35

—En breve llegaremos a Binz, donde tienen conexión con el regional exprés a Sassnitz. Les damos las gracias por viajar con los Ferrocarriles Alemanes y esperamos que hayan tenido un buen viaje.

El vello de la nuca se me erizó un poco cuando el hombre repitió el anuncio en un inglés macarrónico, pero unos instantes después ya había terminado. El tren aminoró la marcha hasta que se detuvo en la estación.

Por fin, de vuelta en casa. A pesar de que solo había estado fuera dos días, me daba la sensación de que había pasado un año entero.

Durante el trayecto había intentado poner en orden mis pensamientos. Me habría gustado volver a escuchar toda la historia, pero no tenía auriculares y no quería que los demás pasajeros escucharan aquellas palabras que no iban dirigidas a ellos.

¿Qué debía hacer ahora? ¿Seguir igual que hasta entonces, o hablarles a mis padres adoptivos de esa visita? ¿Se sentirían heridos porque había ido a ver a mi madre? ¿Me sentiría herida yo si descubría que estaban al corriente de todo y me lo habían ocultado a sabiendas?

Tenía que hablar con Christian sin falta.

Encontré mi viejo Volvo en el aparcamiento, entre dos vehículos nuevos y relucientes. El techo de mi coche estaba cubierto de hojas y flores de tilo. Dejé la bolsa en el asiento de atrás, subí y, mientras me abrochaba el cinturón, aspiré el conocido aroma de la tapicería.

Me invadió un extraño sentimiento de calma. Por fin sentía una certeza: mi madre no me había abandonado. Eso era más valioso que ninguna otra cosa.

Puse el motor en marcha y arranqué en dirección a mi casa. El coche de Christian seguía allí, también tenía algunas hojas de tilo por encima.

La casa parecía tranquila. La contemplé un momento y recordé que el primer día que pasé allí había pensado que aquel lugar me liberaría del peso de los últimos años. Sin embargo, me había equivocado. Uno nunca quedaba libre del todo, pero el peso se hacía más ligero si conocías la verdad.

Me apeé con una sonrisa en los labios, saqué mi bolsa y fui hacia la puerta.

Le pondría a Christian la cinta con la historia, porque tenía que saber quién era yo.

Nada más llegar a la puerta, aquel gato que aún no sabía de dónde salía asomó la cabeza por la esquina. Esta vez no lo espanté, sino que lo llamé incluso.

—Gatito, gatito…

Aunque no sirvió de nada, porque de todas formas se alejó corriendo. Qué animal más huraño. Tal vez debería dejarle algo de comida. Leonie se pondría contenta si nos quedábamos con él, podría llevarlo al veterinario y hacer que lo vacunaran.

Antes de meter la llave en la cerradura, Christian abrió la puerta y salió. Tenía un semblante serio.

Yo dejé la mano suspendida a la altura de la cerradura y me lo quedé mirando.

¿Había sucedido algo? ¿Con Leonie, quizá?

Esa idea me recorrió todo el cuerpo abrasándome a su paso.

—¿Qué ocurre? —pregunté, ya con miedo.

A Christian le temblaban los labios.

—¿Le ha pasado algo a Leonie? —Casi grité esas palabras, pero él negó con la cabeza.

—Han llamado del centro de cuidados paliativos —dijo entonces—. La señora Thalheim…, tu madre, ha muerto esta mañana.

Me quedé allí de pie, paralizada. ¡No podía ser! ¡Era imposible! Pero si acababa de hablar con ella…

Claro que la había visto débil, pero estaba convencida de que aún le quedaban algunas semanas más.

Christian me abrazó. Dejé caer la mano, se me resbaló la llave.

—Lo siento mucho.

No pude decir nada. En mi cabeza seguían resonando aún las palabras que había oído en la cinta. Después de escucharla varias veces, me había dado cuenta de que su voz, hacia el final, se volvía más débil, que cada vez tenía que hacer más pausas. Me pregunté entonces cuánto tiempo habría tardado en grabar la historia, ya que sin duda no había sido en una única sesión.

Qué extraño que no se me hubiese ocurrido antes.

