22
CHRISTIAN

Mi padre se llamaba Jonas y era obrero de la construcción, un hombre serio y sencillo. Con dieciséis años entró de aprendiz, se hizo albañil y luego se empleó en una empresa.

Un día conoció a mi madre, Rosi Winterberg. En la discoteca. La clásica historia. Él llevaba pantalones de campana y patillas; ella, una falda plisada y una de esas blusas folclóricas que entonces estaban tan de moda. Bailaron juntos manteniendo las distancias, hablaron y quedaron para la siguiente ocasión. Así fue durante varias semanas, hasta que él por fin tuvo el valor de besarla, y ella le pidió que la acompañara para presentarle a sus padres.

En algún momento de ese verano, se quedó embarazada. Cuando se lo dijo a mi padre, él se puso como loco de alegría y le pidió que se casara con él. En aquella época, y en la RDA, tampoco estaba bien visto que una mujer soltera tuviese un hijo.

Se casaron tres meses después en el jardín de los padres de ella, y justo a tiempo, antes de que la barriga empezara a notarse. Estar casados y con un niño en camino, les ayudó a conseguir un pequeño piso de nueva construcción en Bergen. El futuro parecía asegurado.

Nací yo, y unos años después mi hermano Lukas. Poco a poco, gracias a mis padres y a las instituciones educativas del país, nos íbamos convirtiendo en buenos socialistas, lo cual conmigo les costaba bastante conseguir, porque la recepción de la televisión occidental era buena y a mí me gustaban los Rolling Stones, Alice Cooper y David Bowie, y en cambio despreciaba, como muchos de mis compañeros de estudios, a los farsantes que se paseaban por ahí con hombreras anchas e intentaban emular a los auténticos iconos del Oeste. En secreto, incluso soñaba con ir algún día a un concierto de algún grupo occidental, pero en 1983 eso no era más que una vana ilusión, sobre todo aquí, en la costa. Como mucho podíamos ir a Rostock a ver grupos nuestros, como los Pudhys o Karat, pero no era muy apetecible.

Mis padres siempre me advertían que me estuviera calladito en la escuela sobre lo que se hablaba en casa, sobre las cadenas de televisión que veíamos y la música que escuchaba. Yo intentaba hacerles caso, pero enseguida me di cuenta de que todo el mundo veía la televisión occidental.

Mi vida, pues, transcurría como la de casi todos los demás jóvenes, hasta un día que mi padre se olvidó de ir a buscarme a la escuela.

Hacía poco que había cumplido los doce años y estaba sentado en los escalones destrozados de la entrada. A mi lado tenía mi vieja cartera de cuero, y me entretenía formando pequeñas bolitas de papel para poder dispararlas con el tirachinas, no fuera a ser que todavía quedase algún enemigo por allí cerca. Mis compañeros de clase hacía rato que se habían marchado en el autobús o, si ya tenían los catorce, en sus motocicletas.

Yo, sin embargo, tenía la firme convicción de que mi padre vendría a por mí, así que seguí esperando.

Había dejado en el suelo el pañuelo rojo de los Pioneros sin ningún cuidado. Ese lunes lo había llevado porque, como todas las semanas, habíamos tenido la «ceremonia de la bandera», en la que se hablaba mucho del socialismo y de la educación. A mí ninguna de las dos cosas me interesaba demasiado, pero se esperaba que todo el mundo participara en el corro y prestara atención.

Aun así, yo casi nunca estaba atento, sino que me dedicaba a pisar los charcos del patio o a dibujar algo en la arena con la punta del pie. Después no habría podido repetir nada de lo que se había dicho. Regresaba trotando al aula con los demás y garabateaba cualquier cosa en los márgenes de mi libreta.

—Eh, chico, ¿es que quieres echar raíces ahí? —preguntó una voz rechinante por encima de mí.

Levanté la mirada. El bedel era un hombre alto y ancho de espaldas, con bigote y traje de faena azul. En el bolsillo del pecho llevaba siempre un paquete de cigarrillos Juwel, y a veces les pasaba alguno a los alumnos de décimo, que entonces desaparecían un rato en el rincón de fumadores. A los más jóvenes nunca nos daba nada, más bien nos espantaba cuando nos acercábamos demasiado a sus arriates de flores o merodeábamos por el taller del sótano.

—Estoy esperando a mi padre —contesté—. Va a venir a buscarme.

Justo entonces caí en la cuenta de lo vacío que se había quedado el patio de la escuela. Los niños de la guardería también hacía tiempo que se habían marchado, y en el aparcamiento quedaban muy pocos coches. Una mirada a mi reloj de pulsera con el cristal saltado me dijo que ya llevaba tres horas esperando. El estómago se me encogió al comprender que mi padre debía de haberse olvidado de mí.

—Tal vez tu señor padre esté haciendo un turno especial. Yo que tú, me iría a casa. Si no, te pasarás aquí toda la noche.

Me habría gustado contradecirlo, pero algo me decía que el hombre tenía razón. Sería mejor que me marchara. Además, el bedel pronto cerraría la verja, y no me apetecía tener que trepar por la valla.

Así que recogí mis cosas y corrí a la parada del autobús. Mientras estaba allí, no hacía más que mirar por si veía aparecer nuestro Trabbi blanco, pero no fue así. Después de otra media hora, por fin llegó el autobús que iba a los barrios nuevos de Bergen. Durante todo el trayecto estuve al borde de las lágrimas. ¿Cómo había podido olvidarse mi padre de mí? Si me había prometido que iría a buscarme…

¿Habría ocurrido algo, quizá?

Cuando el autobús se detuvo a unos metros de nuestro edificio, el miedo ardía en mi interior. Corrí todo lo deprisa que pude hacia casa y, como tenía llave, no tuve que esperar a que nadie me abriera. En el vestíbulo, aparté a un lado al gato de la señora Hebbel y corrí escalera arriba. Completamente sin aliento, llegué a nuestra planta y abrí la puerta.

Nada más entrar me di cuenta de que mi padre estaba allí. En realidad tenía prohibido fumar en el piso, pero a veces lo hacía cuando mi madre no estaba, y en ese momento olía mucho a cigarrillos F6.

Furioso, avancé a zancadas por el pasillo y tiré la bolsa de la escuela junto al guardarropa. Si estaba en casa, ¿por qué no había cumplido su promesa?

Lo encontré sentado a la mesa de la cocina, y parecía mirar el mantel sin hacer nada. Fue entonces cuando me extrañó que hiciera tanto frío en el piso, o por lo menos daba esa sensación. No sabía muy bien si la culpa era del clima de abril o de alguna otra cosa. En el ambiente se percibía un ánimo extraño.

A mi padre no parecía preocuparle nada de todo eso.

Yo quería gritarle, reprocharle que se hubiese olvidado de mí, pero las palabras se me quedaron atascadas en la garganta. Jamás lo había visto de esa forma.

Casi no parecía darse cuenta de mi presencia, su pensamiento estaba muy lejos de allí. Tenía la mirada fija en una mancha del mantel de hule, el cenicero que había a su lado estaba lleno, y entre sus dedos ardía la brasa de otro cigarrillo más. La ceniza había caído en el mantel. Si mi madre lo veía se pondría hecha una furia, porque había hecho un pequeño agujero y conseguir hule era bastante difícil.

—¿Papá? —pregunté, porque verlo así me daba miedo. Algo se me había encogido en la barriga y no tenía ni idea de por qué me pasaba eso.

Mi padre seguía sin moverse. Miré el reloj. Las manecillas se movieron perezosas para dar las seis de la tarde. A esa hora, mi madre acostumbraba a volver del trabajo. Cuando estuviera allí, seguro que aclararíamos por qué estaba tan raro mi padre.

De repente llamaron a la puerta. Me sobresalté y giré en redondo. ¿Mi madre se había dejado la llave?

Como mi padre seguía sin moverse, fui a abrir. En la puerta estaba la señora Hebbel, nuestra vecina. Mi corazón se detuvo un momento. ¿Se había enterado de que yo había espantado a su gato?

