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—¿Qué me dices? ¿Dónde quieres que cuelgue el póster?
Leonie se mordía el dedo índice como hacía siempre que pensaba concentrada en algo. A sus cinco años, ya tenía unas ideas muy claras sobre cómo debía ser su habitación, y por eso dejé que fuese ella quien decidiera la disposición de lo que iba colgado en la pared, aunque nos llevara más tiempo.
Mi hija fue mirando una pared tras otra. Los muebles que había no eran de unos colores demasiado alegres; los Balder habían usado esa habitación como cuarto de invitados. Algo de remedio podríamos ponerle con las sábanas de princesas de Leonie, su mantita y sus peluches, y desde luego con sus pósteres, en los que posaban princesas con vestidos de color rosa, elfos y unicornios. Lo demás tendríamos que ir a comprarlo al centro de la ciudad de Binz, a las afueras de la cual se encontraba nuestra casa, sobre un pequeño promontorio.
—¡Ahí! —decidió al fin mi princesita, y señaló un punto de la pared que quedaba por encima de la cama.
—¡Muy bien! —contesté yo, y lo colgué.
Acababa de pegar las últimas tiras de cinta adhesiva cuando sonó mi móvil. Lo rescaté de la mesa y vi el número de un cliente nuevo al que le había presentado un proyecto para un posible encargo mientras aún estaba haciendo las cajas del traslado. Mis probabilidades de conseguir el trabajo no eran especialmente buenas, ya que entre mis competidores se contaban dos grandes agencias de publicidad con bastante renombre. Su llamada hizo que se me acelerase el pulso. ¡Seguro que no se tomaba tantas molestias solo para rechazar mi oferta!
—Annabel Hansen, diga —contesté al teléfono.
—Hartmann, del Meerblick —repuso mi interlocutor.
Se me ocurrió que esas tres palabras juntas sonaban casi como un nombre nobiliario, aunque Joachim Hartmann no pertenecía a la nobleza, desde luego.
—Hola, señor Hartmann. ¡Me alegro de oírle! —exclamé antes de caer en un silencio expectante. ¡Venga, va!, gritaba algo en mi interior. ¡Desembucha!
—¿Qué tal, señora Hansen? ¿Ha llegado bien a Binz?
—Sí, gracias. Llevamos toda la mañana deshaciendo maletas.
Le lancé una mirada a Leonie, que en esos momentos estaba ocupada colocando sus pequeñas figuritas en el alféizar de la ventana.
—Me alegro. ¿Cree que mañana tendría tiempo de pasarse un momento a vernos? Nos gustaría mucho hablar con usted sobre el nuevo proyecto.
—¿Significa eso que van a adjudicármelo?
Me quedé de piedra. Tuve que hacer un gran esfuerzo para conseguir contenerme y no ponerme a gritar de alegría. ¡Mi primer encargo en la casa nueva! Ya sabía yo que me traería suerte.
—Sí, se lo vamos a adjudicar. De todas las propuestas, la suya es la que más nos ha convencido. Mañana me gustaría comentar un par de detalles con usted antes de marcharme de viaje. Así, después tendrá tiempo más que suficiente para desarrollar la campaña.
—Mañana me va de maravilla —confirmé enseguida, aunque todavía no tenía ni idea de dónde dejaría a Leonie. La plaza de la guardería no quedaba libre hasta el lunes, y al día siguiente era viernes. Tal vez la niña no tuviera nada en contra de ir a dar un pequeño paseo conmigo por la ciudad—. ¿Le importaría que llevara a mi hija? No puedo dejarla en la guardería hasta el lunes que viene.
—Ningún problema —me aseguró Hartmann—. ¿A las once le parece bien?
—¡Sí, desde luego!
Sonreí para mis adentros. La casa nueva sí que parecía traerme suerte de verdad.
Después de colgar, me sentí como flotando entre nubes. Había deseado con todas mis fuerzas poder ocuparme de la campaña publicitaria del Hotel Meerblick, en Sassnitz. No solo porque Joachim Hartmann pagaba bien, sino porque el emplazamiento del hotel era único. Desde su elevación, dominaba prácticamente todo el puerto de Sassnitz, en el que se podían ver entrar y salir a los barcos. Incluso decían que había un submarino. No estaba segura de si a Leonie le apetecería mucho la idea de ir, pero mi hija se mostró entusiasmada.
