8

El lunes por la mañana, me senté en un pequeño banco con una taza de café en la mano a ver cómo despertaba el puerto de Sassnitz. Poco a poco iban llegando vehículos al gran aparcamiento. De ellos se apeaban hombres vestidos con un mono azul y calzado de trabajo. En uno de los almacenes había cajas de pescado vacías esperando a que las cargaran en los barcos. Una cuadrilla de obreros de la construcción estaba renovando uno de los edificios del puerto. A lo lejos murmuraban las grúas que desembarcaban la carga de un gran barco.

El pequeño centro comercial de las inmediaciones del muelle todavía estaba cerrado. Las tiendas ofrecían recuerdos y ropa, sobre todo artículos de baño para los días cálidos e impermeables para los días más fríos. Tal vez me pasara con Leonie por allí en algún momento.

Su primer día en la guardería había resultado menos problemático de lo que yo creía. Mi hija era bastante reservada por naturaleza, y más aún con desconocidos. Sin embargo, cuando nos plantamos ante la puerta de la guardería Seestern de Binz, un par de niños la saludaron desde la ventana y, mientras yo hablaba con la maestra, una pequeña salió y se llevó a mi hija de la mano. Las dos desaparecieron en la sala de juegos y, aunque sentí una leve punzada, también me alegré de que la acogida fuese tan buena. A saber, tal vez acababa de comenzar una bonita amistad. Esperaba con todo mi ser que Leonie encontrase amigos que consiguieran distraerla un poco de la inquietud que sentía respecto a su padre.

Alcé la vista justo cuando un hombre pasó por delante de mí. Llevaba una americana de pana y una gorra azul de marinero. Caminaba con paso pesado, con las manos hundidas en los bolsillos de la americana, y bajo el brazo sujetaba una carpeta negra. Estaba convencida de que era el propietario del barco. Andaba como alguien que quiere librarse de una carga. ¿Sería mi oportunidad?

Habría podido correr tras él, pero decidí esperar mientras me terminaba el café. Cuando alguien mostraba demasiado interés por una cosa, lo único que conseguía era que aumentara el precio. Además, todavía faltaba una hora larga.

Durante el fin de semana, tal como me había aconsejado mi padre, le di muchas vueltas a la posible compra del barco. Evidentemente, era una gran cantidad de trabajo la que me caería encima, y seguro que el esfuerzo económico tampoco sería despreciable. Sin embargo, mientras repasaba todas las eventualidades, vi con claridad lo mucho que deseaba hacerme cargo de un nuevo proyecto. Algo que no estuviera relacionado con mi antigua vida en Bremen.

Esa mañana, al despertarme, supe que iría a echarle un vistazo al Rosa del Viento y que ocuparme de él tal vez conseguiría evitar que volviera a darle tantas vueltas al asunto de mi madre biológica.

Así que allí estaba.

Media hora después, el vaso de café estaba ya en una papelera y los primeros interesados empezaban a llegar. Un hombre con pantalones de pana y botas de goma, de unos cincuenta años de edad y con evidente experiencia en lo que a barcos se refería. Otro, algo más joven, con cazadora vaquera y pantalones de trabajo azules. Uno más, también con botas de goma e impermeable, y también un surfista que parecía algo aburrido. Dos señores con camisas de cuadros y cazadoras; los dos habrían podido pasar por gemelos. Ni una sola mujer.

Y nadie parecía esperar tampoco que yo me uniese a su comitiva.

Aunque tenía el corazón en un puño, me puse de pie y me encaminé al embarcadero.

¿Cómo mostraba uno su interés por comprar un barco? Había oído contar a conocidos que, en las jornadas de visitas de pisos, había quien intentaba meterse en el bolsillo al vendedor con palabras bonitas. En mi caso, nunca había necesitado presentarme como una inquilina ejemplar, mis pisos siempre los había conseguido con mayor o menor suerte y por casualidad. Y, de pronto, allí estaba: sin ninguna experiencia en adulación. Aunque ¿podría resultar eso ventajoso?

Dos de los posibles compradores habían entablado conversación y la interrumpieron cuando me acerqué a ellos. También los demás se me quedaron mirando. Solo el surfista siguió con la mirada fija en su teléfono móvil sin darse cuenta de mi llegada.

