9

Me encontraba en un andén iluminado de azul, con una maleta anticuada, esperando el tren. Llevaba retraso, pero yo no quise ir a buscar un café, como los demás, sino que me quedé allí plantada.

De repente apareció una figura en el andén de enfrente. Yo solo podía ver que se trataba de una mujer, y de pronto supe que era mi madre. Miraba hacia mí, así que intenté hacerle señales, pero no podía levantar el brazo porque llevaba esa maleta tan pesada y voluminosa encadenada a la muñeca. Quería ir con ella, pero entonces llegó un tren que me cerró el paso. Cuando se fue, mi madre ya no estaba; por lo visto no me había reconocido.

Desperté cuando una melodía se coló en mis sueños confusos. Tardé varios segundos en recordar dónde estaba. Fueron los destellos de luz que iluminaban el oscuro salón lo que me hizo comprender que me encontraba en nuestro nuevo hogar y que por lo visto la película de la noche no era tan entretenida como yo había esperado. Las últimas líneas de los títulos de crédito se leían en la pantalla.

Algo atontada, me levanté del sillón, busqué a tientas el mando a distancia y apagué el televisor. Después hice lo propio con la luz y me fui a mi dormitorio. Por el camino me asomé una vez más a ver a Leonie. Mi princesita dormía profundamente con su conejito de peluche atravesado sobre la barriga.

No me había contado lo ocurrido en la guardería. En lugar de eso, se había entusiasmado haciendo planes sobre lo que podríamos hacer con el barco. Y como era una niña a la que no le entraba en la cabeza reprimir ningún deseo, también me había dicho que con el barco iría a buscar a su padre y se lo traería aquí.

La vi tan contenta que le prometí comprarlo, aunque no sabía si conseguiría el barco, o si tendría muchas ganas de ir navegando en busca de Jan.

Unos minutos después, mientras la fresca tela del pijama iba entrando poco a poco en calor sobre mi piel, comprendí que mi cuerpo ya debía de haber descansado bastante. Las imágenes oníricas volvieron a aparecer. Mi madre en el andén contrario y mi intento desesperado de llegar hasta ella. El peso de mi muñeca, que me lo impedía. Todo ello provocó una sensación amarga en mi fuero interno.

Demasiado bien conocía ese lastre interior. Sin embargo, ¿bastaría con sacudírmelo de encima para conseguir encontrar a mi madre? ¿Me reconocería ella?

Me dije que todo eso eran tonterías. Solo una quimera, igual que los sueños de mi infancia. Aquello no era más que una variación.

A pesar de mantener los ojos cerrados y concentrarme en escuchar los susurros del viento para intentar reprimir ese estúpido sueño, ya estaba completamente despierta. Pocos minutos después volví a levantarme. Las 3.28 de la madrugada, según me informaron los números rojos de mi despertador digital.

Algo tiraba de mí, una fuerza inexplicable. Como la luna cuando daba lugar a las mareas. Me puse el chándal y salí de casa.

Al llegar a la playa, el plateado rayar del alba en el horizonte salió a mi encuentro. El viento era fresco pero suave, el murmullo de las olas sonaba atenuado. Por lo visto era el único ser viviente que se paseaba por la playa a esas horas. Casi todas las luces de los hoteles estaban apagadas, solo aquí y allá destellaba alguna, perdida en la noche. Las farolas del puente de la isla daban la sensación de ser indicadores de un camino en la oscuridad.

Me senté en una de las rocas y apreté las rodillas contra el pecho. No me apetecía meter los pies en el agua helada.

Sentía en mi interior un ardor tal como si me hubiese bebido diez tazas de café.

Intenté imaginar mi barco echando el ancla junto al puente para recoger a los pasajeros. La sala interior inundada por el aroma del bizcocho caliente, la tarta de chocolate y el café, y un guitarrista tocando canciones conmovedoras mientras, al fondo, un escritor nervioso preparaba sus textos.

¿Conseguiría que saliera algo de todo ello? Deseaba ese barco como ninguna otra cosa.

Pero ¿de dónde sacaría el dinero? No tenía avales para pedir un préstamo tan grande. A esas alturas ya no estaba segura de poder conseguir ni siquiera un crédito de diez mil euros.

Mis padres no podían ayudarme, necesitaban su dinero para ellos, sobre todo ahora que mi padre había reducido la jornada laboral con la prejubilación; los astilleros, por desgracia, estaban de capa caída. Y mi madre tampoco ganaba demasiado con su trabajo de secretaria.

Jan podría ser una opción, pero la descarté antes de permitirme pensar en ella un segundo más. Ya era bastante lamentable que mi número hubiese aparecido en la pantalla de su móvil. Seguro que lo había borrado nada más verlo.

Aparte de eso, solo me quedaban los bancos, y con ellos volvía de nuevo al principio de mi círculo vicioso.

