4
En Sassnitz reinaba una actividad frenética. Una invasión de caravanas había ocupado todo el casco antiguo. Mientras buscaba el desvío correcto que me llevara al Hotel Meerblick, me crucé por lo menos con quince de ellas. Era más que evidente que la temporada de campinghabía empezado.
Después de perderme, me detuve en una zona de estacionamiento prohibido a buscar la ruta en el móvil. Nada de aquello era muy propio de una profesional, pero tampoco había esperado que Sassnitz tuviera caminos secretos que ni siquiera el navegador encontraba.
—¿Hemos llegado ya? —preguntó Leonie.
Estaba inquieta y, con sinceridad, yo también, porque entretanto ya eran las once menos diez; no me quedaba mucho tiempo para encontrar el hotel.
—Todavía no, cielo, pero llegaremos enseguida —contesté distraída.
Después de dar una segunda vuelta, al fin vi el pequeño callejón y pude torcer por donde correspondía. El resto fue un juego de niños. Tras dejar atrás una calle algo empinada y bastante estrecha, lo vi.
Ya en internet me había parecido una propiedad grandiosa, pero en vivo y en directo era sencillamente impresionante. Aparqué en la única plaza libre que quedaba para las visitas y bajé del coche. Con Leonie de la mano, enfilé el camino asfaltado que llevaba hasta la entrada, ante la que aguardaba un portero con librea roja. El hombre nos saludó con amabilidad y nos abrió una gran puerta de cristal en la que se leía «Hotel Meerblick» escrito en letras doradas.
No solo el portero transmitía la sensación de haber realizado un viaje al siglo XIX, todo el vestíbulo del hotel estaba decorado en estilo modernista. Pesados y cómodos sillones de cuero invitaban a los clientes a sentarse a pasar el rato. El mostrador de recepción parecía proceder de los primeros días del hotel; la madera y su hermosa marquetería habían sido restauradas con mimo. Incluso el tablón original para colgar las llaves seguía en su lugar.
—¿En qué puedo ayudarle? —me preguntó la recepcionista, cuyo traje también era rojo, aunque ni mucho menos anticuado.
—Tengo una cita con el señor Hartmann a las once.
Miré hacia el antiguo reloj de pie que había detrás de la recepción. Las once y tres minutos. ¡Mierda!
—Un momento, voy a avisarlo —repuso la mujer con una sonrisa, y descolgó el teléfono.
Mientras intentaba localizar a su jefe, yo miré a Leonie, que estaba fascinada por la visión de esos muebles antiguos y la araña de cristal que colgaba sobre nuestras cabezas como si fuera un gigantesco racimo de uvas resplandecientes.
—¿Podemos tener también nosotras una lámpara así? —preguntó sin apartar la mirada.
—No, cielo, por desgracia nuestra casa es muy pequeña para eso.
—¿Es que no las hacen más pequeñas? —insistió mi hija.
Antes de que pudiera responderle, la recepcionista se volvió de nuevo hacia mí.
—El señor Hartmann la espera en su despacho, en la segunda planta. Solo hay que subir en el ascensor y luego seguir el pasillo hasta el fondo.
Le di las gracias y me fui con Leonie al ascensor, del que justamente en ese momento salía un matrimonio mayor. La mujer llevaba el pelo teñido de rosa pálido y se le iluminó la cara al ver a Leonie.
—Pero ¡qué niña tan preciosa! —exclamó con dulzura.
Le di las gracias con amabilidad para no perder más tiempo y desaparecí en el interior del ascensor.
Me miré nerviosa en el espejo, que estaba montado en un marco dorado con arabescos. Cuando iba a visitar a clientes con mi traje azul, siempre me sentía un poco rara. Aun así, no era una sensación desagradable. Le demostraba al mundo que aquella de allí no era una mujer con un matrimonio fracasado y que a veces no sabía por dónde tirar; ante ellos tenían a una mujer de negocios que dominaba la situación, y a la que también se le daba muy bien fingirlo cuando en realidad no era así.
