30

—¡Leonie ha desaparecido! —Por fin, a saber cuántos segundos después, conseguí pronunciar aquellas palabras.

Todavía tenía el cuerpo paralizado, el corazón me latía a mil por hora y a trompicones, me temblaban las extremidades y, aun así, no podía moverme.

—¡¿Qué?! —La exclamación de Christian me devolvió de golpe a la realidad.

—Ha desaparecido, me ha llamado su maestra. Cuando los demás han entrado de jugar en el patio, ella no estaba.

—¡Dios mío! —exclamó Christian, y corrió enseguida a la barra para pagarle el café a la camarera, que se quedó estupefacta, y anular el resto de nuestro pedido.

Cuando regresó, me tomó del brazo y me sacó fuera.

—¿Dónde tienes el coche?

—En algún sitio de una bocacalle cerca del hotel —dije, pero, por extraño que fuese, no lograba recordar dónde lo había aparcado exactamente.

—El mío está más cerca. Vamos.

Corrimos a su plaza de aparcamiento. Subimos al coche a toda prisa y, mientras yo todavía me abrochaba el cinturón, Christian puso el motor en marcha. Aunque se le notaba que estaba preocupado, no parecía nervioso, sino muy concentrado.

—¿La guardería ya ha informado a la Policía?

—Sí, o por lo menos iban a hacerlo.

Me temblaba todo el cuerpo. Nunca me había sentido tan desamparada.

—Bien, por si acaso llama tú también y diles que eres la madre de la niña perdida. Cualquier información que tengan deben dártela a ti, no a la guardería.

Saqué el móvil y marqué el número de emergencias. Al cabo de un rato, cuando por fin me contestaron, expliqué lo que ocurría. El operador no sabía nada de una niña desaparecida, pero prometió enviar a alguien a la guardería.

Hasta que llegamos allí pasaron solo unos minutos, pero a mí se me hicieron eternos. Mi cerebro iba a toda velocidad y proyectaba miles de posibilidades aterradoras sobre dónde podía estar mi hija.

La peor de ellas era que mi exmarido hubiera hecho algo con ella.

—Si Jan la ha… —Las palabras no conseguían salir de mis labios. Me sentía como dentro de una película de Hollywood—. ¿Y si la ha secuestrado? ¿Y si se la ha llevado de la guardería? Seguro que hoy todavía estaba por aquí.

Por otra parte, habría esperado cualquier cosa de él, pero no que secuestrara a su propia hija. Probablemente había sido un desconocido… Esa idea me cerró un nudo en la garganta. Era mucho peor que si Leonie estuviera con su padre.

—Nadie ha dicho que la haya secuestrado. Seguro que no es tan idiota.

La mandíbula de Christian se movía con rabia mientras conducía sin apartar la mirada de la calzada. Yo estaba al borde de las lágrimas.

—La encontraremos. —Sus palabras me sacaron del terrible torbellino de mis pensamientos—. Estoy seguro de que todo se aclarará. Primero hay que preguntarles a las maestras dónde podría haberse escondido.

Por lo visto fuimos más rápidos que la Policía, porque el aparcamiento estaba vacío, igual que el patio. Crucé la puerta hecha una furia. Una de las maestras de la guardería vino a mi encuentro.

—¿Dónde la han perdido? ¿Han visto a alguien por aquí cerca?

Estaba convencida de que Leonie se habría marchado con su padre con absoluta tranquilidad, sobre todo si él le había prometido llevarla a casa.

—No, no había nadie. Los hemos dejado salir a jugar y una de nosotras ha salido también con ellos, pero en un lado del patio tenemos la maleza muy crecida.

—¿Y ya han buscado por allí?

—Sí, pero no está. Sin embargo, puede que haya atravesado los matorrales. Mis compañeras la están buscando. Yo la he llamado a usted enseguida, en cuanto nos hemos dado cuenta.

—¿Y la Policía?

—También deberían estar de camino. El operador de emergencias me ha dicho que ya había llamado usted.

—Así es.

Mientras intentaba controlar el temblor de manos miré a Christian, que estaba hablando por el móvil.

Le di las gracias a la maestra y salí a la calle.

—Perfecto, hasta entonces —dijo Christian, y colgó al verme—. Venga, vamos a buscarla.

—¿Y tu tren? —pregunté, desconcertada, mientras mis piernas me llevaban como por sí solas al patio de la guardería—. ¡Tenías que irte a Berlín!

—He aplazado la cita, esto es más importante.

Aquello era sencillamente maravilloso por su parte, pero por desgracia en ese momento no podía reconocerle el mérito, porque el miedo por Leonie me estaba matando.

