creían todos los padres que sus hijos se quedarían en los huesos si les faltaba su buena comida casera?

—Ya sé yo cómo es eso de estar sola. Piensas que no merece la pena comer, pero es un error.

—Lo sé —le aseguré, obediente—, y tampoco es que esté anoréxica.

Solo era que a veces, cuando me metía hasta el fondo en un trabajo, perdía la noción del tiempo, y también el apetito. Y cuando aún estaba en pleno proceso de divorcio, hubo ocasiones en que perdí el hambre porque tenía la sensación de estar llena de piedras.

—Te prometo que hoy me comeré todo lo que me pongas delante. En vuestro coche huele de maravilla.

En el asiento trasero vi varias fiambreras y algo misterioso que estaba envuelto en un gran paño de cocina. Seguramente una bandeja de horno.

—Pues mejor vamos a buscarte un digestivo, porque tu madre ha vuelto a cocinar como si viniera a dar de comer a un regimiento —añadió mi padre, que le pasó a Leonie a su abuela y me dio un beso en la mejilla.

—Bueno, no querrás dejarla en mal lugar delante del copropietario del barco, ¿verdad?

—El señor Merten es un solo hombre, ¡no diez! —objetó mi padre, que sabía que un hombre no solía pensar mal de nadie porque hubiese preparado poca comida—. Pero, antes de que nos peleemos por el apetito de nuestro invitado, enséñanos de una vez tu casa y el jardín. El viaje hasta aquí ya ha sido toda una aventura.

—Muy bien, primero lo colocaremos todo y luego os haré la gran visita guiada.

—Qué bonito es esto —comentó mi padre mientras se sentaba en el banco de la cocina.

En la última media hora lo habían visto todo: las habitaciones, la casa por fuera, el jardín y la peligrosa escalera. Leonie enseguida les había informado de que tuvieran mucho cuidado para no caerse. Me sentí muy orgullosa de mi pequeña.

—Qué lástima que no puedas comprar esta casa. Sería algo para toda la vida.

—Quién sabe adónde la llevará la vida aún —intervino mi madre—. En algún momento, seguro que se casa otra vez, y puede que ese hombre ya tenga una bonita casa.

—Mamá —protesté yo débilmente—. No habría podido comprar una casa. Medio barco sí, pero no una casa entera. Los precios de la costa son comparables a los de Hamburgo, y todas las gangas tienen alguna pega.

—Por como hablas, parece que hayas descartado volver a conocer a un hombre.

—No descarto nada —repliqué—, pero primero tenemos que amoldarnos a vivir aquí las dos, Leonie y yo. Todo lo demás llegará cuando tenga que llegar.

Me salvó el rugido de la Indian, que entró en el jardín.

—¿Ese es él? —preguntó mi madre, que se apresuró a la ventana de la cocina y alargó mucho el cuello.

—Me parece que sí —respondí, y sentí que se me aceleraba el pulso.

Mi madre lo vería enseguida. Y él nos vería a nosotros, a mi familia y a mí. ¿Qué diría de la tarta? ¿Y de todas esas fiambreras? ¿Era un tipo al que le iban esas cosas?

Pero ¿por qué me estaba preocupando por eso? Merten aparcó su Indian junto al coche de mi padre y, después de colgar el casco en el manillar, se acercó a la puerta.

Mi madre estaba tan emocionada que casi creí que saldría corriendo a abrirle, pero la mirada de mi padre, acompañada por una leve negación con la cabeza, le impidió hacerlo.

Cuando sonó el timbre, fui yo a abrir.

—Debo advertirle de algo —dije al verlo—. Mi madre piensa que es usted un nuevo marido en potencia para mí y, por consiguiente, está a punto de ser interrogado y cebado.

—¿Qué? —Primero Merten se puso pálido, después rojo.

—No se preocupe —añadí—, solo era una broma. Aunque lo de interrogarlo y cebarlo sí iba en serio.

