26
GEORG

Mi padre pensó que me había vuelto loco cuando le anuncié que me había comprado un barco.

—¿Qué vas a hacer con un barco como ese? —me preguntó cuando le enseñé una foto del pequeño pesquero—. Parece un dragaminas, seguro que el casco se ha llevado unos cuantos impactos de bala y se te hundirá bajo el trasero.

En aquella época yo había pasado varios años en el mar y estaba a punto de sacarme el título de capitán. Y un capitán, o eso me parecía a mí, necesitaba tener su propio barco. Aquel pequeño cúter que se estaba oxidando abandonado en un amarradero del puerto de Hamburgo me pareció que me venía como anillo al dedo. Sin duda, ya no era una belleza, pero me había salido barato. Además, tenía una idea para un negocio.

—El pesquero está perfectamente, padre —me defendí.

A mis treinta años, no es que todavía tuviera que rendirle cuentas, pero en 1959, si seguías soltero, consultabas con tus padres al tomar cualquier decisión importante. Mi padre también había sido marinero, había servido en la Marina de guerra y había perdido una pierna en combate. Eso no solo le había impedido acabar muriendo en el mar, sino que también gracias a ello se había librado de ser hecho prisionero, como los padres de muchos amigos míos. Como mutilado de guerra, lo apartaron del frente y lo destinaron a una fábrica hasta que Hamburgo quedó arrasado por las bombas.

—Lo remodelaré un poco y volverá a quedar como nuevo.

—¿Y qué vas a hacer con ese cascarón? Será mejor que te busques una mujer y te ocupes de formar una familia antes de que seas demasiado mayor. Que yo quiero conocer a mis nietos.

—Y lo harás, padre —le aseguré, aunque en ese momento no había ninguna mujer a la que pudiera imaginarme como esposa. Me enamoraba una temporada de una chica y luego de otra, pero nunca era para siempre—. Te garantizo que lo tengo todo bien pensado. ¡Llevaré a la gente de excursión por el Elba y ganaré dinero! No te imaginas la cantidad de personas que quieren ver el puerto ahora que todo vuelve a estar reconstruido.

—Para eso lo que necesitas es un barco piloto, o de recreo. ¡No un pesquero! ¡Con eso, como mucho, podrías dedicarte a los peces!

La discusión con mi padre se alargó hasta altas horas de la noche, porque no se fue a dormir hasta que se hubo echado al cuerpo varios vasos de aguardiente.

Sin embargo, yo seguía tan convencido de mi plan como al principio, así que me puse a trabajar. Unos amigos de los astilleros Nikolai & Jensen me ayudaron a poner el barco a punto y a remodelarlo para poder utilizarlo como embarcación de pasajeros.

Mientras estábamos en ello, a menudo me invadía la sensación de que mi padre tenía razón y que sería mejor olvidarme de todo. De hecho, el barco había sufrido algunos daños durante la guerra, lo cual también había sido el motivo de que nadie lo quisiera. Pero el corazón del pesquero, su motor, era fuerte, y su piel iba recuperándose poco a poco de sus cicatrices.

Un año después, lo botamos al agua.

No solo tenía el casco exterior en perfectas condiciones y una cabina para pasajeros, también destacaba entre los demás barcos de excursiones. Lo único que no me gustaba era el nombre, pero yo sabía más de barcos que de escoger nombres y, además, era difícil de contentar. Las propuestas jocosas que me hacían mis amigos, como Lata de Sardinas, Rata de a Bordo o Duende de los Naufragios, quedaban descartadas al instante, porque no quería que mi pesquero fuese objeto de burla. Así que por el momento dejé los números de la proa y aplacé el asunto del bautizo.

Y un precioso día de mayo, salí a navegar orgulloso con mis amigos Uwe y Horst como tripulación en nuestra primera travesía con pasajeros. Salimos incluso del puerto, cosa que los barcos más pequeños no podían atreverse a hacer así como así. Sin embargo, el negocio marchaba a trancas y barrancas. El día del viaje inaugural hubo muchas personas que quisieron subir a bordo, pero los números iban disminuyendo sin parar. A mi padre se lo oculté, sin embargo, porque no quería que se riera de mí ni que me reprochara nada.

Un día del verano de 1960 que el mar estaba tranquilo, yo estaba ocupado fregando otra vez la cubierta, una tarea con la que intentaba controlar mi frustración. A esas alturas iba tan justo de dinero que entre semana trabajaba en el puerto e intentaba enrolarme en algún barco mercante.

Sin embargo, aquel domingo en el que la suerte parecía haberme abandonado, ante mi barco apareció una mujer.

—¿Hola? —exclamó desde tierra, y saludó con la mano.

Me incorporé. De tanto fregar, al final me habían salido callos en las manos y tenía toda la espalda quemada por el sol.

—¿Sí? —pregunté, y al verla sentí una enorme emoción.

Era una mujer muy joven, puede que de unos veinte años nada más. Y era la muchacha más guapa que había visto jamás. Llevaba el pelo recogido en un moño, y un par de margaritas silvestres enredadas en él. Por encima del vestido de color rosa se había puesto una chaquetita de punto, y sujetaba un bolso blanco. A mis ojos, ninguna modelo habría podido ser más bella.

—¿Qué puedo hacer por usted? —pregunté, porque la chica me miraba de la cabeza a los pies como si hubiese esperado otra cosa.

Me contestó entonces con un acento extraño en la voz:

—¿Navega usted por el puerto? He perdido a mi grupo de excursionistas, que han salido en otro barco, y ahora me he quedado aquí sola. Los demás barcos están navegando, solo queda el suyo, y como esta noche tengo que regresar ya, me gustaría ver un poco del puerto por lo menos.

—Mmm, la verdad es que… —dije, porque salir con un solo pasajero era una auténtica locura, un desperdicio imperdonable de gasóleo. La chica, sin embargo, era guapísima, y yo seguramente había pillado una insolación. El caso es que añadí—: Claro que sí, zarpamos de inmediato. ¡Un momento!

Con las pintas que llevaba no podía zarpar de ninguna manera. A pesar de que hacía bastante calor, fui a echarme por encima mi atuendo de capitán. Demasiado tarde caí en la cuenta de que tal vez la chica me estaba gastando una broma. Quizá cuando volviera a salir habría desaparecido y se estaría riendo a mi costa por habérmela jugado.

Salí otra vez a cubierta mentalizado para llevarme la mayor decepción de mi vida, pero ahí estaba ella, haciéndose pantalla con la mano sobre los ojos mientras esperaba en el muelle.

—Bueno, suba a bordo, joven —le dije, y bajé la pasarela.

Ella dejó que le ayudara a subir y luego miró algo extrañada hacia la cabina de pasajeros vacía.

—¿O sea que va a salir solo por mí? —preguntó, algo sorprendida, mientras yo preparaba el barco para zarpar.

Me dio un poco de vergüenza que se enterara de esa forma de mi falta de éxito, pero nunca había tenido talento para inventar historias, así que lo reconocí sin más.

—Como ve, no es que me desborde el trabajo, pero el barco siempre se alegra de poder arrancar de vez en cuando. Así que póngase cómoda, que voy a encender el motor.

El motor diésel, de hecho, sí se alegró de poder funcionar durante un rato. Cuando salí otra vez para ponerme al timón, me encontré a la joven en la cabina.

—Disculpe, ya sé que en realidad no debería estar aquí, pero como en la sala de pasajeros no hay nadie, ¿le importa que viaje con usted?

No vi ningún motivo para decirle que no y, además, así me ahorraría tener que gritar por el altavoz, así que estuve conforme y, poco después, zarpamos.

De todos modos yo estaba algo intranquilo, porque para llevar un barco se necesitaba una concentración total y esa joven no hacía más que distraerme. De nuevo oí la voz de mi padre que me hablaba de encontrar una mujer y formar una familia y, aunque no conocía ni su nombre, el instinto me decía que ella era la adecuada. O, por lo menos, una como ella. Y ya que tenía a una muchacha así en mi barco, habría sido una tontería no entablar por lo menos conversación. Sin embargo, aunque en realidad nunca había tenido ningún problema para hablar con mujeres, de repente me puse tan nervioso que empezaron a sudarme las manos.

¿Qué podía decirle que no pareciera torpe y no la espantara?

—Dígame, ¿de dónde es usted? —le pregunté a la chica, que por algún motivo parecía más interesada en mi oreja que en los edificios del puerto, porque no dejaba de mirarme de reojo.

—De Rostock —contestó.

—¿Rostock? —me extrañé. Su acento era claramente de Sajonia.

—Sí, hace unos años me trasladé allí porque conseguí una plaza de aprendiz, y ahora no querría irme a ningún otro lugar.

Increíble. Una muchacha de la zona soviética en mi barco. Y tan guapa, además. De vez en cuando había gente de allí que cruzaba a nuestra zona, desde luego, la mayoría para visitar a familiares, pero yo nunca había conocido a nadie del Este.

Se oían rumores de que en la zona rusa no había nada para comer y que la gente recibía por su trabajo un dinero sin valor, por lo cual muchos de ellos intentaban encontrar empleo en el Oeste. Pero la muchacha que estaba a mi lado no parecía ser una persona necesitada.

—¿Y a qué se dedica en Rostock? —seguí preguntando.

—Soy enfermera —explicó—. En la Clínica Universitaria.

—Entonces, seguro que está muy atareada.

—Como en cualquier hospital —repuso ella, y se encogió de hombros—. El trabajo me divierte, no podría imaginarme haciendo ninguna otra cosa.