La puerta del ascensor se abrió con un suave sonido de campanilla. Un aire fresco salió a nuestro encuentro; o bien se habían pasado un poco con el aire acondicionado, o hacía bastante corriente, pero esperé llegar al final del pasillo sin pillar un resfriado.
Llamé a la puerta y una voz femenina me invitó a pasar. La mujer que estaba sentada tras el escritorio llevaba una blusa de color rosa con una falda negra y se había recogido la melena oscura en un moño. Nos lanzó a ambas una mirada interrogante.
—Buenos días, me llamo Annabel Hansen.
—La publicista —dijo, adelantándose a mí, y puso una sonrisa profesional—. ¿Le importaría esperar un momento?
La secretaria desapareció tras una anticuada puerta de dos hojas que dejó entreabierta. Yo acaricié los mechones rizados de Leonie y luego eché un vistazo por la ventana. ¡Qué vista del puerto más maravillosa!
—Mami, ¿cuándo vamos a ir a la ciudad? —preguntó mi hija, a quien las vistas le interesaban muy poco.
—Después —prometí—. Primero tengo que hablar con el dueño del hotel, y luego iremos a comernos un helado.
A Leonie se le iluminó la mirada. El helado era lo que más le gustaba del mundo, y también era el mejor método para conseguir que tuviera un poco de paciencia.
—Ten. —Le di un libro ilustrado en el que había dibujada una sirena con brillantes escamas verdes y azules—. Mira a ver qué le pasa a la sirenita.
Leonie me sonrió con picardía.
—Pero si la historia siempre es la misma.
Tenía cinco años y ya no había forma de hacerle creer que la historia de un cuento podía cambiar cada vez.
—Es verdad, pero quizá se te ocurre alguna otra historia mirando los dibujos —repliqué—. Cuando un cuento se termina, eso no significa ni mucho menos que la historia tenga que acabar.
—Una idea inteligente —dijo una voz masculina detrás de mí.
Me estremecí, sobresaltada. No lo había oído llegar. Cuando me di la vuelta, vi a un hombre alto y rubio, de cincuenta y pocos años. Su rostro era alargado y de facciones marcadas, y su cuerpo esbelto; vestía un traje azul marino de raya diplomática. Los colores de la corbata y del pañuelo de bolsillo eran idénticos y realzaban el azul de sus ojos, con los que me miraba sonriente.
—Joachim Hartmann —se presentó, y me ofreció un apretón de manos.
Por supuesto, llevaba una manicura perfecta. Me dio un poco de vergüenza saludarlo, porque yo llevaba las uñas cortas y sin pintar, hacía un año que no veía un centro de belleza por dentro, y los restos de laca de uñas que me quedaban estaban resecos.
—Annabel Hansen. —Me erguí un poco y correspondí su apretón de manos con firmeza y seguridad. Lo más probable era que ni se fijara en mis uñas descuidadas y, además, estaba ahí para trabajar con él, no para impresionarlo con mi físico—. Me alegro mucho de conocerlo, señor Hartmann.
—La alegría es toda mía. —Su voz sonaba mucho más profunda en persona que por teléfono—. Supongo que esta es su hija.
—Sí, Leonie. —Al decir su nombre, una fugaz sonrisa me iluminó la cara.
La niña llevaba todo ese rato mirando fijamente al hombre que teníamos delante. Tal vez algún día acabara convirtiéndose en una extraordinaria agente de policía; lo que era observar a las personas, se le daba muy bien. En un abrir y cerrar de ojos era capaz de decidir quién le caía simpático y quién no. Con Hartmann parecía un poco escéptica, según vi por cómo se mordía el dedo índice.
—Buenos días, Leonie —dijo él, y le tendió una mano.