—Hola, Christian —dijo con amabilidad—. Acaban de llamarme de la guardería. La maestra quería saber cuándo vais a ir a recoger a Lukas. ¿Están tus padres ya en casa?

La guardería había avisado a los vecinos. Eso, en realidad, no tenía nada de extraño, porque nosotros no teníamos teléfono propio. Todas las llamadas llegaban siempre a través de los vecinos, y ellos nos pasaban el recado. Lo único raro era que ese día también se hubieran olvidado de mi hermano pequeño.

—Yo se lo digo —repuse, y evité la mirada de preocupación de la mujer. No tenía que enterarse de que allí ocurría algo raro.

Cerré la puerta, esperé un rato y después regresé a la cocina. Nada había cambiado. Mi padre seguía sentado a la mesa y no parecía enterarse de nada. Irradiaba un aura tan inquietante que al principio no me atreví a acercarme más. Después, sin embargo, le tiré con cautela de la manga de la cazadora.

—Papá, ¿qué pasa? —Se me escapó un sollozo.

Algo malo ocurría, de eso estaba seguro. ¿Estaría mi padre enfermo? El día anterior mismo, Tim, un niño de mi clase, había explicado que su abuelo había sufrido un infarto cerebral. ¿Tenía mi padre también un infarto cerebral? ¿Se quedaba uno inmóvil cuando sufría un infarto cerebral?

—Papá, era de la guardería —informé con miedo—. Preguntan cuándo iremos a recoger a Lukas.

Entonces mi padre regresó a la vida. Inspiró hondo y con pesadez, y por fin me miró.

En sus ojos había tanta tristeza y tanta desesperación como jamás he vuelto a ver en ninguna otra persona.

—Mamá ha tenido un accidente —dijo, arrastrando tanto las palabras como si hubiese bebido muchísimo alcohol—. Ha…, ha muerto.

Me lo quedé mirando. No podía moverme y al mismo tiempo sentía que me caía. ¿Que mi madre estaba muerta? ¡Eso no podía ser verdad! ¿Y qué clase de accidente había sido ese? Pero ¡si esa mañana se había ido a trabajar en el autobús como siempre!

A mi padre le costó levantarse, parecía haber envejecido veinte años.

—Vamos, tenemos que ir a buscar a Lukas —dijo, y me apretó el hombro.

No le resultaba fácil dar abrazos y ofrecer consuelo tampoco se le daba demasiado bien, pero en ese momento no lo eché en falta.

Me encontraba tan mal, sentía todo mi fuero interno tan alterado… Sin embargo no era capaz de llorar. Todo me parecía irreal. No era posible que le hubiese pasado nada a mi madre. No podía ser y punto.

Cuando salimos en nuestro Trabant, que habíamos comprado de segunda mano, me puse a mirar la acera como si buscara a mi madre, como si esperase verla por ahí. Tal vez todo había sido una terrible equivocación. Tal vez alguien le había querido colar una trola enorme a mi padre. Esa expresión la había aprendido de él mismo. Cada vez que daban Aktuelle Kamera en la tele, él afirmaba que el presentador de las noticias quería colarle una trola enorme a la gente cuando hablaba sobre los éxitos de la economía nacional. De éxitos que en realidad no existían, porque la gente hacía grandes colas delante de las tiendas cuando por una vez llegaban naranjas o plátanos de Cuba. Ya con doce años, yo entendía que esos supuestos éxitos estaban maquillados y que las noticias no siempre decían la verdad.

¿Quizá ocurría lo mismo con los accidentes?

—Este mediodía han venido a verme —empezó a explicar mi padre cuando ya habíamos dejado nuestro bloque de viviendas un buen trecho atrás.

Su voz todavía sonaba arrastrada, probablemente porque sí había bebido. En ese caso, no habría debido conducir el coche, pero a mí me daba igual.

—Dos agentes de la Policía Popular se han presentado acompañados por el capataz. Ninguno de los dos sabía qué decirme. En un primer momento, yo tampoco los he creído. Me han informado del accidente y me han dicho que el conductor se ha dado a la fuga. Pero que algunos transeúntes han podido ver la matrícula. ¡Como si eso fuera un consuelo! Entonces me han llevado con ellos al hospital. Por lo visto, al principio han intentado salvarle la vida, pero ya era demasiado tarde. El estado en el que ha… —Las lágrimas le ahogaron la voz.

Los sollozos se apoderaron de él y estuvo a punto de saltarse un semáforo. Justo a tiempo vio la luz roja y pisó el freno tan de golpe que nos vimos lanzados hacia delante.

A mí me daba igual. Todo lo sentía como entumecido. Como si no me perteneciera. Ni siquiera grité cuando los frenos chirriaron y el Trabbi derrapó un poco hacia un lado. Si mi madre estaba muerta y lo que los viejos decían del Cielo era verdad, entonces seguro que estaba ahí arriba, y yo ya no quería seguir estando en la Tierra.

Pero mi padre consiguió controlar el Trabbi. En algún momento llegamos a la guardería, en cuyas ventanas se veía una luz solitaria.

—¿Quieres entrar conmigo o prefieres quedarte aquí? —preguntó mi padre.

Sus ojos me miraban con apatía, como si no me vieran. Me decidí a acompañarlo, porque no quería quedarme solo en el coche con mis pensamientos.

La maestra de la guardería parecía bastante cansada y exhausta. Pude ver que le habría gustado recriminar a mi padre, pero el semblante de él tuvo con ella el mismo efecto que conmigo. Se quedó con la boca abierta y de un momento a otro parecía no saber ya lo que quería decirle.

Lukas estaba lloroso. Era evidente que, igual que yo, había creído que nos habíamos olvidado de él. O, peor aún, que pensábamos abandonarlo en la guardería sin más. Cuando nos vio, vino corriendo enseguida, pero no se aferró a mi padre, sino a mí.

—Por favor, disculpe que no hayamos venido hasta ahora —le dijo mi padre a la maestra, que todavía no había pronunciado una sola palabra—. Ha…, ha habido un contratiempo familiar. No volverá a suceder.

La maestra asintió con la cabeza. Sin duda, se estaba preguntando en qué había consistido ese contratiempo.

Pero mi padre no estaba preparado para dar más explicaciones. Ya se enteraría por algún otro.

—En fin, buenas noches, señora Bauer —se despidió mi padre, y recorrió con nosotros el largo pasillo de linóleo beis estampado.

Estuvimos callados todo el trayecto. Lukas se acurrucó contra mí. ¿Intuía quizá lo que había ocurrido? No, seguro que no. Solo estaba enfadado con mi padre porque lo había dejado allí solo mucho rato. Porque se había pasado horas con la sensación de que nadie lo quería. Yo había regresado a casa por mi cuenta, pero tenía siete años más que él y sabía arreglármelas solo.

Me pregunté cómo reaccionaría a la noticia de que nuestra madre no volvería a casa nunca más. ¿Lo entendería? ¿Se rompería algo en su interior? De repente sentí una enorme preocupación por mi hermano pequeño. Me habría encantado escapar con él, pero eso no habría cambiado las cosas en nada.

Cuando llegamos a nuestra casa, mi padre dejó el Trabbi en el aparcamiento comunitario. La luz de las farolas caía sobre los techos de los demás vehículos, algunos de los cuales eran ya muy viejos, pero la gente siempre conseguía volver a ponerlos a punto. Más allá del resplandor de las farolas, daba la sensación de que la oscuridad se lo tragaba todo, incluso nuestro bloque de viviendas, cuyas ventanas iluminadas parecían flotar libremente en el aire como si fuesen luciérnagas.

Busqué nuestra ventana con la vana esperanza de encontrar una luz. Si era así, solo podía significar que mi madre había vuelto a casa.

Pero fue en balde. Nuestra ventana estaba a oscuras. Además, ¿cómo iba a estar mi madre allí, si su cuerpo yacía en la morgue de una funeraria?

Delante de la puerta del piso nos esperaba la vecina. ¿Habría llamado alguien más?

