14
Después de pasar todo el domingo intentando ponerme en contacto con mi padre, que seguramente había salido al campo con mi madre, por la noche al fin conseguí hablar con él. Mientras Leonie danzaba excitada por todo el salón afirmando que era una sirena, quedamos en vernos el fin de semana siguiente.
El interés de mi hija por las gasolineras de barcos había disminuido, pero en cambio no dejaba de preguntar si algún día podríamos salir temprano para ir a ver a las sirenas.
—Pero ya has oído lo que ha dicho el señor Merten —objeté yo—. Que tienen muy buen oído y desaparecerán antes de que lleguemos.
—Aun así, podríamos bajar por la escalera sin hacer ruido —repuso Leonie.
Por muy feliz que me hiciese verla de nuevo tan alegre, despreocupada y sin pensar para nada en su padre, también me inquietaba esa ilusión que tenía por la empinada escalera.
¿O acaso exageraba con mi preocupación? ¿Estaba convirtiéndome en una gallina clueca?
—Puede que vayamos algún día —cedí, pues sabía que, para un niño, lo prohibido se volvía más apetecible cuanto más se empeñaba uno en negárselo—, pero para eso tendrás que levantarte tempranísimo.
Sabía que a Leonie le costaba horrores despertarse antes de lo habitual. Incluso el viaje hasta Binz lo había hecho durmiendo.
Lo intentaríamos el sábado siguiente, me dije por la noche, mientras me quedaba un rato más sentada ante la ventana, contemplando el lugar donde había aparcado la Indian. Aún se veían las roderas que había dejado, y de algún modo sentí calidez y bienestar al pensar que vería a Christian Merten a menudo.
El miércoles me encontré de nuevo junto al Rosa del Viento. Antes de que mi padre y mi madre se acercaran a echarle un vistazo a mi nueva adquisición, quería hacer un poco de limpieza. En realidad, poco importaba si había algo de suciedad en un rincón, porque de todas formas habría que darle al barco un repaso de arriba abajo, pero yo me quedaba más tranquila sabiendo que había puesto un poco de orden.
La embarcación se balanceaba con calma sobre las olas. Por encima del puerto, el cielo se había nublado un poco. Aun así, había unos cuantos pasajeros reunidos para salir de excursión. En los rostros de los miembros de la tripulación que aguardaba frente al barco, sin embargo, vi que habían esperado contar con una clientela mayor.
Uno de los marineros me miró con mala cara. ¿Creería acaso que queríamos hacerles la competencia? El Rosa del Viento todavía no tenía pinta de nada por el estilo.
No hice caso y cargué los enseres de limpieza a bordo. Lo de fregar los tablones pensaba dejarlo para el final, cuando los espacios interiores tuviesen un aspecto hasta cierto punto decente.
Empecé por la cabina del timón, que estaba en su mayor parte cubierta por una espesa capa de polvo. En el techo se habían acomodado incluso las arañas.
La primera vez que entré no me había fijado en ellas, y tampoco la segunda, pero en esta ocasión vi su obra vital, unas gruesas telas grises llenas de huevos eclosionados. Estaba segura de que se habían extendido por toda la embarcación. Por suerte, las arañas no me daban miedo. Retiré los nidos enseguida, pero no encontré a los animales que los habían construido, así que en algún momento volverían a colgar allí sus hogares. De todos modos, con esa limpieza bastaría para la travesía hasta Hamburgo.
Cuando acabé con el techo, me concentré en el suelo, que resultó ser todo un reto a causa de lo pegada que estaba la mugre. No sé cómo, pero al final conseguí limpiar lo más burdo. Después de ocuparme también de las ventanas, le llegó el turno a la cabina de pasajeros. Cuando tuve listo el suelo, me puse con el revestimiento de las paredes. El trapo se me quedó enganchado y de repente me vi con un trozo de madera en la mano.
—Mierda —maldije, e intenté volver a colocar la tabla.
Al hacerlo, me di cuenta de que ahí detrás había algo escondido. Un papel, doblado hasta quedar lo más pequeño posible. Seguramente era esa la razón por la que no conseguía volver a colocar el revestimiento. Lo saqué con un suspiro. Al desdoblarlo, vi que se trataba de un sobre. No llevaba escrita ninguna dirección, así que tal vez lo habían metido ahí para mejorar el aislamiento. Sin embargo, noté que dentro tenía algo.