—Bueno, entonces me tranquiliza.

Lo acompañé al salón e hice las presentaciones. Nada más verlo, a mi madre se le iluminó la mirada. Sin duda, se estaba imaginando ya cómo serían nuestros hijos.

—¡Tío Christian! —exclamó Leonie, y corrió hacia él casi con el mismo entusiasmo que al ver a su abuelo.

Vi que mi madre enarcaba las cejas y se dejaba llevar por una sonrisa al comprobar que Merten le acariciaba los rizos a la niña y luego le prometía contarle una nueva historia de sirenas.

—Estos son mis padres —dije, presentándolos—. Elfie y Martin Hansen. Y este es Christian Merten, el otro propietario del Rosa del Viento.

—Me alegro de conocerlos —dijo Merten, y les tendió una mano—. He oído hablar mucho de ustedes.

Eso era un tanto exagerado, pero mis padres se sintieron halagados.

—La alegría es toda nuestra —le aseguró mi madre.

A lo que mi padre añadió:

—Es bonito tener ocasión de conocer a alguien que comparte nuestra pasión por los barcos. Hoy en día ya no quedamos muchos.

También eso era una exageración, pero halagó por su parte a Christian. Enseguida noté que mi padre y él se caerían bien.

—Espero que tenga usted hambre —dijo mi madre, acaparando otra vez a nuestro invitado—. He traído un par de cosas. ¿Le gusta la ensalada de patata?

Merten sonrió.

—Lo que más.

Mientras dábamos buena cuenta de la ensalada de patata de mi madre, ella intentó sonsacarle a Merten todo lo posible, pero él fue muy hábil escabulléndose de sus preguntas sin resultar ni una pizca antipático. Mi padre, por el contrario, prácticamente lo avasalló con datos sobre su vida y su trabajo. Y con elogios hacia su moto. Entonces comprendí de quién había heredado yo mi buena disposición a revelar cosas sobre mí.

Algo más tarde, cuando terminamos de comer, Leonie nos enseñó su último dibujo y cosechó las alabanzas de todos antes de desaparecer con mis padres en su cuarto para enseñarles sus pósteres.

Aunque era cierto que había cumplido como un campeón, en ese momento me pareció ver a Merten algo aliviado.

—Agotador, ¿verdad? —pregunté mientras empezaba a recoger los platos—. Discúlpelos, por favor, mis padres siempre se portan así cuando conocen a alguien nuevo.

—Sus padres son unas personas muy simpáticas. Ha heredado usted mucho de ellos.

—Bueno, sí, más bien lo he aprendido —repuse, quizá con cierta imprudencia—. En realidad no son… —Mierda, me di cuenta de que ya había vuelto a hablar más de la cuenta—. Me adoptaron.

Las cejas de Merten se levantaron con sorpresa.

—¿La adoptaron? Pues yo habría jurado que es usted clavada a su padre.

Por lo visto también él se había fijado.

—Mucha gente lo dice, sí, y me alegra. —Habría podido contarle que jamás conocí a mi padre biológico y que apenas recordaba a mi madre, pero esta vez conseguí controlarme.

Nos quedamos un momento callados, y entonces una súbita corriente de aire levantó la tarjeta de la casa de muebles que yo había dejado en el alféizar después de enseñarle la casa a mis padres.

Antes de que pudiera reaccionar, Merten ya la había recogido y le había dado la vuelta.

—¿Ha encargado muebles? —preguntó.

Recuperé la tarjeta con cierto reparo.

—Sí, para el despacho, arriba.

—¿Necesita ayuda para montarlos?

Pensé en la última vez que había intentado montar yo sola un escritorio. El kit de montaje resultó una pesadilla, faltaban tornillos y los agujeros no estaban bien alineados.

Al final, conseguí convertir aquello en un mueble decente, aunque al acabar me sentí como si me hubiese pasado por encima una apisonadora. No me vendría mal un poco de ayuda, y entonces me imaginé lo contenta que se pondría mi madre cuando le explicara que Merten me había echado una mano.