Me encontraba tan absorta en mis pensamientos que, en un primer momento, no me di cuenta de que no estaba sola en la playa. No fue hasta que oí unos pasos cuando la imagen del barco desapareció y yo regresé a la realidad. Me volví, sobresaltada, y vi una figura negra que pasó de largo junto a mí. Era un hombre, eso sí pude distinguirlo, pero la luz no alcanzaba para discernir los rasgos de su rostro en la oscuridad. Las piedrecitas crujieron bajo sus pies y me llegó el aroma de una loción para después del afeitado.

¿Qué hacía allí a esas horas de la madrugada?

Por un momento sentí miedo. A mi cabeza acudieron toda suerte de historias sobre mujeres agredidas y violadas. Sin embargo, el hombre no parecía haberse dado cuenta de mi presencia, porque pasó sin saludar y sin detenerse ni un segundo.

Vi cómo desaparecía de nuevo en la penumbra y me picó la curiosidad. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Entraría temprano a un turno de mañana? ¿Acabaría de salir de trabajar? ¿Tendría intenciones deshonestas?

Por un instante me sentí tentada de seguirlo, pero enseguida decidí no hacerlo. Tampoco yo querría que alguien se pusiera a seguirme los pasos, sobre todo si había bajado hasta allí para reflexionar. De modo que me volví de nuevo hacia el mar y no le hice caso al desconocido. Me quedé abstraída en mis pensamientos; él, en los suyos.

Cuando el sol asomó por detrás de las rocas cretácicas, me dispuse a regresar a casa. No fui directa, sino que busqué de nuevo aquella roca sobre la que había visto el ramo de rosas. Esperaba encontrar allí unas flores marchitas, pero el ramo parecía recién cortado, en sus pétalos rosa pálido todavía brillaba el rocío de la mañana. Lo contemplé como si fuera una aparición, luego miré a mi alrededor. Aunque al esquivo desconocido ya no se le veía por ninguna parte, estaba segura de que era él quien había dejado allí las flores. Pero ¿por qué? ¿Era un detalle romántico para alguien que pasaba por allí todas las mañanas?

¿O un gesto de duelo y de recuerdo?

Una gaviota chilló por encima de mí y entonces recordé una leyenda: la de que las almas de marinos ahogados regresaban en forma de gaviota. ¿Le llevaba alguien flores a uno de ellos?

Me entretuve un instante en ese pensamiento, luego lo aparté de mi mente y consulté el reloj. Las cinco menos diez. Tenía tiempo más que suficiente para preparar el desayuno antes de despertar a Leonie.

—Bueno, ¿estás lista para una nueva aventura en la guardería? —le pregunté a mi hija mientras le sacaba del armario la falda con peto de pana color rosa.

—¡Sí! —exclamó entusiasmada, para gran alivio mío.

En la guardería ya la esperaban sus nuevos amigos, que enseguida, nada más quitarse la chaqueta, se la llevaron a jugar.

Desde allí me fui hacia Sassnitz, pero llegué demasiado temprano, así que no aparqué delante del hotel, sino abajo, en el puerto.

Algo me atraía hacia el Rosa del Viento.

Allí seguía, como siempre, y por desgracia no podía decirme si ya había recibido alguna oferta o si habían aparecido más interesados.

Saqué el móvil y llamé a mi padre. A esa hora solía hacer la pausa del desayuno, así que sin duda tendría un par de minutos para dedicarme.

En efecto, contestó tras solo un tono de llamada.

—¿Va todo bien? —preguntó, porque no teníamos por costumbre llamarnos a esas horas.

—Sí, estupendamente —contesté, y casi pude oírle soltar un suspiro de alivio—. Quería contarte las últimas novedades con respecto al barco. Y que Leonie ya ha hecho tres amiguitos en la guardería.

—¡Eso es maravilloso! —repuso él—. Sobre todo lo de Leonie. Ya sabía yo que era una muchachita formidable. —Hizo una breve pausa y luego añadió con gravedad—: ¿Y qué hay del barco? Espero que no se haya hundido ya en la dársena.

—No, ahí sigue. Por desgracia, el precio de venta es bastante elevado. El propietario pide veinte mil euros.

Mi padre silbó entre dientes.

—Con ese dinero casi podrías comprarte un pequeño velero. —Y entonces me preguntó lo que yo ya temía—: ¿Qué tal el estado de conservación?

Sabía que no me serviría de nada mentir. Mi padre notaría en mi voz que algo no cuadraba.

—Por dentro está bastante destrozado. Lo utilizaron como embarcación para excursiones, pero eso fue hace mucho. El propietario dice que desde la reunificación ya no ha navegado más y que ha estado en el puerto deportivo de Timmendorfer Strand. Él lo compró para restaurarlo, pero su mujer ha enfermado y ahora necesitan el dinero para hacer obras en casa.

Silencio al otro de la línea. Sabía lo que le estaba pasando por la cabeza a mi padre. Que una madre divorciada no debería cargarse con un barco así.

Pero yo me había enamorado de ese pesquero. Sí, esa era la verdad, si es que era posible enamorarse de un objeto inanimado.