—Buenas noches, señor Merten —saludó a mi padre—. Dígame, ¿sigue sin estar su mujer en casa? Quería pedirle si podía prestarme su rallador, pero no me abre nadie.

¿Cómo iban a abrirle? Miré a la señora Hebbel lleno de rabia. ¿Acaso había estado fisgando y sabía ya lo ocurrido? ¿Se rumoreaba en todo el edificio lo que le había sucedido a mi madre?

Mi padre le dirigió una mirada a Lukas, luego a mí. Entonces comprendí por qué no se lo había explicado todo con pelos y señales a la maestra de la guardería. No quería que Lukas se enterase de esa forma.

—Yo le traeré el rallador, señora Hebbel. Un momento.

Mi padre abrió la puerta con las manos temblorosas.

—Ve a ayudar a Lukas a desvestirse, Christian —me dijo.

Asentí y me llevé a mi hermano pequeño por el pasillo oscuro.

Mi padre corrió a la cocina y salió poco después con el rallador. Entonces desapareció tras la puerta.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Lukas mientras le ayudaba a quitarse el anorak.

Apreté mucho los labios, porque no quería ser yo quien le diera la terrible noticia.

—¿Es que mamá no está en casa? ¿Todavía tiene que trabajar? —insistió mi hermano.

—Papá te lo explicará todo —contesté, y colgué su cazadora en el guardarropa del pasillo. Fuera, delante de la puerta del piso, mi padre seguía aún con la señora Hebbel. Hablaba en voz muy baja, así que no podía oír lo que decía, pero era mejor así, porque tampoco Lukas podía oír nada—. Ve a lavarte las manos —le dije a mi hermano pequeño—. Papá vendrá enseguida y entonces cenaremos.

La conversación con la vecina se alargaba de una forma interminable. A Lukas le dio tiempo a terminar de asearse un poco y empezó a bombardearme a preguntas en la cocina mientras yo ponía la mesa. Cuando se dio cuenta de que no me sacaría nada, fue a por su bolsa de la guardería y sacó una hoja de papel doblada en la que había pegada una flor.

—Se la voy a regalar a mamá —informó con orgullo.

A mí se me saltaron las lágrimas. Para que no lo viera, me volví enseguida a un lado y vacié el cenicero en el cubo de la basura, pero no fui lo bastante rápido.

—¿Qué pasa? —preguntó Lukas, pasmado—. ¿Es que no te gusta?

Por suerte, entonces regresó mi padre. Esta vez había llegado el momento de la verdad. ¡Tenía que contárselo a Lukas de una vez!

Jonas Merten parecía haber envejecido varios años cuando se dejó caer con pesadez sobre una de las sillas de la cocina.

—Lukas, tengo que decirte una cosa —empezó.

Yo habría querido salir de la habitación, pero estaba como pegado al suelo. Tal vez mi hermano pequeño me necesitara. No podía largarme sin más.

Esa noche, mi padre lloró. Era el sonido más espantoso que había oído jamás. Estuve pensando si ir con él para consolarlo, pero ¿cómo iba a hacerlo? Mi madre estaba muerta y yo mismo tenía ganas de echarme a llorar. Así que hundí la cara en el almohadón y, a pesar de todo, esperé que el mundo volviera a estar en orden por la mañana.

En el periódico del día siguiente solo hablaban del accidente en una pequeña noticia marginal. Mujer atropellada por un automóvil de camino al trabajo. Según informaban, ella había salido desde detrás del autobús y el conductor había infringido el párrafo 1 del código de circulación: precaución y respeto mutuo. Y luego se había dado a la fuga. Las declaraciones de los testigos habían permitido que el autor de los hechos fuese identificado.

No decían nada más. No escribían sobre que mi padre había caído en un agujero de pensamientos negros. No hablaban de que a mí me había destrozado comprender que mi madre jamás volvería a entrar por la puerta ni a traerme algo que hubiera comprado por el camino pensando en mí. La gente tampoco sabría nada de Lukas, que tras la muerte de su madre se refugió en su propio mundo y se pasaba horas enteras mirando fijamente sus bloques de construcción sin mover ni uno.

El mundo siguió girando, pero nuestro pequeño mundo había descarrilado por entero. Mi padre pidió la baja por enfermedad. Era incapaz de salir de casa, así de simple, como si cada día se sentase en la silla de la cocina a esperar el regreso de mi madre.

El día del entierro, el piso se llenó de personas, pero yo apenas conocía a nadie. Vinieron parientes nuestros, por supuesto, pero no teníamos muchos. También compañeros de trabajo de mi padre y de mi madre. El piso era una nube de humo, lo cual habría molestado muchísimo a mi madre… Pero ella ya no estaba.

Sentado en el sofá, soporté que todo el mundo me acariciase el pelo e intentase hablar conmigo para consolarme. Seguía viendo mentalmente cómo el ataúd de mi madre bajaba a la fosa, el sonido de la tierra al caer sobre la tapa aún resonaba en mi interior.

En algún momento, Lukas vino a acurrucarse a mi lado. Si yo estaba destrozado, ¿cómo lo estaría pasando él? Se había metido el pulgar en la boca, igual que un bebé, aunque hacía ya mucho que había perdido esa costumbre. Le pasé un brazo por los hombros, pero no sabía cómo consolarlo. Todo lo que hasta entonces había tenido en mi interior parecía haber desaparecido.

Sin embargo, en algún momento el piso volvió a quedarse vacío y el humo del tabaco salió por la ventana abierta.

Al día siguiente pude quedarme en casa, pero luego volví a la escuela.

También allí habían cambiado algunas cosas. Mi profesor me llevó aparte y me dijo lo mucho que sentía que mi madre hubiese muerto. Durante mi ausencia debía de haber hablado con mis compañeros de clase, porque algunos se me acercaron y me ofrecieron la mano con torpeza. Ninguno sabía lo que sentía yo, pero en cierta forma me alegró recibir su cariño. Al cabo de una semana, mis días en la escuela volvieron a normalizarse, y eso también me alegró. Lo principal era que no quería ser el centro de atención ni hablar todo el rato sobre cómo estábamos en casa.

A partir de entonces, mi padre nunca volvió a olvidarse de ir a buscarnos cuando lo había prometido, aunque a mí venía a recogerme muy pocas veces ya.

De todos modos, no me molestaba regresar en autobús, porque así no tenía que ver la mueca abatida de su boca ni sus ojos tristes.

Cuando llegaba al piso, me hacía prácticamente invisible, me enterraba en mis tareas escolares o me ocupaba de Lukas. Mi hermano daba la sensación de estar del todo bien, pero no era verdad, porque un día me preguntó:

—¿Tú crees que mamá podrá ver todo lo que hacemos aquí desde el cielo?

Su pregunta fue como un puñetazo en el estómago. Poco antes de eso, alguien de la clase había comentado que el cielo no existía y que los muertos acababan siendo comida para los gusanos. Lo había dicho para fastidiarme, pero su palabras habían creado una gran duda en mí. ¿Y si de verdad no existía el cielo?

Sin embargo, con Lukas no podía hablar de eso. Él aún era pequeño, tenía que protegerlo.

—Pues claro que mamá ve todo lo que hacemos aquí —respondí—. Y siempre lo verá, por muy mayores que nos hagamos.

Con eso, mi hermano se quedó satisfecho y se apoyó en mí con el pulgar en la boca.

Mi padre pasaba mucho tiempo ensimismado, esperaba a mi madre a pesar de saber que no volvería, apenas hablaba. Al cabo de un tiempo, volvió a vestirse con su ropa de faena y salió de casa. Seguía estando triste, seguía llorando por las noches, pero parecía haber recuperado el control.

Al principio no me di cuenta de que su dolor se transformaba en algo diferente.

—Castigarán a ese cerdo —me dijo entonces una noche, después de habernos pasado horas sentados en silencio a la mesa de la cocina.