Saludé al grupo y metí las manos en los bolsillos de la cazadora. Me sentía incómoda. Los rostros de esos hombres se preguntaban claramente qué se me había perdido a mí allí. Intenté no hacer caso, me puse a mirar la inscripción del nombre del barco y me concentré en las marcas de algas que había sobre la pintura desconchada.

Enseguida los dos hombres retomaron su conversación y los demás me dejaron en paz. Levanté la mirada, pero el dueño, o el vendedor, no estaba por ninguna parte. ¿Esperaba a más gente aún?

Miré hacia un lado. Alguien más se acercaba deprisa al barco con largas zancadas. Llevaba traje, como si fuese banquero o tuviese una comida de negocios; aunque había prescindido de la corbata, su vestimenta parecía una armadura.

Cuando llegó, por encima de ese atuendo tan envarado distinguí una cara simpática, algo angulosa y con barba de tres días que estaba enmarcada por unos rizos castaños. Sus ojos azules relucían ya desde lejos. Era, sin lugar a dudas, el hombre más atractivo de todo el amarradero. Y en cierta forma me resultó familiar. ¡Sí, era el hombre al que había visto cuando me acerqué al Rosa del Viento con Leonie! Aquel día iba vestido como un estibador. ¿De dónde salía de pronto ese traje?

Su mirada se detuvo en mí un momento sin dar muestra alguna de reconocerme. Seguro que solo se preguntaba qué hacía allí una mujer. Luego se acercó a los demás.

Seguí mirándolo unos instantes, pero él no me hacía caso. Un barco a la venta no era un garito de ligoteo y, por su aspecto, seguro que estaba casado o tenía una relación estable. Lo de llevar siempre puesto el anillo ya no era algo tan habitual.

Volví a mirar al frente, donde el hombre de la americana de pana azul se irguió y consultó la hora en su reloj de muñeca. Yo había estado tan concentrada en la contemplación del hombre de traje que ni lo había visto aparecer. Carraspeó y anunció:

—Doy por hecho que ya estamos todos aquí. —Como nadie dijo ni que sí ni que no, siguió hablando—: Me llamo Heinz Ruhnau y soy el dueño del barco. Por lo menos de momento. —Alargó los brazos. En la mano izquierda sostenía la carpeta que antes le había visto bajo el brazo—. Me alegro de que hayan venido a echarle un vistazo a este precioso cascarón. El Rosa del Viento se construyó en 1940 en Hamburgo, en principio como pesquero, pero luego se le retiraron los aparejos de pesca y el barco se utilizó como embarcación bélica para dragar minas. Después de la guerra se transformó en un barco de recreo y se trasladó a Timmendorfer Strand.

El hombre relataba los hechos de una forma completamente desapasionada, pero yo, con mi imaginación, iba viendo cómo botaban el barco con los mejores deseos y el casco entraba por primera vez en el mar. Cómo, en lugar de sacar redes llenas de peces, dragaba minas y tal vez recibía daños durante el bombardeo de Hamburgo. Y cómo llegaba el final de la guerra y entonces recibía un cometido del todo pacífico.

—En realidad, me encantaría volver a acondicionar el barco yo mismo, pero por desgracia mi mujer ha enfermado y ahora necesitamos reunir dinero para reformar la casa. —Soltó un hondo suspiro.

Noté que no le resultaba fácil separarse de la embarcación. Estaba claro que el destino podía jugar malas pasadas.

—Aun así, espero que en alguno de ustedes encuentre un buen propietario que le ayude a recuperar su viejo esplendor.

Tras esas palabras comenzó la visita por las cubiertas de proa y de popa, la cabina del capitán, la sala de máquinas y la cabina de pasajeros.

—El barco tiene veinticuatro metros de eslora y seis de manga, cuenta con un motor diésel de doscientos veinte caballos que, cuando esté reparado, alcanzará nueve nudos. Los demás detalles técnicos los encontrarán en la hoja informativa que les entregaré al salir —nos comunicó Ruhnau.