—¿Y le queda tiempo para venir a visitar Hamburgo?

La joven se rio.

—¡También en el socialismo nos dan días libres!

Esas palabras supusieron una segunda sorpresa para mí. Había oído decir lo muy en serio que se tomaban el comunismo y el socialismo en la zona rusa. A mí el socialismo no me parecía nada tan raro, porque también en Hamburgo teníamos alguna relación con él y mi familia votaba a los socialdemócratas desde 1946. Sin embargo, después de haber oído cosas tan confusas sobre el socialismo de aquella zona, tanto más simpática me cayó la muchacha, que por lo visto no se creía a pies juntillas las consignas de la dirección del Partido.

—¿Y cómo son las cosas en su zona? —le pregunté. Mi nerviosismo disminuyó un poco, aunque todavía sentía el corazón palpitándome en la garganta.

¿Cómo iban a ser las cosas allí? Menuda pregunta más tonta. Aun así, me contestó.

—Bueno, ¿cómo quiere que sean? La mayor parte del tiempo uno hace su trabajo y luego se alegra de tener lo que tiene. Solo que a veces uno quiere más. Hace unas semanas, un par de amigas mías cruzaron aquí. Sus padres, que son agricultores, tenían que entrar en la Cooperativa de Producción Agrícola pero no querían hacerlo, así que les expropiaron las tierras. Por eso se marcharon.

¡Aquello me pareció terrible! Por lo visto, la gente que traía historias terroríficas de aquella zona tenía razón. Y los peces gordos del Partido ya habían demostrado cómo se las gastaban siete años antes, cuando reprimieron con dureza la sublevación del 17 de junio.

—Pero, como le decía, me va bien. Además, tengo a una tía aquí. Mientras podamos venir de vez en cuando, todo es soportable. Mi tía, por suerte, es muy generosa. Este vestido, en Rostock solo puedo ponérmelo los días de fiesta; si no, mis compañeras se morirían de envidia.

Bueno, el vestido era muy bonito, pero ¿un vestido de fiesta? Los que yo había visto eran muy diferentes.

En algún momento alcanzamos al barco con el que había zarpado su grupo. Era gente joven, unas cuantas chicas y algunos muchachos. ¿Estaría comprometida con alguno? De repente me invadieron los celos.

—Esos deben de ser ellos —comenté, y señalé hacia delante—. Su novio se alegrará de volver a verla.

Intenté mirar al frente como si no me importara, pero la vi sonreír con el rabillo del ojo.

—No tengo novio —dijo.

—Eso sí que no me lo creo. ¡Una joven como usted! —exclamé, haciéndome el sorprendido, aunque por dentro me alegré muchísimo.

Si su corazón no estaba comprometido todavía, tal vez yo tuviera una oportunidad. Daba igual que fuera del Este. Eso no tenía ninguna importancia cuando te enamorabas, ¿verdad?

—¿Quiere que le haga saber al capitán que desea pasar al otro barco?

La joven negó con la cabeza.

—No, prefiero quedarme aquí con usted. Pero, si puedo, sí me gustaría acercarme a la barandilla para saludarlos. Al fin y al cabo, no me pasa todos los días esto de tener un barco para mí sola.

—Claro que puede —repuse, y la seguí con la mirada.

Quería quedarse conmigo. Solo durante el rato que durara la travesía, desde luego, pero yo me la imaginé diciéndolo también en otro contexto. No era capaz de imaginar nada más bonito.

Cuando regresamos al puerto, me pareció ver que estaba triste.

—Qué lástima que se haya acabado la excursión —dijo, y se miró con rubor la punta de sus zapatos blancos—. ¿Qué le debo? —Se llevó una mano al boso.

—No, no. Déjelo estar —me apresuré a decir, y le puse un momento la mano en el brazo—. No me debe nada. Ha sido todo un placer navegar con usted. Repetiría sin pensármelo dos veces.

Me miró con expectación. Al principio pensé que insistiría, pero entonces volvió a guardar el monedero en el bolso.

—Se lo agradezco, querido capitán. Cuídese.

Con eso se despidió de mí.

En mi interior se dispararon todas las alarmas. Maldita sea, cabeza de chorlito, ¿es que no te das cuenta? ¡Venga, dile que no se vaya!

—¡Señorita, espere! —exclamé tras ella.

La muchacha se volvió.

—Yo… ni siquiera le he preguntado cómo se llama.

—Irma —me dijo—. Irma Neubert.

—Georg. Quiero decir que… yo me llamo Georg Palatin. —Respiré hondo. Ahora o nunca, me dije. El no ya lo tienes—. Y me gustaría mucho invitarla a tomar un café, si a usted le parece bien.

En su rostro apareció entonces la sonrisa más hermosa que jamás había visto en una mujer.

—Me parece bien —dijo—. Me gustaría mucho tomar un café con usted.

A partir de esa tarde, Irma empezó a ir a Hamburgo de vez en cuando y, si no podía porque el turno le desbarataba los planes, me escribía. Así estuvimos un año.

¿Qué puedo decir? La chica me trajo suerte. La cantidad de pasajeros empezó a aumentar y poco tiempo después pude volver a pagar a mis amigos Uwe y Horst por su trabajo.

Una tarde que Irma volvía a estar de visita, la saqué a dar una vuelta y esa noche me besó. ¡Habría podido atravesar la dársena a nado de pura y desbordante alegría!

Yo abrigaba la esperanza de que aceptara mi proposición de matrimonio cuando se la hiciera, así que preparé a mis padres poco a poco diciéndoles que quizá pronto les presentaría a una muchacha con la que tal vez me prometiera. Mi madre se puso loca de contento, y tampoco mi padre tuvo nada que objetar cuando les enseñé la fotografía de Irma.

Convencí a mi amor para que fuera a Hamburgo el lunes siguiente, el 14 de agosto, y así presentarle a mis padres. Yo iba a cambiarme el turno con Karl, y ella tendría el lunes libre después de haber hecho el de la noche del domingo. Nada se interponía en nuestra cita.

Probablemente yo estaba más nervioso que ella, porque esperaba que mi padre no dijera nada sobre la zona soviética, que era como él llamaba a la RDA. Que Irma era del Este no lo sabían ni mi madre ni él; antes tenían que conocerla como la persona encantadora que era.

Como mi compañero Karl sentía debilidad por los enamorados, no puso ninguna pega para cambiar el turno conmigo, así que el domingo me presenté en el trabajo. Mis compañeros estaban sentados en la sala de descanso y tenían puesta la radio. Por el estado de exaltación en el que los encontré, creí que retransmitían un partido de fútbol. Pero ¿tan temprano por la mañana? Aun siendo domingo, no era habitual.

—Eh, ¿qué pasa? —pregunté mientras metía mi bolsa en la taquilla.

—¡Chsss! —me siseó uno de mis compañeros—. Los rusos están cerrando la frontera.

—¿Qué? —No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Por qué iban a cerrar los rusos la frontera? En un primer momento no comprendí lo que quería decir eso.

—Esta noche han apostado tropas fronterizas en Berlín y están levantando un muro. Ahora ya no dejan salir de allí a nadie del Este.

Escuché con la boca abierta los informes de la radio. Intenté convencerme de que la construcción de ese muro solo era cosa de Berlín. Mi Irma vivía en Rostock, y allí no había forma de que quedara encerrada.

Sin embargo, se me estaba olvidando que entre el Este y el Oeste existía ya una valla fronteriza. Cada vez que quería venir a verme, Irma tenía que solicitar un permiso de salida al exterior. Como era enfermera, hasta el momento siempre había regresado como se esperaba que hiciera y, además, iba a ver a su tía enferma, nunca le habían puesto ningún problema. Sin embargo, por la pinta que tenía aquello, no iban a dejar que nadie más saliera de la RDA.

Me invadió el pánico. ¡Irma! ¡Pero si iba a venir al día siguiente! ¡Y de repente los mandamases del otro lado levantaban una frontera y disparaban a todo el que quería atravesarla! Si no teníamos un poco de suerte, ¡mi chica y yo no volveríamos a vernos nunca!

Empecé a caminar nervioso de aquí para allá, frotándome la cara, tirándome del pelo. ¿Qué debía hacer? Ya era muy tarde para viajar a Rostock.

Al final, el capitán del puerto disolvió nuestra pequeña reunión.

—Eh, ¿qué es esto de aquí, una tertulia de señoras? A trabajar, ¡y rapidito!

Los hombres rezongaron, pero, con muro o sin él, no les apetecía buscarse líos con el capitán del puerto. Todos regresamos al trabajo.

Aun así, yo no lograba concentrarme. Por suerte, las tareas de las que tenía que encargarme eran mecánicas, porque no conseguía quitarme de la cabeza a Irma ni lo que había explicado el locutor de la radio.

—¿Qué, cómo va la cosa? ¿Ya te ha entrado el canguelo? —me preguntó mi compañero Siegfried en la pausa de mediodía.

Debía de pensar que por eso no había tocado la comida, porque la llegada de Irma me tenía nervioso. Sin embargo, lo que estaba era abatido.

—Ay, déjame en paz —murmuré, malhumorado, porque no me apetecía hablar de nada.

Por suerte, Siegfried era un tipo que no se dejaba disuadir así como así.

—Ya sabes que, en cuanto te cases con ella, se acabará lo bonito…

Naturalmente, yo me había paseado con mi Irma delante de mis compañeros y me había sentido orgullosísimo cuando los demás hacían comentarios de admiración o de envidia.

