33

El martes por la mañana me desperté con dolor de tripa de puro nerviosismo. Una noche más sin dormir apenas. ¿Cuándo volvería a conciliar el sueño? Seguramente cuando hubiese atado todos los cabos sueltos de mi vida. Sin embargo, de repente sentía que el miedo y la inseguridad me calaban hasta los huesos y me obligaban a salir de la cama.

Por un lado, quería conocer la verdad; por otro, me asustaba lo que estaba a punto de ocurrir y lo que vería.

Después de tomarme una taza de café conseguí ponerme en marcha. Saqué al vestíbulo la bolsa de viaje que había preparado la noche anterior y luego miré fuera.

Christian no estaba por ninguna parte. Me daba un poco de reparo dejar a Leonie allí sola. No era que no confiase en Christian para cuidar de mi hija, pero nunca había estado tanto tiempo separada de mi princesita, y no quería hacerla pasar por los mismos sentimientos de abandono que había sufrido yo a su edad.

Sin embargo, me dije que nuestro caso era diferente. Solo vas a marcharte dos días y luego regresarás sabiendo qué fue lo que ocurrió de verdad aquella noche de hace tantos años. Aun así, estaba nerviosa.

—¿Me traerás algo bonito cuando vuelvas? —me preguntó Leonie, que se plantó en el vestíbulo. Toda aquella situación también le daba algo de miedo.

Ya habíamos hablado de que estaría de viaje dos días. Le había explicado que tenía un asunto del que ocuparme en Hannover, y con eso se dio por satisfecha, porque sabía que su mamá tenía que ganarse el pan.

—Pues claro que te traeré algo bonito. —No le había dicho nada de ese paquete que su padre quería enviarle, por si las moscas, porque no sabía si llegaría algún día.

—¿Me dibujas dos flores en la escayola? ¿Una para hoy y otra para mañana? —Alargó una mano con los rotuladores.

—Claro que sí —contesté, y obligué a mis manos nerviosas y frías a tranquilizarse para no estropear el dibujo.

Los pétalos quedaron algo temblorosos de todos modos, pero Leonie no pareció darse cuenta. Cuando terminé, se alejó con sus rotuladores dando saltitos.

Entonces oí el motor del coche de Christian y salí.

—Buenos días, bella mujer, espero no haberla despertado —dijo al apearse.

—Muy gracioso, como si hubiese podido pegar ojo.

Nos abrazamos.

—Bueno, ¿cómo estás? Aparte del pánico…

—Tengo muy mala conciencia por dejar aquí sola a Leonie.

—No la dejas sola. Estoy yo con ella.

—Es verdad, pero… Bueno, es por la sensación que yo misma tuve cuando mi madre se marchó.

—No es lo mismo. —Me besó en la frente—. Tú vas a volver mañana. Hasta entonces nos las apañaremos.

—Lo que espero es apañármelas yo. —Respiré hondo, pero no había forma de que la presión que sentía desapareciera.

—Lo harás. Y también me tienes a mí aquí, puedes contarme todo lo que te angustie.

Entramos en casa, le enseñé lo más importante y le dejé unos cuantos números de teléfono. El día anterior me había encargado de llenar bien la nevera, la ropa preferida de Leonie estaba limpia, y también le había comprado un bloc de dibujo nuevo, porque era de esperar que quisiera desfogarse dibujando.

—¿Esperas alguna llamada? —preguntó Christian, y señaló el contestador automático—. ¿De Hartmann, tal vez?

—No, si quiere algo me llamará al móvil. —Se me había olvidado por completo contarle a Christian lo de la invitación a la fiesta de verano, pero tampoco tenía demasiadas intenciones de asistir, a pesar de todos los contactos que tal vez podría hacer allí—. Mi número privado solo lo tenéis mis padres y tú. Si te llaman ellos, diles que…, que estoy de viaje por trabajo.

—Está bien —repuso, aunque me di cuenta de que no le hacía gracia mentirles—. Y, ya que estoy aquí, me pondré a organizar el viaje para lo de la subasta.

—A la que por desgracia no podré ir, con la niña con un brazo escayolado —dije, suspirando—. Esa semana tiene hora con el médico y decidirán si se le quitan la escayola o no.

—Podré encargarme yo solo. Tú ocúpate primero de las cosas que son más importantes.

Me estrechó entre sus brazos y me besó. Habría podido quedarme horas enteras así, pero, como solía decirse, el tren no esperaba a nadie.

