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La casa me cautivó ya en la primera visita, solo con verla por fuera. Los arbustos de saúco y las matas de zarzamoras bordeaban todo el jardín delantero, unos rosales trepadores se encaramaban por la barandilla del porche y llegaban hasta lo alto del frontón de madera, que estaba decorado con tallas artísticas.
Llevaba unos tres meses imaginando cómo sería trasladarme a vivir allí y pasear con mi hija por la playa buscando pechinas, liberada de la carga de esos últimos años catastróficos y de un pasado cuyo recuerdo había reprimido a causa del miedo.
Por fin había llegado el momento. El contrato de alquiler estaba firmado, los propietarios me esperaban, y yo me sentía tan emocionada como antes de una primera cita.
—Mamá, ¿hemos llegado ya? —me preguntó mi hija desde el asiento de atrás.
Leonie, mi angelito, se había pasado la mayor parte del viaje durmiendo, cosa que no era de extrañar, porque nos habíamos puesto en marcha muy de madrugada. En ese momento bostezó y se estiró.
—Sí, cielo, ya hemos llegado —respondí, y saqué la llave del contacto.
Debajo del capó del Volvo se oía un leve tictac. Aunque el coche tenía más de quince años, había realizado sin ningún contratiempo el largo trayecto desde Bremen, en el noroeste del país, hasta Binz, en el nordeste.
Después de que mi matrimonio fracasara, lo compré sobre todo porque era un coche muy fiable y podía transportar mucha carga. Jan habría sacudido la cabeza en un gesto de censura, pero su opinión ya no era importante. Había intentado dejarla atrás, igual que también había dejado atrás, en Bremen, todas mis posesiones materiales.
Me apeé y desaté a Leonie de su asiento infantil.
—Mira, esa es nuestra nueva casa. ¿No te parece que tiene un jardín precioso y grande para jugar?
Mi hija abrió mucho los ojos, asombrada, y asintió con la cabeza.
El jardín trasero, que estaba separado del delantero por una valla de madera blanca, era un pequeño paraíso que habría despertado la envidia de cualquier revista de plantas y jardines. Había cenadores de diferentes maderas autóctonas y arriates en los que plantas y flores estaban dispuestas de una forma que parecía casual. Varios senderos se extendían junto a espesos rosales y se bifurcaban por delante de un pequeño huerto de plantas aromáticas.
Yo seguía sin comprender por qué el matrimonio Balder quería dejar esa casa para trasladarse al sur.
—¿Y papá vendrá a vernos aquí también?
La pregunta de Leonie me sacó con brusquedad de mis sueños ajardinados. Había cosas de las que era imposible escapar.
Mi hija echaba mucho de menos a su padre. Siempre esperaba que viniera de visita, y a mí siempre me dolía en el alma tener que mentirle cuando le prometía que lo haría. Pero ¿qué otra cosa iba a decirle? ¿Que su padre, aunque pagaba su manutención, en realidad no estaba interesado en hablar con ella ni en verla?
El dinero que entraba en mi cuenta corriente todos los meses era la única señal de vida que tenía de él desde que nos despedimos en los juzgados, y de eso hacía ya un año. Desde entonces, no había llamado para preguntar por Leonie. Ni siquiera en su cumpleaños. Jan había ordenado las transferencias automáticas de la pensión alimenticia y consideraba que con eso ya tenía el asunto resuelto.
—Tal vez venga, sí —respondí, conteniendo mis amargos sentimientos, y esperé que Leonie aceptara mi sonrisa.
Mi hija me abrazó y después bajó del coche de un salto.
Al darme la vuelta, vi que el dueño de la casa venía hacia nosotras.
August Balder, antiguo capitán de barco mercante que llevaba diez años jubilado. Con la camisa de cuadros que se había puesto y sus pantalones de pana, en lugar de un marino más bien parecía un jardinero.
