10

Pensaba que el restaurante que me había indicado Merten sería uno de esos locales de la playa tan de moda, con música lounge, peces globo colgados del techo e iluminación azulada en los que todo el mundo parecía enfermo.

El restaurante ante el que me encontré, en cambio, me recordó a un antiquísimo programa musical que solía ver siempre con mis padres en la tele de la RDA. Ya no me acordaba muy bien del nombre, pero estaba ambientado en un local portuario decorado con redes de pescadores, viejos faroles, estrellas de mar disecadas y acuarios.

Esa misma impresión me dio el Klabautermann.

Antes de entrar, saqué el móvil y marqué el número de Lisa. Merten tenía razón, la chica, que me había contado que de mayor quería ser enfermera, inspiraba mucha confianza y era muy agradable.

—Sí, ¿diga? —contestó al segundo tono de llamada.

Eso estaba muy bien, Lisa estaba atenta.

—Hola, soy Annabel Hansen, solo quería preguntar si va todo bien.

Nadie habría podido tomarle a mal a la chica que en ese momento hubiese puesto los ojos en blanco.

—Sí, de maravilla, señora Hansen —repuso—. Estoy intentando enseñar a Leonie a jugar al parchís. Me parece que pronto me va a dar una paliza.

Me sorprendió que los jóvenes de hoy en día conocieran aún los antiguos juegos de mesa. Me pareció muy entrañable.

—Bien, pues seguid jugando, volveré a llamar antes de salir para allá.

—Estupendo —repuso Lisa con alegría mientras de fondo se oían los grititos de emoción de mi hija.

Increíble. Me despedí y volví a guardar el móvil en el bolso. Después eché un vistazo por el gran cristal oscurecido de la puerta de entrada.

Me había decidido por un sencillo vestido de color beis con escote en cascada que no parecía demasiado festivo pero era lo bastante elegante como para no llamar la atención en un restaurante fino. Probablemente iba un poco demasiado arreglada, pero era un riesgo que no me importaba correr.

En el restaurante me recibió un camarero con chaleco a rayas. Le di mi nombre y dije que había quedado con el señor Merten. El hombre me acompañó enseguida a una mesa donde ya me estaba esperando mi rival. Llevaba una americana informal de color azul y se había afeitado algo mejor la barba de tres días.

—¡Aquí está usted! —exclamó, y me tendió una mano mientras el camarero se alejaba—. Espero no haberla espantado con el ambiente marinero del local.

La impresión que me había dado el restaurante desde fuera se confirmó al ver la decoración interior. Desde luego, tenía un aspecto bastante más formal que cualquiera de los bares del puerto, pero aun así daba la sensación de ser un lugar al que iban capitanes curtidos a echarse un aguardiente al cuerpo después de una travesía exitosa.

—No tengo nada en contra de la ambientación marítima —repuse mientras dejaba el bolso en el asiento vacío que había a mi lado—. Si no, seguro que no querría comprar ningún barco.

Noté que me daba un repaso de arriba abajo.

Antes, las miradas de los hombres no me importaban. Al contrario, cuando el interés de Jan por mí fue disminuyendo, empecé a buscarlas para sentirme halagada. La mirada de Merten me desconcertó, así que me apresuré a sentarme. De algún modo, esperaba que dijera algo como «Un vestido muy bonito» o «Está muy guapa», pero por suerte se lo calló.

—¿Es usted de la costa? —preguntó, en cambio—. Tiene un claro acento del norte.

¿Ah, sí? No era consciente de ello, pero ¿acaso importaba?

—Soy de Bremen —repuse—. Antes vivía en Hamburgo y, antes de eso, cerca de aquí, en Stralsund. —Ni idea de por qué añadí eso último. Cuando nos marchamos de Stralsund, yo estaba a punto de entrar en la pubertad y me entusiasmaba la idea de poder irme a vivir al Oeste.

—¿De modo que nació en el Este? —Me ofreció una amplia sonrisa.

—Sí, fui alemana oriental durante once años. ¿Es eso un problema? —La última frase la pronuncié de una forma más áspera de lo que había sido mi intención. Tal vez se debiera a que en Hamburgo enseguida tuve que aprender que, una vez terminó la euforia de la reunificación, para muchos una persona «del Este» se equiparaba con un «marginado».