Mi padre siempre había dicho que toda embarcación tenía alma. Yo no sabía si era cierto o no, pero el Rosa del Viento poseía más atractivo que ningún otro barco que hubiera visto jamás.

—Quieres quedártelo, ¿verdad? —dijo mi padre, que me sacó de mis cavilaciones.

—Sí —contesté—. Lo quiero. No tengo ni idea de cómo reunir la cantidad que piden, y tampoco sé de dónde sacaré el dinero para restaurarlo, pero sé que ese barco tiene que ser mío.

Mi padre suspiró.

—Me encantaría ayudarte, pero ya sabes que…

—De eso ni hablar —lo interrumpí—. Necesitáis vuestro dinero para vosotros, esto es cosa exclusivamente mía.

—Bueno, en realidad tampoco tenía pensado ofrecerte dinero —repuso mi padre, y casi pude ver cómo su boca esbozaba una sonrisa y se le marcaban más las arrugas alrededor de los ojos—, pero da la casualidad de que tu padre es constructor de barcos y tiene amigos que podrían ayudarte a ponerlo a punto. A mí me costará mucho poder de persuasión y a ti muchas cajas de cerveza, pero si te contentas con mis capacidades…

—¡Ya lo creo que sí! —le aseguré sin pensármelo, porque ofertas como esa Martin Hansen no las hacía dos veces—. Pero ¿tendrás tiempo?

—Por supuesto. Aunque habría que remolcar el barco a Hamburgo, porque no puedo trasladarme a Sassnitz cada vez. Para eso podría preguntarle a Uwe, que tiene un amigo en el puerto con un remolcador.

No era capaz de imaginar que nada de todo eso se resolviera sin que me costara dinero, pero las palabras de mi padre fueron como un chocolate después de un día de estrés: me levantaron el ánimo al instante. Puedo conseguirlo, me dije. Lo conseguiré.

—Gracias. Me harías muy feliz —repuse, y me di cuenta de lo conmovidas que sonaron mis palabras. Ni siquiera había hablado así de niña, cuando me regalaban el juguete que había pedido.

—Por ti, cualquier cosa, cariño —dijo él—. Pero ahora, por desgracia, tengo que volver al trabajo. Hablaremos después, cuando hayas atracado un banco para conseguir el dinero.

Al colgar, noté que tenía una enorme sonrisa en el rostro. Mi padre no había intentado disuadirme, y eso por sí solo ya era algo.

Cuando se acercaba la hora, me dirigí al hotel de Hartmann. Él ya me estaba esperando con un café recién hecho y un grueso álbum encuadernado en piel.

—Siéntese, siéntese, señora Hansen —ofreció, y señaló el tresillo.

Puesto que la ropa me iba un poco más estrecha que apenas medio año antes, cuando la había comprado, me abrí un botón del blazer, bajo el que llevaba una blusa blanca cerrada hasta el cuello. Tomé asiento.

—Me alegro mucho de que haya tenido tiempo de venir. Lo cierto es que este hallazgo me tiene pasmado.

Me acercó el café y después me pasó el álbum. Cuando lo abrí, comprendí que, en efecto, se trataba de un descubrimiento extraordinario. Nada vendía más que una historia interesante.

Observada por el señor Hartmann, fui hojeando la historia del hotel. Vi a la primera plantilla con su jefe, un hombre con un bigote como el del káiser Guillermo, cuello diplomático y reloj de cadena en la chaqueta. Las camareras llevaban largos vestidos blancos y cofias almidonadas, los mozos iban con bombachos, y los botones tenían un aspecto exageradamente rígido dentro de sus libreas.

Mientras contemplaba esa fotografía, no pude evitar pensar de nuevo en el Rosa del Viento. ¿Habría en algún lugar una fotografía de su primera tripulación? Cómo me habría gustado ver a esos marineros y a su capitán. Algún día, tal vez…

—Es fascinante de verdad, ¿no le parece? —comentó Hartmann, pero yo apenas lo oía, porque a esas alturas las imágenes me habían transportado a la época de la Segunda Guerra Mundial.

En algunas fotografías habían tachado la cruz gamada de los estandartes que decoraban el edificio con ocasión de alguna festividad. La plantilla estaba compuesta casi exclusivamente por mujeres y el propietario del hotel iba de uniforme. En las imágenes siguientes se veían graves daños en la mampostería, y refugiados que habían sido acogidos en el hotel.

—Estas fotos nos vendrían muy bien para hacer un folleto —dije—. Sobre todo las vistas de la fachada principal.

Junto a las imágenes antiguas de los empleados, había otra de los años ochenta que también me llamó mucho la atención. En realidad, solo se veían albañiles, pero habría jurado que uno de ellos era clavadito al hombre del traje del día de la visita al barco.

No podía ser él, desde luego; a menos que tuviera una fuente de la eterna juventud escondida en el sótano. Sin embargo, tal vez sí fuera su padre…

—Ah, esta foto me parece especialmente interesante. —La voz de Hartmann se entrometió en mis pensamientos—. Muestra las obras de rehabilitación en los tiempos de la RDA. Durante nuestra renovación, nos decidimos a retirar el zócalo exterior de baldosas y dejar la casa tal como había sido antes de la Segunda Guerra Mundial.

