32
—Tienes los ojos muy rojos —me dijo Leonie a la mañana siguiente, mientras desayunábamos.
Aunque la conversación con Christian me había dado algo de consuelo, durante la noche todo había vuelto a abrumarme en varias ocasiones. Preguntas, dudas, reproches, ira. Se abría ante mí una nueva época, lo sentía, y estaba bien que ocurriera. Ahí estaría la nueva Annabel, la que intentaba comprender lo ocurrido. La que quería descubrir cuál era su verdadera historia. La que por fin sabía qué era lo que estaba buscando. Esa sensación de necesitar un proyecto, en realidad, no había sido más que mi deseo de tomar las riendas de esa gran asignatura pendiente que había dormitado desde siempre en mi interior y ponerle fin.
—Anoche dormí mal —respondí—. Ahora mismo tengo muchas cosas en que pensar.
—¿Y eso te pone triste?
Por lo visto mi hija no se creía el cuento de que no había dormido bien. Estaba creciendo muy deprisa.
—Sí, hay un par de cosas que también me ponen triste.
—¿Es por el barco? ¿Porque el motor está roto?
¿También se había enterado de eso? Pues qué bien. Tal vez a partir de ahora tendría que andarme con más cuidado con lo que decíamos delante de ella.
—Sí, por eso estoy triste —reconocí, porque no podía hablarle de la carta ni de lo que había desencadenado en mí. Aún no. Quizá lo hiciera más adelante. No tenía por qué preguntarse algún día qué secretos habían atribulado a su madre.
—Más tarde podríamos bajar a ver a las sirenas junto al mar —propuso mi princesita—. El tío Christian me ha dicho que saben hacer magia. Quizá con su magia puedan arreglar el motor del barco.
No pude evitar reírme. Qué sencillo resultaba el mundo cuando se era niño. Para algunas cosas seguía habiendo hadas y sirenas que podían arreglarlo todo.
Leonie no tenía ni idea de lo mucho que deseaba que las sirenas pudieran ayudarme de verdad. Sin embargo, del asunto de mi madre tendría que encargarme yo sola.
—¿Me dibujas otra flor en la escayola? —me pidió después de desayunar.
—Sí, claro, cielo. Escoge un color —repuse, y la miré mientras salía de puntillas por la puerta de la cocina para ir a buscar los rotuladores.
Por la tarde apareció Christian, mi salvador. Yo ya había metido un par de cosas en una bolsa para irnos a su casa, lo cual también tenía muy ilusionada a Leonie. No hacía más que maravillarme una y otra vez con el poder mágico que parecía ejercer Christian sobre ella. Desde que había entrado en nuestra vida, mi hija estaba más contenta. Probablemente necesitaba una figura paterna. Y probablemente también sentía que su presencia me hacía bien.
—Aquí están mis dos mujeres preferidas —dijo al bajar del coche.
—¿Hoy no vienes con la moto? —pregunté mientras cerraba la puerta y cargaba con nuestra bolsa al hombro.
—Habría sido un poco incómodo, a menos que Leonie hubiese querido sentarse en el depósito.
Levantó a mi hija un momento en brazos y ella soltó un gritito de alegría; luego volvió a dejarla en el suelo. Verlos a los dos relacionarse con tanta confianza me hizo reír.
—Será mejor que de momento nos quedemos con un solo brazo roto. Si al final se rompe el otro, tendrás que pasarte horas contándole historias para que no se aburra.
Me acerqué a él y lo besé.
—No sería ningún problema, conozco historias de sobra —repuso—. Bonita blusa.
Llevaba una túnica blanca de algodón, algo transparente, que me había comprado durante unas vacaciones en Marruecos. Por aquel entonces aún no había tenido a Leonie, pero todavía me quedaba bien. Era una de las pocas cosas que había rescatado de mi antigua vida en Bremen.
—Es bastante vieja. He pensado que sería mejor ponerme algo cómodo.