Corrí hacia la estructura de barras y el tobogán de patitos, los pasé de largo y llegué a los setos. En efecto, allí había un agujero en la valla por el que una niña de cinco años podría haberse colado. Pero ¿de verdad se había escapado Leonie? No era propio de ella hacer algo así.

Un adulto, en cambio, no cabía por el agujero, pero sí era posible que se hubiera colocado por la parte de fuera y la hubiese llamado.

—¡Vamos por el otro lado! —propuso Christian, y echó a correr delante de mí.

—¿Habrán preguntado las maestras a los demás niños? —dije resollando junto a Christian, que cruzó la verja con el rostro demudado y luego rodeó la guardería.

No muy lejos de allí había un acceso a la playa, según anunciaba un cartel indicador. ¡¿No se habría ido Leonie hasta el mar?!

Sentí un terrible dolor de estómago, el corazón me iba a toda velocidad.

—Si han sido listas, lo habrán hecho antes de salir a buscarla.

Si han sido listas… ¿De verdad habían sido lo bastante listas?

Probablemente mi hija ya estaba muerta… No, no está muerta, me obligué a pensar. Yo sentiría algo así. Lo intuiría, sin duda. Además, las cosas no tenían por qué ser como en una de esas películas. Aunque era posible que…

De reojo vi que llegaba un coche de la Policía. Christian también se dio cuenta.

—Ve tú a hablar con los agentes y enséñales una foto de Leonie —me dijo—. Seguro que tienes alguna, ¿verdad?

Por supuesto que la tenía.

—Yo iré a mirar en el acceso a la playa y seguiré buscando desde allí. Si tienes novedades, llámame, ¿de acuerdo?

Habría preferido ir con él, pero tenía razón, era mejor que me reuniese con la Policía y les proporcionara toda la información que pudieran necesitar. Después volvería corriendo.

—Toma. —Me puso la americana y la corbata en las manos y echó a correr.

Yo me fui hacia el coche patrulla, que estaba parado frente a la guardería. Los dos hombres que se apearon me miraron sorprendidos.

No me quedé con los nombres y las graduaciones con que se presentaron.

—Soy la madre de la niña —expliqué, dejé colgada la americana y la corbata de Christian en la valla y saqué el monedero del bolso. Me temblaban tanto las manos que me costó muchísimo sacar la fotografía de Leonie.

—Tranquilícese, joven —me aconsejó el mayor de los dos agentes, pero ¿cómo quería que me tranquilizase, si la vida de mi hija podía estar en peligro?

Por fin conseguí sacar la foto y se la entregué a los policías.

—Esta es. Las maestras dicen que podría haberse escapado por la valla.

—¿La pequeña conoce los alrededores? —preguntó el agente más joven mientras miraba la fotografía.

Esa pregunta me resultó extraña. ¿Acaso los niños de esa edad conocían ya toda la ciudad en la que vivían?

—No, no conoce nada de esto, nos trasladamos aquí hace apenas unas semanas.

—Bien, entonces tú ve a buscar a la playa —le dijo el agente mayor a su compañero—. Yo iré a hablar con las maestras y luego probaré en la ciudad.

Acto seguido, el hombre desapareció en el interior de la guardería y el otro agente echó a correr. ¿Debería haberles dicho que sospechaba que su padre podría haberla secuestrado?

Entonces se me ocurrió una idea. Saqué el móvil del bolso y marqué el número de Jan. Si no tenía nada que ver en el asunto, seguro que se pondría o me llamaría poco después. Naturalmente, no contestaría si lo pillaba conduciendo.

Marqué su número y luego esperé nerviosa mientras escuchaba los tonos de llamada. Dejé que sonaran cinco veces, luego saltó el buzón de voz. Furiosa, colgué.

¿Había acertado con mi sospecha? ¿Se la estaba llevando en esos momentos a Bremen o a alguna otra parte?

Mi sensación de impotencia hacía que quisiera abofetearme, pero, como eso no habría servido de nada, volví a guardar él móvil, eché a correr por la calle y me puse a gritar el nombre de mi hija sin hacer caso de las miradas de extrañeza de los transeúntes.

Las horas siguientes fueron un auténtico infierno. No importaba adonde fuese, no encontraba a Leonie. Registré los recovecos de mi mente con insistencia febril, en busca de indicios sobre dónde podía haberse metido. Tenía debilidad por los barcos, ¿estaría quizá en el puente de la isla?

Al final empecé a abordar sin orden ni concierto a los transeúntes enseñándoles su fotografía. A juzgar por sus reacciones, debían de tomarme por loca. En todo caso, no fueron de gran ayuda, porque ninguno de ellos dijo haberse cruzado con una niña pelirroja. Por último, resollando de desesperación, me dejé caer en un banco.