Fue entonces cuando me fijé en las feas baldosas con las que sin duda habían querido darle al hotel un aspecto más moderno. Antes de la reunificación yo era bastante joven, de hecho, pero sí recordaba que baldosas como esas habían decorado también otros edificios, incluso bloques de viviendas.

Me alegré de que le hubieran devuelto al hotel su antiguo aspecto, y de que Hartmann no se diera cuenta de que no era el edificio lo que me había llamado la atención en esa fotografía.

—¿Cree que podría quedarme con copias de algunas fotos? —pregunté después de echar otro vistazo a aquellos albañiles.

No era muy probable que volviera a coincidir con el desconocido y, en caso de hacerlo, seguro que nos pelearíamos a muerte por el barco. O lo vería subir a bordo mientras yo, que no habría conseguido el dinero, me quedaba en el muelle viendo alejarse mi sueño.

—¡Faltaría más! —repuso Hartmann enseguida—. Solo tiene que decirme cuáles son las que necesita y le enviaré una copia. ¿Quiere preparar un folleto fotográfico?

—Un folleto con un poco de trasfondo histórico para sus clientes —confirmé—. Vi algo parecido una vez en un castillo-hotel en Austria y me pareció muy interesante. Por desgracia, allí solo tenían un ejemplar de préstamo, que había que devolver. En su caso, lo aconsejable sería dejar un ejemplar en cada una de las habitaciones; sé dónde podríamos imprimirlos a muy buen precio.

—El dinero no es problema —comentó Hartmann restándole importancia.

En ese momento deseé poder decir lo mismo.

Seleccioné quince fotografías del álbum y le pedí otra del personal actual y una de él; a ser posible, colocados en la misma disposición que en la primera fotografía, la del siglo anterior. Con eso, me despedí de Hartmann.

Al salir consulté el reloj. Pasaban unos minutos de las tres; solo habíamos tardado una hora. Eso me daba la oportunidad de bajar una vez más a ver el Rosa del Viento.

En esta ocasión, sin embargo, no me senté cerca del amarradero, sino que fui hasta el gran muro de piedra que habían levantado alrededor de toda la dársena, tan alto que su sombra llegaba a tapar con creces el camino que lo bordeaba. Me senté en una de las piedras y contemplé las casas que se alzaban ante el puerto. Por supuesto, desde allí también alcanzaba a ver tanto el Rosa del Viento como el Hotel Meerblick. ¿Y si le proponía a Hartmann comprar el barco, como prolongación flotante de su hotel? Él sí tenía dinero suficiente, y seguro que le gustaba la idea de montar una cafetería allí.

Solo que eso no era lo que yo quería. No deseaba cederle el barco a nadie, quería arreglarlo yo misma y quizá incluso llevar la cafetería. Además, a Leonie le había entusiasmado la idea de navegar.

—¿Otra vez usted? —preguntó una voz masculina detrás de mí.

Cuando me di la vuelta, reconocí al hombre del traje. Esta vez ya no iba tan peripuesto, llevaba vaqueros y una camisa azul claro que hacía resaltar sus ojos de una forma muy favorecedora.

—¡Y usted! —repliqué.

Al instante se me dispararon todas las alarmas. Intenté convencerme de que no era más que una casualidad que ese hombre estuviera allí. Seguro que no se dedicaba a atosigar al propietario del barco.

Sin embargo, al mismo tiempo recordé aquella fotografía. Sí, el albañil de los años ochenta se parecía a él de una forma asombrosa. Qué lástima no tenerla conmigo…

—En fin, qué pequeño es el mundo, ¿verdad? —Me mostró una amplia sonrisa y se sentó a mi lado en la piedra—. Usted y yo no llegamos a presentarnos, ¿verdad? —Se volvió hacia mí y me tendió la mano—. Christian Merten.

Me lo quedé mirando un momento, como si temiera que en la palma escondiese un artefacto electrificado. Después le estreché la mano y apreté para transmitir toda la seguridad que pude.

—Annabel Hansen.

—¡Madre mía! —exclamó—. Tiene usted un apretón de manos como si cargara mil cajas de pescado todos los días.

—Quién sabe. Tal vez sea eso lo que hago.

Su mirada recayó en mis manos.

—No es cierto. Lo cual hace que me pregunte qué es lo que la ha traído al puerto.

Incliné la cabeza hacia un lado. Todavía recordaba cómo había intentado sonsacarme información el día anterior.

—La última vez ya le conté demasiado sobre mí. Me niego a volver a hacerlo, a menos que primero me diga usted qué es lo que ha venido a hacer aquí.

Me dio la sensación de que nos estábamos acechando como dos gatos que no saben quién debe atacar primero.

Merten sonrió y luego volvió la mirada hacia el barco.

¡Ajá, pillado!

—Es precioso, ¿verdad?