—¿Me está ofreciendo ayuda? —pregunté, sorprendida.

—Bueno, si me lo permite…

—Se lo permito —respondí, y de nuevo sentí esa calidez que ya me había invadido la primera vez que vino a visitarnos—. Pero no tiene por qué hacerlo.

—Descuide, en realidad me gusta mucho trabajar con las manos. La verdad es que lo llevo en la sangre, porque mi padre trabajaba en la construcción.

Ese comentario me dejó de piedra. De nuevo vi ante mí al hombre de la fotografía que tanto se parecía a Merten. Quizá no fuese más que casualidad, pero era posible que… Si Merten era de la zona, ¿por qué no podía haber participado su padre en la construcción o la remodelación de edificios de por allí?

Me mordí el labio y de pronto se me ocurrió una idea.

—Espere aquí un momento —le pedí.

—¿Y eso? ¿Es que va a sacar ya la caja de herramientas?

—No, es otra cosa.

Fui al salón. Mis padres todavía estaban entretenidos con Leonie, así que teníamos un rato para nosotros. Saqué el sobre con las fotografías de entre el material para el Hotel Meerblick y se lo llevé.

—Tenga, eche un vistazo. —Merten me miraba extrañado—. Si su padre trabajaba en la construcción, tiene que ver esto.

Saqué la foto de entre las demás imágenes del hotel y de personal, y justo entonces caí en la cuenta de que no encajaba con las otras. Hartmann debía de preguntarse qué pretendía hacer con ella.

—Mire, la encontré repasando fotografías del hotel para el que estoy preparando una campaña publicitaria. Entre las fotos había una en la que me llamó la atención un hombre que se parecía muchísimo a usted. —Le enseñé mi hallazgo con alegría—. ¿Puede ser que conozca a este hombre?

Merten contempló la fotografía y se quedó helado. No fui capaz de interpretar la expresión de su rostro. ¿Era su padre o no?

—Ese, ese es mi padre. —Las palabras salieron de sus labios con una lentitud infinita. Después se volvió, aunque no lo bastante deprisa; vi claramente cómo le caían unas lágrimas.

—Discúlpeme, por favor, yo… —Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta.

Por lo visto, había hecho lo que no debía. ¿Qué sabía yo de Merten?

Levantó la barbilla y recobró la compostura.

—Usted no tiene la culpa —dijo con la voz embargada por la emoción—. Es solo que hacía mucho que no veía una fotografía suya. Hace tiempo que murió. La vida…, la vida acabó con él.

Turbada, volví a guardar la foto en el sobre. No debería habérsela enseñado, pero ¿cómo iba a saber yo que le afectaría tanto?

—Lo siento muchísimo.

Me asaltaron un montón de preguntas, pero no se las hice. Cuando Merten quisiera explicarme algo, lo haría.

—¡Ah, aquí estáis! —exclamó mi madre. Se nos quedó mirando como si nos hubiera pillado besuqueándonos, pero entonces se dio cuenta de que ninguno de los dos estaba especialmente alegre.

—Yo… acabo de enseñarle al señor Merten una cosa —me sentí obligada a explicar, luego levanté el sobre en alto y esquivé a mis padres para volver al salón.

Con el corazón palpitante y bastante afectada, guardé el sobre debajo de los demás documentos y me concedí un momento antes de regresar a la cocina.

Era ya la segunda reacción extraña de Merten. Primero con la carta, cosa que yo no había entendido, y ahora con la fotografía, cosa que entendía perfectamente, porque nada era peor que perder a un ser querido. El tiempo mitigaba el dolor, pero no podía hacerlo desaparecer por completo. Recordé que Merten me contó que había perdido a su madre muy pronto, y que luego su padre había fallecido también, cuando él apenas había alcanzado la edad adulta.