El Meerblick también era algo así como el proyecto más personal de Joachim Hartmann, que en los últimos años había fundado su propia cadena de hoteles. Para equipar el edificio había contratado a un famoso arquitecto de interiores, y lo único que le quedaba por hacer era lanzar una campaña publicitaria adecuada que transmitiera a los posibles visitantes la idea de que en su establecimiento disfrutarían de una estancia como en ningún otro hotel de la zona.
—¡Mami, mami! —me llamó Leonie de pronto desde la cocina.
Mi hija había salido de la habitación sin que me diera cuenta mientras yo hablaba por teléfono.
Alarmada, me sobresalté como cada vez que la perdía de vista y, de repente, me llamaba. Sabía que era una tontería, pero siempre sentía ese miedo a que pudiera haberle pasado algo.
Entré corriendo en la cocina con el corazón a mil por hora.
Leonie se había levantado la sobrefalda floreada del vestido y señalaba un gato que se había colado por la puerta abierta de la casa. El animal, de pelaje gris y atigrado, se asustó al verme y se encogió mientras me vigilaba con sus ojos verde amarillento.
¿Se habían olvidado los Balder de llevarse a su mascota?
—¡Mira, un gatito! —exclamó Leonie, emocionada—. ¿Nos lo podemos quedar?
Apenas había dicho eso, el animal aprovechó la oportunidad para escapar. Su ágil cuerpo desapareció como el rayo por la puerta hacia campo abierto.
—¡Gatito! —gritó Leonie, y echó a correr tras él sin pensárselo dos veces.
—¡Leonie! —la llamé yo, y corrí para alcanzarla.
Cuando llegamos al jardín delantero, el gato ya no estaba por ninguna parte, por supuesto.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó mi hija mientras escrutaba los arbustos.
—Seguro que cuando menos te lo esperes vuelve a aparecer —dije, porque, aunque no había crecido en el campo, sabía que los gatos solían frecuentar siempre los mismos lugares, sobre todo si eran sitios donde no los querían—. Ven, vamos dentro a seguir con tu habitación. Puede que el gato venga a vernos otra vez más tarde.
A pesar de que ese día todo había salido a pedir de boca, no conseguía quedarme dormida. Mientras escuchaba el susurro del viento que se había levantado hacia el anochecer y que mecía los árboles, no podía evitar recordar lo que la señora Balder me había dicho antes de partir: que lo que soñara esa primera noche acabaría haciéndose realidad.
No era supersticiosa, porque, si creyera en esas cosas, a mi edad tendría que trabajar de conductora de tranvía; justo eso era lo que había soñado cuando me fui a vivir con Jan a nuestro piso común.
Sin embargo, en cierto modo me inquietaba que en mis sueños pudiera colarse algo negativo. Algo que yo no deseara. Nada debía arrebatarme mi buenos presentimientos en ese nuevo comienzo.
Cuando los párpados empezaron a pesarme como el plomo y todos mis pensamientos angustiosos se esfumaron, me vi transportada de nuevo a una cocina. Era una cocina muy vieja y anticuada, y también bastante pequeña. Estaba en un edificio de nueva construcción y eran los años ochenta. Eso último lo supe al ver el calendario de la pared, que mostraba la página del 17 de septiembre de 1985. Sobre un tendedero plegable, en primer término, colgaban trapos de cocina, y más al fondo se veían otros secos, que parecían haber quedado muy tiesos. Algo golpeteaba en la cocina mientras en el salón se oía el ruido de un televisor encendido. Hasta mí llegaba una voz nasal, masculina, que debía de estar dando las noticias.
Yo estaba sentada a una mesa. El mantel de hule de topos azules estaba algo desgastado en las esquinas y tenía unos pequeños cortes que estropeaban el estampado. A mi madre a veces se le escapaba el cuchillo del pan de la tabla de cortar, con lo que cada pocos meses teníamos que ir a los almacenes para intentar conseguir un hule nuevo. A veces era muy difícil, sobre todo cuando hacía tiempo que se habían agotado las existencias y ni siquiera les quedaban manteles de estampados feos.