—No habrá ninguna boda —mascullé, sombrío.

—¡Qué dices! —Siegfried se quedó atónito—. ¿Es que te ha dejado? ¿Has hecho algún disparate?

Sacudí la cabeza y deseé que se lo tragara la tierra, pero tampoco quería echarlo con cajas destempladas.

—No, no he hecho nada.

—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Ha encontrado a otro?

—No, tampoco es eso.

—Bueno, pues no te entiendo.

—Tampoco yo entiendo nada —repuse, y me lo quedé mirando—. No entiendo por qué esa gente tiene que cerrar la frontera.

Siegfried se me quedó mirando con cara de tonto, pero entonces lo comprendió.

—¿Es del otro lado?

—Sí, listillo. —Una ira inconmensurable creció en mi interior. No contra Siegfried, sino contra toda esa basura que se llamaba a sí misma RDA—. Y como han decidido sellar la frontera, seguramente ya no podré casarme con ella.

No pude pegar ojo en toda la noche. En realidad tendría que haber soñado con Irma y haberme imaginado cómo sería ir a buscarla a la estación, pero todo eso se había acabado.

Lo único que me ocupaba la mente era la pregunta de cómo podría llegar hasta ella. ¿Todavía se podía cruzar la frontera hacia la RDA? Y, en ese caso, una vez dentro, ¿ya no se podía volver a salir? ¿Lo nacionalizaban a uno a la fuerza? ¿Qué había pasado con los berlineses occidentales que se encontraban en el sector soviético en el momento de la construcción del muro?

Al cabo de unas horas ya no soportaba seguir en mi habitación. Me levanté, me vestí y salí de casa. Estuve un rato paseando sin rumbo por la ciudad en plena noche y al final me acerqué al puerto. Mientras tanto, mi cabeza no dejaba de darle vueltas a ideas descabelladas. ¿Debía renunciar a Irma? No, de eso ni hablar. ¿Sería una locura irme con ella y quedarme a vivir allí? Pero tenía a mis padres. ¿Y si iba a buscarla y me la traía? Pero ¿cómo?

En algún momento me encontré delante de mi barco, para el que todavía no había encontrado un nombre nuevo. Se mecía sobre las olas con suavidad, pero no podía responderme de ninguna manera a la pregunta de qué debía hacer.

Aun así, subí a bordo, porque no aguantaba entre las cuatro paredes de mi habitación y la casa se me caía encima, y entonces pensé en cómo debía de sentirse Irma en esos momentos. Estaba prisionera en una jaula de alambre de espino. Y, al contrario que yo, que podía salir de mi vivienda como si nada, ella ya no podría salir del país nunca más.

Eso me partió el corazón. Me hice un ovillo en mi litera y lloré con amargura.

Un día de septiembre recibí un sobre desde el mismo Hamburgo cuyo remitente me era por completo desconocido. ¿Había sido un error? De todos modos lo abrí y me encontré con la carta de una tal señora Hastermann, que resultó ser la tía de Irma.

Me escribía de parte de su sobrina. Al principio creí que le había ocurrido algo, pero en realidad me invitaba a Rostock y prometía enviarme un permiso para pasar la frontera.

«Así, por fin podrá volver a ver a Irma, y ella podrá explicárselo todo», escribía la mujer, aunque en aquellos momentos a mí poco me importaban las explicaciones. Apreté la carta contra mi pecho, exultante de alegría. Mi Irma no me había olvidado y tampoco había aceptado no volver a verme, como yo casi había hecho.

Tardé un tiempo en conseguir el permiso de entrada a la RDA. Cada día iba al buzón y regresaba decepcionado al ver que la carta no estaba. Al final llegó. Esta vez remitida directamente por Irma, y no a través de la señora Hastermann.

El permiso era una simple hoja de papel recio, pero en aquel momento me pareció mi más preciada posesión. Lo guardé con mucho cuidado. Tenía una validez de treinta días. Conseguir tanto tiempo de vacaciones me era imposible, así que empecé por tomarme dos semanas y luego ya veríamos. Si me echaban, seguro que encontraría trabajo en algún otro sitio. Y, si no, ya me mantendría a flote gracias a las excursiones con el barco. De todas formas quería sacarle partido a mi título de capitán.

A mis padres no les dije nada de la visita. Por dentro ya me había hecho a la idea de que, si no encontraba ninguna otra solución, me quedaría en Rostock. Ni mi padre ni mi madre lo comprenderían, así que era mejor no decirles nada hasta que la cosa estuviese hecha. Al menos las cartas sí pasaban la frontera.

Con el corazón en un puño y el petate sobre el hombro, una reluciente mañana de octubre me encaminé hacia la estación. Las palomas arrullaban en los tejados, los gorriones se perseguían por la plaza. Todavía hacía buen tiempo, pero la cercanía del invierno ya se notaba. Si de verdad me quedaba allí esos treinta días, quizá encontrase nieve a mi regreso. Si es que regresaba. Aunque Irma me había asegurado que podría volver a cruzar —no, que debía volver a cruzar porque, si no, tendría problemas con las autoridades—, yo no estaba tan seguro de que acabara regresando a mi hogar.

Apenas tenía nada que lamentara dejar atrás. Mis padres se enfadarían, pero tal vez lo comprendieran. Lo único que me hacía sufrir era mi barco. Mi precioso barco, que aún no tenía nombre. ¿Me lo podrían enviar si tenía que quedarme en el Este?

No estaba seguro de si en la RDA podía uno ganarse la vida ofreciendo excursiones marítimas. Pero, en caso de necesidad, volvería a reconvertirlo para poder pescar con él. También en el Este la gente comía.

Al llegar a la estación, miré una última vez a mi alrededor. Estaba convencido de que no volvería a ver mi querido Hamburgo, pero, si tenía que elegir entre mi ciudad e Irma, sabía perfectamente qué era más importante para mí.

Crucé las puertas de la estación y compré en la taquilla un billete para Lübeck. Entre Hamburgo y Rostock no había conexión directa, pero en Lübeck podía hacerse transbordo al directo Colonia-Rostock. Decían que en la frontera había controles muy estrictos, pero yo me sentía seguro con mi permiso de viaje.

En el andén esperaban también otras personas. Ninguna de ellas se detuvo a mirar al joven con gorra de marino, casaca azul y petate al hombro. En realidad, tenía pinta de ser un marinero de vacaciones en tierra firme.

Durante los diez minutos que quedaban aún para que llegara el tren, intenté imaginar lo que estaría haciendo Irma en ese preciso instante. Debía de estar durmiendo aún, aunque también era posible que no hubiese pegado ojo en toda la noche por culpa de la expectación. Esperaba con fervor que estuviera tan emocionada como yo.

Cuando por fin llegó el tren, me senté junto a la ventana, detrás de un hombre bastante voluminoso, y me acurruqué dentro de mi casaca. Quería intentar dormir, porque la mañana me pesaba en todos los huesos. Sin embargo, aunque cerré los ojos y todo mi cuerpo me pedía a gritos un poco de sueño, no encontré descanso. Sentía un cosquilleo bajo la piel. ¿Qué ocurriría durante las horas siguientes? ¿Qué me encontraría en la frontera? ¿Me pondrían alguna clase de trabas como contaban algunos? ¿Nos esperarían los rusos con kaláshnikovs en el andén?

En Lübeck, hice transbordo al tren que venía de Colonia y que llegaba hasta la frontera, y de allí a Rostock.

Me sorprendió ver que iba bastante lleno. Mientras me abría camino con mi petate por el pasillo del vagón, buscaba un asiento libre. A mi alrededor revoloteaba un murmullo de voces con acento renano. ¿De verdad quería entrar toda esa gente en la zona soviética?

Cuando el tren ya se había puesto en marcha, por fin tuve suerte y en uno de los vagones encontré un compartimento en el que solo viajaban tres jóvenes.

Uno de ellos se había quitado la chaqueta y, a pesar de la deficiente calefacción, estaba allí sentado en mangas de camisa. El pelo rubio le caía por delante de la cara en un flequillo alborotado. Los otros dos llevaban jerséis gruesos encima de la camisa. Supuse que serían universitarios.

No pareció hacerles demasiada gracia que me sentara con ellos. Apenas me detuve en la puerta del compartimento, interrumpieron su conversación de forma abrupta.

—¿Queda algún sitio libre? —pregunté mientras los tres me miraban con desconfianza.

—Eso depende mucho. ¿De dónde eres? —respondió el de las mangas de camisa.

Los otros dos le lanzaron una mirada de incomprensión. Probablemente querían verme desaparecer, pero ¿por qué? Yo quería ir al Este igual que ellos, eso no tenía nada de vergonzoso.

—De Hamburgo —contesté—. Si no os gusta la ciudad, puedo irme a otro lado.

Menudos tipos raros eran. ¿Qué tendría que ver mi ciudad con si podía sentarme con ellos o no?

Los jóvenes me observaron un momento más, luego el de las mangas de camisa me hizo una señal para que entrara.

—Está bien, puedes pasar.

Algo me dijo que quizá habría sido mejor buscar otro asiento, pero el tren iba muy lleno y el trayecto hasta Rostock sería largo. Así que subí mi petate y mi gorra al portaequipajes y me quité la casaca.

—Parece que seas marinero —dijo el de las mangas de camisa. Su voz sonó algo más amable esta vez, pero sus ojos seguían vigilándome de cerca—. ¿Acabas de volver de una larga travesía?

Negué con la cabeza.

—No, no estoy con ninguna tripulación, tengo un barco propio. Una pequeña embarcación de excursiones, en realidad, pero es mía.