Cuando uno era joven, creía que no necesitaba consejos. Pero sí se necesitaban, y con frecuencia. Cada poco te encontrabas con una situación en la que la ayuda y la experiencia de un mayor podría venirte muy bien. Si ya no tenías padres, no podías consultarle a nadie.

Recordé la sensación de desamparo que sentí en el momento en que constaté que mi madre ya no estaba. Sin embargo, por suerte unas personas dignas de confianza aparecieron para ocupar su lugar en mi vida. Unas personas con las que seguía contando y que, en esos momentos, entablaban con mi invitado una conversación que tal vez lograra que olvidase por un instante lo que acababa de ocurrir.

—Mamá, ¿dónde te has metido? —llegó la voz de Leonie por los pasillos de mi pensamiento.

Fue entonces cuando me di cuenta de que había estado todo ese rato mirando por la ventana, al jardín, a los altos árboles que rodeaban nuestra casa como si fuesen vigías.

—¡El abuelo quiere ver el barco! —añadió.

—¡Enseguida voy! —contesté, y me aparté de la ventana.

El puerto estaba muy concurrido esa tarde. Casi no había forma de aparcar en el recinto, no pudimos dejar el Volvo y la Indian hasta llegar al final del todo.

Merten había querido ir en su moto, lo cual era muy comprensible. Después del inesperado reencuentro con su padre, debía de querer reflexionar. Y para eso no había nada mejor que conducir a solas por la carretera; yo lo sabía bien.

En Sassnitz ya parecía ser otra vez el de siempre. Sabía ocultar tan bien sus sentimientos que no encontré en su rostro ni asomo de ira o de dolor.

—¡Venga, vamos! —Leonie me tiró de la manga con impaciencia.

Los demás se habían adelantado un poco. Al parecer, mis padres ya le habían tomado cariño a Merten. En todo caso, lo mimaban como a un hijo pródigo.

Nos abrimos paso por entre los pequeños grupos de turistas que se dirigían a los barcos de recreo y volvimos a ganarnos miraditas de los allí presentes cuando pusimos la pasarela y subimos como si nada a bordo del pesquero. En ese instante me acordé del preocupado marinero del Nansen y sonreí.

—Pues ¡es un barco bonito el que tenéis! —comentó mi padre con ojos brillantes. Era como si no viese las manchas de óxido, la pintura desconchada, los moluscos del casco ni los daños en las estructuras—. Cuesta creer que se conserve tan bien después de tanto tiempo. En los astilleros he visto pesqueros más nuevos que me han hecho pensar: ¡qué calamidad! Pero este durará otros cien años sin problema, con un buen mantenimiento.

Intenté imaginarme cómo serían las cosas al cabo de cien años. ¿Navegarían aún los nietos de Leonie en el barco? ¿O lo habrían vendido sus hijos después de que yo muriera y ella no pudiera conservarlo?

No encontré ninguna respuesta y, además, sabía que no podía esperar de mis nietos, si es que llegaba a tenerlos, que compartieran mi mismo sueño. Aunque deseé que lo hicieran.

—Espera primero a verlo por dentro. Sobre todo el motor —repuse yo, porque sabía que mi padre era especialmente crítico con los motores de los barcos.

Los dos hombres desaparecieron en la sala de máquinas. Por si acaso, yo había dejado preparados un par de trapos, porque estaba convencida de que mi padre saldría de allí embadurnado de aceite.

Mi madre y yo, entretanto, fuimos con Leonie a la cabina de pasajeros.

Me sentía un poco insegura. Desde su extraña reacción con la carta, no había vuelto a hablar con ella del tema. Sin embargo, mi mirada se fue directa a la tabla de revestimiento que ya no había podido volver a colocar en su sitio.

La carta la había guardado en una funda transparente y había hecho una fotocopia para Merten. En realidad, debería habérsela dado esa misma mañana, pero algo me lo impidió, y después cometí el error de enseñarle aquella fotografía. En lugar de eso, más me habría valido mostrarle el valioso documento histórico.