—Tampoco es que viva en una casa en ruinas…
—Yo no he dicho eso. Pero vives cerca de la playa, y tal vez nos sentemos un rato en la arena. Eso es diferente a acomodarse en una roca.
—Y eso que las rocas son muy bonitas. —Me pasó un brazo por los hombros y me susurró al oído—: Gracias por las rosas.
—Tú no tenías tiempo y no quería que tu familia se sintiera abandonada.
Se le iluminó la cara y volvió a besarme.
Poco después nos subimos al coche y fuimos avanzando lentamente por entre las hordas de turistas que invadían la calzada. A mi juicio, aún no hacía bastante calor para bañarse, pero ya había unos cuantos intrépidos que se lanzaban a las olas, según atestiguaban las bolsas de playa y las chancletas de goma en la arena.
En el ambiente inmobiliario, el apartamento de Christian se habría definido como «un caramelo», porque se encontraba en una especie de villa llamada Seeperle. El edificio comprendía seis viviendas, y la suya tenía muy buenas vistas de las dunas cubiertas de vegetación.
—No os asustéis con la cabeza de alce —bromeó mientras abría la puerta—. Solo habla de vez en cuando.
Los ojos de Leonie se abrieron con asombro.
—¿Tienes una cabeza de alce que habla?
—Sí, pero es posible que ahora no esté en casa.
En efecto, en el vestíbulo colgaba una tabla en la que parecía que pudiera enmarcarse una cabeza de alce. Sin embargo, en lugar de la cabeza había un pequeño cartel que decía «Vuelvo enseguida».
—¿Lo ves? —le dijo a Leonie—. No está.
—¿Y cuándo va a volver?
—Eso es difícil de saber. Me parece que se ha ido de vacaciones a las montañas.
Lo expuso de una forma tan convincente que Leonie se lo creyó.
Christian le guiñó un ojo y luego me susurró al oído:
—Un regalo tonto de cuando cumplí los treinta. No consigo encontrar el valor para tirarlo.
—¿Por qué habrías de hacerlo? —repuse—. Tal vez te acepten en la comunidad de caza mayor.
—Eso lo dudo mucho, no soy capaz de matar ni una mosca.
El apartamento estaba amueblado de una forma muchísimo más acogedora que su despacho. Unos cálidos tonos marrones se mezclaban con grises y blancos, un sofá cómodo invitaba a sentarse y acurrucarse.
—Y esta es la habitación de su majestad.
Abrió una puerta que daba al salón.
El corazón se me desbocó al ver un póster de color rosa con unicornios y duendes. Debía de haberlo comprado especialmente para Leonie, y mi hija reaccionó con el entusiasmo correspondiente.
—Venga, ya puedes sacar tus cosas de la maleta —la animó Christian, y yo le pasé su pequeña bolsa rosa—. Bueno, ¿qué me dices? —me preguntó a mí mientras Leonie intentaba sacar su conejo de peluche tirándole de las orejas con cierta brusquedad.
—Es una maravilla. Si no hubiese conseguido la casa, me habría quedado con este piso.
—Con la diferencia de que un apartamento como este ya no se puede conseguir. Como residencia vacacional sí, pero no como domicilio habitual. Los alquileres de los nuevos inquilinos son astronómicos.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
—Once años. La casa tenía un aspecto muy diferente en aquel entonces, pero para mí lo principal siempre fue poder vivir junto al mar, y por suerte mi casero comprendió que valía la pena conservar la propiedad en buen estado. La renové, y una casa en la que no quería vivir nadie se convirtió en un objeto codiciado. El propietario gana una fortuna con nosotros.
Me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Estaba todo decorado en blanco, negro y plata, lo cual le daba un aspecto muy elegante. Tenía una cama enorme, y ya sentí un cosquilleo de felicidad pensando en tumbarme allí con él.
—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó, y me atrajo hacia él.
—Muy prometedor —contesté, y lo besé.
—¡Ya estoy! —exclamó Leonie entonces, y me recordó que no estábamos solos.
—Más tarde —dijo Christian, como si me hubiese leído el pensamiento—. Primero deberíamos comer algo y, como soy un pésimo cocinero, os invito fuera.
