20

Leonie se pasó todo el trayecto de vuelta a Binz plácidamente dormida en su silla. Era un domingo por la tarde y en la autopista había bastante tráfico. Varias veces nos encontramos con caravana, pero cuando el sol se ocultó tras el bosque, al fin llegamos a la estrecha carretera que subía en dirección a nuestra casa.

Un par de paseantes bajaban en sentido contrario, pero apenas me fijé en ellos.

Estaba agotada después del fin de semana, y casi no había dormido.

Por un lado, no conseguía quitarme de la cabeza la cena con Christian; por otro, el coste de la reparación del barco. ¿Cuánto podría asumir yo? No quería dejarle a Christian todo el peso económico. A saber si un día no acabaría lamentando haberme embarcado en el proyecto. Cuanto más lo pensaba, más extraño me parecía su comportamiento.

A veces era simpático, me había propuesto que nos tuteásemos, me hacía sugerencias sobre cómo podía encontrar a los refugiados de la RDA y parecía amable. Sin embargo, de pronto su estado de ánimo cambiaba y se quedaba callado, se encerraba en sí mismo, y yo no sabía cómo reaccionar.

Para mí, era un gran enigma.

Aparté el recuerdo de Christian. El día siguiente sería estresante. Le presentaría a Hartmann todo el paquete de la campaña y solo podía esperar que lo aceptase. Además, esos últimos días también había estado buscando otros posibles encargos y lo que había encontrado me parecía muy prometedor. Dejé el Volvo en el aparcamiento cubierto y desperté a Leonie.

—¿Ya estamos en casa? —preguntó medio dormida, y se estiró.

—Sí, ya estamos. Si quieres, te preparo algo de comer y luego te vas a la cama.

—Vale.

Por lo visto, también ella estaba bastante cansada. La metí en casa y la llevé a su habitación, luego fui a por la bolsa de viaje, donde tenía el sobre con la estimación de costes. Mi padre me lo había dado el sábado, pero yo no había encontrado el valor para abrirlo. Christian tenía un sobre como el mío, pero aún había tiempo hasta el lunes o el martes para horrorizarnos juntos con los números.

Después de sacar todos los trastos del coche, fui a la cocina. En la nevera encontré un par de cosas con las que podría improvisar una cena decente. Como aún tenía que preparar algunas cosas para la campaña, encendí la cafetera. Un poco de café extrafuerte volvería a levantarme el ánimo.

Mientras escuchaba los borboteos de la máquina, puse la mesa y, por casualidad, desvié la mirada a la ventana de la cocina.

Me quedé helada. ¿De verdad había visto a alguien allí, o solo lo estaba imaginando? Me volví poco a poco, preguntándome si no tendría alucinaciones después de un trayecto tan largo en coche.

Sin embargo, lo que veía no era ninguna ilusión.

No podía creerlo. Ahí fuera, ante la verja, estaba Jan, mi exmarido.

—No puede ser verdad —murmuré, incapaz de moverme.

Jan estaba en la valla y parecía no saber muy bien cómo actuar. Llevaba una americana fina, una camisa blanca y vaqueros, la brisa marina le había alborotado el pelo. El sueño de muchas mujeres de Bremen. Un sueño para cualquier mujer que no lo conociera y que viera en él la posibilidad de conseguir una vida acomodada.

A mí, ese despliegue ya no me impresionaba. En él solo veía al padre de mi hija, que alucinaría cuando viera cumplido su mayor deseo.

—¡Leonie! —exclamé sin hacer el menor ademán de ir hacia la puerta y sin apartar la mirada de Jan; todavía parecía no saber si entrar o no.

—¿Qué pasa? —preguntó mi hija cuando apareció en la puerta de la cocina.

—Ven aquí y mira quién hay ahí detrás.

Ella se acercó a la ventana de la cocina, completamente inocente. Por supuesto, reconoció a su padre al instante.

—¡Papá!

Pasó a mi lado como el rayo y corrió hacia su padre.

Algo en mi interior se encogió. Todo ese amor por un hombre que unos días antes me había echado en cara que no lo dejaba en paz. De repente estaba en nuestro jardín y mi princesita se lanzaba corriendo hacia él. Pero ¿por qué no iba a hacerlo? Ahí delante estaba su padre, y ella no sabía nada de las disputas que tenía yo con él. Por mucho que fuera un capullo redomado, seguía siendo su padre. ¡Y lo había llamado yo!