Christian me había aconsejado que no condujera yo sola ese largo trayecto, y al final me alegré de haberle hecho caso, porque seguro que no habría podido concentrarme en la carretera.

—Pórtate bien, cielo —le dije a Leonie—. Mamá le escribirá mensajes al tío Christian durante el viaje para que te los lea. Y cuando esté en el hotel, te llamaré, ¿vale?

Ella asintió con la cabeza y se me echó al cuello. Por un momento me sentí tentada de llevármela conmigo, pero no podía ser. Lo que me esperaba en Hannover tenía que afrontarlo yo sola. Así que me despedí de mi hija y de Christian, con todo el pesar de mi corazón, y cargué la bolsa en el Volvo. Lo dejaría en el aparcamiento de la estación; hasta allí sí que podía conducir.

La estación de Binz estaba llena de turistas que regresaban a casa: parejas mayores, familias con niños, viajeros solitarios como yo.

Mientras me dirigía al andén con mi equipaje, me sonó el móvil. ¿Sería Christian? ¿Me había olvidado algo?, fue lo que se me pasó por la cabeza, pero al mirar la pantalla vi un número desconocido.

—Seeger, de Protección a la Infancia de Leipzig —dijo la voz desconocida de una mujer—. Hace poco hablamos por teléfono porque deseaba usted tener acceso a un expediente.

Me quedé un momento en silencio, desconcertada, pero enseguida me centré.

—Sí, es verdad. ¿Han encontrado el expediente de mi caso, entonces?

—Sí, y si lo desea puedo concertarle una cita el viernes de dentro de dos semanas para una primera lectura.

—Eso… sería estupendo —contesté, y tomé enseguida nota mental de ello.

A esas alturas sentía cierta inseguridad, porque lo que quería saber también me lo podía contar mi madre. De todas formas, tal vez estuviese bien enterarme de lo que habían dejado registrado sobre mí las autoridades de la RDA.

Tras una breve conversación en la que la mujer volvió a indicarme que no me permitirían ver directamente el expediente pero que sí podría tomar notas, nos despedimos.

Guardé el móvil en el bolso y miré hacia la otra vía. Volví a recordar mi sueño. Mi madre no estaba allí, por supuesto, pero yo me dirigía a verla. Y deseaba con todo mi ser que la maleta que arrastraba de mi pasado no me impidiera encontrarme con ella.

Cuando llegó el tren, fui hasta mi asiento con la bolsa y la subí al portaequipajes. El sol se abrió paso entre las nubes; haría un buen día. Como no me apetecía conversar con otros pasajeros, me limité a cerrar los ojos y en algún momento sentí que el tren daba una sacudida. Se había puesto en marcha. Ya no había vuelta atrás.

Varias horas después y tras un trasbordo en Berlín, llegamos a la estación central de Hannover. Bajé mi bolsa y fui hacia la puerta del vagón. Puesto que el tren todavía tardaría un rato en detenerse del todo, saqué el móvil y escribí un breve mensaje diciendo que había llegado bien.

El cielo pendía pesado y gris sobre los tejados de la ciudad. El tiempo había cambiado por el camino, como si se hubiera amoldado a mi estado de ánimo.

Durante el trayecto había intentado mentalizarme para lo que me aguardaba. Una y otra vez había mirado el dibujo que llevaba conmigo. El último dibujo que había hecho sobre la mesa de nuestra cocina. El molino de viento y la niña. ¿Lo recordaría ella también?

Esa idea me puso melancólica. En todos esos años no había pensado nada demasiado positivo acerca de mi madre, pero ¿y si todo aquello era falso? Al teléfono me había parecido una mujer muy amable, y era una injusticia terrible que no me hubiera encontrado hasta ahora, cuando le quedaba tan poco de vida.

Antes de poder reflexionar más sobre ello, el tren al fin se detuvo y me apeé siguiendo la corriente de los demás viajeros. En el edificio de la estación olía a cruasán, pero no tenía hambre.

Mi primera intención había sido la de ir al hotel y después al centro de cuidados paliativos, pero la inquietud me estaba partiendo por dentro. Así que fui a la parada de taxis y, cuando por fin me tocó el turno, le pedí al conductor que me llevara directamente al centro de paliativos.

Durante el trayecto charlamos sobre el tiempo; el hombre se preguntaba si el verano sería un poco más caluroso. En eso poco podía ayudarle yo, así que la conversación se agotó enseguida.

El centro de cuidados paliativos se encontraba en las afueras de la ciudad, junto a un parque precioso. Antes debió de ser una villa, y parecía evidente que el propietario anterior había donado el edificio.