—No, de ninguna manera. Solo es que me interesan las raíces de la gente, nada más. Yo también nací en el Este y, después de varias escalas y domicilios, he regresado aquí.

—Sí, en fin, entonces le pasa como a mí.

Mientras hablaba, en mi interior se encendió una chispa de simpatía hacia él. Tal vez sí era un hombre agradable y esa cita no estaba motivada más que por buenas intenciones.

—¿Y por qué ha regresado? —siguió preguntando Merten, aunque por suerte apareció el camarero con las cartas.

Venían metidas en unas carpetas enormes, diseñadas con mucho gusto, y los precios que aparecían junto a las descripciones de los platos eran astronómicos. Sin embargo, ante el competidor por un barco no podía mostrarse uno tacaño.

—¿Y bien? —preguntó él.

Respiré hondo.

—Pues, si quiere saber mi opinión, las gambas con mantequilla de salvia tienen buena pinta. A menos que conozca usted algún motivo por el que sea mejor no pedirlas.

Sonrió de oreja a oreja, y entonces comprendí que no quería saber lo que iba a cenar, sino que esperaba que contestara a su pregunta.

—Ah —dije, y sentí que se me encendían las mejillas. Dejé la carta en la mesa—. Yo… Las dos necesitábamos un cambio. Hace un año que me divorcié y me pareció oportuno atreverme con un nuevo comienzo.

—¿Justamente aquí? —Merten enarcó las cejas en actitud interrogante.

—Me gustó la casa, y las condiciones son muy buenas. Además, con mi profesión puedo vivir en cualquier lugar, el trabajo no está ligado a ningún sitio.

—¿Es usted artista?

—No, publicista. Ahora estoy montando una agencia de publicidad, y aquí ya he encontrado a mis primeros clientes. —Que, en sentido estricto, fuese un único cliente era algo que no tenía intención de desvelarle.

Merten asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—¿Y usted? —pregunté, puesto que tenía la sensación de estar contando otra vez demasiadas cosas sin contrapartida por su parte.

—Soy asesor de empresas.

Entonces también él dejó la carta. Le miré las manos. Las tenía muy cuidadas y no llevaba ningún anillo. Ni siquiera se le veía el rastro desvanecido de una alianza. En efecto, tenía manos de un asesor empresarial. El traje también encajaba con ese perfil.

De pronto me desanimé. Los asesores de empresas tenían buenos sueldos, seguro que ganaba mucho dinero. Siempre que no se estuviera marcando un farol.

De algún modo pareció adivinar lo que estaba pensando.

—No tiene usted suficiente dinero —me soltó, y me dejó descolocada del todo.

Por un momento volví a sentirme como si estuviera sentada frente a Jan mientras él iba enumerando todos mis fallos y, así, evidenciaba para sí mismo que había mujeres mejores que yo. Me esforcé mucho por encontrar una réplica y, al ver que mi intento fracasaba, sentí ganas de agarrar mi bolso y salir corriendo del restaurante. Pero me quedé allí sentada, prácticamente encadenada por su mirada.

—¿No es cierto? —insistió.

Cómo me habría gustado soltarle que se equivocaba por completo.

—¿Y usted? —contraataqué. No tuve que admitir nada, lo supo de todas formas—. ¿Tiene suficiente dinero?

—Sin duda —repuso, y se reclinó en el respaldo.

En ese momento apareció el camarero, que nos traía el vino. Vi cómo me llenaba la copa, y de repente mi cabeza se quedó completamente en blanco. Si Merten disponía de la cantidad suficiente para comprar el barco y sabía que yo no era competidora para él, ¿por qué había quedado conmigo? ¿Para que se lo confirmara? También podía presentar una oferta y, así, ganar la competición.

De pura decepción no fui capaz de pedir mi cena. No era un buen momento para ponerme terca como una niña pequeña, pero aun así guardé silencio cuando el camarero nos preguntó por nuestra elección.

—Usted quería las gambas, ¿verdad? —preguntó Merten, a lo cual asentí.