—Un barco podría venirnos muy bien —dijo el que estaba sentado a su lado, y soltó una risa.

También el tercer joven sonrió. Me pregunté para qué querrían un barco, pero comprendí que debía de tratarse de una broma particular suya, que yo no podía entender.

Decidí no seguirles la corriente y me acomodé en mi asiento.

Los jóvenes parecieron perder el interés, y a mí no me apetecía preguntarles de dónde venían ni adónde viajaban; solo quería ver a mi Irma.

La cosa fue bien durante un buen rato, pasé por alto su conversación y me entregué a la impaciencia y la emoción que sentía, pero de pronto los tres decidieron volver a dedicarme su atención.

—¿Y qué es lo quieres hacer en la zona soviética?

¿Qué les importaba a ellos? No me habían contado nada de sí mismos.

—Voy a visitar a una persona.

—¿A un familiar?

—A mi novia.

—¿Es guapa?

—No, tiene un cuerno en la cabeza —contesté, algo molesto. No era asunto suyo si Irma era guapa o no.

Se echaron a reír; incluso el rubio sonrió. Entonces rebuscó algo en el bolsillo de su camisa. Pensé que sacaría un paquete de cigarrillos, pero eran dos fotografías.

—¿Qué te parece? —me preguntó, y me las pasó.

En una se veía al hombre que estaba a su lado, y la otra… se le parecía mucho. Había pequeñas diferencias, pero tal vez fuera una fotografía de hacía tiempo.

—Si vieras a estos dos hombres, ¿creerías que son la misma persona?

—Stefan… —empezó a decir el retratado con voz de advertencia, pero el interpelado se sacudió de encima su mudo reproche.

—Nos hace falta una opinión externa —explicó, y me miró—. Él tiene una visión imparcial.

Otra vez algo extraño. Pero, en fin, si después me dejaban tranquilo…

—Si no se fija uno mucho, podría pensar que sí. Tal vez una fotografía es más antigua que la otra.

El de las mangas de camisa asintió.

—Mira con un poco más de atención —insistió—. Mira con tanta atención como lo haría un guardia fronterizo.

Yo no sabía cómo miraba un guardia fronterizo, pero intenté encontrar las diferencias y al cabo de un momento me saltaron a la vista.

—Este tiene un lunar que tú no tienes. —Señalé al hombre que estaba junto al rubio, y que entonces me lanzó una mirada penetrante—. Y tenéis la línea del cabello diferente. —De repente estaba seguro de que esas fotografías no mostraban ni mucho menos al mismo hombre. A primera vista parecía que sí, pero al examinarlas mejor se advertían las diferencias—. Son dos personas diferentes —dije, y le di los retratos al que tenía enfrente—. Pero ¿por qué me hacéis estas preguntas?

—Eso, por desgracia, no podemos decírtelo —contestó el rubio con seriedad—, pero tal vez algún día llegues a saberlo.

Todo aquello sonaba a algo ilegal. Seguramente habría sido un buen momento para desaparecer del compartimento, pero la comodidad ganó la partida. Así que me levanté el cuello de la casaca y fingí que dormía para que aquellos tres no pudieran seguir haciéndome preguntas extrañas.

Cuando llegamos a la frontera, el tren se detuvo y a él subieron varios guardias fronterizos de la RDA para comprobar los pasaportes.

Por lo visto, era muy normal. Yo, sin embargo, tenía la impresión de que podía estallar en cualquier momento. Primero las extrañas preguntas de mis compañeros de viaje, luego los soldados.

Me sentía como en una de esas historias de mi madre, que, cuando quiso ir a Holanda, vio en la frontera cómo la Gestapo subía al tren en busca de judíos fugitivos. El cuello de la camisa se me empapó de sudor y, aunque sabía que eso quizá me hacía parecer sospechoso, no era capaz de tranquilizarme. A los otros tres también se les veía nerviosos, pero no estaban ni mucho menos tan inquietos como yo.

Cuando dos guardias fronterizos aparecieron en la puerta del compartimento, el corazón me cerró la garganta.

—Sus pasaportes y permisos, por favor —dijo uno con brusquedad.

Miré a los demás, que sacaban su documentación con toda naturalidad. Yo seguí su ejemplo y vi cómo los guardias comparaban nuestras caras con las fotos de los documentos.

—¿Es la primera vez que viaja a la República Democrática Alemana? —me preguntó uno mientras tenía mi documentación en la mano.

—Sí, voy a ver a mi… —Casi se me escapó que Irma era mi novia—. Prima —corregí enseguida, porque el permiso de entrada era para un familiar.

—¿Tiene algo que declarar? —siguió preguntando el guardia, y entonces le echó un vistazo también a mis compañeros de compartimento.

—No, solo llevo un par de cosas. Ropa, jabón, lo necesario. —Señalé mi petate, en el portaequipajes.

—¿Nos permite mirar?

Bajé el petate de la rejilla. Como sabía que en la zona soviética había escasez de medias para mujeres, me habría gustado llevarle unas a Irma, pero luego me entraron dudas por lo de la aduana, y al final, por suerte, no las había llevado.

En mi macuto, por tanto, solo había un par de prendas, calcetines y ropa interior. Aun así, los guardias debían de pensar que llevaba armas escondidas, porque empezaron a revolverlo todo.

Miré a los jóvenes en busca de ayuda, pero ellos hacían como si no les interesara.

Cuando los guardias por fin terminaron con su registro, dejaron que lo reordenara todo y me devolvieron los papeles sin desearme ni buen viaje siquiera.

A continuación les tocó el turno a mis compañeros de viaje, pero era evidente que ellos habían estado más veces en la RDA. En sus bolsas solo había calcetines, ropa interior y un cepillo de dientes. Parecía que no fuesen a quedarse demasiado tiempo. Probablemente solo hasta que terminasen ese asunto turbio de la fotografía.

Por fin los guardias se retiraron. Aun así, el tren tardó todavía un buen rato en volver a ponerse en marcha. Cuando arrancó, un enorme suspiro de alivio recorrió el compartimento.

—No te lo tomes a mal, lo hacen con todos los que llevan mucho equipaje —me explicó el rubio, que había recuperado algo de color—. ¿Conque vas a ver a tu prima? —Sonrió—. ¿Tu prima es tu novia? ¿Por eso tiene un cuerno, porque os casáis entre la familia?

En otra situación, sin duda le habría saltado al cuello. Sin embargo, vi el alivio en su rostro, y yo mismo me sentía también como si me hubieran rescatado del mar después de llevar días en un barco a la deriva. Habíamos pasado la frontera y no habían detenido a nadie.

—No, claro que no es mi prima —contesté, e intenté serenarme—. Es solo que… —Dudé. ¿Podía hablarles a aquellos tipos del pequeño truco de Irma?—. Mi novia solo lo puso en la solicitud porque, si no, habría tardado más en conseguir el permiso.

El semblante del hombre que tenía delante se iluminó como si acabara de acertar los seis números de la lotería.

—Eres legal, chico —dijo, y asintió en dirección a los otros dos.

Durante el resto del trayecto surgió entre nosotros algo así como una conversación. No llegué a saber mucho de mis compañeros de compartimento, pero el rubio, al menos, me desveló que también era de Hamburgo. Luego hablamos de fútbol y, aunque yo no era un gran forofo del hamburgués St. Pauli, comenté con él en qué liga acabaría el club ese año. Por las preferencias futbolísticas de los demás, deduje que eran de Renania, aunque no se les notaba al hablar.

Por fin llegamos a Rostock. Me recordó un poco a Hamburgo, y tuve que volver a pensar que tal vez acabara quedándome a vivir allí.

—Bueno, pues que te vaya bien —dijo el de las mangas de camisa mientras yo bajaba mi petate del portaequipajes, y me puso un paquete de cigarrillos en la mano. En la funda de plástico había un papelito con una serie de cifras—. Si alguna vez necesitas ayuda por tu novia, llama a ese número.

No me dijo por qué podría necesitar ayuda, pero yo estaba seguro de que no lo llamaría.

—¡Buena suerte! —les deseé a los tres, y me dispuse a bajar del vagón.

Ya volvía a estar nervioso, aunque esta vez por un motivo diferente.

Busqué entre la muchedumbre reunida en la estación con la esperanza de ver a mi chica. Al no encontrarla enseguida, sentí pánico. ¿Se había olvidado? Probablemente. ¿Tal vez había tenido que cambiar a última hora el turno en la clínica?

—¡Georg! —exclamó alguien detrás de mí, y todas las dudas se esfumaron como las nubes cuando sopla una brisa fresca.

Allí estaba Irma, con un abrigo claro debajo del que llevaba un vestido de flores. Al volverme, se acercó corriendo a mí, se lanzó a mis brazos y me besó.

Estar con Irma era una delicia, aunque también me di cuenta de lo sobria que era su vida en aquel piso de un edificio antiguo de tres plantas. Muchas casas tenían grandes humedades o presentaban todavía los daños sufridos en la guerra. En la cocina de Irma se veía una larga grieta, las ventanas no ajustaban bien, pero al menos tenía un cuarto de baño en el pasillo.

Fuera, las cosas no eran mucho mejores.

Sin embargo, cuando estaba entre sus brazos todo aquello me daba igual. Podría haber vivido con ella hasta en una cabaña encima de un árbol, o en un barco en el mar Báltico. Si la tenía a ella, no importaba nada más.