Después de comer fuimos a sentarnos en la arena y contemplamos a Leonie mientras perseguía a las gaviotas con su brazo escayolado. Las olas rompían en la orilla y traían consigo conchas y algas desde las profundidades marinas.
—¿Tienes la carta aquí, contigo? —preguntó Christian cuando llevábamos un rato sentados en silencio.
Asentí con la cabeza, porque me la había metido en el bolso. Saqué el sobre y se lo pasé.
—El viejo correo postal, rápido y fiable como siempre —dijo después de ver la fecha del matasellos.
—Fue una buena idea realizar la solicitud de reexpedición —repuse—. Si no, la carta habría podido acabar en un limbo postal.
—O la habrían devuelto al remitente. A pesar de toda la agitación que ha provocado, me parece bueno que la hayas recibido. Todo el mundo tiene derecho a conocer la verdad y su propia historia.
Leyó las dos hojas con cuidado y, según me pareció, dos veces. Luego las dejó.
—Tu madre debió de vivir una experiencia horrible. No escribe si estuvo en Bautzen I o II, pero supongo que fue en esta última. Bautzen II era la cárcel de la Stasi, en la que metían a los presos políticos. En ese caso, poca diferencia hay si la encerraron porque quería huir o porque les resultaba incómoda a los de arriba.
Me aparté un mechón de pelo de la cara.
—Es posible que yo también la acompañara en la huida, pero no me acuerdo de nada. Solo tengo ese dibujo con el que sueño algunas noches. Me despierto en un coche y veo unas luces azules. Eso puede querer decir que me sacaron de mi casa, pero también…
—… que apresaron a tu madre y a ti te metieron en el coche mientras a ella se la llevaban detenida.
—Exacto.
—Deberías escribirle —dijo, y volvió a doblar las hojas—. Si no, te preguntarás toda la vida qué pasó.
—Es verdad. Aun así, me da miedo que con eso pueda estropearlo todo. Que acabe viendo a mis padres adoptivos con otros ojos.
—Es posible que así sea —opinó Christian—. Esta carta que has recibido te permite preguntarles también a ellos. Pero no importa lo que llegues a saber, siempre debes tener en cuenta cómo se portaron y se portan contigo, lo que significan para ti. A mí los dos me han parecido unas personas encantadoras que te adoran. Aunque no conozco detalles más concretos, me atrevería a decir que no debió de ser sencillo acoger en su hogar a una niña que se encontraba bajo la vigilancia de la Stasi. ¿Ellos han llegado a ver sus expedientes?
Negué con la cabeza.
Y entonces Christian expresó en voz alta otro de mis miedos. ¿Y si mi padre fue un colaborador informal? ¿Y si no fue solo mi padre, sino también mi espía?
Esa idea me cerró un nudo en el estómago, así que la aparté de mi mente. No quería meter a mi padre en el mismo saco que a Joachim Hartmann, un hombre que había escapado impune sin tener que responder de sus actos.
—Si en algún momento llegas a consultar tu expediente, de todas formas te enterarás. Pero por lo menos ahora tienes la ocasión de hablar de ello con tu madre, y es posible que también todas las dudas que tienes en cuanto a los Hansen queden aclaradas. No todo el que resultaba beneficiado por el sistema era una mala persona.
Suspiré con pesadez, pero luego asentí. Christian me puso una mano en el brazo y apretó con suavidad. Nos quedamos varios minutos sentados en silencio. Leonie, no muy lejos de nosotros, estaba construyendo algo que parecía un castillo de arena. Qué deprisa podía cambiar todo lo que uno conocía…
—Detrás de la primera hoja hay un número de teléfono —dije al tiempo que le quitaba la carta de las manos y le daba la vuelta. El número no lo había descubierto hasta esa mañana, cuando había vuelto a leer la carta una vez más antes de guardarla—. Seguramente se le ocurrió que, si no quería escribirle, también podía llamar.
—¿Y lo harás?
