18
Los astilleros siempre me habían fascinado: las grúas gigantescas, los extensos diques, cascos de barcos grandes y pequeños puestos en grada. De pequeña, después de que mi familia adoptiva me acogiera, iba mucho a visitar los Astilleros Populares. A veces, cuando tenía vacaciones, mi madre me enviaba allí para que le llevara a mi padre el desayuno cuando se le olvidaba. En el trayecto hacia Binz, al pasar por el dique de Rügen había echado un buen vistazo en dirección a la enorme nave azul, y enseguida habían aflorado los ecos de mi niñez.
También los astilleros de Hamburgo me traían recuerdos bonitos. A veces había ido a ver a mi padre y había contemplado cómo se hacía un barco. Allí era donde construían los cargueros grandes de verdad, por lo menos en aquella época, aunque desde entonces esa clase de encargos habían disminuido mucho.
Mi padre me esperaba a la entrada del recinto, que estaba vigilado por un portero. Era Kalle Blom, uno de los pocos empleados que había conservado su puesto.
—¡Buenos días, señor Blom! —exclamé, y saludé con la mano.
Aunque lo conocía desde hacía muchos años, jamás me habría atrevido a llamarle Kalle, como los demás, por mucho que él insistiera en que lo hiciese.
—Pero ¡si no puede ser! ¡La pequeña Hansen! —exclamó él al verme—. ¡Y la Hansen más pequeñita de todas! —Se levantó de su silla para ver de cerca a Leonie. Por lo visto la había reconocido—. Caray, ¡pero cuánto has crecido, moza!
Mi hija se quedó mirándolo extrañada y luego apretó mi mano más fuerte. La última vez que había estado allí era demasiado pequeña para acordarse ahora de él.
—Sí, todo sigue su curso —repuso mi padre, y nos recibió con unos besos. Luego levantó en brazos a Leonie, que soltó un gritito de alegría—. Bueno, amores míos, ¿habéis tenido un buen viaje?
—El Volvo siempre nos trae bien —respondí, y le sonreí.
—Quién sabe cuánto más aguantará. Tal vez, como flamante propietaria de un barco, deberías comprarte un coche nuevo.
—Precisamente porque hace poco que soy propietaria de un barco, no puedo permitirme un coche nuevo —repuse yo—. ¿Ya tenéis el Rosa del Viento en el dique?
Mi padre asintió con la cabeza.
—Sí, ahí está. Ahora mismo no hay mucho que hacer, que digamos, algunos yates y embarcaciones recreativas, un pesquero nuevo. La época de los grandes buques ya es cosa del pasado.
—No digas eso. A todo le llega el momento de resurgir.
Sabía muy bien que mi padre tenía razón, pero también que no había perdido la esperanza de que los tiempos volvieran a mejorar. Tal vez su deseo se cumpliera algún día y allí se volvieran a lanzar al agua petroleros grandes de verdad.
—¿Y dónde está tu socio? —preguntó, y miró alrededor, buscándolo—. Pensaba que vendría con vosotras.
—Tenía otro compromiso antes —contesté—, y probablemente querrá impresionar a tus compañeros llegando con su Indian.
—Con esa moto, lo conseguirá seguro. —Mi padre miró hacia las naves de los astilleros. Se notaba que estaba impaciente—. ¿Sabe que tiene que darle su nombre al portero antes de entrar?
—Lo verá enseguida. Y, como de verdad que no tengo ni idea de a qué hora va a llegar, creo que podemos ir adelantándonos con total tranquilidad.
Mi padre nos llevó a la Nave 5, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Era una nave que se utilizaba para los barcos más pequeños, si es que podía calificarse de pequeño a un pesquero como el Rosa del Viento.
Ahí estaba, en el dique seco. Parecía aún mayor que en el puerto, pero también se le veían mucho mejor los desperfectos.
—Es una dama magnífica, ¿verdad? —preguntó mi padre señalando al barco—. Y lo será más aún en cuanto hayamos acabado con ella.
—O sea, que sí se podrá salvar.
—¡Faltaría más! Y por lo del motor no te preocupes, hoy ya he empezado a tantear el terreno. De aquí a que hayamos puesto en condiciones el exterior del casco, seguro que encontraremos uno que le valga.
—¡Ah, aquí están! —exclamó alguien tras nosotros.
Cuando me di la vuelta, vi a Merten entrando por la puerta. Llevaba la cazadora de cuero abierta, y la camiseta gris que se le veía por debajo tenía una gran ancla estampada. Debía de haber causado sensación con su Indian en la entrada de los astilleros.