Christian logró hacerme entrar hasta el salón. Leonie vino corriendo hacia mí, y yo reaccioné de forma mecánica, aunque seguía paralizada.

Silvia había muerto. Solo había conseguido aguantar hasta verme a mí. O, mejor dicho: apenas dos días más, y ya no la habría encontrado con vida. Solo me habría quedado la grabación, pero no habría podido hablar con ella.

—¡Mami, mira, el tío Christian me ha dibujado una ballena azul enorme en la escayola! —exclamó Leonie, entusiasmada.

Me obligué a dejar de lado mis pensamientos y a sonreír.

Mi hija, a la que ya no podría presentarle a su abuela biológica, me había puesto el brazo delante de las narices. La ballena tenía una sonrisa simpática y echaba un chorro de agua hacia lo alto. A su alrededor danzaban varias olas como las de un viejo tatuaje marinero.

—Vaya, es muy bonita —dije, e intenté contener las lágrimas, aunque no lo conseguí.

—¿Por qué estás llorando, mami? —preguntó Leonie.

La abracé con fuerza.

—Porque estoy muy contenta de volver a estar en casa con vosotros.

Y eso no era mentira.

Ya no sabía cuánto tiempo llevábamos sentados juntos en el sofá, contemplando cómo caía el ocaso sobre el jardín.

—La enfermera me ha dicho que pidió que esparcieran sus cenizas en un cementerio natural —dije al cabo de un rato.

Después de cenar había llamado al centro de cuidados paliativos, donde me comunicaron todos los detalles. La enfermera de la noche había pasado a ver a mi madre una última vez, y por la mañana la habían encontrado plácidamente dormida.

—La estaba esperando a usted —me dijo para terminar—. Ha sido muy bonito que viniera a verla.

Me pregunté si le habría contado su historia al personal del centro.

—¿Quieres ir? —me preguntó Christian, y me acarició el hombro.

—No lo sé.

—¿Y tus padres? ¿Quieres contárselo?

Durante el viaje había pensado mucho acerca de mis padres adoptivos. ¿Debía decírselo? ¿Debía hacerles preguntas? Tomar una decisión al respecto me resultaba dificilísimo, pero en esos momentos, mientras estaba allí sentada en silencio, sentía que algo de todo ello había cristalizado.

Para mí siempre se había tratado de una cuestión de sinceridad, de confianza. Siempre había esperado que me dijeran la verdad. A menudo no había sido así, pero sabía que en ese punto necesitaba certeza. Los llamaría a primera hora de la mañana. Empezaría con cuidado, estando atenta a su reacción, y luego les haría las preguntas para las que quería una respuesta. Y sabía que los perdonaría si alguna vez me habían ocultado algo. Eran mi familia, por mucho que hubiese sido la Stasi quien nos convirtió en lo que éramos.

Por fin me levanté y fui a la habitación de Leonie. Estaba dormida en su cama sin saber nada de los últimos acontecimientos. Y así estaba bien, aunque me entristecía.

Era una lástima que jamás fuese a conocer a su abuela biológica, pero tal vez tampoco sería necesario. Sus abuelos vivían en Hamburgo, y daba lo mismo cuál había sido su postura frente al sistema en el pasado; eran personas decentes.

Yo, de todos modos, me alegraba de haber podido ver a mi madre una última vez. Y de haberle concedido algo de paz interior.

Después de estar un rato mirando a mi hija desde el marco de la puerta, regresé junto a Christian.

La vida me estaba esperando.

A la mañana siguiente bajé a la playa. Había vuelto a cortar unas cuantas rosas y cambié el ramo de encima de la roca. Los paseantes me miraron mientras lo hacía. Era probable que se preguntasen lo mismo que me había preguntado yo hacía tan solo unas semanas.

Cuando regresé, tanto Leonie como Christian seguían durmiendo. Mis padres ya se habrían despertado, así que subí con el móvil al despacho, donde nadie me interrumpiría.

Me senté frente a la ventana y marqué el número. Las nubes se desplazaban por encima del agua, un velero navegaba a lo lejos.

—Hansen, diga —contestó mi madre.