Por suerte, tampoco la decoración del interior de la casa era demasiado marinera. Me había gustado su estilo sencillo, y por eso no me molestaba en absoluto que los propietarios quisieran dejar allí sus muebles. En Bremen, después de irme de la casa de Jan, también había vivido en un apartamento amueblado, así que para mí no era ningún problema. Las pocas cosas que había conservado cabían en unas cuantas cajas de cartón que ya había enviado unos días antes aprovechando la oferta de una compañía de transporte, y que los Balder habían sido tan amables de recoger por mí.
—¡Vaya, vaya, aquí tenemos por fin a las dos mozas! —exclamó el hombre mientras abría la verja del jardín.
—¡Buenos días, señor Balder! —contesté yo, y lo saludé con un gesto.
Le di la mano a Leonie y las dos nos acercamos a él.
—¿Han tenido buen viaje? —El señor Balder me ofreció un apretón de manos.
—¡Sí, mejor de lo esperado! —repuse—. Incluso el dique de Rügen estaba bastante vacío de coches.
—Han llegado en buen momento. —Consultó su reloj de pulsera—. Hace ya unas dos horas que el tráfico de hora punta ha pasado. Deben de haber salido de casa en plena noche, ¿verdad?
—No del todo, pero sí que era bastante temprano.
Tenía que reconocer que aún me sentía un poco espesa, lo cual, después de casi seis horas de coche por culpa de un atasco en Hamburgo, tampoco era de extrañar. Pasaban ya de las once de la mañana y lo que más me habría gustado hacer era volver a echarme a dormir. El señor Balder pareció leerme el pensamiento.
—Bueno, pronto podrá echarse a descansar un poco. Mi mujer y yo saldremos ahora mismo hacia Hamburgo y, desde allí, ¡directos a Fuerteventura!
—¡Qué gozada! Pero ¿no echarán de menos su casa? —pregunté. Por mucho que me gustaran las vacaciones, no acababa de imaginar cómo sería vivir todo el año en las islas Canarias ni en ningún otro archipiélago tan meridional.
—Eso ya lo veremos. Por lo que respecta a mi reúma, seguro que no añora en absoluto el frío de aquí. No tenga usted ningún miedo, que no vendremos a echarla. Y, quién sabe, tal vez en algún momento termine por decidir que quiere comprar la propiedad.
—Tal vez —contesté, diplomática, porque, aunque el sitio era precioso, una propiedad siempre conllevaba responsabilidades, y por el momento mi vida era todavía un poco inestable. ¿Y si, al cabo de una temporada, comprobaba que no me sentía a gusto allí? Además, no tenía previsto meterme en un crédito tan grande.
—Bueno, bueno…, tómeselo con tiempo y calma, señora Hansen. Tampoco es que nosotros tengamos ganas de desprendernos de esto a toda prisa. Pero, si hubiese que venderlo, ¡sí que nos gustaría que lo comprara usted!
—Muchas gracias, sé lo mucho que significa eso.
Balder se inclinó hacia Leonie.
—¿Y tú, señorita? Tú y yo no nos conocíamos aún.
Mi hija, que en esos momentos se había metido en la boca uno de sus rizos pelirrojos, se apretó contra mi pierna, pero le sostuvo la mirada con decisión. Una sonrisa reservada apareció entonces en el rostro de Balder. El viejo lobo de mar le había caído bien, por lo visto, aunque todavía no se atrevía a demostrárselo.
—¿Cómo te llamas? —siguió Balder.
—Leonie —contestó ella.
El hombre soltó una carcajada.
—¡Conque Leonie! ¿Sabías que tu nombre viene de «león»?
Mi hija puso unos ojos como platos y dijo que no con la cabeza. Hasta entonces nunca había preguntado por el significado de su nombre, porque había otras cosas que le parecían muchísimo más interesantes. Con eso de que supiera de dónde venía, el señor Balder se la había metido en el bolsillo.
—Yo podría contarte un par de cosas sobre leones —continuó—. Incluso estuve una vez en África, y allí vi algunos.
—August, ¿es que no vas a invitarlas a entrar? —llegó hasta nosotros, con tono de reproche, la voz de Lucia Balder.