—El portero me ha dicho que los encontraría aquí. —Nos dio la mano a todos, incluso a Leonie, que estaba encantada de ver otra vez al «tío Christian».
—Me alegro de verlo, y estoy impaciente por ver qué dice de nuestra dama —dije.
—La alegría es toda mía —repuso él, y me dedicó una sonrisa deslumbrante.
Su mirada se quedó unos instantes fija en mí mientras mi padre empezaba a enumerar qué trabajos se habían previsto en el barco. Todo aquello me sonaba tan abrumador como si pretendiéramos reparar un coche tras un siniestro total.
Merten asentía en cada partida presupuestaria sin que le cambiara la expresión de la cara. Si cuando anunciaron que habría que cambiar el motor lo había visto un poco turbado, esta vez lo tenía todo bajo control.
—En el fondo, suena mucho peor de lo que es —resumió mi padre, y se colocó la tablilla sujetapapeles bajo el brazo.
—¿Cuánto tiempo les llevará? —preguntó Merten, que seguía tan tranquilo como si hubiese encontrado una mina de oro en el sótano.
—Hasta octubre, calculo. La temporada turística ya habrá terminado para entonces, por supuesto, pero seguro que no será demasiado tarde para organizar eventos en el puerto.
Merten me miró.
—Es verdad. Siempre que haga buen tiempo, podríamos organizar algún acto —dije, secundando a mi padre—. Y el barco, además, tiene calefacción, así que también podríamos plantearnos algo navideño. Lo único que no podríamos hacer es salir a navegar.
—Usted es la experta —repuso Merten con una sonrisa.
—Si estáis de acuerdo, os enviaré la estimación de costes. En los trabajos que mis amigos y yo nos hemos propuesto realizar los fines de semana no os cobraremos la mano de obra, solo tendréis que pagar el material. Sin embargo, hay cosas que tendrán que hacer profesionales.
—Vosotros sois profesionales —le recordé yo, aunque sabía lo que quería decir. Con unas cuantas horas de trabajo los fines de semana no habría suficiente.
—Cierto, pero queréis tener el barco lo antes posible, y no dentro de dos años. Además, tampoco podría estar tanto tiempo en el dique, porque los costes de la nave serían enormes.
—¡Aquí estás! —exclamó el viejo compañero de mi padre Helmut Siewert, que justo entonces cruzó las puertas de la nave a grandes zancadas—. Martin, te buscan.
—Disculpadme —se excusó mi padre, y desapareció.
Nosotros nos quedamos junto al Rosa del Viento.
—Todo esto suena inmenso, ¿verdad? —preguntó Merten sin apartar la mirada del barco.
—Ya lo creo, pero seguramente usted ya había contado con ello, ¿me equivoco?
—Si le soy sincero, no. En el agua, el barco tenía mejor pinta. No me quito de encima la sensación de que el tal Ruhnau nos ha timado. Pero ahora ya es nuestro y no nos rendiremos.
—No, no nos rendiremos. —Contemplé su perfil y me llamó la atención que llevaba la barba algo más larga que la última vez. ¿Se la estaría dejando crecer?
Por la calidez y el aroma que irradiaban de él, me habría gustado acercarme un poco más, pero me quedé donde estaba y bajé la mirada hacia Leonie, que parecía algo aburrida.
—Bueno, pues me imagino que ahora sí que somos socios de verdad —dijo Merten de repente, y por fin apartó la mirada del casco del barco.
A mí ese comentario me pareció algo extraño. Socios ya lo éramos desde que acepté su oferta y los dos firmamos el contrato de compra.
—Y, como socios, quizá sería oportuno que empezásemos a tutearnos. ¿O tiene usted algo en contra?
Lo miré con sorpresa. De nuevo algo que aparecía como salido de la nada. En realidad, lo suyo habría sido llegar al tuteo tomando una copa de vino.
—No, yo… no tengo nada en contra —repuse, y le ofrecí mi mano—. Annabel.
Merten la aceptó.
—Christian. ¿Qué le parece…? Mmm… ¿Qué te parece si esta noche lo celebramos tomando algo?
—Me temo que mi madre querrá acapararme. —Vi cómo se extendía la decepción en su rostro. Así que pensé en la carta que llevaba en el bolso y en que, aunque no sabía por qué, me apetecía volver a salir con él—. Pero… también podría pedirle que cuidara de Leonie, y así podríamos tomarnos esa copa.
—¿De verdad? —preguntó como si temiese que volviera a cambiar de opinión.
—De verdad. Mi madre se alegrará de tener a su angelito solo para ella durante un rato.
—Está bien. Entonces, ¿a las ocho? Pasaré a buscarte.
—¿Con la moto? ¿Has traído un segundo casco?