Sorprendido, aparté la mirada de mis deberes. Los ojos de mi padre me miraban sin verme, estaban vidriosos. Me había concentrado tanto en mis deberes de mates que ni me había dado cuenta de que en la mesa había aparecido una botella de aguardiente de trigo. Tampoco había visto cuántas copas se había bebido mi padre. Debían de ser bastantes, porque se tambaleaba en la silla y volvió a balbucear:

—Castigarán a ese cerdo.

Yo sabía que se refería al conductor del automóvil, y en secreto también deseaba que recibiera un castigo. Si por mí fuera, ya podía pasarse toda la vida entre rejas. Mi compañero de clase Ulli me dijo que por lo menos le echarían la perpetua y, con una sonrisa torcida, añadió que en América lo sentarían en la silla eléctrica.

Yo lo dudaba, y además era peligroso que Ulli dijera algo así, de manera que me callé y ni siquiera le pregunté a mi padre qué era esa espantosa silla eléctrica que parecía prometer terribles dolores y tal vez, incluso, la muerte.

Esa noche, yo, igual que mi padre, estaba convencido de que aquel hombre acabaría ante los tribunales. Por lo de mi madre y porque había sido un cobarde largándose de allí. Incluso le deseé la muerte. Sin embargo, por entonces aún no sospechábamos que los engranajes de la justicia a veces giraban en otro sentido.

Pasaron las semanas y llegaron las vacaciones de verano. La vida fue recomponiéndose poco a poco. Lukas seguía echando mucho de menos a nuestra madre, y lloraba mucho, sobre todo cuando dormía. Yo intentaba consolarlo todo lo que podía, aunque también tenía muchas ganas de echarme a llorar. Sin embargo, cuando estaba en la escuela podía olvidarlo todo durante un rato. Allí estaban Ulli y los otros chicos con los que me llevaba bien y junto a los que soñaba con el campamento de vacaciones al que iríamos todos. Mi madre lo había organizado, y yo estaba decidido a pasar unos días estupendos en el lago Müritz.

A mi padre parecía darle igual lo que hiciera. Aparte del trabajo, solo había una cosa capaz de interesarle de verdad. Todos los días iba en coche a la tumba de mi madre, fue quitando las coronas de flores marchitas y se encargó de que alisaran bien el terreno de la tumba. Los fines de semana nos llevaba con él y se pasaba horas meditando en un banco cerca de la lápida mientras Lukas y yo nos aburríamos una barbaridad.

Con sus árboles oscuros, el cementerio se tragaba incluso el intenso calor del verano, de manera que al cabo de unos minutos te sentías como si estuvieras dentro de una nevera. Lukas no entendía para qué íbamos allí y daba la lata con que quería irse a casa. Como yo sabía que mi padre dedicaría por lo menos una hora a un diálogo mudo con mi madre, intentaba distraerlo inventándome historias y desaparecía con él entre los arbustos. Allí le hablaba de indios y vaqueros, porque hacía poco que había ido con Ulli al cine y habíamos visto Los hijos de la gran osa. A mí me parecía que Gojko Mitić estaba estupendo haciendo de indio, mucho mejor que Pierre Brice en el papel de Winnetou. Yo un día quería ser tan alto y musculoso como él, y luchar por la justicia. En las películas de indios, los malos siempre eran castigados y los buenos recibían una recompensa.

—¿Y el jefe indio también podría castigar al hombre que atropelló a mamá? —me preguntó Lukas un día.

Casi me dejó sin habla. Yo sabía que mi padre estaba esperando que el conductor del accidente fuese condenado, pero que esa cuestión le rondara también a Lukas por la cabeza era algo que no imaginaba.

—Claro que podría —respondí después de pensarlo un rato—, solo que no vivimos en América. Aquí, es la Policía quien lo acusará en los tribunales.

Con eso, mi hermano pareció darse por satisfecho.

Sin embargo, cuando estaba en la cama esa noche, me pregunté si de verdad llegarían a acusar al conductor. A esas alturas ya se sabía quién era. Lo sabía incluso mi padre, porque un conocido nuestro le había pasado la información. De dónde la había sacado, yo lo ignoraba, pero mi padre lo creyó.

Solo que no parecía que fuesen a llevar a aquel hombre a juicio. Día tras día, mi padre esperaba que lo citaran en los tribunales, o tener alguna noticia, por lo menos. Sin embargo, no ocurría nada.

Entonces me fui al campamento de vacaciones y durante las siguientes tres semanas conseguí vaciar la cabeza de cualquier pensamiento triste. Estando allí, en la fiesta del agua, en la excursión nocturna o junto a la hoguera, me sucedía incluso que a veces se me olvidaba que mi madre había muerto. Eufórico, imaginaba cómo le escribiría relatándole mis experiencias, y en una ocasión incluso empecé una postal con «Querida mamá, querido papá». Pero entonces volví a recordarlo todo y, como no podía tirar la postal porque llevaba impreso un franqueo de diez peniques, me limité a garabatear algo encima del «Querida mamá».

Aun así, esas tres semanas viví con despreocupación, porque no tenía que ver la mirada oscura de mi padre y solo me acordaba de lo ocurrido de vez en cuando.

Cuando regresé del campamento, encontré a mi padre completamente cambiado. El dolor había desaparecido y se había convertido en una extraña ira que se cernía sobre él como una nube de tormenta. Aunque a nosotros no nos gritaba, de todas formas teníamos la sensación de que había que ir con cuidado con lo que decíamos y hacíamos.

La única explicación que le encontraba era que en aquel tiempo hubiese ocurrido algo con el conductor del accidente. ¿Había tenido que ir mi padre a declarar al tribunal? ¿Lo había alterado eso de aquella manera?

No me atrevía a preguntar. En lugar de eso, me llevaba a mi hermano pequeño con mis amigos siempre que no tenía que ir a la guardería. Aunque a ellos no les entusiasmaba la idea y siempre se dedicaban a tomarle el pelo, para él era mucho mejor que quedarse dentro del piso, donde nuestro padre no hacía más que murmurar con rabia y estar allí solo, porque no tenía a nadie más.

Varias semanas después, una noche, me desperté al oír voces extrañas en el salón. Nosotros nunca recibíamos visita tan tarde, y las voces masculinas que me llegaban a través de la pared, además, me eran por completo desconocidas. Aunque habría sido más prudente quedarme en la cama —sobre todo porque no quería hacer enfadar a mi padre—, me levanté sin hacer ruido y bajé la escalera de nuestras literas. Lukas, que dormía abajo, porque todavía era muy pequeño para la escalera, no se dio cuenta de que me acercaba a la puerta de nuestro cuarto de puntillas y la abría con cuidado.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó una voz masculina—. Es una decisión enorme y no habrá vuelta atrás.

—¿Seguro? —levantó la voz mi padre—. ¿Que si estoy seguro? —Soltó una risotada sin alegría—. Hace cuatro meses que espero a que el hombre que carga con la muerte de Rosi en la conciencia se vea ante los tribunales y reciba su castigo de una vez por todas. ¡Pero nada! Y ahora ya sé por qué eso no ocurrirá jamás. Porque ese cerdo es de la Stasi. No hay forma de que esa gente encierre a uno de los suyos.

—Jonas, mejor no lo digas en voz muy alta, que a veces las paredes oyen —le advirtió otro hombre, al que yo tampoco conocía.

—Por mí, que lo oigan todos, porque es la verdad —replicó mi padre, obstinado—. No van a condenar a ese cabrón porque trabaja espiando para ellos. ¿Y qué pasa con nosotros? ¡Mis hijos han perdido a su madre porque ese fulano está ciego y hacía solo tres días que tenía el carné de conducir!

Respiró hondo y prosiguió:

—¡Ese tipo tiene veintiún años! Veintiuno y ya carga con una muerte en la conciencia. ¡Y no va a caerle nada! ¡Ninguna pena! ¡Cómo me gustaría retorcerle el pescuezo!

La ira en las palabras de mi padre me asustó tanto que volví a cerrar la puerta enseguida y me metí otra vez en la cama. La escalera crujió bajo mis pies, pero Lukas no se despertó, por suerte.

Para mí, sin embargo, la noche ya estaba perdida. Me quedé mirando el techo de la habitación con el corazón palpitante e intenté procesar lo que había oído.

