19

Dos horas después, estaba nerviosa frente al espejo que había sobre el fregadero de la cocina. En realidad mis padres tenían un cuarto de baño bien iluminado, pero ya en mi época, las primeras veces que había salido a la discoteca, siempre era allí donde me arreglaba. Sobre todo porque justo al lado tenía la nevera para abrirla y sacarme un refresco.

Tal como había acertado en suponer, mi madre no cabía en sí de alegría cuando le conté lo de la invitación. Por un lado por Leonie; por otro, por Christian.

—¿Conque te ha propuesto que os tuteéis? —comentó, y me guiñó un ojo, como si acabara de confesarle que le había hecho un striptease.

—Sí, me lo ha propuesto. A veces los socios lo hacen.

—Y no solo los socios.

—Mamá, sé muy bien adónde quieres ir a parar, pero ni siquiera sé todavía si ya está con alguien.

—Pues pregúntaselo.

—Ya lo hice, y resultó muy embarazoso.

—¿Es que no quiso contestarte?

Suspiré.

—No, lo abordé mal y planteé la pregunta de una forma ambigua.

Mi madre, que estaba sentada a la mesa de la cocina con una copita de vino, soltó una risilla.

—Eres publicista y no sabes utilizar bien las palabras. Es la primera vez que oigo algo así.

—Hay una diferencia entre trabajar profesionalmente con las palabras e intentar no comportarse de una forma bochornosa delante de otra persona.

—De una persona que te gusta.

—Sí, lo reconozco. Me gusta. Y seguro que será una velada muy bonita, te agradezco mucho que te quedes con Leonie.

—Cuando quieras. ¡Lo hago encantada! Pero eso ya lo sabes.

Me pinté la raya de los ojos y contemplé a fondo mi obra una vez más.

—Aun así, deberías preguntarte si ese Christian no sería un buen hombre para ti. Yo que tú, hoy intentaría descubrir si ya está comprometido.

Por suerte, me salvó el timbre de la puerta.

—Tengo que abrir —dije para zanjar el tema.

Le di un beso a Leonie y luego fui a por mi bolso. El vestido de flores que llevaba no era especialmente elegante, la verdad, pero estaba segura de que Christian tampoco se habría puesto traje.

—¡Que te diviertas! —exclamó mi madre. Era difícil pasar por alto el tono esperanzado de su voz.

Casi había contado con encontrarme un Ferrari ante la puerta. Por lo menos. Sin embargo, mi socio conducía un prosaico Volkswagen, y ni siquiera era de los grandes.

Eso hizo que me cayera más simpático aún.

Cuando me subí al coche con Christian, supe perfectamente que mi madre estaría arriba, junto a la ventana, mirándonos como cuando yo tenía dieciséis años. A pesar de que por dentro deseaba que me besara, por lo menos en la mejilla, me alegré de que se limitara a sostener la puerta y luego subiera él al coche.

Me abroché el cinturón y puse la mano encima del bolso, donde llevaba la carta de Lea. Durante la tarde no había conseguido darle muchas vueltas a los impactos de bala, y ya estaba impaciente por saber qué pensaba mi socio al respecto.

Fuimos al centro de Hamburgo, donde Christian dejó el coche en un aparcamiento.

El restaurante al que me llevó era elegante y, por suerte, no se trataba de uno de esos templos de la modernidad.

—¿Vienes a menudo por aquí? —pregunté después de que el camarero nos acompañara a una mesa.

La noche era lo bastante cálida para que hubieran dejado abiertas las puertas de la terraza, y una suave brisa llegaba hasta nosotros.

—Alguna que otra vez, cuando estoy en Hamburgo.

—¿Por negocios o por placer? —pregunté mientras seguía intentando averiguar si era un restaurante adecuado para una cita romántica.

Sentí una leve punzada de celos al pensar que alguna otra vez habría estado allí sentado con una mujer guapa, una novia o una socia.

—Por ambas cosas —contestó mientras el camarero nos traía la carta de vinos—. ¿Te fías de mí o prefieres elegir tú?

—¿El qué? —pregunté, estupefacta, pero entonces comprendí que me estaba hablando del vino—. Bueno, si ya has venido aquí otras veces, te dejo a ti la elección.

Para disimular mi timidez, saqué la funda transparente que contenía la carta. Ese viejo papel me transmitió cierto aplomo. Era una tontería que me sintiera tan insegura en presencia de Christian. Probablemente la culpa la tenían las palabras de mi madre, que parecía verme ya con él en el altar, mientras que para mí era un socio y un amigo.

—Me pregunto qué deberíamos hacer con esto —dije, y se la acerqué por encima de la mesa.

Cuando Christian la alcanzó, sus dedos rozaron un instante mi mano. El contacto me sacudió como si me hubiese pasado electricidad. ¿Estaba segura de que solo era un socio? Tal vez sí deseaba algo más de él, y mi madre solo había dicho en voz alta lo que había visto en mí y yo no quería reconocer.