Qué curioso que se me ocurriera pensar eso justamente en ese momento, cuando lo que yo quería, en realidad, era hacer un dibujo. Ante mí tenía una caja de pinturas con las pastillas muy gastadas. El agua donde lavaba el pincel de plástico, con cerdas negras y un poco estropeado ya, había adquirido un singular tono lodoso. No era de extrañar, porque había utilizado casi todos los colores. Así lo hacía siempre que pintaba cualquier cosa; me aseguraba de usar todos los colores que tenía a mi disposición.
Yo era mi yo de hacía unos veintinueve años: una niña pelirroja y con pecas, no mucho mayor que mi propia hija, y estaba tan concentrada en el dibujo que no me di cuenta de que mi madre entraba por la puerta de la cocina.
—Bella, ahora tienes que dejar de pintar, que enseguida empezará el programa de irse a dormir.
—Solo un ratito más —pedí sin apartar la mirada de mi obra.
—Mañana podrás seguir pintando —dijo mi madre, y se puso a recoger todos mis trastos.
La observé con tristeza mientras se llevaba la caja de pinturas y el vaso de agua, pero no quise soltar mi dibujo.
—Mejor déjalo aquí, que la pintura no está seca todavía —me advirtió mi madre.
Aun así, no quise entregárselo. Era mi obra maestra, el mejor dibujo que había hecho jamás. Estaba convencida de ello.
Por fin mi madre dio su brazo a torcer y dejó que me lo llevara al salón, donde me acomodó en un sillón tapizado con una basta tela roja. A veces, cuando jugábamos, ese era mi trono, aunque uno de los brazos estaba algo raído.
Me arrellané en el sillón con mi dibujo y sentí que de repente me pesaba mucho el cuerpo. Se me cerraban los ojos, y eso que era el día que en el programa de irse a dormir daban un cuento del señor Fuchs y la señora Elster. Pero nada, no conseguía aguantar despierta. Justo entonces empezó a sonar la sintonía del programa, pero la oí lejana y distorsionada, y entonces todo se quedó a oscuras.
Cuando desperté de nuevo, vi una luz azul que lanzaba destellos. Todo lo demás estaba oscuro, lo único que brillaba era esa luz que, a intervalos de un segundo, iba iluminando a personas y vehículos. Oía voces, pero como si vinieran de muy lejos. No comprendía lo que estaba ocurriendo, así que cerré los ojos y esperé volver a dormirme enseguida para soñar con alguna otra cosa, con algo bonito… Porque estaba convencida de que esos coches y esa luz azul no eran más que parte de un sueño, o de una de esas series policiacas que mi madre veía a veces…
Me desperté sobresaltada. Tenía el camisón empapado por el sudor y pegado al cuerpo, el corazón me latía desbocado. Oía el murmullo del viento y los susurros de los árboles; desde lejos me llegaba el rumor del mar azotando la orilla. Aunque sabía dónde estaba y que lo que había visto quedaba muy atrás, tardé un buen rato en quitarme esas imágenes de la cabeza.
Ese sueño era un viejo conocido mío. Habían pasado varios años desde la última vez que lo soñé, pero ahí lo tenía de nuevo, obsequiándome con el mismo pánico que me invadía cada vez que recibía su visita.
Cuando todavía era una niña, casi siempre soñaba con aquella noche: la última noche que estuve con mi madre. No recordaba muchas cosas de ella, pero ese último rato que pasamos juntas se me quedó grabado a fuego en la memoria, junto con la fecha. De nada habían servido todos los intentos que hicieron en su momento por conseguir que olvidara lo sucedido. No, ni yo misma había podido reprimir el recuerdo. De vez en cuando volvía a emerger y me advertía de que, bajo la fachada de la Annabel adulta, que lo tenía todo controlado, existía también una Annabel pequeña, que no sabía por qué la había abandonado su madre. Esa pequeña Annabel a quien no dejaron de repetirle que, en efecto, su madre se había deshecho de ella, hasta que se lo creyó.
¿Y qué decía la Annabel adulta al respecto? Hacía ya tiempo que no pensaba en si mi madre me había abandonado de verdad, o si todo aquello no había sido más que una mentira de los funcionarios del Partido.
Pero ¿por qué no había vuelto a pensar en ello después de la reunificación de Alemania?
¿Y por qué lo hacía justamente ahora?