Yo había contado con que le harían preguntas, pero aquellos hombres parecían un tanto pasmados. Y con razón, porque el paso del tiempo había hecho mucha mella en el barco. Prácticamente podía oír los suspiros de mi padre como si estuviese allí. Muchos de los cabos estaban dañados, el suelo de la sala de máquinas tenía manchas de aceite para dar y tomar, el motor ofrecía una triste estampa. La sala de pasajeros había perdido su antiguo esplendor. Por todas partes había algo desconchado o astillado.

—Pueden echar un vistazo con tranquilidad —dijo el propietario cuando terminó la visita—. Nos encontraremos fuera más tarde, por si tienen alguna pregunta o quieren saber el precio de venta. —Dicho eso, se retiró.

Yo miré a los demás. ¿Qué era lo que se hacía cuando querías comprar un barco? Aunque mi padre había trabajado en astilleros y yo había crecido entre embarcaciones, no sabía muy bien qué era lo que tenía que buscar, así que seguí a quienes me pareció que eran más entendidos y saqué fotos con el móvil, ya que, si había un juicio experto del que me fiaba, era del de mi padre.

Con mi ojo profano solo vi dos cosas: primero, que sería muy caro volver a acondicionarlo todo. Bancos de asiento, pintura, ventanas, suelos…, habría que renovarlo por completo. También oí refunfuños de disgusto por parte de los entendidos en cuanto al motor y los aparejos.

Segundo: me di cuenta de que ese pesquero, una vez estuviese restaurado, sería precioso, y de que todavía le quedaba mucho antes de acabar en un cementerio de barcos, como había mascullado uno de los posibles compradores cuando entramos en la sala de máquinas. Ese hombre desapareció enseguida, por suerte, y casi todos los demás siguieron su ejemplo. Algunos hicieron gestos negativos con la mano, resignados, otros parecían indecisos.

Les cedí el paso a todos ellos, puesto que quería ver el barco una vez más yo sola. Por fortuna, también el hombre atractivo del traje había salido, así que me coloqué en el centro de la cabina de pasajeros, intenté no hacer caso de los muchos e increíbles olores que habían impregnado la madera con el paso de los años y miré a mi alrededor. En una pared seguían pegados los restos de un viejo póster que anunciaba una marca de limonada. El tapizado de los asientos era de una tela gruesa y de rayas color naranja. En algunas de las mesas había cosas grabadas. Descubrí un corazón con una flecha y la inscripción de «Susi + Peter», además de un ancla y otros garabatos que habían quedado indescifrables.

¿Qué no habría visto ese barco? ¿Había vivido también la guerra? ¿Se habían decidido en él los destinos de muchas personas? Seguro que sí. Y todo ello bien contado se convertiría en un maravilloso trasfondo que resultaría ideal para publicitarlo.

Cuando bajé a tierra firme, vi al hombre del traje. Él y yo éramos los únicos, junto al dueño de la embarcación, que seguíamos allí. ¿Acaso los demás no estaban interesados en comprarlo?

Cuando el hombre del traje me vio, se acercó a mí.

—¿Y bien? ¿Qué le parece?

Lo miré, sorprendida.

—Que es un barco muy bonito.

—¿O sea que quiere comprarlo? —Ladeó un poco la cabeza, como si pretendiera leerme el pensamiento.

—Depende del precio. Pero, si es aceptable, ¿por qué no?

Me puse algo tensa. Por muy atractivo que fuese ese tipo, con tantas preguntas empezaba a resultarme algo antipático.

—¿Y por qué quiere usted el barco? —insistió mientras hundía las manos en los bolsillos del pantalón. Por lo visto no pensaba dejar que le arrebataran la compra.

Me habría gustado soltarle que eso no era asunto suyo, pero mi instinto me dijo que era mejor mantenerme calmada y ecuánime con él.

—Me gustaría convertirlo en una cafetería —contesté con franqueza, aunque un instante después él consiguió que lo lamentase.

—¿Y por qué no abre una en tierra firme? —preguntó con tono de burla.

Sus palabras me llenaron de rabia. ¿Quién se había creído que era? ¿Mi asesor empresarial?

—En tierra firme ya hay muchas cafeterías, sería una locura comercial abrir otra. —Lo miré con actitud desafiante.

—Por el agua ya navegan barcos de recreo a montones. Y con «servicio de comidas».