—También tengo un coche, y da la casualidad de que hoy he venido con él.
Le sonreí.
—Está bien. Hasta las ocho, pues.
Antes de que pudiera preguntarle dónde iba a pasar la noche, mi padre apareció otra vez.
—Estos chavales… —refunfuñó—. No saben hacer nada ellos solos.
—¿Te refieres a nosotros? —repliqué en broma.
—No, a los chicos del Dique Uno. Dirías que ya lo han aprendido todo, y de pronto tienen que consultar hasta la menor tontería con el maestro. —Lo que añadió después no lo entendí, pero enseguida recuperó la compostura—. Bah, da lo mismo, tengo una cosa más que os podría interesar del barco. —Y echó a caminar a grandes zancadas.
Yo le lancé a Christian una mirada interrogante y me apresuré a seguir a mi padre.
—¿Y qué es? —pregunté cuando lo alcancé.
—Ahí. ¿Veis esos puntos parcheados de cualquier manera?
Ahora que los señalaba, sí los veía. Desde lejos parecían zonas oxidadas extrañamente bien dispuestas. Nada, de hecho, que hubiese sido digno de mención.
Mi padre sacó el móvil, toqueteó la pantalla y luego me lo puso delante de las narices.
—Por dentro son así.
No conseguí ver nada en la imagen, pero Christian, que alargó el cuello desde atrás, dijo:
—Impactos de bala.
Me lo quedé mirando atónita.
—¿Estás seguro?
Asintió.
—Sí, muy seguro. Vi muchos como esos cuando estuve en el Ejército.
—Tiene razón —lo secundó mi padre—. Son impactos de bala, sí. Alguien disparó en algún momento contra el barco.
—Bueno, fue un dragaminas, así que es probable que estuviera bajo fuego enemigo. —También me pregunté por qué no habían hecho desaparecer los agujeros durante la remodelación, pero esa explicación me parecía plausible.
Christian y mi padre se miraron. De repente tuve la sensación de que se entendían por telepatía.
—No, esos disparos no son de la guerra. Apuesto a que procedían de armas del Ejército Popular Nacional.
—¿Quieres decir que fue el Ejército de la RDA el que disparó contra el barco?
Un instante después, mi padre puso en palabras la idea que acababa de cruzar por mi mente.
—Tu madre me ha contado lo de esa carta. Es posible que el barco fuese atacado por internarse en aguas territoriales de la RDA, y luego alguien quiso que la posteridad supiera que eso había ocurrido.
¿Palatin, tal vez? ¿Había querido el capitán que la historia del barco se conociera?
—¿Estás seguro? —pregunté, y me volví para mirar a Christian, que de repente estaba como petrificado.
Sus ojos no se separaban del casco del barco. Igual que aquella otra vez, cuando estuvimos viendo los dos solos la embarcación que acabábamos de comprar.
—No tengo ninguna otra explicación. El anterior propietario era un alemán occidental, habría podido reparar los impactos de bala sin ningún problema. Sin embargo, solo los parcheó provisionalmente como pudo. Desde fuera no llama demasiado la atención, pero sabía que, cuando alguien le hiciera un repaso general al barco algún día, volvería a encontrarlos.
—Y tal vez se haría preguntas —añadió Christian, algo ausente.
El corazón me cerraba la garganta. Me imaginé al capitán intentando conseguir a la desesperada que la chica de la carta llegara a aguas de la Alemania Occidental. ¿Habría muerto de un disparo? ¿Por eso había ocultado él la carta tras el revestimiento, para que alguien la encontrara algún día?
De repente se me quedaron las manos frías. Tanto, que hasta Leonie se dio cuenta.
—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó, preocupada.
—Nada —contesté—. Es que esa historia me parece muy emocionante.
—Pensaos bien si queréis dejar esos agujeros de bala o si los vais a reparar —dijo mi padre, cargado de pragmatismo—. Pero, si de verdad consigues descubrir qué es lo que ocurrió entonces, estaría bien conservar alguna prueba, ¿no crees?
—Sí, estaría bien. ¿A ti qué te parece?
Al principio Christian no reaccionó, pero luego, de pronto, salió de su ensimismamiento.
—Sí, sí, estaría bien. Lo pensaremos. Esta noche. —Sonrió, pero la alegría no llegó a sus ojos.
¿Qué le pasaba?
Cuando ya nos íbamos del astillero, mi padre fue el primero en despedirse de nosotros.
—A mí todavía me queda un poco, pero tú vete ya para casa si quieres. Y usted puede acompañarla con tranquilidad, mi mujer se alegrará de verlo.