Por fin salí de mi estupefacción. Me aparté del marco de la puerta y me acerqué a él. Había levantado a Leonie en brazos, como hacía antes, cuando nuestra relación se normalizó un poco después de que naciera la niña y él a veces quería hacerse el padre orgulloso.

—Hola, Jan —dije. En realidad habría tenido que sonar más amable, pero mi voz no me obedeció del todo.

¿Cómo se le ocurría presentarse sin avisar antes? Sin embargo, al ver la felicidad que irradiaban los ojos de Leonie, no me atreví a reprochárselo.

—Annabel —repuso, y entonces observé algo nuevo en él: inseguridad.

Jan nunca se mostraba inseguro; él venía, veía y vencía. Era un ganador, todo lo que le hacía perder se lo quitaba de en medio.

Y de pronto ahí lo tenía, un par de días después de nuestra fatídica conversación.

—Por favor, disculpa que me haya presentado así —dijo, y volvió a dejar a Leonie en el suelo.

Ella se quedó a su lado, mirando hacia él como si fuese un faro salvador. En ese instante deseé que Jan no hubiese cambiado de opinión.

—Ya he estado aquí esta mañana, pero no estabais. Y anteayer intenté localizarte en el móvil…

La llamada del número oculto, recordé. ¿Desde cuándo hacía eso Jan? ¿Tenía dificultades?

—Estábamos en Hamburgo —contesté, seca, porque en realidad no era asunto suyo dónde hubiera estado yo—. ¿Qué haces aquí? ¿Querías visitar a Leonie justo ahora?

Todavía no podía creer que de verdad estuviera allí. Tal vez me despertara en cualquier momento y descubriera que aún seguía en Hamburgo.

Pero no, aquello era real.

—Tengo que hablar contigo —dijo con gravedad.

Eso también era nuevo. Unos días antes no había querido hablar. ¿Qué podía ser tan importante como para que hubiese venido en persona?

Todo mi fuero interno se resistía a la idea de dejarlo entrar en casa, pero seguramente tendría que hacerlo, por mi hija. Además, yo misma lo había llamado para pedirle que viniera. Y ahí estaba. Fuera lo que fuese lo que le había hecho cambiar de opinión.

—Vayamos dentro —dije, y me volví.

Leonie me siguió con su padre de la mano. No miré hacia atrás, pero podía imaginar lo que le estaría pasando por la cabeza a mi ex. Seguro que observaba la casa haciendo los cálculos de cuánto habría costado y cómo me la había podido permitir. Ni en sueños pensaba aclararle que era alquilada.

Nuestra hija lo empujó hasta la cocina. La cena no estaba lista todavía, así que a toda prisa solo pude ofrecerle un café.

Jan me miró. En sus ojos destellaba algo que yo nunca había visto.

—Mi secretaria me dio la dirección y, bueno, ya que no había podido dar contigo, al menos quería ver cómo era vuestra casa.

¿Quién eres tú y qué has hecho con el auténtico Jan?, estuve a punto de preguntar. El hombre al que había visto por última vez en los tribunales para formalizar el divorcio no era de los que se pasaban a ver cómo vivían su exmujer y su hija, a la que solo consideraba un cargo en los gastos mensuales.

Ese hombre tenía una agenda llena, vivía según el principio de la optimización del tiempo y necesitaba a su lado a una mujer guapa y atractiva, una que sus socios le envidiaran.

Su doble se sentó entonces frente a mí y junto a su hija, cuyo cansancio se había esfumado como por arte de magia y me miraba felicísima, como si yo fuese la responsable de ese mágico reencuentro.

—Esto es bonito —comentó Jan—. Tranquilo. Como no estabas, me he paseado por la zona. No tienes muchos vecinos.

—Un gato que viene de vez en cuando, con eso basta. La ciudad tampoco queda muy lejos.

Jan reaccionó con un asentimiento. De nuevo me pregunté qué ocurría. ¿Tramaba algo?

—¿Y cómo te organizas con Leonie? Seguro que trabajas, ¿no?