La mujer esperaba en el umbral de la casa y todavía llevaba una pierna escayolada. Se había caído por la escalera de madera que bajaba desde la propiedad hasta la playa. No porque la madera estuviese podrida, sino porque había ido con poco cuidado.
Yo misma había visto esa escalera y me había dado la sensación de que era muy empinada. Ese era, quizá, el único fallo que tenía la casa. De alguna forma tendría que impedir que Leonie bajase sola por allí.
—¡Ahora vamos! —repuso el señor Balder, y se adelantó.
La casa nos recibió con aromas de café, panecillos y bizcocho casero. No había contado con eso; pensaba que se limitarían a hacerme entrega de la llave nada más.
—Buenos días, señora Balder —saludé a la que todavía era la señora de la casa, y le di la mano. Aunque estaba algo impedida, la mujer no había podido resistirse a prepararnos ella misma esas delicias en el horno, tal como deduje al notar el calor que salía de la cocina—. ¿Cómo se encuentra?
—Cada vez mejor —respondió, y se señaló la pierna—. De momento ya me han puesto una escayola especial para caminar, así que al menos puedo viajar. Eso es lo que pasa siempre con los planes, ¿verdad? Los prepara uno con todo cuidado y luego siempre hay algo que se tuerce.
En eso tenía razón, y lo que se torcía solía ser tan grave que el plan entero se iba al garete. Yo habría podido escribir un libro al respecto.
—Bueno, pero me tienes a mí —dijo August mientras servía el café—. Te habría bajado del avión en volandas si hubiese hecho falta.
—Aun así, prefiero valerme de las dos piernas. Por suerte, mi médico tiene un conocido en Fuerteventura que me atenderá hasta que pueda volver a caminar con normalidad. Y, por suerte también, el vuelo no es demasiado largo. Pero todavía no me ha presentado usted a esta joven damisela. Que es su hija, se sabe solo con mirarla.
De hecho, Leonie se parecía bastante a su padre, pero la gente, por lo general, solo veía sus ojos verdes y su melena pelirroja, y esas dos cosas las había heredado de mí. Con algo de buena fe también podía añadirse a esa lista la nariz, pero yo de eso no estaba tan segura.
—Esta es Leonie —dije para presentarla.
Leonie «Corazón de León», como la llamaba yo a veces, por una antigua serie infantil que había caído en el olvido hacía tiempo.
—Un nombre muy bonito —repuso la señora Balder mientras le tendía una mano a mi hija—, y una niña muy guapa. Cuando sea mayor, tendrá usted yernos para elegir.
—Eso prefiero dejárselo a ella, que será quien tenga que vivir con él. Lo único que le pediré yo es que la haga feliz.
Leonie arrimó la mejilla a mi mano igual que un gatito. Afortunadamente, aún no sabía que ese asunto de los yernos era cualquier cosa menos fácil. Jan les cayó bien a mis padres, y ¿de qué me había servido? Bueno, tampoco es que lo hubieran elegido ellos, pero a veces me preguntaba si no deberían haberse mostrado un poco más críticos con él, quizá.
—Entonces su yerno la querrá mucho por ello —terció el señor Balder—. Pero siéntense, por favor. Con lo temprano que han salido, seguro que agradecerán un pequeño tentempié.
Media hora después estábamos contentas y con el estómago lleno, y los Balder se preparaban para partir.
—Espero que no le moleste que hayamos dejado algunos de nuestros libros —dijo el señor Balder cuando me entregó la llave.
A esas alturas habíamos comentado ya lo más importante: me había explicado cómo funcionaba la calefacción y dónde estaban la llave de paso del agua y la caja de los fusibles.
—No, no me molesta en absoluto —repuse.
—Lo que no quiera conservar, puede regalarlo con absoluta tranquilidad —añadió la señora Balder—. Todo lo que necesitamos nosotros nos está esperando en la nueva casa. —Una sonrisa apareció en su rostro al decir esas palabras.