Dicho por él, sonó como si fuesen botes que apestaban a grasa rancia y chucrut, donde los clientes volvían a ofrecerle la comida a Neptuno nada más ingerirla, porque esos cascarones eran incapaces de mantenerse estables sobre las olas.

Muchos años atrás, mis padres me habían llevado una vez en una de esas excursiones y, si no había acabado asomada por la borda como los demás pasajeros, solo podía agradecérselo a la entereza de mi estómago.

—No sería lo mismo, créame —repliqué—. Además, no pienso hacer navegar a la gente entre patatas salteadas y huevos fritos. Mi intención es que en este barco haya también cultura. Cultura de verdad, no leyendas sobre el pirata Störtebeker ni sobre supuestos ciervos blancos.

Justamente esa leyenda se me había quedado grabada en la memoria porque fue en aquel instante cuando la gente empezó a salir corriendo en manada hacia la barandilla.

—Bueno, son leyendas muy queridas por aquí.

—Pero a veces llega el momento de cambiar las cosas. —Me crucé de brazos. Estaba bastante molesta por haberme dejado llevar y haberle desvelado más de lo que había sido mi intención—. Y usted, ¿qué quiere hacer con el barco? —contraataqué.

—Eso es cosa mía, no le interesa a nadie —contestó con una sonrisa de suficiencia.

En ese momento me habría gustado saltarle a la cara y arrancarle esa barba de tres días, pero entonces apareció el propietario.

—Por lo que se ve, siguen ustedes aquí —constató.

—Sí, y por lo que se ve, tampoco tenemos pensado marcharnos hasta que nos diga el precio de venta —repuso mi competidor, y luego me miró.

Intenté que no se me notara el enfado por la forma en que me había sonsacado información.

—El precio base del barco es de veinte mil —anunció el dueño casi como de pasada mientras nos ponía una hoja en la mano a cada uno—. Si quieren aumentar la oferta, desde luego, queda a juicio de ustedes.

En ese momento me sentí como si alguien hubiese retirado los tablones que pisaba. ¡Veinte mil euros! Bueno, el barco era especial, sí, pero estaba en muy mal estado y, con sinceridad, yo había previsto unos diez mil tirando por lo alto. Eso ya habría sido una suma exorbitante, pero ¿para qué, si no, enviaban los bancos esas cartas en las que te conceden créditos de cantidades por el estilo?

Luché un instante por serenarme y al fin logré recuperar la compostura. El tipo que estaba a mi lado no debía intuir bajo ningún concepto que me faltaban medios económicos. Él, por su lado, acogió el precio de venta con una inclinación de cabeza informal. Quizá habría reaccionado de la misma forma aunque la cantidad hubiese sido más elevada.

—En caso de que alguno de ustedes se decida por la compra del barco, puede ponerse en contacto conmigo durante esta semana. Quien me haya hecho la oferta más alta se lo lleva.

¿La oferta más alta? ¿Es que tenía más interesados aún? ¿Realizaría más visitas guiadas?

Me invadió el pánico.

—Muy bien —dijo el hombre del traje, y le tendió una mano jovial al propietario—. Le llamaré sin falta.

Luego me dirigió una breve mirada y se marchó.

Yo seguía inmóvil, como si acabasen de echarme un cubo de agua por la cabeza.

—¿Alguna cosa más? —preguntó el propietario, que por dentro sin duda esperaba que me diera por vencida y me fuese de una vez.

El del traje le había caído mucho mejor, al parecer.

—No, yo… —empecé a decir, tartamudeando—. Solo querría saber hasta qué hora puedo llamar para que, tal vez, pueda adjudicarme la venta. —Sentí escalofríos subiéndome por la espalda. Con la tranquilidad que había demostrado mi rival, el pesquero no podía interesarle ni la mitad de lo que a mí.

—Antes de las seis de la tarde estaría bien. Después tengo que marcharme. Si llama antes de esa hora y su oferta es más alta que la del caballero, el próximo lunes podrá recoger el barco. —Y dicho eso, se despidió con un movimiento de cabeza y se alejó a grandes pasos por el embarcadero.

Me lo quedé mirando un momento y luego me volví hacia el Rosa del Viento.

Me habría gustado pensar algo como: «Vieja dama, no te preocupes, que te rescataré», pero esa era una promesa que no podía hacerle.