Y lo lamenté, puesto que entonces tendría que quedarme allí sentada, aunque mi mente solo pensara en salir huyendo.

El camarero tomó nota de todo y desapareció sin que yo me enterase de lo que había pedido Merten.

—¿Por qué estoy aquí, entonces? —pregunté, e intenté contener las lágrimas que afloraban a mis ojos.

Pero ¿por qué tenía que llevarme un chasco cuando me hacía ilusiones con haber encontrado a una buena persona? Por supuesto que sabía que el hombre al que tenía delante era un competidor, alguien a quien le importaba un pimiento lo que sintiera yo por el barco. Él solo buscaba la certeza de que el viernes no acabaría perdiendo la compra.

—Porque tiene usted una idea —respondió—. Sabe lo que quiere hacer con el barco.

Lo miré sorprendida. ¿Se estaba quedando conmigo?

—¿Es que usted no lo sabe? —solté con desdén, y desvié la mirada hacia mi bolso.

Sería mejor que me largara antes de ponerme en ridículo de verdad, sin duda. ¿Qué se me había perdido a mí allí si no iba a conseguir el barco? Tenía a mi hija, tenía un encargo profesional, vivía en una casa preciosa aunque no me perteneciera… Pero ¿qué significaba todo eso? ¿Por qué narices siempre quería más de lo que me correspondía?

La respuesta resonó en el interior de mi cabeza. Porque siempre estás buscando. Buscando la felicidad, buscando una vida que sea tal como tú te la imaginas.

—Si le soy sincero, no tengo ningún plan sobre lo que me gustaría hacer con el barco. Solo quiero quedármelo por motivos personales. Y entonces se plantó usted delante de mí y me explicó con una mirada resplandeciente que quería convertirlo en una cafetería, y la idea me gustó. Con ese barco, precisamente.

Me habría encantado saber qué habría hecho él si yo no hubiera aparecido.

—Podría encargarse usted —repuse con frialdad. Seguía sin saber por qué necesitaba hablar conmigo—. Conviértalo en una cafetería.

—No soy de esa gente que roba ideas a los demás —contestó, y me miró con insistencia—. Solo soy un hombre que sabe cuándo resulta adecuado buscar un socio empresarial. Dijo usted que entiende algo de publicidad, y yo de eso no tengo ni idea.

—¿Y cómo consigue mantener a flote su negocio? —pregunté, maravillada.

—Gracias a mi conocimiento de la naturaleza humana. Y de las ciencias empresariales. —Lo dijo con un tono muy seco y sin el menor rastro de sentido del humor.

El camarero apareció con nuestros platos. Las gambas tenían un olor delicioso. Mi apetito, sin embargo, se había esfumado. La oferta habría podido alegrarme si no hubiera sentido una piedra pesada en el estómago.

Merten apoyó los brazos cruzados sobre la mesa y se inclinó un poco hacia delante. El vapor de las patatas que acompañaban su platija le subió hasta la barbilla.

—Escuche, ya sé que no tiene ningún motivo para confiar en mí, pero, créame, estoy muy interesado en colaborar con usted. —Dio un sorbo de vino, parecía que tuviera la boca seca—. Le garantizo que jamás le echaré en cara que su participación no sea tan elevada como la mía. Y ya que entramos en el tema de los números: ¿con cuánto podría contribuir usted al precio de venta sin arruinarse?

Lo reflexioné. Tenía treinta mil euros contando con los ahorros, pero un único cliente, que no me pagaría hasta que la campaña estuviera lista. Mientras no consiguiera ningún otro encargo, seguramente tendría que vivir de esos ahorros durante una buena temporada. Alquiler, guardería, alimentación y, si Leonie seguía creciendo al mismo ritmo, con ese dinero también habría que comprar un montón de ropa nueva. Desde luego, contaba además con el subsidio por hijos y con la manutención mensual para Leonie, que me venía de perlas y en caso de necesidad podía cubrirnos a ambas. En algún momento había calculado que con veinticuatro mil euros al año tenía suficiente para vivir.

—Podría poner entre ocho y diez mil.