De repente se me dispararon todas las alarmas. ¿Se trataba de demostrarme que era una mala madre? Eso ya habría sido la gota que colmaba el vaso. ¿Había decidido acaso inmiscuirse en mi vida? ¿Estaba su madre detrás de todo aquello?

—Dime lo que quieres —dije para intentar acabar con tanto rodeo.

Dos años atrás me habría alegrado de recibir tanta atención. Sin embargo, ahora Jan era como un cuerpo extraño que allí estaba fuera de lugar.

—Tengo que hablar contigo —contestó, y miró a Leonie—. A solas.

Asentí con la cabeza.

—Leonie, ¿nos dejas solos un rato? —le pidió a la niña, y le acarició los rizos.

—Sí, claro —dijo ella, y me miró para ver si yo estaba de acuerdo.

Le contesté con un gesto y la acompañé hasta la puerta de la cocina. Cuando vi que se metía en su habitación, entorné la puerta y regresé a la mesa. Me senté frente a Jan. Me sonaron las tripas. ¿Cómo terminaría aquello?

Jan se tiraba nervioso de las mangas de la americana. Tampoco eso era típico de él, que jamás se mostraba inseguro, ni siquiera cuando hacía una proposición de matrimonio.

—Ya sé que nuestra última llamada telefónica no fue demasiado bien —empezó a decir al fin.

—¿Tú crees? —Crucé los brazos en el pecho—. Al menos me devolviste la llamada. Eso es más de lo que podía esperar, la verdad. Y, como ves, seguí tus instrucciones y le di la dirección a tu secretaria. Mucho más aún, en realidad; le he hecho creer a mi hija que no es que su padre no quiera verla ni hablar con ella, sino que tiene mucho trabajo. En ese sentido soy una ex muy maja, ¿no? —Las palabras salieron con un tono corrosivo, pero no pude evitarlo.

Jan alzó la cabeza y me miró. Esperé una contestación, tal vez también un motivo para echarlo de mi casa, pero no me dio ninguno.

—Hace dos días estuve en el médico —dijo en voz baja, y se calló otra vez.

—¿Y? —pregunté.

—Tengo cáncer testicular.

Su respuesta me cayó encima como un jarro de agua helada. Esos últimos meses me había sorprendido a mí misma deseándole que le pasara algo malo. Que le saliera joroba. Un cuerno en la frente. Una rotura de pene mientras tenía relaciones sexuales. Un cáncer testicular o algo igual de terrible nunca había estado en esa lista.

—No lo dices en serio —se me escapó. No sabía qué otra cosa decir.

—El médico dice que hay tratamiento y que la perspectiva es buena —siguió explicando—. En todo caso, es muy probable que la intervención me deje estéril.

Madre de Dios, ese era justamente el tema sobre el que más me apetecía hablar después de haberme pasado horas en autopistas y caravanas…

El diagnóstico me había impresionado, desde luego, pero, si tenía cura, ¡tampoco era necesario que viniera hasta allí para hablar conmigo! Habría podido llamar o escribirme un correo electrónico.

Céntrate, me dije. Calma los ánimos. El tipo que ves delante tiene cáncer, eso de por sí ya es terrible y, aunque sea un capullo, tampoco se merecía algo así.

—Lo siento mucho —dije, tensa—, pero ¿no hay posibilidades…? Ahora se puede congelar esperma y…

Su mirada directa me hizo callar. No tenía ni la más remota idea de qué decirle. Ni de cómo debía sentirme siquiera. Jan había sido mi marido durante casi ocho años. Incluso un buen marido durante los tres primeros. Además, en cierto sentido seguía formando parte de mi vida, yo seguiría vinculada a él a través de Leonie, lo quisiera o no.

—Quería pedirte que compartieras conmigo la custodia de Leonie —dijo entonces—. Al fin y al cabo, será la única hija que tendré y…

Se detuvo al ver que yo inspiraba hondo. De nuevo vi ante mí la escena frente al juez del divorcio. La dureza de Jan cuando el juez leyó que renunciaba al derecho de custodia y se contentaba con encargarse de la manutención. La impresión que dio fue que Leonie no le importaba en absoluto.

Y de pronto quería que le diera la custodia compartida.

Eso significaba que tendría a Leonie los fines de semana, o en vacaciones. Eso significaba que ella, cuando él se pusiera enfermo de verdad, viviría de forma directa todo su padecimiento. Significaba que ella, cuando él se recuperase, vería cómo se sucedían sus parejas y se preguntaría qué clase de hombre era su padre.