Irma parecía sentir lo mismo que yo. Cuando una noche me arrodillé ante ella y le ofrecí el anillo que en realidad había tenido intención de darle muchas semanas antes, se tapó la cara con las manos.

—¿Quieres casarte conmigo? —pregunté. Aunque no tenía ninguna duda de que aceptaría mi proposición, sentía unos nervios terribles.

—Sí —contestó—. Sí, quiero casarme contigo. Pero…

Ese pero me sorprendió un poco. ¿Después de esos días tan maravillosos me daba un sí con un pero?

—¿Pero? —pregunté—. Pero ¿qué?

—Pero ¿cómo lo haremos? —dijo, pensativa, mientras le daba vueltas al anillo en su dedo—. Tú tienes que volver a Hamburgo y yo no puedo irme contigo.

—Podría venirme a vivir aquí —dije como si tal cosa, aunque sabía que no sería tan fácil.

—¿Y qué será de tu barco? ¿Y de tus padres, cuando se hagan mayores y necesiten tu ayuda? Solo tienen un hijo.

En eso llevaba razón, pero en aquel momento no pensaba en lo que pudiera pasar más adelante. Solo quería estar con ella.

—Si nos casamos, ¿no estaría tu lugar conmigo? ¿No tendrían que permitirte salir?

Irma apretó los labios con fuerza y una lágrima cayó por su mejilla. Fue el momento más doloroso de mi vida, y eso que en realidad debería haber sido el más feliz.

—Por desgracia, no es tan sencillo —dijo—. No tengo ni idea de si puede uno casarse tan fácilmente con alguien de la RFA. El enemigo de clase.

—¿El enemigo de clase? —pregunté, furioso. Pero ¿cómo se atrevían a llamarnos así?

—Eso dicen los funcionarios del Partido. Afirman que tenéis pensado destruir nuestro país. Por eso, en parte, han cerrado la frontera. Dicen que volveréis a llevar el fascismo al poder y que acabaremos teniendo una nueva guerra.

Entonces sí que me puse en pie. ¡Menudo disparate! La rabia brotó enseguida de mi interior. No podía creer nada de todo aquello, y casi lamenté haberle hecho una proposición de matrimonio. Hasta entonces había sido todo tan bonito… ¡Jamás habría imaginado que, llegado ese punto, tendría que enfrentarme a una discusión sobre política!

—¿Y tú te crees lo que os dicen?

La cara me ardía. Me hubiese encantado dar un puñetazo contra algo, pero no quería romper nada de la habitación de Irma, y tampoco asustarla.

—¡No, claro que no me lo creo! —contestó ella, casi un poco indignada y tan furiosa que enseguida lamenté habérselo preguntado—. Si lo hiciera, ¿te habría enviado una invitación? ¡No te imaginas la cantidad de trabas burocráticas que me pusieron! El jefe del hospital y el secretario del Partido me citaron para que les explicara por qué quería invitar a un ciudadano de un Estado enemigo. Te presenté como un primo mío sin saber si podrían comprobarlo de alguna manera. ¿Y, después de eso, me preguntas si creo lo que dicen? No, no lo creo. ¡Creo que eres un hombre decente, Georg Palatin!

A mi Irma le temblaba todo el cuerpo, y yo, tonto de mí, había puesto en entredicho su sano juicio. Me acerqué a ella y la abracé.

—Perdóname, cariño, no sabía todo eso. Te prometo que nunca volveré a pensar que comulgas con sus mentiras.

Me miró con ira durante unos instantes más, pero después suavizó su expresión y me besó.

Los días siguientes estuve a punto de convertirme en ciudadano de la RDA. Mientras Irma se iba a hacer su turno, yo me acerqué a una HO, que era como se llamaban las tiendas de alimentación, e intenté conseguir lo que ella me había escrito en una lista. Me sorprendió lo poco que había y lo deprisa que se acababan los artículos más solicitados. Mientras que en nuestro país las tiendas ya volvían a estar muy bien surtidas, allí las estanterías estaban vacías. Mientras que en nuestras fruterías se podían comprar frutas y verduras de más al sur, allí solo había coles, zanahorias y apio.

Sin embargo, sí tenían lo mínimo indispensable para vivir y, puesto que era consciente de las escaseces que se habían pasado en la guerra, me alegré de que por lo menos volvieran a contar con lo más básico.

Después de esa compra, estuve mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza. Nosotros teníamos las tiendas llenas. A veces también faltaba de algo, pero los vendedores se esforzaban por encargarlo enseguida. ¡Y la impasibilidad de la gente! Nadie rechistaba si no conseguía algo. En lugar de eso, todo el mundo se marchaba con lo que había y regresaba al día siguiente para volver a probar suerte.

Un día llamaron a la puerta del piso de Irma. Al principio no supe qué hacer, pero luego decidí abrir. Ante la puerta me encontré a un hombre con uniforme de cartero. Una de las mangas de su cazadora estaba vacía y enrollada, y supuse que debía de haber perdido un brazo en la guerra. Bajo el brazo sano llevaba un paquete envuelto en papel tosco. El remitente que aparecía escrito en él me resultó conocido.

—Vaya, es usted nuevo aquí —dijo al verme—. Espero que la señorita Irma no se haya ido a vivir a otra parte.

—No, no se preocupe —contesté—. Soy su prometido y he venido unos días de visita.

—Ah, ¿y de dónde es, si me permite la pregunta?

—De Hamburgo —respondí. Me extrañó la rapidez con que el cartero se familiarizó conmigo, pero lo achaqué a que Irma ya lo conocía desde que vivía allí.

—Ajá —dijo el hombre, pensativo, dejó el paquete en el suelo y luego sacó un papel y un bolígrafo que dejó encima de la caja.

Yo estaba tan sorprendido que al principio no supe qué debía hacer.

—¿Sería tan amable de firmar aquí? —me pidió con una sonrisa.

Estupefacto, accedí a su petición. El bolígrafo dejaba algunos borrones, pero él pareció darse por satisfecho. Le entregué el boli y el papel, y entonces el hombre se inclinó hacia mí y, susurrando, dijo:

—Cuídese mucho de la Stasi, joven, y dígaselo también a su prometida. A esos no les gustan los occidentales, así que será mejor que no se lo cuente a nadie más. La Stasi tiene soplones por todas partes, incluso entre personas que no creería posible.

Sus palabras me asustaron bastante. En un primer momento pensé que el hombre no estaba muy bien de la cabeza, pero entonces se acercó a mí más aún, miró un instante a uno y otro lado y prosiguió en voz más baja todavía:

—¡Míreme a mí! Como consideraron que era un saboteador y un traidor a la patria, me enviaron a la prisión de Bautzen y me torturaron. Tanto que tuvieron que amputarme el brazo. Después de tres años, me dejaron libre porque no habían podido probar nada en mi contra; me habían confundido con otro, por lo visto. Y como tenían mala conciencia, me dieron este trabajo. Normalmente no le cuento a nadie nada de esto, todos creen que perdí el brazo en la guerra, pero la señorita Irma es casi algo así como una nieta para mí. Si puede usted, sáquela de aquí, porque si sigue a su lado, no los dejarán tranquilos. Siempre pensarán que quiere usted destruir su precioso socialismo. Y siempre encuentran algún motivo para enviarlo a uno a la cárcel, créame.

Apenas hubo terminado, una puerta se abrió tras él y una señora mayor con una bata de colores y sin mangas salió al pasillo.

—Ah, señor Meyer, sí que había oído bien.

La mujer, a quien yo todavía no había visto durante toda mi estancia, me miró de la cabeza a los pies y luego le sonrió al cartero.

Tuve un mal presentimiento.

—¡Señora Höfel, cómo me alegro de volver a verla! —le dijo el cartero—. ¿Está mejor de la pierna?

—Según se mire, y según el tiempo que haga —contestó la mujer, pero su mirada no hacía más que dirigirse hacia mí con curiosidad—. ¿Trae algo para mí hoy?

El hombre buscó en su cartera, sacó la carpeta de las cartas y la sujetó contra su pecho. Me fascinó la destreza con que sostenía aquella carpeta con una sola mano y al mismo tiempo revisaba las cartas. Pero más aún me maravilló que no se hubiera derrumbado por completo después del horror que había vivido.

—¡Ah, pues sí que tengo algo para usted! —exclamó, y sacó con el pulgar una carta que le entregó a la mujer—. ¡Espero que sean buenas noticias!

La vecina contempló el sobre y entonces se le iluminó la cara.

—De mi nieta. ¡Muchas gracias!

—¡Hasta mañana, espero! —dijo el cartero, y volvió a guardar la carpeta—. Una mujer muy agradable —dijo entonces, mientras se preparaba ya para marchar—. Por desgracia, no entro muy a menudo en el edificio y casi siempre dejo el correo abajo, en los buzones. Pero hay personas que esperan sus cartas con impaciencia. Eso es lo más bonito de mi profesión.

Me pregunté si la anciana habría oído lo que el hombre había hablado conmigo. Había abierto la puerta en el momento más oportuno, al menos, pero él no parecía tenerle miedo.

—Bueno, pues ¡que le vaya bien! —exclamó, y bajó la escalera.

Yo le deseé lo mismo y me apresuré a entrar con el paquete, que era de la tía de Irma.

La inquietante historia del cartero me estuvo rondando todo el día. ¿Era posible algo así, o aquel hombre solo me había contado embustes?

No, no creía que fuese eso. Nadie mentía sobre un brazo amputado. Todos los veteranos de guerra de Hamburgo relataban con mucha seriedad dónde habían perdido el dedo, la mano, el brazo o la pierna.