Christian se acercó la carta y la leyó. Varias veces, según me pareció, aunque ya la conocía. ¿Estaría intentando descubrir algo entre líneas?

—Es una carta conmovedora —comentó al final—. Escrita de un forma bonita, aunque seguro que el destinatario se enfadó.

—Lo habría hecho de haberla recibido —repuse—. Pero, como estaba escondida detrás del revestimiento, doy por hecho que no llegó a leerla.

—O quizá esa Lea empezó de nuevo y escribió otra. La carta está bastante arrugada.

—Estaba debajo de una tabla. Tal vez tuviera que esconderla deprisa y corriendo.

—Habría que ver por qué —opinó Christian, y volvió a dejarla en la mesa.

—Exacto, habría que ver por qué —coincidí con él—. Es posible que les disparasen. Por lo que hemos sabido hoy, parece plausible.

—¿Quieres decir que la guardia fronteriza apresó el barco?

—No lo sé. ¿Por qué no?

Sacudió la cabeza.

—No lo creo. Puede que disparasen al barco, pero no creo que lo apresaran. Si no, sería imposible que ya hubiese estado en el Este en 1997.

Era cierto, así figuraba en la documentación. Y en ella no habíamos encontrado ninguna anotación de la Stasi. Si las autoridades de la RDA se hubieran incautado de la embarcación, sin duda habrían realizado toda clase de anotaciones en su documentación y no la habrían dejado salir otra vez hasta después de la reunificación alemana. Como poco.

—También es posible que el tiroteo y la carta no estén directamente relacionados —reflexionó Christian—. Si el capitán solía transportar fugitivos a menudo, los disparos también pudieron producirse en otra ocasión.

—Bueno, entonces quizá lo mejor será que le preguntemos al capitán. —Lamentaba no haber podido encontrar a Palatin.

—Si es que vive aún —repuso Christian.

—Vive —dije, y alcancé una rebanada de pan de la cesta.

El camarero nos trajo entonces también el vino y, con ello, interrumpió un momento nuestra conversación.

—¿El capitán está vivo? ¿Cómo lo sabes?

—Hoy he pasado por su casa. Me han dado su dirección en el puerto de Timmendorfer Strand. Por desgracia, estaba de vacaciones, pero le he dejado mi número de teléfono a la vecina y le he pedido que se lo dé.

Christian me sonrió de oreja a oreja.

—Sabía que eras una mujer de acción.

—Es que me interesa mucho conocer lo que sucedió. Y, después de ver esos agujeros de bala, aún tengo más interés en saber qué le ocurrió a Lea. Y a nuestro barco, claro. —Hice una breve pausa antes de añadir—: Precisamente por eso me alegra que seas mi socio.

Christian levantó su copa hacia mí y brindó.

—Bueno, pues, ¡por ti y por el Rosa del Viento!

—¡Por ti y por el Rosa del Viento! —repuse yo, y di un sorbo que me confirmó que había sido buena idea dejarle la elección del vino.

De repente empezó a sonarme el móvil en el bolso. Intenté resistir la tentación de mirar quién era, pero tal vez me llamaba mi madre por algo de Leonie, así que me disculpé y saqué el teléfono.

—¿Algo importante?

Dije que no con la cabeza.

—No. Un número oculto. —Volví a guardarlo en el bolso. ¿Quién podría ser? ¿Hartmann, quizá?—. Qué raro.

—Tal vez era una encuesta telefónica. A esa gente le sobran motivos para ocultar su número.

—Es verdad, pero aun así me extraña. —Sacudí la cabeza e intenté olvidarme de la llamada, aunque no lo conseguí del todo.

Christian pareció darse cuenta de que le estaba dando vueltas a algo.

—Si es algo importante, volverán a intentarlo. Estoy seguro —dijo—. Y si al final se trata de una encuesta, le diré al camarero que nos traiga un silbato. Me haces una señal, y ya veremos si el operador vuelve a levantar un auricular en una buena temporada… —Me sonrió, y yo no pude evitar soltar una carcajada.

Después de cenar estuvimos paseando un rato por la orilla del Alster. Ya no recordaba la cantidad de luces que se veían de noche en Hamburgo. Se reflejaban en la ancha ribera del río, que esa noche templada había atraído a muchos paseantes.

—Hasta cierto punto te envidio por haber pasado aquí parte de tu juventud —dijo Christian, que parecía estar ausente—. Me habría gustado vivir Hamburgo siendo adolescente.

—¿Por el ambiente de Reeperbahn y los clubes?

—No, por la ciudad misma. Me gusta Hamburgo, y por desgracia no vengo mucho.

Caí en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde era. Abierta como yo era, había compartido con él que mis padres se habían trasladado a la ciudad después de la reunificación.

—¿Y tú de dónde eres? ¿De Rügen?

Christian miró un momento a lo lejos, luego se volvió hacia mí.

—De nacimiento sí. Luego nos fuimos a vivir a Oldenburg.

Supuse que eso había sido después de la reunificación.

—O sea, que somos casi como paisanos.