El conductor se detuvo ante la entrada y me presentó el ticket.

—Serán diecisiete cincuenta.

Le puse en la mano un billete de veinte y le pedí una tarjeta.

—Le llamaré para que me pase a buscar.

—Perfecto. ¡Que vaya bien! —exclamó mientras yo bajaba del coche.

El taxi se alejó y yo me eché la bolsa al hombro y miré hacia delante. A pesar de los coloridos arriates, la villa transmitía una sensación algo opresiva. Detrás de esos muros había personas con una salud deteriorada que ya no tenían a nadie o no deseaban cargar a sus seres queridos con el peso de sus últimos días. Era como si el eco de sus vidas y su sufrimiento resonara tras esas ventanas.

Finalmente tomé impulso y crucé la puerta de cristal de la entrada, que se abrió con un leve siseo. En el interior reinaba una atmósfera tranquila. Las paredes estaban pintadas de un rosa amable y tenían cuadros de paisajes y flores como decoración. Había un pequeño tresillo en la zona de recepción, cuyo mostrador encajaba con discreción en la estampa. Un hombre y una mujer aguardaban junto a uno de los grandes ventanales, charlando.

Todo aquello me recordó un poco a una clínica de reposo. La impresión agobiante del exterior se desvaneció.

—Buenos días, me llamo Annabel Hansen y había quedado hoy con la señora Thalheim.

La enfermera me sonrió.

—Sí, nos lo ha comunicado ella con mucho orgullo. Está muy emocionada. Solo tiene que seguir ese pasillo hasta la habitación diecisiete.

Le di las gracias y enfilé el pasillo que había a la izquierda del mostrador. El olor a desinfectante no resultaba muy intenso, pero sí se apreciaba. No era de extrañar, aquello no era un hotel normal y corriente, sino uno donde la gente iba a pasar las últimas semanas y meses de su vida.

Me detuve frente a la puerta de la habitación diecisiete.

Ahí detrás estaba mi madre. Mi madre, a la que hacía más de veinte años que no veía, de la que durante tanto tiempo había creído que me había abandonado sin indagar nunca sobre mí, y cuya historia desconocía.

Me quedé un buen rato de pie ante esa puerta porque me faltaban las fuerzas para empujar el tirador hacia abajo. Mi madre estaba en un centro de cuidados paliativos, no viviría mucho más. ¿No habrían podido ser otras las circunstancias de nuestro reencuentro?

Me sobrevino el impulso de llamar a Christian, o a mis padres adoptivos. Quería explicarle a alguien lo que sentía, pero comprendí que, en esos momentos, no podía llamar a nadie. La única persona con quien podía hablar sobre mis sentimientos en esos instantes estaba tras esa puerta.

Así que levanté la mano y llamé.

—Adelante —dijo una voz débil.

Respiré una vez más para relajar la tensión de mi pecho, después puse la mano en el tirador y apreté hacia abajo.

La figura que encontré en la cama estaba muy delgada y habría pasado desapercibida si no hubiese llevado un vestido de colores vistosos y un pañuelo estampado en la cabeza. Su rostro estaba muy consumido, pero aun así sus facciones se parecían de manera inconfundible a las que yo veía todas las mañanas en el espejo.

Me había olvidado de eso, igual que del hecho de que teníamos los mismos ojos verdes.

¿Cómo debía dirigirme a ella? ¿Con un «mamá»? Así llamaba a mi madre adoptiva, pero también era como había llamado a Silvia Thalheim hacía muchos años, cuando todavía era una niña. ¿Sería adecuado?

—Bella —dijo, y una sonrisa le iluminó la cara—. ¡Has venido!

Asentí con la cabeza y cerré la puerta al pasar. Mientras me acercaba a ella me apoyé en el mobiliario. Salvo por la cama hospitalaria, aquello parecía una habitación de hotel muy normal. Había un televisor sobre una cómoda marrón, un sillón de lectura delante de la ventana con una mesita baja al lado, un armario ropero y una mesa con dos sillas.

Y entonces ya no vi nada más, porque me encontré delante de mi madre.

La enfermedad le había dejado una huella visible. Tenía las mejillas enjutas, las arrugas más marcadas de lo que en realidad deberían estar a su edad. El pañuelo que le cubría la cabeza ocultaba solo en parte que había perdido su preciosa melena pelirroja.

Algo me cerró la garganta. Luché por contener las lágrimas.