Asentí.
—Sí, quizá sea mejor que llame. Hablar me resulta más fácil que escribir. Además, la carta ha llegado con retraso. No quiero dejar que pase más tiempo, porque tal vez ella no lo tenga.
—Entonces llámala luego, cuando volvamos a casa. Yo jugaré un rato con Leonie para entretenerla.
—Gracias —repuse, y me acurruqué a su lado.
Tres horas después, miraba el elegante teléfono blanco de Christian como si fuera una serpiente que fuese a morderme la mano en cualquier momento. Esa llamada lo cambiaría todo.
Intenté identificar mis sentimientos. ¿Seguía teniendo alguno hacia mi madre? Hasta ese momento habían sido emociones de carácter más bien negativo: ira, rabia, desesperación. No había sido hasta esos últimos días cuando había experimentado comprensión hacia ella. ¿Qué sentiría al conocer toda la historia?
Eso no podría saberlo hasta que la hubiera escuchado, así que me di el empujón que me faltaba, levanté el auricular y marqué el número de la carta.
—Centro de cuidados paliativos Sonnengrund. Enfermera Marion, diga —contestó una agradable voz de mujer.
¿Un centro de cuidados paliativos? Al oírlo me quedé tan descolocada que no pude hablar. Mi madre vivía en un centro de cuidados paliativos. ¿Acaso no tenía a ningún familiar que pudiera ocuparse de ella? ¿Era yo la única que le quedaba?
—¿Diga? —repitió la mujer.
—Sí… Mmm… Me llamo Hansen, Annabel Hansen. Me gustaría hablar con la señora Thalheim.
Me encogí por dentro. ¿Habría muerto en esos días? A un centro así solo iban personas a quienes no les quedaba mucho tiempo de vida.
—Un momento, por favor —se limitó a decir la enfermera, sin embargo, y me pasó.
Poco después contestó una voz ronca de mujer. ¿Le habría dicho la enfermera quién estaba al teléfono?
—Thalheim, ¿diga?
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué debía decirle? ¿¡Hola, soy tu hija!? No, no acababa de parecerme adecuado.
Y la voz… No sonaba tal como yo la recordaba. Eso podía deberse a la enfermedad que no había logrado superar.
—Soy Annabel —empecé a decir con vacilación—. Annabel Hansen.
Silencio. Silvia Thalheim no dijo nada al principio, pero oí su respiración pesada y un poco metálica. Era probable que tampoco ella reconociera mi voz. ¿Cómo iba a hacerlo? En aquella época tenía seis años.
—¿Annabel? ¿Mi Annabel? —preguntó.
—Sí —dije, algo angustiada—. He recibido su…, tu carta, quiero decir. Es que me he trasladado y ha tenido que dar un rodeo, por eso no he llamado hasta ahora.
De nuevo un momento de silencio.
—Cómo me alegro de que hayas llamado —dijo despacio—. Creía que habrías roto la carta.
—No, no. No lo he hecho. Solo que no sabía…
—¿Si ponerte en contacto conmigo o no? Es comprensible, después de todo este tiempo. —De nuevo una pausa. Respiraciones—. No deberíamos engañarnos. Yo sé muy bien que apenas te acuerdas de mí. Un lazo desgastado se rompe con facilidad, y quién sabe lo que te contarían. Pero es bonito oír tu voz, oír que he dejado algo en el mundo.
—Me… Me gustaría ir a verte, si puedo —dije siguiendo un impulso. Seguro que por teléfono no querría contarme su historia, y a mí tampoco me apetecía pedírselo, porque daba la sensación de que hablar así le exigía un esfuerzo enorme.
—Pues claro que puedes —repuso, y casi me pareció percibir una leve sonrisa en sus palabras—. De todos modos, no deberías esperar mucho para venir. Como tal vez hayas notado, no me encuentro demasiado bien. Cada día puede haber novedades.
Sentí la certeza de que aquello no era mentira y también otra cosa: miedo. Me daba miedo. Esa sensación era nueva.