Lo abrí con cuidado y saqué una hoja escrita con letra nerviosa. La tinta se había descolorido hasta quedar de un marrón claro, las manchas de agua habían borrado varias letras y palabras.
13 de mayo de 1976
Querido Bob:
No tengo ni idea de por dónde empezar. Es probable que lo que estoy haciendo no tenga ninguna explicación. Hemos pasado todos estos meses pensando en estar juntos, soñando con huir, con la Ruta 66. Me has hecho comprender que al otro lado de los muros que me rodean hay otra vida, hay libertad y un sinfín de posibilidades. Has cautivado mi corazón, me has amado y has hecho todo lo necesario para que yo ahora esté aquí, en medio del mar, justo entre el Este y el Oeste.
Pero me asaltan las dudas. ¿De verdad debo ir? Todavía podría saltar por la borda, pero ahora es de noche y sin duda moriría si intentara llegar nadando hasta la costa. Sabes que amo la vida. También te amo a ti, y no sería capaz de provocarte el dolor de la pérdida. Así que iré a ver al capitán.
Palatin es un hombre parco en palabras pero muy amable, tal como suele ser la gente de la costa, pero seguro que eso ya lo sabes, si has hablado con él. En cierto sentido, me da la sensación de que podría contárselo todo, y me pregunto qué me diría si le expusiera mi dilema.
Pero no haré tal cosa, no te preocupes, porque nuestra historia nos pertenece únicamente a ambos.
Siempre recordaré cómo te conocí en aquel entonces, en Hungría, cómo no pude olvidarte, cómo hice todo lo posible por no perder el contacto contigo.
Ahora estoy a bordo de este barco, después de todo lo que hemos sufrido los dos, y de repente sé que no es lo correcto. No puedo ir a tu encuentro. Es una locura, ¿verdad?
Lo cierto es que no bajaré de este barco tal como tú has deseado y esperado.
No tengo ni idea de cómo reaccionarás a lo que tengo pensado hacer. Tal vez te presentes en mi casa y te pongas a insultarme como un loco. Tal vez calles y llores en silencio. Tienes ante ti todas las posibilidades. Posibilidades por las que te envidio, pero a las que yo debo renunciar para seguir a mi corazón adonde de verdad quiere ir. Espero que lo entiendas.
Te quiere,
Lea
Bajé la mano con la carta. Me sentía algo abochornada por haberla leído, y al mismo tiempo me preguntaba quién sería esa tal Lea y qué era lo que había buscado en ese barco. Volví a leerla y, de hecho, teniendo en cuenta la fecha solo podía llegarse a una conclusión: que esa chica, o mujer, había tenido intención de huir de la RDA.
Al comprenderlo sentí como si me pegaran una bofetada.
Igual que mi madre, huyó del país, resonó en mi cabeza. Se acabó eso de olvidar mi pasado gracias al barco…
Una sensación amarga brotó en mi interior, pero por suerte conseguí recuperar la compostura bastante deprisa. Tal vez mi madre había huido, sí, pero eso formaba parte de mi propia historia. La historia de Lea era diferente y no tenía nada que ver con mi gran desengaño personal. De repente olvidé la tabla del revestimiento, me dejé caer en un banco y me quedé mirando el sobre en blanco. ¿Tendría que haber enviado alguien la carta en algún momento? ¿O estaba escondida ahí a propósito?
Una oportunidad increíble se abría ante mí. El sueño de todo publicista.
Desde luego, podía estar precipitándome, pero ¿y si ese barco no había sido solo pesquero, buscaminas y embarcación de recreo, sino también un barco de ayuda a fugitivos?
Respiré hondo y volví a mirar la carta. Una mujer escribía sobre su huida. O su «no huida». En la documentación del barco decía que hasta la reunificación de Alemania había estado en Timmendorfer Strand. En el puerto de Timmendorfer Strand Oeste, no en la península oriental de Poel.
Un barco occidental, pues, que tal vez había transportado fugitivos desde el otro lado.
No podía pasarnos nada mejor.