Durante todos esos años, pensar en ella había desatado en mí un caos de sentimientos: ira, incomprensión, nostalgia, esperanza o decepción se habían ido sucediendo y me habían dejado impotente, asustada y, de nuevo, furiosa. Esos sentimientos, unidos a mi incapacidad de controlarlos, me habían llevado a querer alejar su recuerdo de mí todo lo posible.

Y de pronto sentí una pena profunda.

—Mamá. —Por fin lo dije, y las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas.

Entre nosotras ya no existía ningún lazo, la gente de la Stasi lo había destruido, pero todavía quedaba un hilo, delicado y frágil. Lo sentí con claridad. Tal vez era la llamada de la sangre, como decían algunos.

—Deja que te dé un abrazo, hija mía —dijo, y extendió las manos.

La derecha la tenía unida mediante una vía al gotero que había por encima de la cama.

Me entregué a ese abrazo, porque en aquel momento me pareció lo más natural del mundo. Sentí el cuerpo de mi madre quebradizo como una brizna de paja, y casi igual de liviano. Me dio la sensación de que podría levantarla a pulso. El vestido le olía un poco a medicamentos, pero mucho más a rosas. Era un aroma que recordaba de mi infancia.

—Me alegro tanto de que estés aquí… —me susurró al oído.

Al principio no fui capaz de contestar nada porque las lágrimas me cerraban la garganta. Caían al pañuelo de su cabeza y a la almohada.

Avergonzada, me sequé las mejillas en cuanto me soltó.

—Eres preciosa —dijo después de respirar hondo un par de veces—. Siempre me preguntaba cómo serías, pero nunca te imaginé tan guapa.

Eso me hizo sentir algo cohibida. No es que yo pensara que fuese fea, cierto, pero ¿preciosa? Debía de verme con los ojos de su corazón de madre. Un corazón que, evidentemente, nunca había olvidado sus sentimientos por mí.

Pero ¿y los míos? ¿Qué decían mis sentimientos?

Nos estuvimos mirando durante una pequeña eternidad.

—Ojalá todo hubiera sido de otra manera —dijo ella entonces.

—Yo también lo pienso —repuse.

Asintió con la cabeza.

—Como sabes, mi tiempo es muy valioso, así que me gustaría explicarte enseguida lo que ocurrió entonces. Pero, antes, querría saber qué te dijeron la noche de mi desaparición.

—Me explicaron que habías huido de la República.

A Silvia se le demudó el rostro.

—Era lo que me temía, pero te aseguro que mientras a ti te llevaban a ese hogar infantil, yo estaba todavía en el país. O, mejor dicho, de camino a un interrogatorio. Aquella noche me llevaron de nuestra casa sin más explicaciones, sin que yo hubiese hecho nada. Me acusaron de traición a la patria y de conspiración con el enemigo de clase. Me interrogaron durante horas, y todo eso solo porque me negué a colaborar con ellos haciendo lo que me pedían.

Se quedó callada, tenía que recuperar el aliento. Sentí con claridad lo mucho que se agotaba al hablar.

—¿Alguna vez has pensado en solicitar tu expediente de la Stasi?

Asentí.

—Presenté una solicitud, poco antes de que me llegara tu carta.

—Entonces es que tu historia rondaba en tu interior.

—Sí. Pero antes, si te soy sincera, no tenía ningún interés en conocerte. Siempre me hicieron creer que tú me habías abandonado.

—¿Y qué fue lo que te animó a querer ver finalmente el expediente?

—Mi barco —respondí—. Yo… he comprado un barco. Junto con mi nuevo novio.

—¿Un barco? —Las cejas ya casi inexistentes de mi madre se alzaron deprisa.

—Un viejo pesquero. En él encontré la carta de una mujer que huyó al Oeste a bordo del barco. Eso lo desencadenó todo. He descubierto las historias del barco y de sus pasajeros. Incluso he conocido cómo se le ocurrió a su antiguo capitán la idea de traer a fugitivos por el mar Báltico. Puse un anuncio para encontrar a la mujer de la carta, porque me gustaría mucho saber qué la empujó a marcharse al Oeste.

Me detuve un instante, porque me di cuenta de que le estaba explicando a mi madre con emoción todo aquello por lo que yo la había despreciado de niña a causa de lo que me habían hecho creer. Sin embargo, eso ella no podía imaginarlo.

—Y entonces comprendiste que había llegado el momento de interesarte por la fuga de la República de tu madre.

Asentí, acongojada.

—Es algo que nunca ha dejado de perseguirme. Mira. —Saqué el dibujo de la bolsa y se lo di—. Siempre lo he guardado. Es el único recuerdo que me dejaron.