—Muchas gracias, pero he reservado una habitación de hotel. Mañana me reúno con un cliente, por eso me venía muy bien desplazarme hasta aquí hoy.
—Como quiera. Bueno, pues…
Le estrechó la mano a Merten. A Leonie y a mí nos dio un beso en la mejilla y luego desapareció en el recinto de los astilleros.
Yo me sentía algo cohibida con Christian. Primero me ofrecía que nos tuteáramos, luego volvía a tener la sensación de que debía mostrarme cauta para no espantarlo.
—Bueno, hasta esta noche —dijo cuando llegamos a las puertas del recinto.
Me estrechó la mano y se apresuró a cruzar la verja. Yo me quedé atrás un momento y entonces me di cuenta de que el portero sonreía de oreja a oreja.
—Parece que es un muchacho simpático —comentó el señor Blom.
Por supuesto, sabía por mi padre que yo me había divorciado de mi marido. Estaba visto que los hombres no eran tan distintos de las mujeres en eso de animar a los divorciados a encontrar otro hombre u otra mujer.
—Sí que lo es —repuse, aunque no me apetecía en absoluto hablar del tema con él—. Que pase un buen fin de semana, señor Blom, seguro que volvemos a vernos pronto.
—¡Eso espero! —exclamó el hombre, y por su voz no supe si se había llevado un chasco con mi evasiva.
Cuando llegamos al aparcamiento, Christian ya no estaba por ninguna parte.
¡Ay, maldita sea, no le he dado la dirección!, se me pasó de pronto por la cabeza.
Saqué enseguida el móvil, y allí vi ya el mensaje.
Si tengo que mantener mi promesa, voy a necesitar una dirección para ir a recogerte. C.
Sonriendo, tecleé la respuesta y senté a Leonie en su silla para marcharnos en dirección al distrito de Altona.
La casa de tres plantas de Abbestrasse había sido modernizada hacía poco. Mis padres se habían mudado allí después de que los Astilleros Populares despidieran a mi padre. Por mucho que Stralsund fuera mi primer hogar, en el barrio hamburgués de Altona también me sentía en casa.
En aquella época ya éramos una familia, yo ya había aceptado a los Hansen como mis padres y ante mí tenía la gran aventura de vivir en Occidente. Tenía catorce años, la cabeza repleta de música y moda, y Hamburgo me parecía la ciudad más guay del mundo.
Durante los años que me quedaban de colegio y de estudios me integré, y no me marché de allí hasta que conocí a Jan.
Regresar a ese lugar siempre me obsequiaba con la sensación de que mi vida con Jan no había existido. Era como si nunca me hubiese marchado de allí.
De todos modos, llevaba de la mano a la prueba de mi matrimonio, y me pregunté si a Leonie le pasaría lo mismo con nuestra casa de Binz cuando viniera de visita con su propia descendencia.
Nuestros pasos sonaron amortiguados en la escalera, la alfombrilla de sisal que cubría los peldaños se tragó el sonido. También el interior del edificio había cambiado mucho con la reforma. Los que seguían igual eran los gatos de la vecina, que recorrían la casa entera sin que nadie se lo impidiese y observaban con curiosidad a todo el que entraba.
Leonie se entusiasmó con ellos, por supuesto.
—Ese de ahí se parece a nuestro gatito —comentó, y yo solo pude darle la razón.
El minino de rayas pardas era exacto a nuestro esporádico visitante peludo. Por suerte, la alegría de ver a su abuela ganó al entusiasmo que sentía mi hija por todo lo que tuviera un pelaje suave.
Mi madre nos abrió la puerta con una sonrisa enorme. Yo la abracé, Leonie se acurrucó contra ella.
—Qué bien que estéis aquí. ¿Ya habéis ido a ver el barco?
—Pues sí —contesté mientras me quitaba la chaqueta de punto.
Todo el piso olía a bizcocho recién hecho.
—¿Y qué? Tu padre no habla de otra cosa desde el miércoles. Ese barco lo tiene absolutamente cautivado.
Me pregunté si también le habría contado a mi madre lo de los impactos de bala.
—Parece que el Rosa del Viento causa ese efecto en todo el que se acerca a él —repuse mientras Leonie corría al salón dando grititos de alegría.
—¿Y el señor Merten, no viene también?
—No, ha ido a registrarse en su hotel.
—¿Un hotel? Pero si habría podido quedarse aquí.
—Eso habría sido demasiado, ¿no te parece? Para ti no, ya sé lo mucho que te gusta tener invitados, pero él es más bien tirando a…
—Reservado, ya lo sé. Aun así, podrías habérselo ofrecido con total tranquilidad.
—La próxima vez —repuse, y seguí a mi madre al salón.