—¿Qué te parece la semana que viene? ¿El martes o el miércoles?
—Hasta entonces creo que sí aguantaré. —Lo que yo en un principio había tomado por un ruido metálico resultó ser una risilla. A pesar de todo, conservaba el sentido del humor. Eso hizo que me cayera simpática—. Por mí, puedes venir cuando quieras. No me voy a ir a ninguna parte.
—Bien, pues hasta el martes —me oí decir, aunque no tenía ni idea de cómo iba a organizarme.
A Leonie podía dejarla con mis padres si hacía falta, aunque para eso tendría que explicarles mis intenciones.
—¡Me alegrará mucho verte! —Inspiró un instante, luego añadió—: Una pregunta más: ¿tienes hijos?
—Una hija pequeña.
—Qué bien. ¿Me traerás una fotografía de ella? No quiero obligar a la pequeña a verme en este estado, pero sí me gustaría mucho saber cómo es.
—Desde luego, te llevaré una foto.
Después nos despedimos.
Cuando colgué, me quedé varios minutos mirando por la ventana. El piso de repente me pareció infinitamente silencioso. Solo oía mi propia respiración, que volvía a tranquilizarse y a ir más despacio. Me notaba toda sudada bajo la túnica, como si hubiese corrido los cien metros lisos.
Había quedado con mi madre, una mujer a la que hacía más de veinte años que no veía. Una semana antes, no me habría atrevido ni a soñar con ello.
Esa noche, Christian y yo nos amamos casi con desesperación. Yo quería olvidarlo todo por unos instantes y dejarme llevar por mis sentimientos. Y lo conseguí, aunque fuera por poco tiempo.
—¿O sea que ya has tomado una decisión? —me preguntó cuando yacíamos agotados el uno junto al otro.
—Sí, iré a verla. Aunque no quiero llevar a Leonie conmigo. No quiero poner su mundo del revés. No comprendería lo que es una abuela biológica, para ella solo existe la abuela que conoce.
—Me parece lo correcto. En algún momento será lo bastante mayor para comprenderlo. Ya ha sufrido mucho con la separación de su padre.
Era cierto, también había que añadirle eso. Jan. Jan, que quería estar más presente en su vida. Jan, que se había comportado con una estupidez extraordinaria. Jan, de quien no había vuelto a saber más después de su promesa de enviarle algo a Leonie.
Por otro lado, tampoco yo había intentado ponerme en contacto con él. Tenía la sensación de que necesitaba algo más de tiempo…
—Aun así, tendré que dejar a Leonie con su abuela. No puedo pedirle a ninguna canguro que se quede con ella dos días enteros, así que voy a necesitar una buena excusa.
—Todavía no quieres decírselo a ellos.
—No, y tampoco sé si lo haré algún día. Depende mucho de cómo vaya nuestra conversación. Tal vez lo único que quiera después sea olvidarme de todo.
—Pues deja a Leonie conmigo y ya está —propuso Christian—. Así no tendrás que inventarte nada, y nadie se enterará. O, mejor aún, voy yo a vuestra casa.
—¿Y tus compromisos?
—Se pueden aplazar. Esto es más importante.
También yo lo veía así, pero de todas formas tenía mala conciencia. Últimamente Christian se había ocupado mucho de mí.
—Eres un cielo —dije, y le di un beso—. Podemos hacerlo como tú prefieras.
—Entonces iré yo a vuestra casa. Si te soy sincero, me gusta muchísimo más que este apartamento.
—Y eso que tienes un piso de ensueño.
—No es nada en comparación con tu casa.
—Muy bien, como tú quieras —repuse.
—Iré allí. Y te aseguro que no perderé de vista a Leonie ni un momento.
—¡Eso no lo consigo ni yo!
Le acaricié el pecho y apoyé la cabeza en él. Qué bien sentaba tenerlo conmigo; era un buen contrapunto a todo lo que había ocurrido esas últimas semanas.
—Conmigo estará en buenas manos, créeme.
Me besó en el pelo, y lo creí.