Saqué el móvil y marqué el número de Merten, pero me saltó el buzón de voz. Debía de estar conduciendo, o reunido con algún cliente. Al despacho no quería llamarlo, porque seguro que lo pillaba tratando un tema importante, y mi grito de «¡Es posible que nuestro barco ayudase a fugitivos a huir en la época de la Guerra Fría!» lo interrumpiría.
Cierto era que no se trataba de una información cualquiera, pero a mí tampoco me habría parecido bien que me gritasen al oído algo así en mitad de una reunión de negocios, de modo que le envié un breve mensaje de texto.
He descubierto algo interesante en el Rosa del Viento. Póngase en contacto conmigo cuando pueda, por favor. A. H.
Y volví a guardar el móvil en mi bolso. Un barco de fugitivos. Quién lo habría dicho.
Ya veía ante mí los titulares de la prensa local cuando volviésemos a botar nuestra embarcación.
«¡Un barco que llevó a cientos de personas a la libertad!».
Unos golpes en el cristal de la ventana me sacaron de mis elucubraciones. Miré hacia un lado y me sobresalté al encontrar el rostro de un desconocido. Llevaba un mono azul, así que debía de trabajar en el puerto.
Me levanté y salí a cubierta.
—Joven, ¿qué está haciendo aquí? —me preguntó, indignado—. ¡No puede subirse a un barco así como así!
Entonces comprendí por qué me había parecido tan hostil la mirada de aquel hombre del barco de excursiones.
—Sí, me parece que sí puedo —repuse con una sonrisa amable—. Soy la copropietaria del barco. Annabel Hansen. —Y le tendí la mano, momento en que él me miró como si hubiese visto un fantasma—. Somos los dueños desde el fin de semana pasado, por eso es posible que todavía no se haya corrido la voz. Mi socio se llama Christian Merten, y es de Binz.
El hombre seguía sin darme ninguna contestación. ¿Acaso no me creía? Si hubiese querido colarme ilegalmente en el barco, no le estaría dando nuestros nombres, ¿no?
Después de que toda esa información recorriera las sinapsis de su cerebro, volvió en sí.
—Albrecht Pohl —se presentó, y por fin me estrechó la mano. Con cierta vacilación, pero lo hizo.
—Encantada de conocerlo. ¿Trabaja usted en el puerto o está con alguno de los barcos?
Me miró un poco desconcertado. Era evidente que había dado por hecho que echaría a correr.
—Estoy en el Nansen —explicó y, al ver que yo no sabía qué barco era el Nansen, señaló hacia un punto de la dársena—. En fin, de verdad que pensaba que no se le había perdido a usted nada aquí arriba.
—Sí, lo que se dice siempre de las mujeres a bordo, ¿verdad? —repuse, y le guiñé un ojo—. Pero, créame, yo ya he navegado en unos cuantos barcos y no he llevado ninguno a la deriva.
Me gané una mirada de incomprensión. O bien no había entendido el chiste, o los marineros ya no creían que subir a una mujer a bordo trajera mala suerte.
—Bueno… —Pohl se rascó el cogote—, pues me marcho ya. Si quiere, puedo echarle un vistazo al barco de vez en cuando. Con el antiguo propietario también lo hacía. Estamos casi todo el tiempo en el puerto, ya no hay mucho que pescar, así que siempre se entera uno de esto y de aquello.
—Muchas gracias, es muy amable por su parte —repuse, y supe que lo siguiente que haría sería preguntar por el puerto si de verdad aquel barco era mío.
Una vez concluida la operación de limpieza, volví a guardar los utensilios en el coche. De pronto me sonó el móvil. Lo saqué del bolsillo del pantalón, vi de reojo el nombre de Merten y contesté.
—¿Tenemos algo emocionante? —preguntó mi socio. De fondo se oía mucho ruido de tráfico.
—He encontrado algo —contesté, y ya iba a añadir que podríamos hablar de ello más tarde si no le iba bien en ese momento. Pero, puesto que me había llamado él, sí debía de ser buen momento, así que le expliqué—: He venido a adecentar un poco el barco, seguro que habrá recibido mi correo electrónico, ¿verdad?
—Sí, lo he recibido. Y de veras que me alegro mucho de poder conocer a su padre el sábado. Le habría contestado más tarde, porque ahora mismo voy de camino a la estación.
—¿Está en Hamburgo? —supuse.
—En Hannover —respondió—. Me he reunido aquí con un cliente y ahora seguiré camino hacia Berlín. Si es que consigo llegar a la estación.