Yo comprendía perfectamente su alegría ante la nueva etapa que los aguardaba.
Nos dimos la mano. Había llegado el momento. De repente sentí el corazón en la garganta. La última vez que había experimentado ese nerviosismo positivo fue cuando los Balder me aceptaron como inquilina.
—Y recuerde una cosa: lo que se sueña la primera noche que se pasa en una casa nueva, se hace realidad —comentó la señora Balder medio en broma mientras alcanzaba las muletas.
—Pensaba que eso era solo para las camas nuevas —repliqué.
—No, también sirve para las casas —insistió la mujer guiñándome un ojo, y dejó que su marido le ayudara a subir al coche.
Desde la puerta de entrada, contemplé cómo el señor Balder cargaba entonces la última maleta en el coche y subía también. Puso el motor en marcha y, poco después, el Mercedes salió de la propiedad. A partir de ese momento, la plaza de aparcamiento cubierta sería solo para mi Volvo.
Después de que se marcharan los Balder, la casa quedó sumida en el silencio. El viento susurraba entre los árboles y unos gorriones daban saltitos en el jardín delantero, iluminado por el sol.
Leonie seguía muy concentrada hojeando el libro de leones que le había regalado el señor Balder. La miré con una sonrisa y después fui a pasearme por las cuatro habitaciones de la casa.
El dormitorio era desde donde se tenían mejores vistas del jardín. Un enorme rosal silvestre exhibía sus capullos, que estaban a punto de abrirse y no tardarían en inundarlo todo con su aroma. Algo más al fondo crecía un seto de rosa espinosa blanca junto a un estrecho sendero que conducía a un laberinto verde en cuyo centro había unos bonitos muebles de jardín blancos sobre una pequeña y linda terraza.
Comprobé que tanto los colchones como las sábanas estaban por estrenar. Una cama doble, demasiado grande para mí. Ya en Bremen me había sentido perdida en la cama de matrimonio desde que Jan había decidido «hacer más horas extras» con mujeres a las que conocía en alguna feria de muestras. Al final se me olvidó lo que era eso de dormir con otra persona en la misma cama.
Desde el salón se veía el bosque, que abrazaba protectoramente la propiedad y al mismo tiempo, sin embargo, tapaba las vistas del mar, que solo se veía desde el desván.
Dejé por el momento las otras dos habitaciones de la izquierda —una de ellas tendría que transformarla todavía un poco para Leonie— y subí la escalera del desván.
La estancia de allí arriba estaba acondicionada, pero nunca le habían dado un uso concreto. Tal vez los Balder la habían mantenido libre para que su hijo pudiese trasladarse allí en caso de necesitarlo.
Me coloqué en el centro de la habitación, que estaba dividida en cuadrados regulares por los pilares desnudos, y mi imaginación hizo aparecer ante mí el despacho que me iba a montar allí. En una esquina habría también una pequeña «oficina» para Leonie, por si algún día no iba a la guardería. Le gustaba que la sentara a una mesa y le dijera que aquel era su despacho. Así se quedaba durante horas en su sitio, igual que yo cuando trabajaba en algún encargo, pero dibujando caballos y princesas.
Lo que más me gustaba era que hubiese espacio para una mesa de dibujo de verdad. En mi pequeño despacho de Bremen no había podido tener una.
De ese modo fui repartiendo mentalmente muebles por la enorme superficie e imaginé también la pequeña fiesta de inauguración que organizaría allí arriba para mis clientes. A algunos, el viaje hasta Rügen les resultaría un poco largo, sin duda, pero tal vez lograra convencerlos usando la baza del mar. El lugar ideal para montar el despacho ya lo tenía, por lo menos.
Y allí, bajo esa ventana desde la que se veía el mar coronado de espuma al otro lado de los árboles, estaría mi escritorio…
El paraíso, volví a pensar. Aquello era un auténtico paraíso, y estaba convencida de que todo empezaría a cambiar. De que todo nos iría mejor.