A esas horas mi padre ya debía de estar de camino al trabajo, y me parecía mejor comentar primero con ella mi intención de preguntarles. A mi padre era más fácil romperle el corazón que a la mujer fuerte que era mi madre.

—Hola, ¿mamá? —pregunté por el auricular, y sentí un dilema en mi interior. También Silvia había sido mi madre.

—¿Qué me cuentas, cielo? —me preguntó, tan despreocupada que me lo hacía más difícil—. ¿Va todo bien con Leonie?

—Sí, está de maravilla. Es que… —Me detuve. Aún podía evitar la conversación pasando a temas cotidianos, pero no era eso lo que quería—. Hace unos días recibí una carta.

—¿De quién?

—De Silvia Thalheim. Mi madre biológica.

Silencio. Mi madre se había quedado sin habla, pero ¿qué había esperado yo?

—¿De dónde ha sacado tu dirección? —preguntó cuando se repuso un poco de la sorpresa inicial.

—No lo sé. Consultó su expediente de la Stasi y descubrió que me habían adoptado. La carta la envió a Bremen, pero me la han reenviado desde allí.

Mi madre soltó un hondo y largo suspiro. Era evidente que no se trataba de la conversación que había esperado.

—Por favor, explícame todo lo que sepas de entonces. Ya sé que desde que soy mayor no he vuelto a peguntar por ello, pero… Tengo que saber lo que sabéis vosotros. Si no, toda la vida me preguntaré…

—Si también fuimos responsables. —Mi madre sonaba herida. No había sido esa mi intención—. El caso es que… En aquella época, hacía mucho que habíamos presentado una solicitud de adopción. Yo enseguida descubrí que no podía tener hijos, pero siempre habíamos querido ser padres, así que lo intentamos de esa forma. Por entonces tu padre participaba de forma activa en el Partido, lo consideraban un camarada de confianza.

—¿La Stasi había buscado su colaboración? —no pude evitar preguntar. Como director de turnos de los astilleros, seguro que les resultaba una persona de interés.

—No, que yo sepa. Intentábamos mantenernos al margen de esas cosas. Pero, aun así, a alguien debió de caerle bien. Nos comunicaron que podríamos adoptar a una criatura. También nos dijeron que sería la hija de una fugitiva de la República y que recibíamos la gran responsabilidad de criarla para hacer de ella una buena ciudadana socialista. Como te he dicho, tu padre era un hombre sin tacha y yo, como trabajadora de la administración del distrito, también era considerada persona de confianza. Rellenamos una montaña de formularios y soportamos el sermón de un funcionario. No tengo ni idea de si era de la Stasi o no, nadie nos enseñó ninguna identificación. Nos impusieron que no habláramos abiertamente contigo sobre tu madre biológica hasta que fueras mayor y también nos advirtieron que te mantuviésemos alejada de influencias perjudiciales. Accedimos a todo ello de buena gana, aunque sabíamos que no compartíamos la postura del Estado. En algún momento nos dejaron ir a buscarte, y debo decir que me enamoré de ti nada más verte. Eras tan guapa, con tu melena pelirroja y tus pecas. En aquella época hablabas con un ligero acento sajón; es una pena que lo hayas perdido con el tiempo.

—Y luego me convertí en una mocosa insoportable —repliqué, y ahogué un sollozo, algo aliviada, aunque aún me quedaban dudas.

—Recordabas muy bien a tu madre, así que ¿cómo ibas a reaccionar? Llegaste a una familia con la que no querías estar, era comprensible que quisieras volver con tu madre biológica. Por eso te rebelaste.

Al verlo en retrospectiva, me maravillaba la ecuanimidad con la que habían soportado mis padres mi mal comportamiento. Cuando hacía alguna maldad, me reprendían, pero no recibía más represalias. Mientras otros niños se quedaban castigados sin salir de casa, a mí nunca me hicieron eso. En algún momento entré en razón y comprendí que aquellas personas no me querían ningún mal, y que tampoco habían sido ellos los que me habían apartado del lado de mi madre.

—¿Alguna vez os preguntasteis si me vigilaban? —quise saber, porque una vigilancia me parecía lógica después de adoptar a la hija de una supuesta fugitiva de la República.