O sea que el conductor tenía veintiún años, mi padre sabía perfectamente quién era y, por lo que parecía, quería matarlo. Sí, eso fue lo que pensé, que mi padre estaba a punto de salir a matar a aquel hombre.

Yo era muy consciente de las consecuencias que tendría eso. Si detenían a mi padre, nosotros acabaríamos en un hospicio. Y entonces todo habría terminado.

Me habría gustado salir corriendo para suplicarle que no lo hiciera, pero no me atreví. Seguro que se enfadaba conmigo. Además, delante de mí no reconocería nada.

De modo que me quedé tumbado, escuchando todavía un rato más las voces ahogadas e incomprensibles, hasta que en algún momento se cerró una puerta y regresó el silencio.

Después de esa noche, para nosotros volvieron a cambiar las cosas. Mi padre me insistió más que nunca en que no contara nada en la escuela ni a los vecinos sobre la televisión occidental, y en que sobre todo no contara nada de lo que pasaba en casa. A veces, cuando estábamos haciendo algo en la ciudad, me metía de un tirón en algún portal y miraba angustiado alrededor. Otras veces se quedaba parado en la calle durante varios minutos, observando la acera. Si le preguntaba por qué lo hacía, o bien no me contestaba o lo hacía con evasivas.

Empecé a sentir miedo. Seguía sin olvidar lo que había escuchado aquella noche a escondidas. ¿De verdad había llegado mi padre tan lejos como para matar al hombre que había atropellado a mi madre?

Cuando estaba solo, repasaba frenéticamente el periódico, pero no encontraba ninguna noticia sobre que hubiesen hallado ningún cadáver. Aun así, ¿no había dicho mi propio padre que no todo salía en los periódicos?

En mi interior no había más que preguntas que me habría encantado plantear, pero no me atrevía a hacerlo. En la escuela tenía un cuidado espantoso para no contarle a nadie demasiado. Mis amigos me preguntaban a menudo qué me ocurría, pero yo me escabullía hablándoles del dolor por la pérdida de mi madre.

Siempre quería estar solo, quería saber de una vez por todas qué había sucedido. En ocasiones aguzaba el oído hasta muy tarde por la noche para ver si aquellos hombres regresaban, pero eso no ocurrió nunca.

Y entonces, un día, mi padre me despertó poco después de que me quedara dormido.

—¿Qué pasa? —pregunté, adormilado.

—Levántate y vístete. Luego mete un par de cosas a las que les tengas cariño en tu maleta. Pero ¡no enciendas la luz, por lo que más quieras!

Me puse a temblar. ¿Qué pretendía mi padre con aquello? Hacer la maleta, no encender la luz, ¡todo eso sonaba a una fuga! ¿Acaso pretendía escapar de la Policía?

No me moví, me quedé mirándolo.

—Venga, deprisa —insistió él, y se inclinó sobre Lukas para despertarlo también.

¿Qué diría mi hermano cuando huyéramos de la Policía? ¿Comprendería lo que había hecho mi padre?

Pero… ¿de verdad había hecho algo?

—Papá —conseguí llamarlo, todavía temblando con todo el cuerpo.

—¿Qué pasa? —preguntó él, disgustado, mientras Lukas murmuraba que no quería levantarse.

—¿Has matado al hombre que atropelló a mamá? —dije.

Mi padre se quedó de piedra y entonces se levantó de golpe.

—¡No! —exclamó espantado—. Yo no he matado a nadie. ¿Cómo se te ha ocurrido algo así?

—Es que… Bueno, dijiste que te gustaría matar al hombre que atropelló a mamá.

Aunque solo la luz de la luna iluminaba la habitación, pude ver que mi padre se quedaba blanco.

—¿Cuándo has oído tú eso?

—Aquella noche que había aquí unos hombres. —Mi miedo se intensificó más aún, pero en esta ocasión le temía a mi padre. ¿Y si me castigaba por ser un fisgón?

Él respiró hondo. Sus hombros se hundieron y de repente su cuerpo pareció perder toda tensión. Tal vez acababa de comprender que su primogénito ya era demasiado mayor para contarle según qué cuentos. Y yo veía claro que aquella situación transformaría toda nuestra vida de una forma trascendental.

—Esos hombres eran amigos —dijo—. Los conocí mientras tú estabas en el campamento. Quieren ayudarnos a cruzar al otro lado.

—¿Al otro lado? ¿Adónde? —pregunté, porque yo no solía hablar con mis amigos de esa clase de fuga.

—Al Oeste —precisó mi padre—. Nos vamos a Occidente, lejos de todo esto.

—Pero ¡eso es peligroso! —exclamé, asustado, porque recordé todo lo que nos habían explicado sobre la RFA en la asignatura de ciudadanía. Historias de soldados que caían abatidos por las balas de espías occidentales, de las terribles condiciones que se vivían allí, los parados y los muertos por sobredosis. Y, aunque eso no nos lo habían contado en la escuela, yo sabía que la gente que quería huir al Oeste a veces moría de un tiro, o la detenían y luego ya no volvía a salir más de la cárcel. Visto así, lo que mi padre tenía pensado hacer tampoco era mucho mejor que un asesinato.

—Sí, es peligroso, pero mis amigos y yo hemos pensado en todo. Huiremos por el Báltico, así no tendremos que cruzar la frontera. En alta mar nos estará esperando un barco que luego nos llevará a la costa occidental. Ya sabes que el mar Báltico hace frontera con la RFA.

Sí, eso lo sabía por el viejo mapa estropeado que nuestro profesor de geografía colgaba siempre al principio de su clase. La RFA todavía no la habíamos estudiado, pero yo me conocía de memoria toda la línea de la costa báltica.

Mi padre me agarró de los brazos con delicadeza y me miró entonces de una forma tan clara como hacía mucho que no lo hacía.

—Confía en mí, Christian —dijo—, y compréndeme. Quiero marcharme de aquí. Tengo que marcharme. Ya no soporto más todo esto. No soporto que la justicia no alcance a quienes espían a otras personas. En algún momento te lo contaré todo, y entonces también te diré quién es el hombre que carga con la muerte de tu madre en la conciencia. Pero ahora tenemos que marcharnos, tenemos que atrevernos. Quiero que vosotros dos crezcáis en un país donde las leyes son para todos, y no solo para algunos.

No sabía muy bien lo que quería decirme mi padre con eso, pero confié en él y me avergoncé de haberlo tomado por un asesino. Si lo había entendido bien, lo que quería era marcharse de allí porque estaba decepcionado con nuestras leyes.

—Está bien —dije, y empecé a rebuscar en mi armario.

A esas alturas también Lukas estaba despierto y, aunque sin duda no acababa de entender lo que significaba ese viaje, para él todo era una gran aventura que estaba contento de vivir.

A mí me costó decidir qué quería llevarme, pero sabía que no me quedaba mucho tiempo, así que metí en mi mochila el jersey que me había tejido mi madre, además de dos vaqueros, un chándal, algo de ropa interior y un par de casetes que eran buenos. La mayoría de mis libros tendrían que quedarse en el piso, pero estaba seguro de que en el Oeste también podríamos comprarlos. Las cosas de la escuela podía dejarlas en casa, mi padre me dijo que en Occidente me darían otros libros de texto y cuadernos. Costaba creer que esa misma tarde hubiese estado haciendo los deberes. De haberlo sabido…

Pero no había tiempo para enfadarme por el tiempo perdido. Me calcé enseguida mis zapatillas de deporte de tela y me puse mi parka militar verde por encima de la ropa. Cuando estuviéramos en el barco, seguro que haría un frío tremendo.

Lukas insistió en llevarse sus indios y vaqueros de plástico, además de un par de bloques de construcción, la versión de Lego de la RDA. Yo metí también un par de libros ilustrados, porque sabía que mi hermano se aburría enseguida. A él le cabía más ropa en la bolsa, pero porque era más pequeño, claro. Cuando salimos de la habitación, casi tropezamos con la maleta de nuestro padre en el pasillo.