Entonces me vino de nuevo a la cabeza aquel extraño encuentro en el tren. Esas conversaciones a las que, por algún motivo, no les había encontrado sentido alguno. El joven que me había dado las gracias por mi ayuda aunque yo solo había comparado dos fotografías. ¿Qué tenían pensado hacer en la RDA? ¿Serían todos ellos agentes occidentales, quizá? ¿Las fotografías serían para hacer pasaportes falsos?

Recordé lo que me había contado mi madre. En el tren en el que viajó aquella vez, un hombre había intentado huir con un pasaporte falsificado, pero los agentes de la Gestapo se habían dado cuenta de que la fotografía de la documentación no era la suya.

¿Tenían pensado aquellos jóvenes algo similar?

Por suerte, Irma llegó pronto y me sacó de mi tiovivo mental. Me alegré mucho de verla, y ella se alegró de haber recibido el paquete.

—¡Ay, qué bien, un paquete del Oeste! —exclamó, dio una palmada y luego me plantó un gran beso que sabía a sus labios y un poquito a desinfectante.

Después se quitó la chaqueta.

—Por desgracia, hoy no tenían café —comenté con tono de disculpa sobre mi compra, que había dejado expuesta en la mesa porque no sabía dónde guardar cada cosa.

—No pasa nada —repuso ella con alegría, y abrió el paquete—. ¡Siempre podemos contar con mi tía! —Y, tras decir eso, sacó un paquetito de café en grano.

En cuanto Irma se puso a prepararlo, el aroma inundó todo el piso.

Los días pasaron volando. Demasiado deprisa, para mi gusto. Habría podido quedarme toda la vida con Irma, pero mi visado expiraba, así que a principios de noviembre tuve que encaminarme hacia la estación central de Rostock.

Sin prestar atención a las demás personas que ya estaban esperando el tren, la estreché entre mis brazos y la besé. Irma se apoyó en mi hombro y se echó a llorar, porque ni ella ni yo sabíamos cuándo podríamos volver a vernos. Me habría gustado aferrarme a cada uno de esos minutos, pero entonces llegó el tren y no pude hacer otra cosa que subirme a él.

Quería hacerme el fuerte, pero ver llorar a Irma en el andén me partió el corazón y me costó horrores contener mis propias lágrimas.

Cuando el tren partió e Irma fue desapareciendo poco a poco de mi vista, ya no lo aguanté más y me puse a llorar con desconsuelo.

La anciana que estaba sentada delante de mí me ofreció un pañuelo cuidadosamente planchado.

—Ay, pobrecillo, qué bonito debe de ser estar tan enamorado. Pero, créame, su muchacha lo esperará, téngalo por seguro. Los hombres que son capaces de llorar tienen buen corazón.

Fue muy amable por su parte, pero en aquel momento no me vi capaz de apreciar sus palabras como era debido. Le acepté el pañuelo con gratitud y después, aunque mi padre siempre había intentado inculcarme que los hombres no lloraban, me entregué por entero a mi dolor.

En algún momento llegó el paso de la frontera y volví a recuperar la compostura.

Esta vez, el control de pasaportes se desarrolló sin contratiempos, quizá también porque no tenía conmigo en el compartimento a ningún personaje aventurero.

Sin embargo, apenas dejamos la frontera atrás, sentí que me invadía la desesperación. Aquel paso fronterizo me parecía algo definitivo. ¿Cuándo volvería a ver a mi prometida?

¿Qué debía hacer?

No podía dejar sola a mi pobre Irma en aquel país. No después de lo que me había contado el cartero y de haber presenciado yo mismo las condiciones de vida.

No dejaba de darle vueltas a cómo sacarla de Rostock. Entonces recordé el paquete de cigarrillos. Lo tenía en el fondo de mi petate y todavía quedaban tres cigarrillos dentro. Mientras estaba con Irma no lo había abierto, porque ella consideraba que fumar era perjudicial. La nota seguía en la funda.

La saqué y me la quedé mirando, pensativo. ¿Qué clase de jóvenes eran aquellos? En casa de Irma había oído por la radio que de vez en cuando se producía algún intento de romper el «Muro de Protección Antifascista», sobre todo en Berlín.

Decidí que llamaría a ese número en cuanto volviera a estar en casa.

Cuando me apeé del tren en Hamburgo ya era de noche. Me sentía como un contenedor marítimo vacío. Sin Irma, era como si alguien me hubiese arrancado un órgano vital del cuerpo.

Pasé por delante de un teléfono público. Por suerte, era uno de los modernos, en los que ya no había que pedirle conexión a la telefonista.

Aquel papel parecía arderme en el bolsillo. ¿Qué mal hacía llamando a ese número? El joven me había ofrecido ayuda si necesitaba algo para mi novia. Y yo necesitaba ayuda.

De modo que eché las monedas que me quedaban en las ranuras correspondientes y marqué el número.

La conexión tardó un rato en establecerse, después sonó el tono de llamada. Sentí que me latía el corazón en la garganta. ¿Por dónde empezaba? ¿Y si esos hombres resultaban ser criminales? ¿Cómo podrían ayudarme?

Entonces descolgaron al fin.

—Becker, diga —masculló una voz masculina. La reconocí como la del joven que me había dado el número.

—Soy el hombre del tren, al que le diste tu número de teléfono.

Silencio al otro lado. El joven debía de estar pensando con quién se había encontrado y en qué tren.

—El capitán —dije para ayudarle a recordar.

—¡Ah, el hombre de Hamburgo con mirada dura! —repuso, y se echó a reír—. ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?

—Di…, dijiste que podía llamarte si alguna vez necesitaba ayuda.

—Sí, eso dije, y lo dije muy en serio.

—Bueno, pues me parece que ahora la necesito —repuse—. Quiero sacar a alguien de la RDA. —Siguió un silencio. Tal vez aquel hombre estaba a punto de reírse de mí, pero valía la pena intentarlo.

—¿Y crees que yo podría conseguirlo? —preguntó.

Empezó a arderme la cabeza.

—Bueno, teníais esa foto… Seguro que era para un pasaporte falso, ¿verdad?

De nuevo silencio por parte de mi interlocutor.

—Lo que quieres hacer es un asunto peligroso. Ven mañana a las cinco de la tarde a la iglesia de San Miguel y allí lo hablaremos todo.

—Está bien, yo…

Pero ya había colgado.

Me quedé mirando un buen rato el auricular, luego lo dejé de nuevo en la horquilla. ¿De verdad debía presentarme al día siguiente a las cinco en San Miguel? ¿Y si esos hombres no eran trigo limpio e incluso los buscaban las autoridades?

Desconcertado, seguí tambaleándome hasta llegar a mi casa. Solo podía pensar en Irma y, mientras me aferraba al recuerdo de sus brazos y su cuerpo, caí en un sueño profundo.

El viento soplaba con un frío húmedo que me atravesaba la cazadora. En vano busqué un lugar donde resguardarme un poco. No parecía haber ninguno, la brisa azotaba constantemente.

A pesar del mal tiempo, a esa hora había mucho ajetreo en la plaza de San Miguel. A mi alrededor pasaba gente a toda prisa con el cuello del abrigo levantado. Yo tenía las manos muy hundidas en los bolsillos de la cazadora y no dejaba de buscar a ese tal Becker. ¿De qué lado vendría? Consulté el reloj. Ya casi eran las cinco.

Me apoyé en la pared y dejé pasear la mirada. Por encima de mí, las campanas empezaron a tañer la hora y seguía sin ver a aquel hombre por ninguna parte. ¿Se había retrasado, o había cambiado de opinión?

Justo cuando las campanadas dejaron de sonar, una figura se acercó a mí. Llevaba una cazadora tosca que le llegaba hasta media pierna y el pelo le tapaba las orejas, pero cuando alzó la cara reconocí al joven del compartimento del tren. Me miró con crudeza.

¿Tenía eso que ver conmigo, o quizá había ocurrido algo?

Me ofreció una mano.

—Me alegro de volver a verte. Ni siquiera te he preguntado aún por tu nombre.

—Palatin —dije—. Georg Palatin.

—Stefan Becker. —Sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo y me ofreció un cigarrillo. Exhaló el humo en el húmedo aire de noviembre y luego preguntó—: ¿O sea que quieres sacar a alguien de la RDA?

Asentí.

—A mi prometida.

—¿Ya sabe la suerte que tiene?

—¿Por ser mi prometida o porque quiero sacarla de la RDA? —repliqué, tras lo cual Becker me dio unas palmadas en el hombro y se echó a reír.

—Pareces un tipo legal, amigo. Por supuesto que me refería a salir de la RDA. ¿Ya has hablado con ella de esto?

—No, la idea se me ha ocurrido a mí. —El humo me ardía en los pulmones—. Volví a encontrar tu número de teléfono y pensé en esas fotos que me enseñaste. Para que juzgase si los dos hombres se parecían.

—Me acuerdo. Mis amigos casi me linchan por ello —explicó—. Pensaban que podías tener contactos en la Stasi.

Esa palabra me provocó un escalofrío en la espalda.

—No, ¿qué te has creído? Si no, no te habría llamado, ¿verdad?

—Pues sí, precisamente si trabajases para la Stasi habrías llamado —contestó el otro—. Pero no creo que sea así. A uno de los suyos lo habrían tratado de otra forma en el paso fronterizo, no habrían husmeado tanto entre sus cosas. Además, tenías un pasaporte occidental, lo vi de lejos.