No pareció molestarle que la mano derecha de mi hija estuviera toda babeada de tanto morderse el dedo. Leonie dudó un instante más, pero, como yo le había enseñado que tenía que darle la mano a la gente cuando ellos se la ofrecían, puso la suya encima de la del hombre.
—Buenos días —dijo con timidez.
—Una señorita muy educada —constató Hartmann, y me miró con una sonrisa—. Y además es clavadita a su madre.
De nada habría servido explicarle lo mucho que se parecía a su padre, en realidad. Además, no era un asunto que viniera al caso. Yo solía separar de forma estricta mi vida profesional de la personal; esas dos vertientes solo se encontraban ocasionalmente si tenía que llevarme a Leonie a alguna reunión porque la guardería estaba cerrada o la canguro no estaba disponible.
—Bueno, pues pase a mi despacho. Su hija puede acompañarnos con toda tranquilidad, hay una mesita para ella.
La mesa no estaba pensada para un niño, pero por suerte Leonie era lo bastante alta para sentarse a ella.
—Aquí tienes tus lápices de colores —le dije mientras rebuscaba en mi bolso, que era como un kit de supervivencia para cualquier situación. Dentro llevaba un libro para mí, por si teníamos que esperar en algún lugar, y para Leonie tenía lápices de colores, un libro de colorear y también un pequeño bloc de dibujo por si no le apetecía decorar vestidos de princesas—. Quédate aquí sentadita, que no tardaré mucho.
Asintió con la cabeza, obediente, y enseguida se puso a trabajar.
Entonces tuve ocasión de admirar la decoración del despacho de Hartmann. Sorprendía lo moderna que era y lo mucho que contrastaba con los antiguos techos de estuco, que habían sido restaurados con esmero.
El lugar que ocupaba un sólido escritorio estaba muy bien elegido. Desde allí, Joachim Hartmann no solo podía ver todo el despacho y, si la puerta estaba abierta, la antesala; cada vez que el trabajo lo fatigaba o lo aburría, también podía mirar por la ventana.
—Tome asiento, por favor —dijo, y me sorprendió al no señalar la silla que estaba frente al escritorio, sino el tresillo de cuero que había junto a la ventana—. Stefanie nos traerá un café enseguida.
En efecto, la secretaria apareció con el café poco después de que nos sentáramos en los cómodos sillones. Aunque en realidad no era cualquier café, sino un latte macchiato digno de haber salido de las manos de un barista profesional.
Alto, para, me dije. Seguro que en este hotel tienen barista, aquí la secretaria no está ni mucho menos para hacer el café.
La mujer cerró la puerta con discreción al salir y nos dejó a nuestros asuntos.
—Bueno, tal como le dije por teléfono —empezó a exponer Hartmann mientras destrozaba con una larga cucharilla la hoja de cacao dibujada sobre la espuma de la leche—, de todas las campañas que nos han hecho llegar, la suya es la que más me ha gustado. Tengo, por tanto, la esperanza de que no decida usted pasarse nunca al negocio hotelero, y mucho menos aquí, porque eso significaría mi ruina.
Soltó una risotada que resultó algo artificial, porque sin duda sabía que yo nunca abriría ningún hotel. Aunque sí que había fantaseado alguna que otra vez con abrir una cafetería, pero hasta la fecha mi trabajo como publicista me había impedido planteármelo en serio.
—No se preocupe, mi campo es la publicidad y es ahí donde espero hacer bien mi trabajo.
—Trabaja usted de maravilla.
Hartmann me miró. No como alguien que estaba encargando un trabajo, sino como alguien que quería conocer mejor a su interlocutor. Eso me descolocó bastante, porque, desde Jan, casi ningún hombre me había mirado así, y al que lo había hecho yo nunca le había correspondido de la forma que se esperaba. Tampoco en esta ocasión lo hice, por mucho que Hartmann fuese un hombre sobradamente atractivo. De todos modos, seguro que solo buscaba la confirmación de que a alguien como él no le interesaba en absoluto una mujer divorciada y con una niña.