—Sé que después de toda nuestra historia es mucho pedir —siguió Jan—, y que ahora podrías decirme que ya perdí mi oportunidad, pero te pido que lo reconsideres.

Yo seguía sin poder decir nada. Las ideas se arremolinaban caóticamente en mi cabeza.

Si le decía que sí, ¿acabaría lamentándolo?

Si le decía que no, ¿volvería a llevar nuestro caso a los tribunales?

Jan no era un hombre que aceptara un no por respuesta, la verdad. Quizá fuera capaz de denunciarme y, con ello, volver a sacar a la luz todo lo que yo había intentado dejar atrás.

Y entonces a mí no me quedaría más remedio que volver a sacar también todos los trapos sucios. Todas las historias de mujeres, el abandono y su escasa participación en la educación de la niña.

Sin embargo, también estaba la voluntad de Leonie. Ella deseaba muchísimo que su padre volviera a formar parte de su vida. ¿Podía yo negarle ese deseo solo porque nuestro matrimonio se hubiese roto?

De repente sentí un enorme nudo en el estómago. Se me secó la boca y las manos empezaron a temblarme. Sentía que estaba a punto de darme un ataque de pánico.

Hasta ese momento todo había ido muy bien, mi mayor preocupación había sido el barco. Y de repente Jan entraba en escena. En esos momentos deseé no haberlo llamado.

Tuve que ponerme de pie y caminar; si no, todo aquello me habría hecho pedazos.

Jan me seguía con la mirada mientras yo marchaba de un lado a otro por la cocina. Me llevé las manos heladas a las mejillas y esperé que sirviera de algo, pero la cosa no mejoró.

—Estás furiosa, ¿verdad? —me dijo.

Sus palabras consiguieron hacerme parar. El nudo en el estómago era cada vez más fuerte.

Sacudí la cabeza.

—Estoy confusa. Llevábamos un año entero sin vernos. En ese tiempo has evitado cualquier tipo de contacto con Leonie, y de repente te presentas aquí y me dices que estás enfermo y que por eso quieres la custodia compartida. —Lo miré fijamente. Me ardían los ojos y sentía que el pulso me martilleaba en los oídos—. Dime, ¿habrías pensado alguna vez en volver a ocuparte de ella si no te hubieran dado ese terrible diagnóstico?

Jan apretó los labios. O sea, que no.

Eso era lo que yo pensaba.

—Annabel, por favor, entiende que lo nuestro…

—Entiendo cómo fue lo nuestro —lo interrumpí—. Tienes razón, no habría durado mucho más. Y tampoco lo siento. Pero ¿qué quieres que piense de una petición así, cuando hace apenas unos días me despachaste diciendo que le diera mi dirección a tu secretaria y que no te molestara más? Lo siento muchísimo por ti y espero que lo superes. Pero, cuando llegue ese momento, cuando vuelvas a estar recuperado, ¿seguirás queriendo lo mismo? ¿Te ocuparás de Leonie porque quieres a tu hija, o volverás a dejarla tirada? —Me quedé sin voz y también sin aire. El corazón me iba a toda velocidad. Ahí estaba de nuevo, la antigua rabia. Y me sorprendí a mí misma al ver que estaba en situación de expresarla.

Jan no decía nada. Solo me miraba con los ojos muy abiertos. Levanté mi vaso de agua y me lo bebí de golpe. Con cada trago deseaba que él desapareciera, que se esfumara sin más.

Después de unos instantes durante los cuales Jan, por suerte, siguió callado, conseguí bajar de mi montaña rusa de ira.

—Perdona que me haya expresado de una forma tan directa, pero tenía todo eso acumulado aquí dentro. Si te pones en mi lugar, verás que no puedo ir corriendo a tus brazos con una gran sonrisa y concederte todos tus deseos.

—Eso lo tenía muy claro cuando decidí venir a verte —dijo entonces, y miró el mantel—, pero ten en cuenta la situación en la que me encuentro.