Puesto que mi despacho todavía no era tal, al regresar me instalé en el salón, donde algunas cajas esperaban que las vaciara. Coloqué el portátil en la mesita de café y me hundí en el sofá con una postura no demasiado buena para la espalda, pero tenía pensado encargar todo el mobiliario del despacho al día siguiente. Me habría encantado poder quedarme con los muebles de Bremen, pero no eran míos, sino del propietario del despacho. Era extraño, pero en Bremen, por alguna razón, no había querido acumular posesiones después de que Jan me dejara, como si ya hubiese sabido que no me quedaría mucho tiempo allí.

Durante las horas siguientes estuve dándole vueltas a la campaña publicitaria del hotel. Los pilares básicos ya los tenía, solo me faltaba concretar un poco más. En realidad, esa parte no era ningún problema para mí. Sin embargo, el Rosa del Viento no hacía más que colarse en mi pensamiento.

Veinte mil euros por un barco de ese tamaño era, a primera vista, relativamente poco, pero en un segundo examen se hacía evidente que resultaba demasiado para una madre divorciada que después tendría que invertir otra cantidad como mínimo igual para la restauración y la remodelación.

La pensión que me pasaba Jan me dejaba en una buena situación económica, y Hartmann también me pagaría un buen pellizco por la campaña, pero ese era un dinero del que tendría que vivir hasta que diera con el siguiente gran encargo. De ahí tendría que pagar el alquiler, la luz y el agua, los impuestos, la guardería, también la comida y cualquier otra cosa que surgiera. Siendo sincera, ni siquiera podía reunir el precio base sin incurrir en un riesgo.

Y luego, además, estaba mi competidor. Esta vez el hombre no me había parecido un marinero andrajoso, sino alguien con pinta de poder aflojar el bolsillo sin inmutarse. ¿Qué era? ¿Un chatarrero que tenía pensado sacar ganancias con el desguace del pesquero? En todo caso, no me había dado la sensación de que quisiera hacer nada útil con él. Más bien parecía alguien que se encargaba de que joyas como el Rosa del Viento —o por lo menos las partes que no podían venderse— acabaran en cementerios de barcos anónimos, descuartizadas por potentes tenazas hidráulicas.

Entonces me sonó el móvil y volví a la realidad. El número de Hartmann apareció iluminado en la pantalla.

—Hansen, diga —contesté.

—Me alegro mucho de oírla. ¡Soy Hartmann! —saludó mi jefe con voz cantarina. Por lo visto estaba de muy buen humor.

—La alegría es toda mía —repuse yo, no con total sinceridad, pero aun así sonriendo, de modo que seguramente también le parecí animada—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Habría contado con cualquier cosa menos con lo que me anunció Hartmann.

—¡Se va a quedar boquiabierta! ¡Hemos encontrado un álbum con fotografías históricas! —Lo dijo como si fuera un catedrático de arqueología que acababa de dar con el fragmento de loza decisivo—. ¿Por qué no se pasa por aquí para que podamos echarles un vistazo juntos? —No le hizo falta añadir: «¿Esta noche?», pero las palabras flotaron de forma patente en el aire.

Ya me estaba oyendo decir que en realidad era mejor que me enviase el álbum cuando quisiera, pero al mismo tiempo cobré conciencia de que ese hombre era mi único cliente. Pedirle que me lo mandara no sería motivo para que me despidiera, pero sí era una enorme descortesía por mi parte.

—Con mucho gusto —respondí—. Dejo a Leonie en la guardería sobre las nueve, ¿qué le parece si nos vemos mañana a eso de las diez?

Oí cómo Hartmann pasaba las hojas de su agenda.

—¿Y le iría bien sobre las dos de la tarde?

—¡Por supuesto! —repuse, porque así podría despedirme a las cuatro como muy tarde, que era la hora a la tenía que ir a recoger a mi hija a la guardería.

—Trato hecho —dijo él—. Entonces, ¡hasta mañana a las dos!

Cuando colgó, respiré hondo. Necesitaba más clientes con urgencia, por seguridad tanto para nosotras como para mi empresa. Y necesitaba dinero para el barco. Tenía que ponerme ya mismo a buscar encargos nuevos.

—¿Te ha gustado la guardería, cielo? —le pregunté a mi hija mientras le tendía la chaqueta.