—Dime —pedí, y bajé la voz. La gente pasaba a nuestro lado sin prestarnos atención, pero nunca se sabía si alguien podía estar escuchando—. ¿Sois agentes o algo así?

—¿Qué? ¿Agentes? —Becker sacudió la cabeza—. Pero ¿qué dices? No, somos estudiantes que de vez en cuando hacemos algún encargo al otro lado. —Me miró un momento, sus ojos se clavaron en los míos varios segundos.

—Traéis a gente de allí, ¿no? —pregunté lleno de esperanza—. Las fotos tenían algo que ver con eso.

—Será mejor no lo digas en voz alta, ni siquiera a tu prometida.

—¿Es que no es verdad?

Becker miró a un lado como si pensara que lo estaban vigilando. Después añadió:

—Traemos a gente de allí, es verdad. Empezamos con compañeros estudiantes, ahora lo hacemos también con otros.

—¿Y cobráis dinero por ello? —No podía imaginarme que se pusieran en semejante peligro a cambio de nada.

—¡No! Pero ¿qué te piensas? Lo hacemos porque no queremos que los rusos encierren a nuestros compatriotas.

La cabeza me ardía de excitación.

—¿Y cómo lo hacéis? ¿Lo de sacarlos de allí?

—Solemos buscar a alguien que se parezca a la persona que quiere salir y le preguntamos si se prestaría a ser nuestro hombre de paja. Con ese hombre de paja cruzamos la frontera, vamos al encuentro del hombre en cuestión y volvemos a cruzar con él. Por eso es importante que se parezca mucho a la fotografía del pasaporte. El hombre que dejamos atrás se presenta en la Policía y dice que ha perdido los papeles. Casi siempre lo vuelven a enviar a casa tras un breve interrogatorio.

—¿Y no se dan cuenta?

—Depende mucho. Después de estar a punto de perder a nuestro último hombre, dejaremos descansar el truco durante una temporada.

—¿Y ahora cómo lo hacéis?

—Todavía no lo sabemos muy bien. —Me miró un buen rato—. Pero creo que aquí veo una posibilidad.

—¿Una posibilidad? —¿A qué se refería?

—Dijiste que tienes un barco, ¿cierto?

—Lo tengo, sí.

—¿Y has salido a navegar con él en alta mar? Quiero decir, si sabes manejarlo bien.

—Por supuesto que sé. ¿Por qué tendría un barco, si no?

Becker se lo pensó un rato y, mientras tanto, iba dando caladas a su cigarrillo.

—Verás, es solo una idea. ¿Qué te parecería ir a buscar a tu chica en barco?

Arrugué la frente. Aquello era bastante mala idea, porque seguro que las aguas territoriales de la RDA estaban bajo una vigilancia tan estricta como la frontera terrestre.

—Pero mi barco está aquí, en el puerto —objeté—. Aunque cruzara el canal de Kiel y navegara hasta Rostock, no podría recoger tan fácilmente a mi chica, porque seguro que no la dejarán entrar en la zona portuaria. Están siempre alerta.

Becker seguía dándole vueltas. Entretanto, a mí se me había apagado el cigarrillo entre los dedos porque no le había dado ninguna calada más. Por dentro temblaba de frío, pero también de nerviosismo. La idea de ir a buscar a Irma en mi barco me gustaba, pero a la vez tenía muy claro que sabía demasiado poco sobre las costumbres de los puertos en la zona soviética. Si los guardias fronterizos se daban cuenta de que quería largarme de allí con ella, nos dispararían a ambos. De eso sí estaba convencido.

—¿Y si no recoges a tu chica en el puerto, sino en alta mar? —me preguntó el contacto entonces—. Ella podría salir a tu encuentro en una barca.

—Eso es demasiado peligroso —contesté—. En el Báltico hay unas marejadas muy fuertes. Si zozobra, se ahogaría. Además, seguro que no se atreve a salir remando.

—¿Y si hubiera otros con ella? ¿Otros que tal vez tengan una lancha a motor? ¿O un velero? ¿Y si hubiera más personas? No tendrías ni que acercarte a la costa, los fugitivos saldrían a tu encuentro.

La cabeza de Becker parecía ir a toda velocidad. Tiró al suelo el cigarrillo y lo pisó con el tacón mientras seguía pensando.

—He oído decir que hay gente que se ha echado a nadar en el Báltico con la esperanza de encontrar algún pesquero danés…

—Mi barco es un pesquero —dije.

La idea de que Irma tuviera que hacerse a la mar en el Báltico flotando en un cascarón de nuez seguía sin agradarme, pero tampoco tenía una propuesta mejor.

—Bueno, pues ¡de maravilla! Entonces podrá hacer frente al oleaje. —Mi interlocutor volvió a sumergirse en reflexiones profundas—. Tengo que idear todo el plan —dijo luego con expresión de impaciencia—. Volveremos a vernos aquí dentro de una semana. Tal vez para entonces ya pueda darte más detalles.

Después de eso, nos despedimos. Becker desapareció entre la multitud en un momento en que yo aparté la mirada, y ya no fui capaz de localizarlo.

Los días hasta la siguiente cita pasaron muy despacio, pero al fin Becker y yo volvimos a encontrarnos. Esta vez, su rostro estaba tan resplandeciente como una clara tarde de noviembre.

—Lo tengo todo preparado —me anunció—. Ahora ya solo nos falta encargarnos de que lleven a la gente hasta ti. Por lo que parece, podrás ayudar a tu chica junto a otros tres fugitivos. ¿Lo harás?

Dudé. En realidad, aparte de a mi Irma no quería traer a nadie más. Sin embargo, comprendí que Stefan Becker quería una compensación, y sabía que sin su ayuda no podría conseguir nada.

—Sí, claro —respondí por tanto.

Al oírlo, Becker me tendió la mano.

—Muy bien, trato hecho. En los próximos días te daré instrucciones más precisas. ¿Quieres decírselo tú mismo a tu prometida, o nos encargamos nosotros?

—¿Sería muy peligroso si la llamo? —pregunté con inseguridad. No sabía quién podría estar escuchando, sobre todo porque ella no tenía teléfono propio y tendría que ir a casa de la vecina.

—Muy peligroso, sí —respondió Becker—. Es probable que el teléfono que usa esté pinchado. Lo mejor será que nos des la dirección y un mensaje para ella, y nosotros se lo llevaremos. Conocemos a nuestra gente de aquel lado y sabemos a quién tenemos que evitar. Le pediremos que te escriba una respuesta y te la traeremos a nuestra vuelta.

—Está bien —accedí, aunque todavía no estaba del todo convencido.

¿Y si la detenían? ¿Y si Irma no quería arriesgarse? Cuando estuve con ella, no habíamos hablado de ninguna fuga. ¿Qué haría yo si ella no quería dejar Rostock? ¿Y si esos hombres le daban un susto de muerte y creía que eran de la Stasi? ¡Si pudiera ponerme en contacto con ella y prepararla para lo que estaba por venir…!

No obstante, Becker desapareció de allí sin saber las dudas que me corroían por dentro. Al final también yo me marché, porque debía aprovechar la noche para escribirle a Irma una carta en la que se lo contara todo.

Empezaron entonces los días de incertidumbre. Había logrado escribir una carta, pero ¿creería Irma que era mía de verdad? Por seguridad, mencioné un par de cosas que solo nosotros dos sabíamos. Pero ¿permitiría siquiera que se le acercasen aquellos hombres?

Mientras reflexionaba sobre todo ello, caí en una zozobra emocional. Estaba asustado, no podía dormir de tantas vueltas que le daba a las cosas y me movía de un lado a otro de la cama. A mis padres no podía confiarles nada, todavía seguían enfadados porque me había marchado a la RDA sin decirles nada. Y mis amigos… ¿Comprenderían lo que me estaba ocurriendo?

Como aún no había conseguido un nuevo trabajo, me dediqué a hacer arreglos en el barco. En invierno nadie quería salir de excursión, así que puse a punto todo lo que pude.

Entonces, un día poco antes de Navidad, volví a reunirme con Becker. Me dio una carta que se veía que estaba muy sobada después de tan largo viaje. Él, o alguno de sus amigos, debía de haberla llevado pegada al cuerpo para impedir que la Stasi la abriera. Era bastante gruesa, como si Irma hubiese tenido que escribir páginas enteras sobre lo que sentía su corazón. Empecé a tener miedo. ¿Y si cortaba conmigo?

Tanteé el sobre, pero no noté nada que me indicara que en él me devolvía el anillo de compromiso.

Becker me concedió algo de tiempo para abrir la carta y leerla. Saqué las hojas con dedos temblorosos. La mayoría estaban vacías o eran papel de periódico, pero entre todas ellas encontré dos páginas con la caligrafía de Irma.

Me comunicaba que lo que pretendía hacer era un completo disparate y muy peligroso. Yo estaba ya al borde de la desesperación cuando llegué a la siguiente frase: «Pero, porque te quiero, participaré en esta locura. ¡Y ay de ti como no vengas a buscarme!».

Apreté la carta contra mi corazón. ¡Esa era mi Irma! Y me sentí más feliz aún porque escribía que me quería.

—La semana que viene —dijo Becker, y me dio un papel que debía de contener los datos exactos que me había prometido—. Prepara el barco lo mejor que puedas.

Los únicos a quienes les desvelé algo fueron mis dos mejores amigos. Necesitaba una pequeña tripulación en el barco porque, evidentemente, no podía ocuparme a la vez del timón y de ayudar a los fugitivos a subir por la escala de gato.

Uwe se entusiasmó enseguida.