De manera que me puse en modo profesional y empecé a exponerle de nuevo mis ideas y a ofrecerle ejemplos concretos para las estrategias publicitarias. El dueño del hotel me escuchó con atención y poco a poco desapareció también esa mirada halagadora.
Mientras hablaba, yo no hacía más que mirar a Leonie con el rabillo del ojo, que estaba muy concentrada pintando algo con un lápiz rosa fucsia.
Cuando terminé mi intervención, Hartmann me sonrió.
—La mejor elección que podría haber hecho —dijo una vez más, y me dio luz verde con un apretón de manos—. Dígame, ¿qué planes tiene para este próximo fin de semana? —preguntó entonces.
Casi me atraganté con el último sorbo de café.
En mi descripción personal había indicado que estaba divorciada, pero ¿por qué deducía de ello que podía estar interesada en él?
Aun así, debía andarme con cuidado porque, mientras el contrato entre nosotros no estuviese firmado, Hartmann podía retirar su adjudicación en cualquier momento. ¿Sería de esos? ¿Me había escogido a mí justamente porque pensaba que podría tener una aventura conmigo?
Sonreí para ocultar mi desconcierto.
—El fin de semana vienen a visitarme mis padres, que quieren echarle un vistazo a nuestra nueva casa —contesté entonces.
Era una mentira como una catedral, pero me pareció mejor que meterme en complicaciones que no me apetecían en absoluto.
—Ah —repuso él. Resultaba evidente que había dado por hecho que no tendría nada previsto.
Le dirigí una mirada escrutadora. ¿Tendría eso consecuencias en mi trabajo? En tal caso, quizá fuese mejor que se lo pensara. Por mucho que yo fuese joven y estuviese divorciada, eso no significaba que quisiera liarme con un cliente. Eso mismo debió de transmitirle mi mirada, porque de pronto me pareció algo abochornado.
—Bueno, tal vez en otra ocasión —dijo, casi para sí.
—Muchas gracias por el café y por el encargo. No lamentará haberme adjudicado el trabajo —dije yo enseguida, pasando por alto su comentario.
Vernos en cualquier otra ocasión también quedaba descartado. Si algo me habían enseñado esos últimos años con Jan, era que no había que liarse con hombres de negocios de éxito que enseguida se aburrían de cualquier cosa.
Cuando me levanté para irme, mi mirada se deslizó una vez más hacia la ventana y la espectacular vista del puerto. Un velero avanzaba con calma, los pesqueros se balanceaban en el agua, el submarino flotaba como un enorme puro negro junto al muelle.
Y entonces lo vi. Me quedé paralizada unos instantes y de repente oí en mi cerebro una voz que me decía que tenía que acercarme más. Tenía que verlo.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Joachim Hartmann, que se había dado cuenta de mi estupefacción.
—Sí, perfectamente —respondí enseguida, y me dispuse a recoger el material de dibujo de Leonie—. Es solo que me he acordado de algo.
Sonreí y me despedí de él.
—Pero mami, ¿adónde vamos? —preguntó mi hija.
Empezaba a pesar demasiado para llevarla en brazos, pero así avanzábamos más deprisa, y en esos momentos corría por la empinada carretera que bajaba hacia el puerto. Unos cuantos coches pasaron junto a nosotras; a algunos, el motor les rugía a causa del esfuerzo. Como no había una acera en la que pudiésemos refugiarnos, yo me mantenía todo lo apartada a la derecha que podía.
Al llegar abajo volví a dejar a Leonie en el suelo, y fue entonces cuando me di cuenta de que todavía no había contestado la pregunta de la niña.
—Quería bajar un momento al puerto —dije mientras la agarraba de la mano.
—¿Para ver el submarino? —preguntó, y miró hacia donde el coloso de acero negro sobresalía del agua.
Durante nuestro viaje habíamos hablado de él.
—No, para ver un barco. ¡Ahora te lo enseñaré!