Puesto que en todo el piso no había ni una luz encendida, me costó guardar un recuerdo de cómo era. Con los ojos cerrados podía recorrer todas las habitaciones sin tropezar en ningún sitio, pero se me hizo difícil guardar una imagen en la memoria.

—Vamos —dijo por fin mi padre, que se echó al hombro su bolsa y la de Lukas mientras yo cargaba con mi mochila—. Y sed todo lo silenciosos que podáis. Nadie puede enterarse de que salimos de casa.

Entonces abrió la puerta.

En el edificio todo estaba a oscuras y en silencio. El resplandor de la luna entraba hasta el pasillo, y gracias a él lograban distinguirse al menos los escalones.

Tomé a Lukas de la mano y seguí a mi padre escalera abajo. Igual que aquella vez había tardado en darme cuenta de que mi madre se había ido para siempre, tampoco en esta ocasión podía creerme del todo que jamás fuese a bajar ni a subir otra vez esa escalera. No quería creer que no volvería a ahuyentar al gato de la señora Hebbel ni a sacar el correo del buzón abollado.

Sin embargo, no teníamos tiempo para contemplar todo aquello en detalle. Mi padre se aseguró de que no hubiese nadie en la calle, y entonces salimos del edificio.

Pensé que iríamos en nuestro Trabbi, pero mi padre nos tomó a ambos de la mano, tiró de nosotros por la acera y luego nos metió por una travesía donde las farolas estaban apagadas. Allí nos estaba esperando un coche, un viejo Dacia rojo oscuro cuyo motor se despertó traqueteando en cuanto nos acercamos. Dos de sus puertas se abrieron de golpe, pero no bajó nadie.

—Subid detrás —nos indicó mi padre mientras él se sentaba en el asiento del copiloto.

En la parte trasera del coche ya había sentado un hombre. Igual que el conductor, no era más que una sombra oscura.

—¡Vamos! —exclamó, y reconocí la voz de uno de los que nos habían visitado aquella noche.

Dejamos Bergen atrás y fuimos en dirección a la costa.

No quedaba muy lejos, pero el conductor se metió por caminos enredados e incómodos a veces, pasando a través de un bosque y por granjas solitarias. No habría sido capaz de decir por dónde estábamos yendo ni aunque hubiese querido.

Mi hermano estaba muy pegado a mí. El viaje ya no le parecía una aventura, le daba miedo. Yo no podía echárselo en cara, porque también me sentía acobardado.

Si nos pillaba la Policía, nuestro padre acabaría en la cárcel y nosotros en un hogar infantil. Eso sí lo sabía.

Yo me volvía cada dos por tres a mirar por el parabrisas trasero a ver si nos seguía alguien.

Y entonces, de repente, aparecieron unos faros.

—¿Quiénes son esos? —pregunté, convencido de que enseguida encenderían las luces azules y oiríamos una sirena.

Mi padre lanzó una mirada por el retrovisor, igual que el conductor.

—Nadie —dijo el que iba al volante, pero me di cuenta de que estaba inquieto.

En el siguiente cruce puso el intermitente, aminoró y torció. Así, sabríamos si el que nos seguía quería algo de nosotros o no. El cuerpo del hombre que tenía a mi lado se tensó.

Avanzamos un rato por aquel camino como si fuese la dirección correcta. Yo me volví otra vez.

—Mejor no hagas eso, niño —me advirtió el hombre que tenía al lado—. Haz como si todo fuese normal.

Eso me inquietó más aún, pero volví a mirar hacia delante y observé entonces al conductor. Apenas apartaba la mirada del retrovisor, y por fin respiró tranquilo.

—Ha pasado de largo —comentó con parquedad, y entonces buscó un sitio donde poder dar media vuelta con el coche.

De nuevo en la carretera, aceleró un poco más, porque el breve desvío nos había hecho perder tiempo.

Me pregunté si el barco con el que nos iríamos estaría anclado en la playa o si tendríamos que acercarnos a él en un bote de remos. ¿Nadando, quizá? Yo nunca había nadado con la ropa puesta, y no llevaba bañador. ¿Y Lukas? ¡Él ni siquiera sabía nadar!

Por fin nos detuvimos en una zona boscosa. El viento silbada mucho y, por encima de los árboles, la luna aparecía de vez en cuando tras espesos nubarrones. El mar Báltico, que parecía estar muy cerca, nos hacía llegar su rumor imperioso.

—¡Venid! —nos indicó el conductor después de sacar nuestras bolsas del coche.

Dejamos atrás el vehículo y marchamos por el bosque. Todavía no alcanzaba a ver el mar, pero se oía muy revuelto. A todos mis demás miedos, de pronto se le unió también el de que nuestro barco pudiera naufragar. ¿Quién sabía si sería un barco grande?

Apreté la mano de Lukas con más fuerza aún y deseé que mi padre, por ser su hijo mayor, por lo menos me hubiese preparado antes.

Sin embargo, no tenía tiempo para enfadarme con él. Cuando dejamos atrás el bosque, la playa nos estaba esperando. La luz de la luna cayó entonces por un gran claro que se había abierto entre las nubes. La madera varada en la arena se amontonaba pálida y fantasmal ante nosotros. Un largo muelle de postes y un pequeño amarradero para barcas torcido por el viento sobresalían del agua y quedaban inundados en parte por el embate de las olas. ¿No querrían que nos hiciéramos a la mar con ese tiempo? ¿Y dónde estaba el barco? Todo lo que veía allí era un pequeño bote a motor que estaba amarrado en un punto en el que el agua todavía no sobrepasaba el amarradero. Los hombres fueron directos hacia él.

—A ver, repasemos: ahora iremos en barca hasta el punto de encuentro, y allí subiréis a bordo del barco. Hace un poco de mala mar, pero no estáis lisiados, así que deberíais conseguirlo.

—¿No está el mar un poco picado para la maniobra? —preguntó mi padre, que por lo visto tenía los mismos temores que yo.

—¡Esto no es nada! —exclamó el hombre, quitándole importancia—. Hemos tenido viajes mucho peores, y esta vez no hay ninguna mujer que pueda ponerse a hacer teatro.

De manera que pensaba que Lukas y yo no teníamos miedo. En eso, no obstante, se equivocaba muchísimo.

—Además, hoy es el día idóneo. Hemos estudiado con atención los planes de los guardacostas. Ahora que Honecker está en Rostock, aquí se han relajado un poco. Así que, venga, no volveréis a disponer de tan buena oportunidad. El capitán os llevará hasta Timmendorfer Strand, y allí os dirigís a la Policía. ¿Entendido?

Mi padre asintió y yo hice lo mismo que él. Había comprendido que aquellos dos hombres no eran amigos suyos, solo eran contactos para la huida, y sin duda ya habían ayudado a más personas como nosotros a cruzar la frontera.

Mientras avanzábamos por la pasarela tambaleante, no estaba muy seguro de si de verdad quería irme. Claro que me sentía decepcionado porque no fuesen a juzgar al asesino de mi madre, pero tenía a Ulli y a los demás chicos. Lukas también tenía amigos en la guardería. ¿Había pensado bien mi padre lo que estaba haciendo?

Aun así, no podía decir nada, el miedo me cerraba la garganta mientras subía a aquella barca. Se balanceaba peligrosamente, así que me agarré bien a la cazadora de mi padre.

Los contactos esperaron a que estuviéramos todos sentados y entonces uno de ellos encendió el motor. El estruendo silenció por un momento el viento e incluso el rumor del mar. Me tapé los oídos y me pregunté si no nos oirían también desde los puestos fronterizos. Por todas partes había torres de vigilancia, en el mar aguardaban las fragatas de la Marina. ¿Y si nos descubrían?

Sin embargo, los hombres no parecían pensar para nada en todo eso. Dirigieron la barca sobre las olas como si fuese algo rutinario. Mi miedo creció más aún cuando el agua me salpicó en la cara y entró en la barca. Nos sacudíamos con fuerza de un lado a otro y, cuanto más nos alejábamos de la costa, peor se ponía la situación. Al final el cielo se cerró sobre nosotros. Me apreté más contra mi padre y agarré con fuerza la mano de Lukas.