—Pues claro que iré contigo. Será divertido que nos persigan los guardacostas.

—¿Divertido?

—Bueno, ya sabes. Algo diferente, para variar. Además, si lo piensas bien, en realidad ellos no pueden cruzar a nuestro lado. ¡Lo conseguiremos!

Horst se mostró un poco más escéptico, pero también me dio su apoyo.

Un par de días después partimos en dirección a Brunsbüttel, desde donde queríamos entrar en el canal de Kiel.

El tiempo no estaba precisamente de nuestra parte. Había niebla, y comprendí que yo todavía era bastante inexperto al timón de mi barco. Descender por el Elba era muy diferente a navegar por el puerto de Hamburgo. Sin embargo, poco a poco fui ganando seguridad. También me fue muy bien tener a mis amigos conmigo; impedían que le diera demasiadas vueltas a la cabeza y, cuando ninguna otra cosa funcionaba, me hablaban de lo que teníamos por delante.

A última hora de la tarde de ese mismo día llegamos a Brunsbüttel y entramos en el canal. La niebla era espesísima, pero ¿qué podía esperarse con tanta agua bajo nosotros?

Tumbado en el catre tras mi guardia, pensé en Irma. ¿Cómo se sentiría ahora que faltaba tan poco para su huida? ¿Tendría miedo?

Era una verdadera lástima que no pudiera estar con ella, que no pudiera decirle que todo terminaría bien.

Aunque… ¿terminaría bien? La inquietud de siempre volvió a brotar en mi interior. ¿Y si pasaba algo con la barca, o los guardias fronterizos descubrían a los fugitivos? ¡Eso, por no pensar que Irma me castigaría sin duda por mi locura!

Pero entonces volví a recuperar el control. Becker había prometido ponerse en contacto por radio conmigo a través de una frecuencia que los guardias fronterizos no podían oír.

¡Lo sacaríamos adelante!

Varias horas después, al rayar el alba, entramos en el mar Báltico. Por el camino nos habíamos cruzado con numerosas embarcaciones de carga y un buque holandés que tocó la bocina a modo de saludo aunque no nos conocía.

Llegamos muy temprano. Demasiado, porque la acción no se produciría hasta la noche. Así que entramos en el puerto de Timmendorfer Strand y nos permitimos el lujo de tomarnos un té caliente en una cafetería, además de un buen desayuno.

Aunque todo estaba delicioso, poco después sentí como una piedra en el estómago. Mis pensamientos no hacían más que girar en torno a Irma. A esas horas debía de estar en el hospital. ¡Ojalá no le endilgaran otro turno! ¿Estaría tranquila, o le temblarían las manos? ¿Notarían algo sus compañeros al verla? ¿Estaría vigilada desde hacía tiempo, quizá?

Miré el reloj de la cafetería. El tiempo pasaba muy despacio. ¿Por qué no puede ser ya de noche?, pensaba yo.

En algún momento salimos del establecimiento y nos pusimos a recorrer el paseo de la playa sin ningún plan. El viento era fuerte y el mar estaba frío y desafiante. Las gaviotas aleteaban por encima de las coronas de espuma de las olas. Miré hacia el gris deslavazado del horizonte. Allá, en algún lugar, estaba mi Irma. Esperaba que no cambiase de opinión en el último momento.

Cuando por fin llegó la hora, nos reunimos en el barco. Becker había dicho que se pondría en contacto por radio en cuanto hubiese reunido a todos los fugitivos, porque no iba a llevarme solo a Irma. Aquella noche cargaría con la responsabilidad de tres personas más, una mujer y dos hombres.

Zarpamos hacia el Báltico e intentamos circunnavegar el punto acordado. Junto con la altura de las olas crecía también mi preocupación. Esperaba que la barca de Becker fuese lo bastante estable. Esperaba que no zozobrase. Rescatar a alguien del agua con una marejada como esa resultaría casi imposible.

El embate de las olas suscitó en mí una pregunta más. ¿Cómo conseguiríamos subirlos a bordo sanos y salvos? Mientras planeábamos la travesía, no habíamos podido prever qué tiempo haría.

Las horas volvían a pasar despacio. Se hizo de noche. Nunca antes había experimentado una oscuridad tan negra. Ni siquiera la luna conseguía enviar un poco de luz a través de las espesas nubes.

Al fin llegó el mensaje por radio. Nos sobresaltamos al oír el ruido de las interferencias seguido inmediatamente por unas palabras. Uwe se colocó enseguida los auriculares y se puso a ello.

—Están por aquí cerca y te esperan.

Estaban a una corta distancia de las coordenadas convenidas. Resultó que tanto Becker como sus amigos no solo sabían cómo sacar a personas en secreto, también tenían cierto conocimiento de los mapas marítimos.

Hice virar mi pesquero con cautela y me acerqué al punto señalado.

Con la negrura espesa que había ahí fuera, ¡tenía que ser muy cuidadoso para no embestir la barca!

—¡Mira, ahí! —exclamó Horst, al que le había pedido que tuviera los ojos muy abiertos—. ¡Una luz!

Reduje la marcha del motor y entonces también yo vi un pequeño punto de luz clara a estribor. Detuve el barco y encendí la luz de cubierta. No tenía ni idea de si ya nos encontrábamos en aguas territoriales soviéticas o no. Aunque en ese momento me importaba bien poco, porque en aquella barca de ahí delante estaba Irma, y yo solo tenía que encargarme de subirla a ella y a los demás a bordo.

Le pasé el timón a Horst y salí corriendo con Uwe. Fuera, desenrollé la escala de gato. No pude ver nada hasta que la barca apareció en el resplandor que emitía nuestra luz. Era una vieja lancha a motor con capacidad para cinco personas y una radio.

Entre las figuras que intuía en ella no encontraba a Irma, así que les grité que fuesen subiendo de uno en uno.

La primera en encaramarse a la escala fue una mujer, lo supe por la forma que tenía de trepar. Llevaba unos pantalones recios y una cazadora gruesa, el pelo se lo había recogido bajo una gorra de marinero.

Cuando le ayudé a subir a bordo, vi enseguida que no era Irma. Seguramente sería la siguiente, también envuelta en ropa gruesa.

Y, en efecto, nada más tocar su mano supe que era ella. A punto estuve de subirla a pulso a cubierta, la estreché con fuerza y la besé. Le temblaba todo el cuerpo y estaba llorando.

—Está bien, está todo bien, ya estás conmigo —susurré con la cara hundida en su pelo, al borde de las lágrimas yo también.

Sin embargo, todavía no había tiempo para eso. Los dos hombres subieron a bordo. También ellos estaban helados y con los nervios a flor de piel. Uwe se los llevó a los cuatro a la cabina de pasajeros, donde quedarían a resguardo del viento. Habíamos llevado termos de café para que pudieran entrar en calor.

—¿Queréis venir vosotros también? —exclamé en dirección a Becker y su amigo, pero sacudieron la cabeza.

—No, saldremos de la RDA igual que hemos entrado. Cualquier otra cosa levantaría demasiadas sospechas. ¡Hasta pronto, nos vemos en Hamburgo! Será mejor que os larguéis enseguida. —Dicho eso, dieron media vuelta.

Los seguí un instante con la mirada, después entré otra vez en la cabina del timón. Si estábamos en aguas territoriales enemigas, debíamos largarnos de allí lo antes posible.

No fue hasta que llegó el alba y estuve seguro de que nos encontrábamos a poca distancia de Timmendorfer Strand cuando volví a cederle el timón a Horst y me fui a ver a los pasajeros. Mi bienvenida a Irma me había sabido a poco, pero ahora tenía tiempo para compensárselo.

Mientras tanto, los fugitivos se habían quitado un par de prendas de ropa. No quería ni pensar qué habría sucedido si se hubieran caído al agua, pero conseguí reprimir esas ideas, ya que no había pasado nada de eso.

—¡Aquí está nuestro salvador! —exclamó uno de los hombres, que entonces se presentó como Hans Grunau.

Él y su mujer, Rosemarie, eran médicos; el otro hombre, Peter Thoms, era constructor de barcos y había quedado marcado por la contienda bélica y por haber sido prisionero de guerra después.

—Bajo ningún concepto quería vivir en un país que está ocupado por esos cerdos —masculló con tono sombrío.

También el matrimonio de médicos tenía un buen motivo. En las protestas de 1953 los habían aporreado y detenido. Los habían encerrado y, tras liberarlos, les retiraron el permiso para ejercer la medicina. Después de eso habían trabajado en la agricultura, pero no era la clase de vida que deseaban.

—La perspectiva de morir en el mar no era tan terrible como la de pasar la vida entera sin poder ejercer aquello que se ha estudiado —dijo Rosemarie con una sonrisa de alivio.

Mi Irma había huido simplemente por amor. Aunque se le notaba que había sido una noche horrible para ella, le brillaban los ojos. Y cuando me tomó la mano y apretó con delicadeza, no solo supe que había hecho lo correcto, sino que volvería a hacerlo cuantas veces hiciera falta.

Dos días después llegamos a Hamburgo. Mientras los otros refugiados seguían viaje en dirección al campo de acogida provisional de Uelzen, yo aproveché la ocasión para presentarles a Irma a mis padres. Me sentía un poco escéptico, pensaba que mi padre me pondría las mismas pegas que cuando me compré el barco.

Sin embargo, al explicarle cómo había traído a Irma cruzando el Báltico, me llevó aparte y me susurró:

—Has hecho una buena adquisición. Con el barco y con la chica.