—Lo cual, sin embargo, solo sería la mitad del precio de compra —comentó Merten con una actitud típica de asesor empresarial—. A eso habría que añadirle la reforma.

—Tengo trabajo —repliqué con la esperanza de que conseguiría más clientes en poco tiempo—, y tal vez podría encontrar algún otro apaño. —Pensé en mi padre y en su oferta para la reparación del barco. Seguro que también eso nos costaría un dinero, pero sin duda me harían precio de amiga.

—Está bien. Me da la sensación de que estoy subiendo a bordo con una buena socia. Debería usted comer algo; frío, ese plato no vale nada.

El aire nocturno nos rodeó, cálido y cargado con los aromas de los establecimientos colindantes. Sentí con claridad que el tiempo iba a cambiar, que los últimos coletazos del frío habían pasado por fin. Tendríamos un junio caluroso.

Aún notaba en el estómago las gambas, que, aunque estaban deliciosas, me habían caído algo pesadas. Tal vez porque seguía buscándole la trampa a la oferta de Merten. Se lo había preguntado varias veces, pero él insistía en que no había ningún truco. Si yo renunciaba, él se quedaría con el barco de todas formas.

Me acompañó hasta el coche. Su vehículo también estaba en el aparcamiento.

—¿Cuál es el suyo? —preguntó, y así acabó con mi esperanza de descubrir nada más de él. Ni siquiera me desvelaba cuál era su coche. En lugar de eso, los dos nos acercamos a mi Volvo.

Vi que a Merten le parecía una auténtica carraca. Probablemente se preguntaba cómo se me había ocurrido la idea de comprar un barco si ni siquiera me alcanzaba para un coche de segunda mano algo más decente.

—Pues sí, esto es lo que hay —dije a modo de disculpa, y abrí la puerta con la llave. No tenía cierre centralizado—. Pero es un coche fiable y siempre pasa la inspección técnica. Mientras siga haciéndolo, no pienso cambiarlo por otro.

—¿Le tiene mucho cariño? —preguntó él, casi con tono de burla.

—Me he acostumbrado a él. Tal vez sea también que me gustan las cosas viejas. Más que las nuevas. Las cosas viejas siempre cuentan una historia; las nuevas todavía tienen que construírsela.

Me miró, y a mí me pareció mejor volver a los negocios. Era el tema perfecto de conversación cuando estabas en un aparcamiento con un desconocido que te había hecho una propuesta comercial.

—Le agradezco la oferta del Rosa del Viento. Yo…

Merten levantó la mano.

—Por favor —dijo entonces—, no lo decida ahora mismo. Vuelva a casa, piénselo con calma y dígame algo más adelante. Será un proyecto grande y, una vez haya accedido, no habrá vuelta atrás. Eso debemos dejarlo claro. No soy de los que se desdicen, y espero de verdad que usted lo vea igual.

Yo no era de las que arredraban a las primeras de cambio, pero estaba demasiado confundida y turbada por la oferta como para dejarme llevar y asegurarle que también seguiría hasta el final. Un barco; siempre había deseado un barco. Sin embargo, en realidad lo quería para mí sola. ¿Y si no podía ser una socia en igualdad de derechos? Quizá Merten cambiara de opinión cuando se diera cuenta de que no podía seguirle el ritmo en lo económico.

—Tenga, necesitará esto —dijo, y me dio una tarjeta de visita.

Tenía un diseño muy sobrio, pero el tipo de letra era muy bueno. Me sacaban de quicio esas tarjetas con dibujos horteras y cuatro tipografías diferentes. Incluso las empresas más serias caían en la tentación de recargarlas en exceso, y se sorprendían cuando les explicaba que eso transmitía una impresión muy poco elegante. Con su tarjeta de visita, Merten transmitía seriedad.

—Le llamaré mañana a primera hora —prometí, y por un momento no supe cómo debía despedirme de él.

Un abrazo me parecía exagerado, aunque la verdad era que tenía motivos para lanzarme a su cuello. Al final me decidí por tenderle una mano, que, aunque resultara algo envarado, al menos era correcto.

—Me alegro —repuso él, y su mirada delató que ya sabía cuál sería mi respuesta.