—Más o menos, sí. —Sonrió sin apartar la mirada de mi rostro ni un segundo.

—Perdona si con la fotografía de tu padre desperté algún recuerdo desagradable —dije.

—No hay nada que perdonar —repuso—. Mi extraña reacción no tuvo nada que ver contigo ni con la foto. Es solo que… mi padre vivió muchas desgracias. Desgracias que, lamentablemente, también yo compartí. Desearía que la vida hubiese sido un poco más amable con él.

¿Y qué tenía que ver todo eso con Hartmann? De alguna forma, me daba la sensación de que había una conexión entre ambos, pero no quería estropear esa bonita noche con tantas preguntas.

—Bueno, ¿qué crees tú que deberíamos hacer con la mujer de la carta? —preguntó por fin—. Aparte de acribillar a preguntas al pobre capitán Palatin.

—Bueno, siempre que siga viva, yo intentaría localizarla. Quizá Palatin pueda explicarnos lo que recuerde de la huida de Lea, pero sus verdaderas motivaciones solo las conocerá ella.

—¿Y si tiene un apellido muy común, como Müller? —objetó—. Necesitarás ayuda. Dirígete a las televisiones.

—¡Estás de broma! —Hacerlo público era lo último que quería—. ¿Te parecería bien que un completo desconocido apareciera en uno de esos programas horribles y contara tu historia? Tal vez había una buena razón por la que nadie debía encontrar esa carta.

—Entonces será mejor que lo olvides y no la busques. Deja que la historia se quede como está. —Christian me miró con firmeza.

—Eso no puedo hacerlo. Quiero saber lo que ocurrió. Si encuentro a Lea y me dice que no es asunto mío y que me mantenga al margen, pues muy bien. Pero rendirme ya de antemano no es mi estilo.

Al pasar por delante de un quiosco de prensa cerrado, se me ocurrió una idea.

—¿Y si publico un anuncio y busco a todos los que en su día huyeron en el Rosa del Viento? ¡Puede que también ella conteste!

—Es posible que no sea mala idea. Así, quizá descubrirías también si el capitán transportó a muchas más personas en su barco. Por si él ya no se acordara, o nunca llegara a conocer sus nombres, lo cual sería lógico por motivos de seguridad.

Sus palabras hicieron que mi imaginación me presentara una lista entera de pasajeros. ¡Algo así causaría sensación! Desde luego, habría que ser muy cauteloso al utilizarlo como reclamo publicitario, porque, de estar yo en el lugar de esas personas, no querría que nadie sacara provecho de mi vida. Pero, de todas formas, resultaría muy interesante descubrir qué historias se habían vivido en el Rosa del Viento.

—Muy bien, pues pondré un anuncio en cuanto vuelva. —Le sonreí, pero entonces me di cuenta de que él miraba el agua, pensativo—. ¿Va todo bien? —pregunté.

Asintió, distraído.

—Sí… Sí, va todo bien. Solo estaba pensando.

—¿En qué?

Sacudió la cabeza.

—No es nada importante. Me parece que deberíamos regresar, mañana tengo que levantarme bastante temprano, y tú…

—Mañana estaremos en casa de mis padres —expliqué, e intenté que no notara mi decepción.

Cada vez que estábamos a punto de intimar un poco más, se perdía en sus pensamientos y se encerraba en sí mismo. ¿Por qué?

Regresamos al aparcamiento en silencio y subimos a su coche. Dentro de mí hervían todas las preguntas que me habría gustado hacerle, pero no me atrevía a pronunciarlas en voz alta porque tenía miedo de chocar contra su muro de silencio o de sumirlo en la tristeza.

Mientras íbamos en coche hacia Altona, contemplé la vida de la calle.

Cuántas personas y cuántas luces… Cuántos destinos desconocidos. A saber cuántas historias se desarrollaban allí. Tal vez pasábamos en ese instante por delante de personas que, veinticinco años antes, lo habían arriesgado todo por huir hacia la libertad. O de personas a quienes el cambio de vida seguía haciéndoles daño.

Por fin llegamos a la casa de mis padres.

El silencio empezaba a pesarme. Aun así, me obligué a sonreír.

—Ha sido una noche muy agradable —dije—, muchas gracias.

—Gracias a ti —repuso Christian, y me miró.

Yo correspondí su mirada y me sentí algo extraña. Desconcertada. Un momento como ese habría sido el adecuado para besarse, pero no sabía lo que debía hacer. Después de que nuestra conversación junto al Alster hubiese tomado un rumbo tan extraño, no me atreví a acercarme a él.

Y fue la decisión adecuada, porque, al fin y al cabo él no parecía estar interesado.

—Entonces, nos veremos en Binz, ¿verdad? —le pregunté cuando volvía a enderezarse en el asiento.

Una breve sonrisa cruzó su rostro.

—Nos veremos en Binz.

Yo sonreí también, bajé y cerré la puerta del coche. Cuando llegué al portal de casa, me volví para ver cómo se alejaba por la calle y, muy dentro de mí, sentí el eco desabrido de una oportunidad perdida.