Mi madre alcanzó el papel. Le temblaban las manos.

—Es el dibujo que hiciste aquella noche, ¿verdad? Te lo llevaste contigo a la cama y no lo soltaste cuando te llevaron con ellos.

Asentí de nuevo.

—Me desperté en un coche de la Policía. No tenía ni idea de lo que había ocurrido. Solo tenía este dibujo, y lo que me contó un funcionario. Después me llevaron al hogar infantil y, de allí, un año más tarde, a casa de los Hansen.

Me habría gustado decirle que eran personas decentes, pero seguro que eso la habría herido. Mirando el dibujo, se le saltaron las lágrimas y lo dejó caer. Sin embargo, enseguida recuperó el dominio de sí misma.

—Lo siento —dijo, y se secó las lágrimas de los ojos—. Últimamente siempre me obligo a gastar la menor energía posible, y llorar es un derroche de energía.

—Pero también proporciona alivio. —No sabía si lo que sentía yo en esos instantes era alivio, pero la sensación de mi interior había cambiado.

—Para ti sí, pero yo…, yo solo siento alivio al verte aquí. Viendo que por fin puedo poner remedio a lo ocurrido. Estos últimos meses es lo único que me ha importado.

Alargó la mano para tocarme el brazo. La tenía suave y fría.

—Nunca quise abandonarte, pero no me dejaron otra opción. Me llevaron a Bautzen II, donde sin duda me habría podrido si Occidente no hubiese comprado mi libertad. En 1987, uno de mis guardianes se presentó y me anunció que podía irme al Oeste si quería. Al principio pensé que era una trampa, pero después supe que querían comprar mi libertad. La RDA estaba más arruinada que nunca, así que se mostraba dispuesta a aceptar la oferta. El verano de ese año llegué al campo de acogida provisional de Giessen. Como cualquier otro refugiado, solo que con una diferencia: que en realidad yo nunca había tenido la intención de huir. Lo único que había hecho era relacionarme con las personas equivocadas. —Rio con amargura y luego guardó silencio. Su pecho se hinchaba y se vaciaba con esfuerzo.

La contemplé y me pregunté si todo eso era verdad, pero ¿quién, aparte de mi madre, podía conocerla? ¿Y qué sacaba ella con mentirme?

Sentí que sí era cierto. La Stasi encarceló a mi madre y ella no abandonó el país hasta que la RFA pagó por ella.

—¿Cómo pudieron llegar las cosas tan lejos? —pregunté al final. Mi voz sonaba muy afectada. Sentía un martilleo en las sienes—. ¿Por qué fueron a por ti? Nunca me explicaste nada.

—No podía. Como seguro que tú tampoco podrías explicárselo a tu hija. —Me sonrió y luego preguntó—: ¿Has traído una foto de tu pequeña? Me gustaría mucho verla.

Rebusqué con torpeza en mi bolso y por fin saqué el monedero. Encontré la foto y se la alcancé. Al hacerlo, me di cuenta de que Leonie ya había crecido mucho desde que se la había hecho.

—Hace poco se ha roto el brazo, pero es una niña sana y feliz.

Silvia contempló un buen rato la fotografía y luego acarició su carita sonriente. Era una de las fotos más bonitas que tenía de mi hija.

—Se parece a ti.

—A nosotras —repuse.

—Puede. Pero también tenéis mucho de tu padre. ¿Leonie suele dibujar?

—Casi tanto como yo a su edad —contesté con una pequeña sonrisa, y me sorprendió ver que conseguía tragarme el nudo que me cerraba la garganta—. Dibuja gasolineras de barcos y sirenas en las rocas y muchas cosas más. Casi todo lo que oye y lo que le da por imaginar.

Silvia sonrió.

—Entonces es igual que tú. Qué lástima que ya no llegaré a conocerla.

Se le escapó un suspiro tan pesado que no fui capaz de prometerle que volvería a visitarla con mi hija. Mi intuición me decía que no tendríamos ocasión de hacerlo.

—Espero que no tengas nada en contra de que quiera aprovechar el tiempo que nos queda para saber todo lo posible sobre ti —me dijo entonces, y señaló la cómoda—. Cuando te vayas, quiero que te lleves esa grabadora de casete y el sobre que hay ahí. En esa cinta está mi historia. O, mejor dicho, la explicación de cómo acabé metida en este embrollo. La grabé poco antes de ingresar en este centro. Aunque he tardado mucho y tenía miedo de buscarte, siempre esperé volver a verte algún día. Más vale tarde que nunca, ¿verdad?