A esa hora, en el puerto había una gran actividad de pesqueros. Algunas tripulaciones descargaban cajas de pescado, otras comprobaban los aparejos. En una embarcación de recreo había un hombre barriendo la cubierta superior mientras el barco idéntico que había a su lado se preparaba para recibir al grupo de turistas todavía algo escaso que esperaba en el embarcadero.
Y entre todos ellos se encontraba el barco cuya visión me había dejado paralizada en el despacho de Hartmann. Mientras corría, solo podía pensar en lo perfecta que me había parecido su imagen. Aunque el mundo entero me tomara por loca, como hacían aquellos marineros que me miraban mientras tiraba de mi hija en línea recta por el embarcadero de madera en dirección al bolardo.
El «barco de mis sueños» era un antiquísimo pesquero que hacía mucho tiempo que no pescaba nada, ni peces, ni cangrejos siquiera. Alguien había desmontado la mayor parte de los aparejos de pesca y había instalado una espaciosa cabina para pasajeros delante de la cabina del timón.
La pintura azul del casco, que para un pesquero era más bien estrecho, ya se estaba desconchando un poco, y lo mismo sucedía con el blanco de las estructuras superiores. Aquí y allá se veían zonas llenas de óxido, pero eso no afeaba en absoluto su impresionante aspecto. Por lo que yo podía ver, los aparejos de navegación estaban intactos, y también el suelo de cubierta parecía seguir en muy buen estado.
En la proa saltaba a la vista una inscripción ya algo desgastada: «Rosa del Viento».
Me quedé como hipnotizada.
Era evidente que el barco había dejado atrás sus días mejores, pero, a pesar del óxido y de los demás desperfectos visibles, me había fascinado.
¿A quién narices se le habría ocurrido transformar un pesquero en un barco de pasajeros? Como en la proa no figuraba ningún puerto de matrícula, fui a buscarlo a la popa. Allí descubrí que habían tapado con pintura el nombre del puerto original y, en su lugar, se leía «Timmendorfer Strand». Entrecerré los ojos y bajo esas letras creí ver el rastro de una inscripción anterior.
—Mami, ¿por qué pones esa cara tan rara? —preguntó Leonie.
—Quiero ver de dónde procede este barco —respondí, y le aferré la mano con más fuerza. De ninguna manera podía permitir que se me escapara.
—¿No lo dice ahí? —se extrañó mi hija.
Todavía no sabía leer, claro, pero yo le había enseñado algunas letras y su propio nombre, que escribía con mayúsculas en todos sus dibujos.
—Sí, lo dice ahí, pero me parece que lo han escrito por encima de otra palabra.
Distinguí una H y una A. La inscripción anterior era más corta, y eso solo podía significar que el primer puerto del Rosa del Viento había sido Hamburgo.
Al instante se puso en marcha un mecanismo en mi cabeza. ¿Habría en Hamburgo algún tipo de documentación sobre el barco? ¿Lograría descubrir por qué lo habían vendido? ¿Por qué lo habían transformado?
Pero ¿por qué quería hacer algo así? No podía explicármelo, pero el deseo estaba ahí. Probablemente se debiera a que había crecido en una familia de constructores de barcos.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó una voz masculina detrás de mí. Se parecía a la de Joachim Hartmann, y por un momento creí que me había estado vigilando desde la ventana de su despacho y luego me había seguido.
Sin embargo, cuando me di la vuelta me encontré frente a un hombre con barba que llevaba un gorro de lana y un mono azul. Sus ojos claros me miraban con expectación.
—Mmm… La verdad es que solo quería ver este barco de cerca. Es…, es bastante viejo.
El hombre asintió.
—Sí que lo es. Pero no puede subir a bordo.
¿Acaso daba la impresión de querer subir al barco? Seguro que sí, porque con mis miradas casi había conseguido hacer saltar la pintura del casco.