—¿Y quién va a ocuparse de la tumba de mamá? —Por extraño que pareciera, eso era lo único en lo que podía pensar mientras nos zarandeábamos en el agua.

Mi padre me rodeó con su brazo.

—Tus abuelos —dijo—. Ellos se ocuparán.

Me sonó curiosamente extraño que mi padre hablara de «mis abuelos». Sus padres habían muerto cuando yo aún era pequeño, y con los padres de mi madre apenas teníamos contacto. Ni siquiera habían venido al entierro. Jamás supe por qué la relación era tan mala.

Aun así, esperé que de verdad fuesen a ocuparse de la tumba de mi madre. En nuestras visitas al cementerio, de vez en cuando había visto allí unas flores que no habíamos llevado nosotros. Intenté convencerme de que eran suyas y de que todo estaría bien.

El viaje no parecía tener final. El mar estaba como boca de lobo, los hombres no habían encendido los faros de la barca.

El que no timoneaba la embarcación estaba acuclillado junto a un pequeño aparato de radio que había sacado de debajo de una tabla del suelo cuando ya habíamos dejado la costa muy atrás. Entonces se puso unos auriculares y empezó a buscar una frecuencia. Por lo visto quería localizar al capitán del otro barco. No debíamos de estar demasiado lejos del punto de encuentro.

Sin embargo, no dejábamos de avanzar, y el hombre de la radio seguía escuchando, pues parecía que el capitán del barco no contestaba.

Consulté mi reloj. Ya se habían hecho casi las dos de la madrugada. ¿Cuánto rato más seguiríamos navegando? Miré a Lukas, que a pesar del fuerte balanceo había conseguido quedarse dormido. La cara de mi padre estaba oculta en las sombras. ¡Cómo me habría gustado saber lo que le pasaba por la cabeza en esos momentos! ¿Pensaría en mi madre?

Estaba seguro de que no iríamos en ese cascaron de nuez bamboleante si a ella no la hubieran atropellado. No había duda de que mi madre no habría querido montarse en una barca a motor que daba la sensación de estar a punto de zozobrar en cualquier momento.

Al final, los ojos empezaron a pesarme tanto que, a pesar del miedo y del balanceo, ya no pude mantenerlos abiertos. Sin embargo, poco antes de que me dejara vencer por el sueño, el aparato de radio dio señales de vida. Me asusté y me desperté de golpe. Una voz casi incomprensible nos gritaba algo, y el hombre de la radio contestó al punto.

—Sí, aquí Gärtner. ¡Te oímos!

Por lo visto, había recibido al otro sin problemas.

La voz de la radio nos dio entonces la posición en la que nos esperaba el barco. Nuestro contacto lo confirmó y le gritó algo a su compañero. Este ralentizó un poco la marcha de la barca.

Ya me estaba preguntando cómo iban a encontrar nada en aquella oscuridad, pero entonces yo mismo vi una luz. Destelló solo un instante, pero la había visto claramente.

—¡Allí! —exclamé.

Los hombres se volvieron.

Al cabo de un rato, la señal volvió a encenderse.

—¡Por allí! —le gritó el de la radio al timonel, que hizo virar la barca en un pequeño arco.

Mientras tanto, el viento cada vez arreciaba más; el cielo, en cambio, estaba algo más claro. Mis ojos ya se iban acostumbrando a la oscuridad y muy poco después pude distinguir el barco. A los hombres les pasó lo mismo, porque entonces pusieron rumbo directo a él y luego colocaron la barca de costado.

El barco en el que huiríamos era un pequeño pesquero con un compartimento para pasajeros. Su proa azul se balanceaba sobre las aguas mientras las estructuras blancas destacaban contra el cielo negro cerrado. La inscripción de Rosa del Viento apenas se leía, pero el nombre se me quedó grabado en la memoria. Rosa del Viento, sonaba a un barco que sabía enfrentarse a un temporal y que, al mismo tiempo, también resultaba muy femenino. Una vez leí en un libro que los marineros casi siempre les ponían a sus barcos con nombre de mujer porque las mujeres antes no tenían permitido subir a bordo.

Los contactos no se habían equivocado; a causa de la fuerte marejada, se hacía casi imposible mantener la barca en una posición desde la que pudiéramos embarcar sin peligro.

—Subiré primero a Lukas —decidió mi padre—, luego te ayudaré a ti y después subiré yo.

Le dijo a mi hermano que se le subiera a caballito. Mientras, desde el barco habían descolgado una pequeña escalerilla. Con nervios y lleno de inquietud, vi cómo mi padre se encaramaba a ella.

También el pesquero se balanceaba mucho aunque pesara más. Me pregunté si no habría sido mejor izarnos con una red, como el rey del cuento de la astuta hija del campesino. Sin embargo, vi entonces que aquel barco no llevaba ninguna red.

Después de dejar a mi hermano pequeño a salvo en cubierta, mi padre volvió a descender. A mí me habría gustado decirle que se quedara arriba, pero tenía un miedo atroz a quedarme solo colgando de esa escalerilla al subir. Mi padre volvió a la barca balanceante y entonces llegó mi turno.

—Agárrate fuerte —me dijo mientras me ayudaba a colocarme bien la mochila—, y no tengas miedo, que yo estoy detrás y te agarraré si resbalas.

Me pregunté cómo iba a agarrarme si la barca, debajo de él, se balanceaba mucho más aún que el pesquero, pero coloqué un pie en el primer travesaño y tiré de mí hacia arriba. Me dio un poco la sensación de estar en clase de gimnasia, donde lo cierto era que se me daba bastante bien trepar por la soga. Bueno, me fallaba un poco la velocidad, pero había otros que ni siquiera lograban llegar hasta arriba del todo.

En cualquier caso, no estaba trepando por una soga seca e inmóvil. A mis dedos les costaba mucho sujetarse a los cabos empapados y, por culpa del balanceo, ascendía muy despacio. De hecho, me resbalé, pero mi padre estaba detrás, como había prometido, y me agarró.

—¡No ha pasado nada! —gritó contra el rugido del oleaje—. ¡Sigue trepando, que ya casi estás arriba!

A mí no me lo parecía. Cuando miraba hacia lo alto, la barandilla daba la sensación de estar a metros de distancia, pero seguí trepando y de pronto pensé en mi amigo Ulli. ¡Qué ojos pondría si pudiera verme en esos momentos! ¡En cuanto volviéramos a estar en tierra firme, le escribiría una postal!

Ayudado por los gritos de aliento de mi padre, por fin llegué arriba. Me temblaban los brazos y las piernas, sentía que me habían abandonado todas las fuerzas y, por mucho que lo intentara, no sabía cómo iba a trepar por la barandilla.

Entonces un hombre me tendió una mano. Tenía una barba entrecana, era de baja estatura, llevaba un gorro de lana y un jersey grueso. Su mano tenía un tacto tosco y calloso, pero una fuerza increíble. Cuando consiguió agarrarme bien, tiró de mí y de un solo impulso me dejó al otro lado de la barandilla.

—Bueno, joven. Bienvenido a bordo —me dijo.

Me lo quedé mirando como si tuviera ante mí a Papá Noel en persona.

—¡Mierda, nos han descubierto! —gritó de repente alguien desde abajo—. Envían a una patrulla a comprobar qué pasa. Tenéis que largaros enseguida.

Me estremecí y busqué a mi padre con la mirada. Se estaba dando prisa en subir por la escalerilla. Los contactos se alejaron deprisa con la barca y, poco después, los dos se perdieron a toda velocidad en la oscuridad. El capitán, al que solo le había visto la cara un instante, corrió a su timón y se puso en marcha.

Un fuerte bandazo sacudió todo el barco. Casi nos caímos los tres al suelo, pero nuestro padre nos agarró y nos llevó a la cabina de pasajeros, de la que salía un olor espantoso. Olía como la cocina de una escuela cuando todos los alumnos habían salido ya y las cocineras empezaban a fregar las cacerolas, pero todavía se percibía el olor de la comida recién acabada. Nos sentamos en el suelo, junto a uno de los cómodos bancos tapizados.