—Desde luego. Nos vigilaban a todos, de eso éramos conscientes. Pero también creíamos estar haciendo lo correcto en todos los aspectos.

—Me dejabais ver la televisión occidental.

—A nuestros ojos eso no era nada malo. Además, tenías que poder seguirles el ritmo a los demás niños del colegio. Los funcionarios que se preocupaban de que la gente joven no entrara en contacto con los medios de comunicación occidentales nos parecían cortos de miras, porque una educación completa consiste también en conocer todas las perspectivas. Pero, claro, en eso debíamos ir con cuidado.

Recordé entonces cómo eran mis padres cuando yo aún era joven. Sí, habían creído en el socialismo, y tal vez creyeran aún que algo parecido podía funcionar. Pero era cierto, jamás me habían aislado de nada, salvo de algunos detalles de mi propia historia, y porque les habían obligado a hacerlo.

—¿Annabel? —dijo entonces mi madre con inseguridad—. ¿Puedo preguntarte qué te dice en esa carta? Tu madre…

Había sido sincera conmigo, así que también yo debía serlo con ella.

—Me ha escrito que no huyó. Que la encarcelaron porque tuvo problemas con la Stasi. La obligaron a firmar los documentos de la adopción.

—¡Dios mío! —exclamó mi madre. La conocía lo suficiente para saber que su horror era auténtico—. No sabíamos nada de eso. ¿Crees que es verdad?

—Podré comprobarlo en el expediente de la Stasi. Ya he entregado la solicitud correspondiente, pero pueden tardar mucho en autorizarme a consultarlo.

Pensé que al oír eso era cuando a mi madre podía entrarle miedo, porque, si habían estado implicados, su nombre aparecería también en el expediente. Esperé nerviosa a oír su reacción. Noté que el corazón me latía en la garganta y que el estómago se me encogía más aún.

—Sí, está bien que lo hagas. Verás, nosotros estuvimos mucho tiempo sopesando si hacerlo también, pero decidimos que no. ¿Qué se saca de saber que el vecino te estuvo espiando? ¿Qué se redactaban informes sobre tu vida? En nuestro caso, los colaboradores informales debieron de morirse de aburrimiento.

Tras esas palabras, las dos estuvimos un rato en silencio. Mientras oía la respiración de mi madre y ella la mía, comprendí lo pérfidos que habían sido los métodos de la Stasi. No me habían dejado en manos de una pareja de la propia organización, sino de unos camaradas supuestamente leales, para que así yo cayera para siempre en el olvido. Era la mejor forma de castigar a mi madre por haberse negado a colaborar con ellos.

—¿Mamá? —pregunté, rompiendo el silencio.

—¿Sí, cielo?

—Muchas gracias. Por hablar conmigo de esto.

Mi madre suspiró.

—No, gracias a ti. No te imaginas el peso que me has quitado del alma. Jamás tuve el valor para hablarte de ello, igual que tu padre. De algún modo, siempre esperé que fueses tú quien preguntara, pero, como no lo hacías, pensé que lo habías olvidado.

Por lo visto, también la gente de la Stasi pensó que olvidaría. Sin embargo, eso no sucedería jamás. Igual que tampoco olvidaría lo que mis padres adoptivos habían hecho por mí.

—He cargado con todas estas preguntas como si fueran una piedra enorme, pero ahora ya puedo mirar hacia delante.

—Entonces, ahora las dos nos encontramos mejor, ¿no?

Me di cuenta de que estaba sonriendo.

—Sí, así es. Sobre todo porque Silvia, mi madre, murió ayer, ¿sabes? Poco después de que estuviera con ella.

También habría podido hablarle entonces de la cinta, pero preferí dejarlo para otro momento.

—Lo siento mucho —me dijo con sinceridad, y se quedó un rato callada.

Ahora era mi madre la que tenía algo que asimilar, así que solo pregunté:

—¿Podrías quedarte con Leonie la semana que viene? Tenemos la subasta del motor, y yo he de ocuparme también de otra cosa.

—Por supuesto, cariño, me alegrará mucho tenerla aquí. —Mi madre parecía aliviada de haber regresado a la normalidad.

También yo lo estaba.