Seguí su mirada. El Rosa del Viento se mecía plácidamente mientras, tras él, una embarcación de excursiones avanzaba traqueteando por el agua.

—Sí que lo es. Y como empiece otra vez a disuadirme de comprarlo, me marcho y punto.

—No, quédese —repuso—. Siento mucho haberla tanteado ayer de esa manera. Es solo que… No quiero que ese barco acabe en las manos equivocadas.

Enarqué las cejas.

—Mmm… ¿Y eso por qué? ¿Tiene algún vínculo personal con él?

Su rostro se volvió hermético al instante.

—Lo cierto es que sí, pero debo pedirle que no me pregunte más por ello.

¿De modo que no era un vínculo positivo? Eso me hizo sentir curiosidad, pero decidí no insistir. De momento.

—¿Viene a menudo por aquí? —le pregunté.

Él miró algo ensimismado el barco y al principio pareció no oírme, pero luego se volvió hacia mí.

—Cuando tengo un rato, sí. Me gusta estar aquí. Un puerto es un lugar de posibilidades, ¿no le parece?

—En eso, si le soy sincera, todavía no había pensado. A mí solo me gusta ver los barcos. Ahí fuera, en el mar… —Me interrumpí, pues sentí que estaba a punto de abrirme demasiado y no quería hacerlo; aquel hombre era un desconocido y un competidor. Tal vez estaba poniendo en práctica otro método para desbancarme de la carrera después de haber visto que con rodeos no estaba consiguiendo nada.

—¿Qué le parece si quedamos para cenar mañana? —me propuso de repente.

—¿Por qué? —solté sin pensarlo. Una invitación era lo último que había esperado de él. Y lo último que me apetecía.

—Bueno, ya lo verá —repuso, misterioso.

—Quiere tener controlada a la competencia, ¿verdad? —dije entonces—. ¿También ha quedado con los demás?

Mi sonrisa creció involuntariamente al imaginarme cómo sería su cita con el surfista, o con el hombre mayor que había criticado el motor diésel del barco.

—No, solo con usted —contestó él con seriedad—. De todos los que estaban allí, aparte de mí, usted es la única que de verdad quiere el barco. Seguro que los demás no dicen nada antes del viernes, me apuesto lo que quiera.

—¿Y cómo lo sabe?

—Usted está aquí, ¿verdad? Los demás, no. Vieron ese cascarón y comprobaron que no vale nada. Usted ha venido a sentarse en el muelle al día siguiente, aunque sin duda tendrá cosas más importantes que hacer. Pero aquí está, contemplando el barco. Para mí es una señal muy clara.

Tenía razón, y casi me avergoncé un poco por ser tan fácil de interpretar.

Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una tarjeta.

—Este restaurante está muy bien, según me han dicho. Y de veras que me encantaría hablar con usted del barco.

La firmeza con que me dio la tarjeta me desconcertó.

—Tengo una hija pequeña —alegué con tono grave. Aunque aceptara la invitación, necesitaría una canguro para esa noche.

—Entonces, ¿era usted la mujer con una niña a la que vi hace poco cerca del Rosa del Viento? —preguntó, aunque por su mirada supe que también él se acordaba de mí.

—Sí, es posible —contesté—, pero lo que quería decir, en realidad, es que no puedo salir una noche así como así.

—¿Y por qué no? Que cuide de ella su marido, y usted le da un cariñoso beso de buenas noches antes de marcharse.

—No hay ningún marido —me oí decir antes de comprender la astucia con la que había indagado en mi situación familiar. De todos modos, ya era demasiado tarde para deshacer lo que estaba hecho o para ocultar nada, así que proseguí—: Hace muy poco que nos hemos trasladado aquí y no conozco absolutamente a nadie que pueda cuidar de ella… y que me inspire confianza.

—¿Dónde vive?

Otra pregunta personal, contabilicé, y mi instinto me advirtió que no se lo desvelara. Sin embargo, lo hice.

—En Binz, y dudo mucho que…

—Una amiga mía trabaja en Binz, en uno de los hoteles de la playa —me interrumpió—. Tiene una hija de dieciséis años que a veces cuida de los hijos de los turistas.

La idea de dejar sola a Leonie con una extraña en plena pubertad no me hacía ninguna gracia. Toda esa situación no me gustaba en absoluto.

—Si quiere, mañana le envío a Lisa a su casa. Así podrá conocerla y ver si su hija se lleva bien con ella. Y, en caso de que sea así, pueden acordar un precio.

Por la seguridad con que lo dijo, para él parecía la cosa más sencilla del mundo. Sin embargo, yo aún me resistía a la idea. No es que en Bremen nunca hubiese recurrido a canguros. Casi siempre era la hija de algún vecino quien cuidaba de Leonie cuando yo tenía un compromiso y no podía llevarla conmigo. No obstante, a esas chicas las conocía, no habían venido recomendadas por un perfecto desconocido que competía conmigo por la compra de un barco, y del que no lograba explicarme por qué me hacía una proposición así.

De manera que me quedé sin saber qué responder.