—Es mejor así —explicó mi padre, como si temiera que protestásemos—. Quién sabe si nos dispararán cuando vean el barco.

Eso me asustó bastante y comprendí con claridad el enorme riesgo al que se exponía el capitán del pesquero adentrándose en aguas territoriales de la RDA.

Estuvimos un buen rato en silencio y con miedo, pero luego oímos una voz por encima de nosotros:

—¡Bienvenidos a bordo del Rosa del Viento! Acabamos de entrar en territorio nacional de la República Federal de Alemania. ¡Ya son ciudadanos libres!

Ese habría sido el momento de soltar gritos de júbilo, y seguramente muchos fugitivos lo habían hecho antes que nosotros. Sin embargo, nuestro padre solo nos abrazó con más fuerza.

—Lo hemos conseguido —dijo entre lágrimas—. ¡Lo hemos conseguido!

Entonces se levantó y dejó que nos sentáramos en los bancos. Lukas se hizo un ovillo en uno de ellos, yo intenté mantenerme despierto un poco más. El barco seguía balanceándose de una forma peligrosa. Me pregunté dónde estarían los marineros. En un barco había siempre marineros, ¿no?

Cuando se lo pregunté a mi padre, él me dijo que estaban delante, con el capitán. Como ese barco ya no era un pesquero, tampoco necesitaba una tripulación muy numerosa.

—El maquinista está en la sala de máquinas, y seguro que hay alguien más para sustituir al capitán en el timón cuando las travesías son largas.

—¿Y cuánto más durará esta?

—Solo un poco más. —Mi padre me alborotó el pelo. De pronto volvía a ser el padre que había sido siempre, antes de la muerte de mi madre—. Lo mejor será que te tumbes tú también un rato. Os despertaré a los dos cuando lleguemos.

Asentí y me estiré de medio lado en los asientos del banco. Las piernas me quedaban colgando, pero no me importaba. Todo el cuerpo me pesaba muchísimo y estaba demasiado agotado para preguntarme qué pasaría después. Lo principal era que mi padre y Lukas estaban conmigo.

No supe cuánto tiempo había dormido, pero de repente me desperté oyendo los gritos de mi padre.

—¡¿Lukas?! —exclamaba con pánico—. Lukas, ¿dónde estás?

Ya se había hecho de día, así que no debíamos de estar muy lejos de Timmendorfer Strand. Al principio no lograba entender por qué mi padre estaba tan alterado, pero enseguida me di cuenta de que mi hermano no estaba por ninguna parte.

Me levanté al instante, espantado.

—¿Papá? —grité, pero no me oyó.

Salió atropelladamente de la cabina. Cuando quise seguirlo, me vi lanzado hacia un costado y me golpeé contra uno de los bancos. Me quedé un instante sin respiración, porque el canto de una mesa se me había clavado en las costillas. Entonces vi que el mar estaba de un gris plomizo y que apenas se distinguía del cielo. Unas olas enormes se levantaban junto al barco y lo zarandeaban de una forma brutal. Grité y me agarré al banco con fuerza cuando el barco volvió a sacudirse. La tormenta que había temido encontrar de noche nos había alcanzado, y ahí fuera estaba mi padre. ¿Dónde se había metido Lukas?

De repente sentí náuseas a causa del miedo. ¿Y si le había ocurrido algo?

Seguro que no era inteligente salir a cubierta, pero tenía que saber lo que estaba pasando. Dónde estaba mi hermano.

En cuanto el barco volvió a estabilizarse un poco, me acerqué a la puerta. Fuera no se veía a nadie. ¿Había caído mi padre por la borda?

Noté los latidos del corazón en la garganta mientras deslizaba la mirada por aquellas olas que eran montañas amenazadoras. No veía a mi padre en el agua, y tampoco a Lukas, así que debían de estar aún en el barco.

Me sostuve lo mejor que pude contra la pared de la cabina de pasajeros y fui avanzando hasta llegar por fin al puesto del timonel.

—¡Tiene que parar máquinas! —le gritaba en ese preciso instante mi padre al capitán—. ¡Por favor, pare máquinas! Mi hijo se ha caído por la borda.

—Dios mío —dijo el capitán, y paró el motor—. ¿Está seguro? Tal vez se ha escondido debajo de algún banco.

—No, no —gritó mi padre, presa de la desesperación—. He buscado por todas partes. ¡No está aquí!

Di media vuelta. No podía ser. Lukas no podía haber desaparecido. Él no era así, nunca se iba solo a ninguna parte. ¡Y menos aún de noche!

—¡Christian! —oí que me llamaba mi padre mientras yo echaba a correr.

En ese instante, el barco volvió a verse alcanzado por una ola. Perdí el equilibrio, grité y me di con la cabeza contra algo duro. Vi las estrellas ante mis ojos y estaba seguro de que también yo acabaría cayendo al agua, pero me dio igual, porque al cabo de unos segundos ya no sentí nada de nada.

Cuando recuperé la consciencia, estaba tumbado en una habitación que tenía el techo blanco. Una lámpara de globo colgaba por encima de mi cabeza. El aire era cálido. En un primer momento pensé que estaba en casa, pero los ruidos eran diferentes y la ropa de cama que me tapaba también tenía un tacto distinto.

Intenté incorporarme. ¿Dónde demonios estaba? Entonces sentí un dolor punzante en la sien. Me toqué la cabeza y noté una venda. Lo recordé todo.

—¿Papá? —pregunté. La voz me rascó en la garganta.

Sentí que me invadía el pánico. ¿Adónde me habían llevado? ¿Era aquello un hogar infantil? ¿Dónde estaba Lukas?

Al cabo de un rato, conseguí sentarme en la cama. La cabeza me martilleaba una barbaridad, pero logré ponerme de pie y acercarme a la ventana. Mi mirada se encontró con un jardín que parecía algo silvestre.

¿Eran así los hogares infantiles? ¿Dónde estaba mi padre?

De repente oí voces. Unos pasos se acercaron. Me tambaleé de vuelta a la cama y me tapé con las mantas hasta la barbilla. ¡Ojalá no fuesen policías!

Poco después se abrió la puerta y allí apareció mi padre acompañado de un desconocido. El hombre llevaba consigo una bolsa, y la dejó en una silla que había junto a la cama.

—Bueno, jovencito, ¿ya te has despertado? —me preguntó el desconocido, y sacó un estetoscopio de la bolsa.

Un médico, comprendí a pesar del dolor de cabeza. El hombre es un médico, nada más. Te caíste en el barco, recordé entonces. Por eso está aquí.

Dejé que me examinara y que luego me cambiara el vendaje de la cabeza.

Mi padre estaba junto a la ventana, mirando todo el rato al jardín. Yo no le veía la cara, pero faltaba algo. Lukas. ¿No habían conseguido encontrarlo?

—Papá, ¿dónde está Lukas? —pregunté.

Mi padre no se movía. Era como aquella otra vez, antes de que me dijera que mi madre había muerto. De repente se me encogió el estómago.

—¿Papá? —pregunté llevado por el pánico.

El médico se dirigió entonces a él.

—¿Señor Merten? Tiene que decírselo. Si quiere, no tengo problema en dejarlos solos.

Mi padre seguía sin moverse, parecía estar clavado a la ventana. El médico no sabía muy bien qué hacer. Yo sentí miedo. Miedo de que mi padre me confirmara la terrible sospecha que me atenazaba por dentro.

Tras unos segundos interminables, mi padre se volvió y se acercó. Se acuclilló junto a la cama, pero no levantó la mirada hacia mí, sino que miró al techo.

—Christian, tu hermano… No hemos podido encontrarlo.

—¿Está muerto? —Las palabras resonaron en mis oídos.

Primero mi madre. Luego Lukas. No podía ser. No podía ser cierto.

Mi padre agachó la cabeza. El médico me puso una mano en el hombro y yo caí en un abismo.