—Este barco me recuerda un poco a los años sesenta —comentó mi madre, que se había sentado, intrépida ella, en uno de los bancos cochambrosos. Ningún producto del mundo conseguiría limpiar esas manchas. ¡Tendríamos que cambiar la tapicería! Otra partida de la que también habría que encargarse—. Qué raro me resulta que algunas cosas ya no sean tan diferentes.

—¿Entre el Este y el Oeste, quieres decir?

Mi madre asintió con la cabeza.

—Todo se hace viejo en algún momento y ya no parece ni un ápice mejor que aquello con lo que tuvimos que conformarnos durante tantos años.

Era cierto. Llegaba un momento en que todo se desgastaba; el problema con la RDA solo era que las cosas desgastadas ya no se sustituían nunca más.

—¿O sea que aquí es donde encontraste esa carta? —preguntó mi madre sin rodeos mientras le pasaba el brazo por los hombros a Leonie, que se acurrucó cansada a su lado. Era su hora de dormir la siesta.

Esa pregunta me sorprendió. No había esperado que volviera a hablarme de ello.

Señalé hacia la tabla que faltaba.

—Ahí. Estaba ahí detrás.

—¿Y qué decía?

—Que había cambiado de opinión en cuanto a huir. No conozco sus circunstancias, claro está, pero se disculpa con un hombre por no poder seguir adelante con ello.

Mi madre miró por la ventana, hacia los barcos vecinos.

—Sin embargo, al final debió de hacerlo, si dejó la carta aquí.

—¿Tú crees? —Ahora me dio un poco de pena no haberla traído. Mi madre tenía cierto talento para leer entre líneas—. También podría ser que se la diera al capitán. Solo que él, para no decepcionar al destinatario, no llegara a entregársela. O quizá ese hombre no la recogió.

—Pero, entonces, ¿por qué acabó tan bien escondida?

—Tal vez la tabla se movía y el capitán usó la carta para sujetarla mejor.

Mi madre me observó un momento sin decir nada. De repente me vino una idea a la cabeza.

—Oye, mamá, ¿tú te habrías marchado? Si el Muro no hubiera caído y la situación hubiera empeorado. Si ya no hubieses podido aguantar más.

Mi madre negó con la cabeza.

—No, creo que no. Hay que tener mucho valor para dejar atrás todo lo que uno ama. O mucha indiferencia.

Tardé un momento en comprender lo que quería decirme con eso.

De repente se me secó la boca. Mi madre biológica me había dejado atrás a mí. Y, en su caso, estaba convencida de que yo le había sido indiferente. Elfie Hansen probablemente nunca habría hecho algo así.

Antes de que ninguna de las dos pudiese decir nada más, llegaron los hombres.

—¿Y bien? —pregunté, y no me olí nada bueno al ver sus caras de preocupación.

—El motor está gripado. He intentado ponerlo en marcha, pero no ha servido de nada. Tendremos que remolcar el barco hasta Hamburgo.

Miré a Merten. Su rostro sombrío confirmaba mi mal presentimiento.

—Bueno, ¿podremos hacerlo? —pregunté, y muy en el fondo empecé ya a sumar las cantidades de dinero que se nos irían en eso.

—Claro —respondió mi padre después de cruzar una mirada de complicidad con él—. Le preguntaré a Uwe si puede remolcarlo él mismo. Su barco es bastante más grande que el Rosa del Viento.

Uwe Norden era pescador y tenía dos barcos enormes y un remolcador. Poco después de que nos fuéramos a vivir a Hamburgo, mi padre y él se hicieron amigos. Al principio habían andado siempre como el perro y el gato, porque los dos estaban llenos de prejuicios hacia lo que por entonces era el otro lado del Telón de Acero. Sin embargo, enseguida conectaron y ahora eran como hermanos.