—No tenga miedo, Lisa es una joven encantadora y muy responsable. Además, yo tampoco la entretendré más de lo debido. Solo quiero que encontremos una solución, por el bien del barco. Y, tal como yo lo veo, esa solución no está en desbancarla de la carrera, por si es lo que piensa. Tengo otra cosa en mente.

La forma en que me miró hizo que mi resistencia se viniera abajo. No era la mirada de un hombre que quisiera algo de mí; era la mirada de un hombre que necesitaba ayuda. ¿Sería eso cierto? ¿Tampoco él tenía el dinero para comprar el barco y pensaba que yo guardaba escondida una gallina de los huevos de oro?

—¿Cuándo podría pasarse Lisa? —me oí preguntar antes de que mi sensatez pudiera imponerse y disuadirme de ello.

—Se lo preguntaré después, en cuanto vuelva a casa.

—¿Vive usted en Binz?

Asintió con la cabeza.

—Sí, pero todo lo demás se lo contaré si accede. ¿Qué me dice?

—Siempre y cuando mi hija no tenga nada contra la hija de su amiga…

Volvió a asentir, y una sonrisa se deslizó en su rostro.

—Muy bien. Entonces solo tiene que decirme cómo puedo ponerme en contacto con usted y, sobre todo, darme su dirección para que también Lisa pueda encontrarla.

En el coche regresaron mis dudas. Pero ¿cómo se me había ocurrido? ¡Le había dado mi número de móvil y mi dirección a un completo desconocido! Normalmente nunca hacía algo así, pero tampoco me había visto en una situación similar.

Deseaba sacar adelante ese proyecto. Más que ninguna otra cosa. Porque sentía que me haría bien, y porque tal vez con ello podría aparcar también mis conflictos con el pasado. Por eso sería bueno reunirme con Merten y, por lo menos, escuchar lo que tuviera que decirme.

En el camino de vuelta desde la guardería, Leonie me habló muy emocionada de sus compañeros de juegos y me contó que uno de ellos tenía un caballo.

—¿Puedo tener un caballo yo también? —me preguntó.

—No, cielo, por desgracia eso no puede ser —contesté y, ensimismada, añadí—: Nuestro jardín es grande, pero un caballo no se sentiría a gusto allí.

—Podríamos cabalgar con él por toda la playa —repuso Leonie, que estaba claro que ya lo había pensado todo.

—Pero entonces tendría que bajar esa escalera y podría romperse una pata.

Mi hija lo estuvo reflexionando un rato, y casi temí que volviera a sumirse en la tristeza, pero de repente preguntó:

—¿Ya has comprado nuestro barco?

—No, todavía no. Pero pronto me reuniré con una persona, y tal vez después pueda comprarlo.

—Los caballos no pueden subir a un barco, ¿verdad?

No pude contener una sonrisa.

—Sí que pueden, pero no les gusta. Se marean en el mar.

—¿Se marean? —preguntó Leonie—. ¿Es que dan vueltas en el mar?

—No, pero el balanceo del barco también puede marear.

—Qué pena —comentó al oír mi respuesta—. Bueno, entonces no compraremos ningún caballo. Un barco es muchísimo mejor. —Acto seguido, se concentró en el libro de dibujo que yo siempre llevaba en el coche para ella.

Mi hija tenía razón, un barco era muchísimo mejor. Ya solo me faltaba conseguirlo.

En casa, Leonie entró corriendo en su habitación dando gritos de alegría mientras yo sacaba el correo del buzón. Todavía no recibíamos mucho. Una carta de mi asesor fiscal y una encuesta de la aseguradora que me alegraría la tarde. Además de eso, un folleto de una casa de modas de Binz. La señora Balder debía de haber sido clienta suya, porque la publicidad iba dirigida a su ella.

Cuando me sonó el móvil, contesté sin mirar la pantalla, porque suponía que sería Christian Merten para decirme si la canguro podía venir.

La voz que oí me dejó de piedra.

Jan.

—Me has llamado dos veces, ¿qué pasa? —preguntó con un tono impersonal, como si no tuviese al teléfono a su exmujer, sino a algún subordinado que se había atrevido a sacarlo de una reunión.

Al principio no supe qué decir. Ni se me había ocurrido pensar que me devolvería la llamada.

—¿Estás ahí? —preguntó al vacío al ver que mi respuesta seguía sin llegar.

Tal vez habría sido mejor colgar, pero me acordé de las lágrimas que Leonie había derramado por él. Le había prometido a la niña que hablaría con su padre.

—Solo quería comunicarte que me he trasladado —dije por fin—, y que Leonie te echa de menos.

—Ajá. Entonces será mejor que le des la dirección a mi secretaria, así la tendré localizada si me hiciera falta.

¿Y Leonie qué? Por lo visto había decidido pasar por alto la segunda parte de la frase. Lo intenté una vez más y me tragué la bilis que me subía por la garganta, porque detestaba pedirle nada.

—Leonie te echa de menos y pregunta si algún día vendrás a verla.