Todavía había por allí unos cuantos niños jugando con bloques de construcción. Leonie incluso parecía tener ganas de quedarse un poco más.

—¡Muchísimo! —contestó—. He jugado con Janine y con Lukas y con Claudia.

¡Tres nuevos compañeros de juegos! Quién lo habría dicho.

Le sonreí a la maestra, que justo entonces cruzó la puerta. Nicole era una cuidadora de guardería de manual, alta, algo regordeta, con el pelo rizado y pecas. La clase de mujer que a un niño de cinco años le encantaría tener como tía.

—¡Hola, señora Hansen! —me saludó, y le sonrió a Leonie—. ¡Bueno, pues ya hemos superado el primer día!

—Y, por lo que parece, ¡con nota!

Estaba orgullosa de mi hija. En Bremen, a veces lo habíamos pasado mal cuando los padres de otros niños se enteraban de nuestros problemas conyugales. Al final, cuando las peleas entre Jan y yo culminaron en la separación, dejé de llevar a mi hija allí, porque no quería exponerla a las preguntas de los demás niños. En cambio, sus nuevos compañeros, por suerte, no sabían nada de lo que había ocurrido en nuestra familia.

—Mmm, ¿podría hablar un momentito a solas con usted? —me preguntó Nicole de repente.

Yo no imaginaba a qué podía venir aquello y me la quedé mirando con sorpresa. ¿Qué tenía que comentar conmigo?

—Sí, desde luego. —Miré a Leonie—. Enseguida vuelvo.

Mi hija asintió con ganas y se puso a juguetear con los cordones de sus zapatos para deshacer el lazo y volverlo a anudar.

Acompañé a la maestra a la sala comunitaria, donde había dos niños jugando con unos cochecitos y gritando cada vez que los hacían chocar. Aunque quizá fuese mejor así, porque de ese modo nadie oyó cómo le preguntaba:

—¿Ha pasado algo?

La maestra se mordió el labio inferior. Era evidente que no sabía cómo abordar el tema.

De repente sentí una piedra grande como un puño en el estómago e intenté reprimir la sensación de déjà-vu que nacía en mí, ya que en Bremen había tenido bastante a menudo esa clase de conversaciones con las maestras.

—No, no, no ha pasado nada —dijo por fin Nicole—. Pero es que Leonie…, en el corro de preguntas ha…, ha reaccionado con bastante susceptibilidad.

Enarqué las cejas.

—¿Y eso?

—Bueno…

Las mejillas de Nicole se tiñeron de un intenso rubor. Aquella conversación le resultaba a todas luces incómoda. Por si acaso, me preparé para aguantar lo que fuera que tuviera que decirme.

—Es sobre su padre… En el corro de la mañana siempre hablamos de lo que han hecho los niños durante el fin de semana. Como Leonie es nueva, primero hemos querido saber un poco más sobre ella, claro. Y cuando ha salido el tema de su padre…

Algo frío me subió por la espalda.

—Ya les dije que mi marido y yo estamos divorciados —repuse, y me obligué a mantener la calma. No se habrán burlado de Leonie porque su padre no viva con nosotras, ¿verdad? ¿O quizá sí?

—Sí, nos lo dijo, y por eso he intentado ser todo lo cuidadosa que me ha sido posible, pero entonces una niña de la clase le ha preguntado por él y por qué ya no vivía con ustedes. —Agachó la cabeza, avergonzada—. Y Leonie se ha echado a llorar.

Me volví para mirar a mi hija, que seguía sentada en su banco, obediente, toqueteando el cierre de su bandolera.

—¿Ha sido alguna de sus compañeras de juegos?

Nicole negó con la cabeza.

—No, otra niña. Leonie se ha negado a jugar con ella durante todo el día.

Pero a Nicole no era eso lo que le preocupaba.

—En fin, querría saber… cómo le gustaría que tratásemos esto —dijo.

Me la quedé mirando como si acabara de hablarme en chino.

—¿A qué se refiere?

—¿Qué quiere que hagamos si la cosa vuelve a llegar tan lejos? —preguntó entonces, algo más segura esta vez—. Se ha puesto a llorar de una forma tan desconsolada que no había forma de tranquilizarla.