—No, de verdad que solo quería echar un vistazo… —Me mordí el labio. ¿Por qué no preguntar? A fin de cuentas, ese hombre trabajaba allí, así que tal vez estuviera enterado de algo—. ¿No sabrá usted quién es el propietario? Lo tiene bastante deteriorado.
El trabajador del puerto se encogió de hombros.
—Ni idea, pero van a venderlo, según he oído decir. Será de algún tipo del Oeste.
Después de más de veinte años de reunificación alemana, eso de «del Oeste» sonaba algo extraño, por lo menos a mis oídos. Sin embargo, para algunos la frontera parecía existir aún, en cierta forma.
Me limité a asentir con la cabeza. Si iban a vender el barco, seguro que antes tendrían que repararlo; si no, raro sería que consiguieran desprenderse de él.
—Tenga cuidado de que la pequeña no se acerque demasiado al borde —dijo el hombre, que sin duda no sabía más del asunto.
—Descuide —repuse yo, pero inconscientemente tiré de Leonie para acercarla un poco más a mí—. Nos iremos ahora mismo.
Como el hombre seguía mirándome con impaciencia, le hice una última pregunta antes de marcharnos.
—¿Sabe usted dónde podría enterarme de quién vende el barco?
—Seguro que en internet lo pone. Solo tiene que ir a la página web del puerto, y ahí hay un apartado de anuncios.
Le di las gracias y luego recorrí el muelle con Leonie a mi lado. Me di cuenta de que nos estaban observando.
Había un hombre con una casaca marrón sentado en uno de los muros de roca erigidos alrededor de la dársena. Desde lejos no distinguía bien los rasgos de su rostro, pero llevaba barba de tres días y su pelo castaño oscuro y rizado sobresalía alborotado en todas direcciones, como si acabara de levantarse de la cama.
Cuando vio que lo estaba mirando, se volvió hacia otro lado y fingió sentir un ardiente interés por el submarino y el extremo opuesto del puerto. Te he pillado, amiguito, pensé, y sonreí. ¿No sería el propietario, que había ido a echarle un vistazo a su embarcación? Desde aquella distancia no podía estar segura, pero tampoco me apetecía acercarme y preguntarle qué era lo que le parecía tan interesante de nosotras, así que tiré de Leonie para seguir camino.
«Seguro que en internet lo pone», resonaban en mis oídos las palabras del trabajador del puerto.
Lo comprobaría en cuanto llegara a casa.
Mientras daba una vuelta por la ciudad con mi hija y nos comíamos en una cafetería el helado que le había prometido, no podía quitarme el barco de la cabeza.
El pesquero estaba a la venta. Eso me invitaba a soñar. ¿Qué podía hacerse con un barco como ese? ¿Un café flotante, tal vez?
¡Y también estaba la historia que se ocultaba en cada uno de los detalles del pesquero! Con lo viejo que era, seguro que había sobrevivido a muchos rudos marineros…, y a mares más rudos aún. Si no me equivocaba en mis cálculos, había vivido incluso la Segunda Guerra Mundial. ¡Una historia como esa sería de lo más publicitaria!
—¡Mamá, no estás comiendo nada! —Leonie señaló mi copa de helado, cuyo contenido estaba casi del todo derretido.
Mi hija había sido más rápida. El suyo ya había desaparecido en su barriga, y lo que no se había comido lo tenía repartido entre la barbilla, los mofletes y la nariz.
No pude evitar reírme.
—Pareces un payaso —le dije. Saqué un pañuelo de papel y le limpié la cara—. Un payasete de helado de fresa.
—Ayyy… —protestó—. ¡Sin saliva!
—Está bien, pero entonces vamos al lavabo. —Y me la llevé de la mano al cuarto de baño.
Cuando regresamos, mi helado de vainilla estaba completamente derretido y la nata montada flotaba triste sobre un mar amarillo blancuzco. Pero no me importaba, porque en esos momentos no necesitaba ningún helado par ser feliz. Lo era, sin más.