Silencio. Seguro que Jan creía que no me había oído bien.

Casi estaba a punto de preguntar si seguía ahí, pero entonces contestó:

—Es una broma, ¿verdad? ¿Me llamas varias veces sin que haya pasado nada importante y luego vas y me sueltas que si quiero ir a ver a mi hija?

—Tiene cinco años y, por desgracia, no puede llamarte ella misma —repliqué con obstinación, porque odiaba que me hablara con ese tono. Demasiadas veces lo había oído ya.

—Y, como tiene cinco años, tampoco puede saber que no dispongo de tiempo para esa clase de visitas. —Resopló, molesto. Enseguida arremetería como un toro enfurecido—. Ese es tu deber —añadió—. Ya acordamos que tú te encargarías de la niña y yo me ocuparía de vosotras económicamente. Estábamos de acuerdo en que no queríamos la custodia compartida.

Casi fue como si me lanzase a la cara el resultado de nuestro proceso de divorcio.

—Ya lo sé —repuse—, y tampoco yo tengo ninguna intención de cambiar eso. Pero Leonie te echa de menos, y eso es algo que no puedo evitar.

De nuevo ese resoplido. Ya esperaba que me colgara sin más, pero Jan no era de esa clase de personas. Se tomaba todas las molestias necesarias para acabar teniendo la última palabra.

—Pues llévatela al zoo, haced algo juntas. Salid de viaje. Si no tienes dinero para eso, comunícaselo a mi secretaria y os transferiré la cantidad que haga falta. Pero ahórrame todas estas llamadas si no pasa nada importante. —Las últimas palabras las gritó al auricular.

Yo guardé silencio e intenté que me resbalaran. No lo conseguí. Cada una de ellas fue como una bofetada, y yo, de pura ira y decepción, no fui capaz de contestar.

—Lo siento, tengo una cita —dijo entonces, algo más tranquilo—. Llámame cuando haya algo importante. Y acuérdate de dejarme la dirección.

Entonces colgó. Oí un tono breve y luego se cortó la comunicación. La sangre afluyó a mis oídos y el estómago se me encogió un poco, como si fuera una foto arrugada por una mano cruel.

¿Por qué no podíamos relacionarnos de una forma más civilizada? A fin de cuentas, hubo un tiempo en el que nos habíamos entendido muy bien. Al principio de nuestra relación, era atento y cariñoso, me había hecho sentir que era la mujer más guapa e importante del mundo. Después, sin embargo, triunfó en su profesión, el trabajo pasó a ser más importante que yo, y en algún momento también lo fueron las demás mujeres que, por supuesto, iban detrás de un hombre de éxito.

Jan se había olvidado de todo lo que nos habíamos prometido cuando nos enamoramos. Que me tuviera un poco abandonada a causa de su carrera era algo que tal vez podría haber pasado por alto, pero no las infidelidades… Y tampoco que no mostrara ningún interés por nuestra hija.

De repente se me saltaron las lágrimas. Sabía que Jan era un imbécil, y debería haberme olido ya cuál sería su reacción ante la petición de Leonie. Aun así, lloré igual que la vez que descubrí que la causa de sus ausencias en nuestra vida común era una amante.

—Mamá, ¿por qué estás llorando? —preguntó mi hija, que entró en la cocina sin hacer ruido.

Debía de haber oído mis sollozos. Se acurrucó contra mí y me rodeó una pierna con sus bracitos.

¿Haría bien en decirle que su padre acababa de cantarme las cuarenta porque le había pedido que diera señales de vida de vez en cuando? ¿Por ella, al menos? Dejé el móvil en la mesa y la estreché entre mis brazos.

—Es solo que estoy un poco triste —contesté mientras hundía la cara en sus rizos.

En esos momentos, abrazada a mi hija cuando sabía que no podía hacer realidad su mayor sueño, no me veía capaz de ser valiente.

Entonces volvió a sonar el móvil; al principio pensé en no contestar, pero luego recordé a Christian Merten y a la canguro.

—¿Es papá? —quiso saber Leonie. Sus ojos se iluminaron igual que en Navidad.

Me tragué mi rencor hacia Jan y contesté al teléfono.

—Soy Merten, espero no molestarla.

Me sorbí la nariz. ¡Maldita sea, iba a tener que hablar con él completamente descompuesta!

—No, no, me alegro de oírle. —Se me escapó un sollozo de la garganta. ¡Qué vergüenza!

—Ah, ¿y cómo me he ganado ese honor? —repuso él, pero enseguida se puso serio—. ¿Va todo bien?

—Sí, es que… estaba cortando cebolla —mentí. No era asunto suyo saber por qué lloraba. Volví a sorberme la nariz y luego pregunté—: ¿Ha hablado ya con la hija de su amiga?

—Sí, y más tarde tiene un rato para pasar a presentarse. ¿Sobre las seis le iría bien?

—Sí, sí, creo que sí —contesté, y en algún rincón de mi cerebro se encendió una bombilla que me decía que, ya que se tomaba la molestia de venir, tendríamos que ofrecerle algo de cenar.