—Ya lo hago —repliqué, y me pregunté si de verdad lo había pensado durante más de un segundo o si todo aquello no había sido más que un acto irreflexivo—. Sin embargo, también debo proteger a mi hija. Yo sé lo que es, sé lo que se siente cuando te abandona un progenitor. No, cuando se olvida de ti. Leonie ya sufre el que no llames nunca. No quiero arriesgarme a que, en cuanto estés recuperado, vuelvas a decepcionarla una segunda vez.

—¿Y qué puedo hacer? —preguntó.

Por supuesto. Él, el hombre de acción, pensaba que había una solución para todo y que podía encontrarse con solo chasquear los dedos.

—No lo sé. Primero tengo que digerir la noticia que me acabas de dar. Después lo pensaré. Tampoco es que te haya desterrado de la vida de Leonie. Al fin y al cabo, fui yo quien te llamó, y en los tribunales tampoco exigí que solo pagaras la manutención. Recuerda que estaba a favor de que compartiéramos la custodia. Sin embargo, tú no lo quisiste, tal vez porque tus amantes te habrían mirado raro o se habrían dado a la fuga si se hubieran encontrado a una niña jugando en el salón.

—¡Annabel! —Esta vez sonó un poco amenazador.

A mí me daba igual, porque solo decía la verdad.

—Perdona —cedí, y levanté las manos a la defensiva—. Lo que hagas con otras mujeres ya no es asunto mío. Solo quería decir que te despediste voluntariamente de Leonie cuando yo, en realidad, quería otra cosa.

—¿Quiere eso decir que lo tomarás en consideración?

—Quiere decir que lo pensaré, sí. Pero tu enfermedad no debería jugar ningún papel en esto. Estés enfermo o sano, siempre serás su padre. Nos las hemos apañado bien con las circunstancias actuales, no se te puede echar en cara que no pagues. Sin embargo, tengo que estar segura de que también estás dispuesto a asumir el papel activo de padre pase lo que pase. Y de que podrás asumirlo, porque, créeme, a veces no es nada divertido. Te cambia la vida. Además, también deberíamos sopesar qué significará para Leonie, porque lo cierto es que vivimos a cientos de kilómetros el uno del otro, y está claro que para ella no sería bueno tener que recorrerse medio país.

En esos momentos podría haberme prometido la luna, pero fue lo bastante listo para no hacerlo.

En lugar de eso, se levantó de la silla con pesadez. Tenía buen aspecto, la verdad, pero yo sabía que la impresión exterior de una persona podía engañar.

—Entonces será mejor que te deje sola.

—Sí —respondí—, pero despídete antes de Leonie.

Asintió con cara de sentirse bastante decepcionado. ¿Acaso había pensado que accedería a las primeras de cambio? Medio año atrás quizá lo hubiese hecho, pero a estas alturas algo había cambiado. Si Jan quería ocuparse de Leonie, tenía que demostrarme que lo deseaba de verdad.

Lo seguí desde la cocina hasta la habitación de la niña.

Mi princesita se puso triste, por supuesto, pero Jan fue listo y le prometió que pronto la llamaría. Solo las estrellas sabían si llegaría a hacerlo, pero de momento Leonie se quedó satisfecha.

—¿Regresas ahora con el coche? —le pregunté cuando lo acompañé a la puerta.

—No, reservé habitación en un hotel cuando vi que no estabais. Regreso mañana.

Me miró. Su semblante estaba completamente hermético; era una expresión que yo conocía muy bien, y no auguraba nada bueno.

—Que te vaya bien, Annabel.

—A ti también —contesté.

Después de eso, dio media vuelta y se fue hacia la verja. Me lo quedé mirando unos instantes, luego cerré la puerta y me apoyé contra ella.

Me ardían las mejillas y, por muy hondo que inspirase y espirase, la presión que sentía en mi interior no remitía.

—Mami, tengo hambre —exclamó entonces Leonie, que me había seguido al vestíbulo.

Cierto, en realidad habíamos querido cenar algo al llegar a casa, y ya se nos había hecho de noche.

Volví a suspirar y entonces me puse de nuevo en «modo madre». Ya tendría tiempo para reflexionar más adelante.

—Pues muy bien, ¿qué te apetece? —pregunté, y la levanté en brazos.

—¡Sándwich de queso gratinado! —gritó entusiasmada cuando la llevé a la cocina.

Y me alegré de que no preguntara por qué su padre no se había quedado a cenar.