Me quedé mirando al techo. El corazón me latía con fuerza. También hacía bastante tiempo desde mi última taquicardia. Una amiga me aconsejó que en esos casos abriera una ventana y me destapara. Sin embargo, lo que necesitaba era otra cosa.
Recorrí el pasillo de puntillas y con el corazón palpitante. Era una tontería, pero en ese momento sabía que no podría volver a dormirme hasta que lo encontrara. El dibujo.
Durante todos esos años, siempre había viajado conmigo metido en una carpeta. Nadie más que yo sabía de su existencia. Daba igual adónde me trasladara, siempre lo llevaba escondido. Jamás había encontrado el valor para deshacerme de él; era el único testimonio que me quedaba de mi antigua vida.
Fui al salón y, con la certeza de un sonámbulo, encontré la caja donde lo guardaba. No habría sabido decir en qué paquete estaba mi vestido rojo, o el despertador con orejitas de gato, pero sí sabía exactamente dónde había metido el dibujo. Arrastré la caja con manos temblorosas y, sintiendo que me fallaban las rodillas, la abrí.
Primero tuve que revolver entre muchas otras cosas: bufandas, bolsitas con horquillas para el pelo, una caja con sellos antiguos que utilizaba para decorar las tarjetas de felicitación… Debajo del todo había algunas muestras de trabajos, y ahí la encontré.
La carpeta en la que guardaba mi dibujo tenía la misma edad que yo. Lo sabía porque alguien había escrito el año de mi nacimiento en ese cartón, ahora descolorido. No tenía ni idea de cuál había sido el uso originario de la carpeta, pero en el lugar destinado al nombre se leía «Silvia Thalheim». Alguien lo había borrado con goma, o por lo menos lo había intentado; el negro de la mina había desaparecido, pero la marca que había dejado la punta del lápiz seguía ahí. Y sin duda ahí estaría hasta que, algún día, alguien tirara la carpeta a la basura.
Un escalofrío me recorrió la espalda al retirar las gomas que la cerraban. La abrí. Solo contenía ese dibujo. Una representación descolorida de una niña delante de un molino de viento. La niña estaba de pie en un campo lleno de flores y sostenía un globo en una mano. Su cuerpo era un sencillo triángulo pintado de rojo y tenía el pelo de color amarillo, igual que el sol gigantesco que se veía por encima de las aspas del molino. Era el dibujo que había hecho la noche antes de que todo cambiara. Vacilante, acaricié el molino, pero aparté la mano al ver que un poco de pintura se resquebrajaba del papel.
Era el último dibujo que hice en nuestra cocina, el último dibujo que vio mi madre antes de desaparecer de mi vida y abrir un profundo abismo en mi interior.
—Mami —oí que me llamaba mi hija desde el pasillo—. Mami, ¿dónde estás?
Al instante regresé al aquí y al ahora. Leonie se había despertado. Volví a guardar la carpeta del dibujo en la caja a toda prisa y me levanté.
—¡Estoy aquí, cielo! —exclamé, y fui a la puerta del salón.
Mi hija me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó mientras apretaba en un abrazo a su conejito de peluche rosa.
—No podía dormir y me he puesto a mirar en las cajas.
—¿Qué buscabas? —quiso saber.
Aunque solo tenía cinco años, era imposible engañarla. Siempre me descubría el juego.
—Nada en concreto —respondí, y la levanté en brazos—. Solo quería comprobar que no me he olvidado nada.
Detestaba mentir a mi hija, pero tampoco quería hablarle de ese dibujo. Todavía no. En algún momento lo haría, aunque…, ¿qué iba a contarle? Lo que me había ocurrido en aquel entonces se perdía en la niebla. Siempre lo había ocultado con tanta facilidad que ni yo misma sabía ya qué era lo que había sucedido exactamente. Además, me guardaba mucho de remover en el pasado.
—¿Quieres venir a mi cama? —le propuse a Leonie con la esperanza de que olvidara sus preguntas.
—¡Ay, sí! —exclamó entusiasmada.
Mi plan había surtido efecto. Me la llevé a esa cama tan grande en la que había puesto sábanas limpias, le canté una nana y la tuve abrazada hasta que se le cerraron los ojos y su respiración se hizo profunda y regular.