—Muy bien. Ella se alegra de poder sacarse un dinerillo. De modo que… ¿nuestra cita sigue en pie?

—Si la canguro me parece apropiada, sí. —Me sequé las lágrimas de la cara—. Muchas gracias por habérselo pedido.

—No hay de qué. Estoy seguro de que Lisa le gustará. Hasta mañana, pues, y me alegro de que hayamos hablado.

—Yo también, hasta mañana.

Colgué y me froté los ojos. Resultaba difícil digerir las palabras negativas de Jan, pero aun así intenté olvidarlas. Esa chica se presentaría dentro de dos horas, y antes de eso tenía que preparar algo de comer para poder servir a la mesa, aun a riesgo de que Lisa no quisiera tocarlo.

—Can-gu-ro. —Leonie dividió la palabra en sus tres sílabas e hizo una pausa después de cada una, como si quisiera saborear el sonido de todas ellas—. ¿Por qué se llama así? —preguntó.

Abrí el horno y saqué la coca salada que había improvisado a toda prisa. A Leonie le encantaba, y esperé que Lisa no tuviera nada en contra.

—Porque así se le llama a alguien que cuida de un niño.

Le expliqué a Leonie que la noche siguiente vendría una canguro a estar con ella. Ya lo habíamos hecho alguna que otra vez, pero antes nunca le había interesado saber por qué se llamaba así. Ahora que ya tenía cinco años, siempre quería una respuesta para todo, y eso a veces me ponía al límite de mis capacidades, porque ¿quién más que una niña de cinco años le daba tantas vueltas al origen de una palabra?

—¡Yo no soy un cangurito! —protestó.

—Ya lo sé, pero, de todas formas, vendrá a cuidarte una canguro. Se llama así y punto. ¡Ay! —Aparté la mano de la bandeja del horno y me soplé el dedo que había tocado el metal ardiente.

Desde la llamada de Jan, estaba completamente aturdida. A Leonie no podía contárselo, porque solo habría conseguido ponerla aún más triste, y no había tiempo para una detallada conversación con mi madre.

—¿Te has hecho daño? —preguntó mi hija, preocupada, cuando puse el dedo quemado bajo el chorro del agua fría.

—Solo un poco —contesté.

—¡Hay alguien en nuestro jardín! —exclamó Leonie, emocionada de repente.

Corrí hacia ella. En efecto, allí había alguien, una figura vestida con vaqueros y camiseta de tonos claros. Había subido por la escalera de la playa. Debía de ser Lisa.

—Es la visita —dije, y salí al jardín. ¿Por qué habría subido por la escalera? ¿Porque era más corto? ¿Conocían ese camino los lugareños? Por supuesto que lo conocían y, si no, lo encontraban. Cuando la playa estuviera llena de gente, tendría que vigilar que no se colaran en nuestra propiedad—. Espera aquí, voy a recibirla.

Cuando llegué a la verja del jardín, Lisa ya estaba cruzando por los rosales.

—Bastante escarpada, esa escalera —dijo sonriendo, y me tendió una mano—. Hola, soy Lisa.

La estudié con la mirada: una típica chica de dieciséis años con el pelo largo y rubio, y pecas. Sin duda, más de un joven de la isla estaría loco por ella.

No pude evitarlo, por algún motivo de pronto me vi reflejada en ella. Una chica joven llena de esperanzas, expectativas y con algún objetivo. Que esperaba encontrar a su gran amor y tal vez acabara topando con el joven equivocado. O tal vez no. No todo el mundo era como yo.

—Hola, Lisa, soy Annabel Hansen —me presenté, y también le tendí la mano—. Espero que te guste la pizza.

Asintió con la cabeza y me siguió al interior de la casa.

Leonie nos esperaba en la cocina. Era el momento de la verdad. Mi hija enseguida sabía si alguien le caía bien o no. Cuando entramos, se quedó mirando a su canguro en potencia con los ojos muy abiertos.

—Hola, yo soy Lisa. —La chica se presentó con naturalidad como si todos los días se ocupara de los hijos de otras personas—. ¿Y tú cómo te llamas?

Mi hija siguió mirándola un segundo más y luego contestó.

—Leonie. ¿Eres mi canguro?

Lisa miró hacia mí con cierta inseguridad.

—Sí, si a tu madre le parece bien.

—¿Y tú sabes por qué una canguro se llama así?

—No. ¿Quizá porque los canguros llevan a sus crías en las bolsas marsupiales y cuidan muy bien de ellas?

—Pero ¡yo no soy un cangurito! —replicó Leonie.

Lisa asintió y sonrió.

—Está bien. Entonces, contigo seré una compañera de juegos. O una amiga, si quieres.

—Vale —dijo mi hija, visiblemente aliviada—. Eres mi amiga.

Con una sonrisa, me acerqué a la mesa para cortar la pizza.

Si la conversación con Merten iba igual de bien que el encuentro entre Lisa y mi hija, podría darme por satisfecha.