De manera que el transporte no sería ningún problema, pero todavía nos quedaba otro mucho mayor.

—¿Y cuánto costaría un motor nuevo? —pregunté.

Mi padre se rascó la cabeza.

—Pues sí, esa es la cosa. Necesitamos uno que quepa en la sala de máquinas y, si te soy sincero, es bastante pequeña para un barco como este. Además, un motor nuevo costaría una barbaridad. Pero, con algo de suerte, podríamos conseguir uno de segunda mano.

—¿Y todo eso por el módico precio de…?

Vi que ellos ya habían hablado acerca de la cantidad, porque ambos parecían bastante afligidos.

—Entre veinte y cincuenta mil lo cubrirían todo. Tendríais que encontrar uno antiguo, si no queréis tener problemillas cada dos por tres.

—Eso, sumado a todos los demás costes… —murmuré, más para mí misma que para ellos—. ¿Y no se puede hacer nada con el motor actual?

Mi padre negó con la cabeza.

—Me temo que no. Tiene tantas partes estropeadas que la reparación os costaría el doble.

Respiré hondo. Eso sonaba todo lo contrario a estupendo. Y, por la cara que ponía Christian, superaba incluso sus posibilidades económicas.

—¿Y de dónde vamos a sacar un motor como ese? ¿De internet? ¿De los anuncios de segunda mano?

Para algo estaban esas tiendas online donde se encontraba de todo. Pero ¿también motores de barco?

—Tendréis que probar en todas partes. Yo también haré correr la voz por ahí. Quizá a algún chatarrero le entre algo en los próximos meses. Si damos con un buen motor que encaje, lo instalaremos.

¿Y si no? No hice la pregunta en voz alta porque no quería desanimarme antes de haberlo intentado siquiera.

—No te vengas abajo, que lo conseguiremos, ¿verdad? —Mi padre miró a Merten, que ocultó su preocupación tras una sonrisa.

—Claro que sí. No nos vamos a rendir.

—No, de ninguna manera —añadí yo, batalladora, y esperé que nadie percibiera mi inquietud en la cara.

Nos dispusimos a volver a casa, pero mi socio se despidió ya de nosotros e incluso rechazó el ofrecimiento de cenar todos juntos.

Mi madre estaba triste y yo, si era sincera, también, porque temía que su pronta partida tuviera algo que ver con la fotografía de su padre. Así que regresé a casa con mis padres y con Leonie, y estuvimos un buen rato más charlando en la cocina. Fue una tarde agradable que me recordó a tiempos pasados.

En realidad tenía pensado enseñarles la carta, pero, como sabía que tampoco a mi padre le habían hecho mucha gracia los fugitivos de la República, lo dejé correr. Por lo menos le había dado una fotocopia a Merten para que pudiera echarle un vistazo.

Cuando mis padres se retiraron al salón, cuyo sofá se transformaba en una cama doble, yo me senté delante de la ventana de mi dormitorio a contemplar la noche.

Ya había contado con que aparecerían gastos, gastos importantes, pero comprar un motor era algo enorme. Y la expresión del rostro de Merten al conocer la noticia me hizo sentir insegura. Tal vez él no podía correr con todos los gastos, y yo… Yo no tenía bastante dinero.

De repente sonó el móvil a mi lado. Solo podía ser una persona, porque todas las demás posibilidades dormían plácidamente en la habitación de al lado.

Por favor, disculpe que haya reaccionado de una forma tan extraña. En algún momento se lo contaré todo. Por ahora, lo único que cuenta es el Rosa del Viento, ¿de acuerdo? Muchas gracias por la carta, es espectacular.

Estuve un rato mirando su mensaje de texto, luego asentí con la cabeza y tecleé con dedos temblorosos:

De acuerdo.

Poco después, Merten volvió a escribir:

Y mi ofrecimiento para montar los muebles sigue en pie. Avíseme si quiere. ¡Buenas noches!