—Bueno, es que todavía hace pocos meses de la separación. Echa mucho de menos a su padre.

—Nos ha dicho que su papá no la quiere y que no quiere verla.

Ahora sí que tuve que respirar hondo. No es que nuestras relaciones familiares fuesen de la incumbencia de la maestra, pero podía entender que se preocupara si mi hija lloraba desconsolada y luego, como explicación, soltaba semejantes verdades.

—Hace algún tiempo que su padre no se pone en contacto con nosotras —expuse con el corazón en un puño.

Me costaba mucho hablar con desconocidos sobre lo que ocurría en nuestra casa. El divorcio ya había sido bastante malo de por sí, pero el comportamiento posterior de Jan siempre resultaba incomprensible, y por desgracia era yo quien recibía esa incomprensión y quien, además, tenía que dar largas y enrevesadas explicaciones, a pesar de que se trataba de una mala conducta por parte de mi exmarido.

—¿Él está bien?

—Sí, creo que sí. La verdad es que yo tampoco sé demasiado de su vida, pero al menos sigue pagando la manutención todos los meses.

—¿Y no hace uso del derecho a custodia?

Me volví de nuevo hacia Leonie. Por suerte, estaba lo bastante lejos para no poder oírnos. Aun así, bajé la voz por si acaso.

—No, no lo hace, pero tampoco me extraña. Ya dejó muy claro ante el juez que solo se ocuparía de nosotras en la parte económica. Cosa que hace muy bien, la pensión llega con puntualidad y aumenta cuando corresponde. —Hice una pausa y me oí decir algo que todavía no le había dicho a ninguna maestra ni a ninguna canguro—: Pero, por desgracia, el dinero no puede mitigar lo mucho que lo añora mi hija. He intentado localizarlo, pero ¿qué le voy a hacer si no me contesta al teléfono? ¿Si no responde a mis mensajes? En fin, si hubiese algo urgente o grave, seguro que me devolvería la llamada, pero que su hija lo eche de menos no es lo bastante urgente para él.

El rostro de la maestra se transformó de golpe. Habitualmente la gente mostraba compasión, yo veía incomprensión en sus miradas, aunque no hacia mí.

—Hombres —siseó bajando tanto la voz que casi pareció que ni yo misma debía oírlo. Luego añadió—: Está bien, así ya estoy al corriente y me esforzaré por que no vuelva a salir el tema.

Casi sonó como si a partir de entonces Leonie fuese a recibir un trato especial. Aunque seguro que no era la única hija de padres divorciados de la guardería.

—Es muy amable por su parte, pero sin duda no podrá controlarlo siempre, porque los niños que ya lo han oído lo contarán en sus casas y en algún momento oirán a sus padres comentar algo y volverán a sacar el tema. Los niños hablan también fuera del corro. Limítese a estar vigilante por si alguien dice algo, e intente consolarla. Ya sé que tiene mucho que hacer, pero no le hago más que esa petición.

La maestra asintió con la cabeza.

—Está bien.

—Y, en caso de que haya problemas mayores, llámeme, por favor. Si hiciera falta, vendría a recoger a Leonie. Aunque yo creo que se adaptará bien. Me ha hablado de sus compañeros de juegos.

Entonces la maestra volvió a sonreír, visiblemente aliviada, según me pareció.

Me despedí de ella y fui a buscar a mi hija.

—¿Te apetece una pizza? —le pregunté, y a ella se le iluminó la cara.

Si la maestra no me hubiera dicho nada de que había estado llorando, yo ni siquiera lo habría sospechado.

—¡Ay, sí! —exclamó, y me echó los bracitos alrededor del cuello.

—Y luego te contaré cómo me ha ido con ese barco que he ido a ver hoy.

Los ojos de Leonie se abrieron como platos.

—¿Qué barco era? ¿Ese que vimos el otro día?

—Sí, exacto. ¡Y tal vez pronto puedas montarte en él! Venga, que te enseñaré un par de fotos.

En el coche, la senté en su silla infantil pero no arranqué enseguida, sino que me instalé a su lado y saqué el móvil. Tal vez el Rosa del Viento consiguiera animarla un poco. Tal vez gracias a ese barco pudiéramos dejar al fin atrás nuestros problemas.