—¿Qué le retiene?
—La conjura de los semáforos. Por lo visto, todos los semáforos posibles se han unido en mi contra y se quedan en rojo una eternidad en cuanto me acerco.
Sonreí tanto que me dolieron las comisuras de los labios.
—Bueno, ¿qué es eso que ha encontrado? —me preguntó.
—Una carta.
—Una carta —repitió él—. ¿Y qué?
—Estaba muy doblada, escondida detrás de una tabla del revestimiento de la pared que ha saltado cuando estaba limpiando. Otra cosa más que habrá que reparar.
—Eso no importa. Siga contando.
—Al principio pensé que estaba ahí por casualidad, que solo era un trozo de papel que habían utilizado como aislamiento. —Habla más deprisa, ve al grano, me advertí. Está de camino a la estación—. El caso es que es de una mujer que, según parece, huyó al Oeste en el barco, o por lo menos tenía intención de hacerlo.
Esperé una reacción. Silencio. Solo el murmullo del tráfico me decía que Merten seguía al teléfono. ¿Estaría intentando avanzar por entre una aglomeración de peatones?
—¿Hola? —pregunté al cabo de unos instantes. Tal vez el móvil se le había resbalado de las manos o…
—Sí, sí, estoy aquí. Disculpe, es que acabo de cruzar una calle.
Eso sonó a excusa, pero daba igual.
—¿Ha oído lo de la carta?
—Sí, lo he oído, sí. Muy interesante.
¿Había algo más? En esa carta yo veía ya un sinfín de posibilidades publicitarias. Él, por el contrario, recibía la información como si le hubiese dicho que bajo la pintura blanca había encontrado restos de color azul. Aunque tal vez fuera cierto que debía prestar atención al tráfico.
—¡Pues a mí me parece maravilloso que nuestro pesquero tenga una historia! Y, si le soy sincera, jamás habría dicho que ese barco pudiera transportar fugitivos. Por supuesto, tendré que hacer algunas averiguaciones más, pero si se confirma que la carta no es solo un pedazo de papel cualquiera…
Seguía sin haber ni rastro de entusiasmo por su parte. ¿Qué ocurría? Su silencio fue como un jarro de agua fría para mi emoción.
—Mmm… Desde luego, no tenemos por qué explicarle a nadie lo que ocurrió con el barco, pero he pensado que estaría bien para llamar un poco la atención. Apuesto a que ninguna embarcación de excursiones de Sassnitz tiene una historia como la que intuyo que hay detrás del Rosa del Viento. De todos modos, si usted tiene algo en contra…
—No, en absoluto —repuso. Su voz sonó diferente esta vez, más suave, y en ella creí percibir algo que no pude interpretar por culpa del ruido de fondo—. Tiene usted razón, es estupendo de verdad.
—¿Quiere que escanee la carta y se la envíe por correo electrónico, o prefiere verla usted mismo el sábado?
—Prefiero verla yo mismo —contestó, y añadió—: En Berlín voy a estar tan liado que no me va a dar tiempo. Además, un documento como ese escaneado no se ve demasiado bien en el móvil.
—Ah… —repuse, y enseguida agregué—: Sí, es cierto, en el móvil cuesta leer estas cosas.
Como si se hubiese ido de viaje de negocios sin el portátil, pensé sin querer, pero me apresuré a apartar ese pensamiento. Nadie estaba obligado a interesarse por un documento solo porque yo me hubiese emocionado. Guardaría la carta y, antes del sábado, intentaría averiguar quién podía ser esa Lea.
—Oiga, ya he llegado a la estación —dijo Merten.
Sus palabras me hicieron regresar al presente y, ni hecho aposta, justo entonces sonó una campana y una voz ininteligible anunció la llegada de un tren.
—Está bien. Hasta el sábado, entonces —repuse, intentando no sonar decepcionada.
Además, era una tontería por mi parte. Merten tenía cosas que hacer, tal vez estaba pergeñando un plan para reflotar una empresa, y de pronto aparecía yo con una simple carta. ¿Qué habría dicho yo si me hubiera llamado por algo así en mitad de una reunión con clientes? El mero hecho de que me devolviera la llamada ya era muy amable por su parte.
—Buen viaje —le deseé antes de colgar.