—Gracias —dije.

Mi madre sonrió y buscó mi mano.

—Gracias a ti, hija mía —dijo entonces—. Por haberme perdonado.

—¿Qué tendría que haberte perdonado? —repuse—. ¿Que el Estado nos separase y nos llenase la cabeza con tantas mentiras que ninguna de las dos sabía ya cómo encontrar a la otra?

—Lo has expresado muy bien, y sin duda tienes razón. Entonces, te doy las gracias por haber dudado y haber venido hoy. Y ahora tienes que contármelo todo sobre ti, tu barco y tu vida. Tenemos mucho sobre lo que ponernos al día.

Pasé con Silvia cinco horas en las que le ofrecí un resumen preciso de mi vida, incluyendo la adopción, mis estudios, el matrimonio, la maternidad y el divorcio. Y, cómo no, tampoco faltaron Christian y el Rosa del Viento.

Cuando la enfermera entró en la habitación para darle la medicación a mi madre, me di cuenta de que ya era hora de marcharme. Mi visita la había dejado visiblemente cansada y, después de que se tomara las medicinas, su estado pareció empeorar.

Yo aún no sabía con exactitud lo que tenía, pero vi que la estaba consumiendo. Supuse que era cáncer, pero no se lo pregunté.

Al despedirnos, nos abrazamos un buen rato.

—Saluda a tu nuevo hombre de mi parte…, y quizá algún día le expliques a Leonie que también tuvo otra abuela.

Esas palabras, aunque las pronunció con claridad y serenidad, hicieron que se me saltaran las lágrimas de nuevo. ¿Tendría alguna ocasión más de verla?

—Volveré —le prometí entonces.

Seguramente en la siguiente visita me acompañarían Christian y Leonie. Mi madre había aguantado tanto tiempo que sin duda nos quedaban algunos días o semanas más.

Silvia asintió con la cabeza.

—Me alegro —repuso, pero en sus ojos vi que no creía que fuera a pasar—. Cuídate mucho y cuida de tu vida, ¿de acuerdo?

Cuando llegué a la habitación del hotel, me sentía pesada como el plomo. Un extraño vacío se había apoderado de mi cabeza, como si todo lo que había oído necesitara un rato para asentarse de verdad dentro de mí.

Abrí la bolsa y saqué la grabadora de mi madre. Costaba creer que todavía existieran esos cacharros y que mi madre hubiese grabado su historia con uno de ellos.

Miré la cinta, de una hora de duración, y me pregunté qué contendría.

Lo primordial sobre mi madre ya lo sabía; sabía que no me había dejado abandonada. El resto, sin embargo, me daba un poco de miedo. ¿Qué habría vivido en aquella época, cuando la encarcelaron?

Como todavía no me veía capaz de apretar el botón del play, me desvestí y me metí primero en la ducha. Después me puse el camisón, aunque aún era de día. Quería estar cómoda si iba a pasarme una hora entera escuchando.

Cuando salí del baño, me senté en la cama, me puse la grabadora en el regazo y metí la cinta. Mientras tanto, intenté imaginar a mi madre sentada en un sillón delante de su ventana, pronunciando esas palabras que yo estaba a punto de escuchar. Una lágrima me resbaló por la mejilla. Me invadió un gran pesar. ¿Por qué no había dado antes algún paso para encontrarla, por qué no la había buscado?

Porque estaba cegada. Porque había creído lo que me contaron después de que desapareciera. Porque tenía miedo, igual que ella. ¿Quién quería que le derribaran las fachadas de una vida erigida con tanto esmero para dejar atrás el pasado? Hasta ese momento no supe el gran error que había cometido al no buscarla antes.

No estaba segura de poder mantener la calma si algún día llegaba a saber el nombre del funcionario que me había mentido tan descaradamente.

Aunque tal vez reaccionara igual que Christian y no hiciera nada con ello. Si el funcionario no recibía la oportunidad de expiar su culpa, tendría que cargar con ella en la conciencia para siempre. Y si, tal como creía mi madre, existía un cielo, esa culpa, sumada a todas las demás con las que hubiera cargado, le garantizarían un lugar de honor en el infierno.

Sin embargo, en ese instante lo importante no era ni la venganza ni mis sentimientos al respecto. Solo quería escuchar la historia de Silvia, que al mismo tiempo era también la mía. Así que apreté el play y esperé a oír su voz tras los crujidos iniciales de la grabación.