Por extraño que fuese, me pregunté cómo habría reaccionado mi madre biológica si yo hubiese desaparecido. Si en aquella época hubiese sucedido lo contrario y fuese yo, en lugar de ella, quien se hubiese marchado. ¿Habría buscado a su hija con un pánico tan grande como el mío? Era una pregunta que nunca había tenido que hacerme, pero de pronto estaba ahí, y mi corazón me dijo con claridad que sí, que habría salido a buscarme.

Al mismo tiempo, comprendí lo complicado que era encontrar a una niña en una ciudad. Al suponer que mi madre no había querido volver a verme, me había mostrado muy injusta con ella, sin lugar a dudas. Habría tenido que buscarme por toda la RDA, perseguida en aquella época por la Stasi y, tras la reunificación, sufriendo los obstáculos de silencios y expedientes desaparecidos. Tal vez, igual que yo en esos momentos, se había sentado muchas veces en un banco para echarse a llorar.

Entonces recibí una llamada y contesté sin mirar quién era.

—¿La has encontrado? —Christian. Y parecía exhausto.

—¡No! Incluso he preguntado a los transeúntes, pero nadie la ha visto.

—¿Dónde estás ahora?

—En el paseo de la playa. Cerca de un hotel.

—Pues vuelve a la guardería, tal vez deberíamos intentarlo con el coche.

Tal vez deberíamos intentarlo por la autopista, en dirección a Bremen, pensé, sombría.

—Sí, ya voy —dije, sin embargo.

En el trayecto de vuelta volví a buscar en todos los rincones posibles y recorrí la playa con la mirada esperando encontrar algún rastro. Quizá Leonie había ido a ver si encontraba a alguna sirena.

Por fin llegué a la guardería tambaleándome. Christian me estaba esperando en la valla. Tenía grandes manchas de sudor bajo los brazos.

—He recorrido toda la playa hasta el final, donde las rocas, pero nada. Incluso he ido a tu casa, pero tampoco estaba allí.

—¿Y los agentes?

—No han vuelto aún.

Dejé caer los hombros y respiré temblorosa. ¿Dónde más podíamos buscar?

—¡Mira! —exclamó Christian de repente, y señaló hacia la playa.

Uno de los agentes se acercaba desde la dirección contraria a por donde había llegado yo. Llevaba algo en brazos.

Me eché a gimotear y salí corriendo. Por favor, mi hija no, imploré en silencio. Lo daría todo, hasta el Rosa del Viento, pero mi hija no.

Entonces vi que la niña que llevaba en brazos sí era Leonie, pero que se agarraba con fuerza a la camisa del policía.

—¡Leonie! —llamé o más bien chillé.

Sentí que se me aflojaban las piernas, que parecían no querer obedecerme, pero me obligué a seguir corriendo.

Por fin llegué hasta el agente. A punto estuve de arrancarle a mi niña de los brazos, pero entonces me di cuenta de que algo iba mal. Leonie se agarraba con el brazo derecho, pero el izquierdo parecía tenerlo extrañamente dormido. Llevaba la cara cubierta de suciedad, tenía arena en el pelo.

—¿Qué le ha pasado? —le grité al hombre.

—Me temo que se ha roto un brazo. La he encontrado cerca del bosque. Debe de haberse tropezado con una raíz y luego se ha precipitado por la pendiente de una duna.

¿Qué se le había perdido en el bosque a mi niña? ¿Por qué se había escapado hasta allí?

Esas preguntas se aclararían más adelante, de momento solo sentía la alegría de volver a tenerla conmigo, por mucho que me inquietara lo que había dicho el agente de que se había «precipitado».

—¿Puedo? —pregunté, y alargué las manos hacia ella.

—Por supuesto —dijo el hombre, y me la pasó.

—Leonie «Corazón de León», ¿qué te ha pasado? —Se me saltaron las lágrimas. ¡Mi pobre niña estaba herida!

Leonie me miró con los ojos algo turbios. Al parecer, la fractura del brazo y el miedo la habían dejado sin fuerzas, porque ni siquiera podía llorar.

—Charlotte ha dicho que había visto a papá, entonces yo he salido corriendo a buscarlo, pero no lo he encontrado por ninguna parte, y entonces me he caído y ya no he podido levantarme porque el brazo me hacía mucho daño.

Esas palabras hicieron que me estremeciera. ¿De verdad había estado Jan allí? ¿Se había plantado delante de la guardería, como un acosador?

¿Y cómo iba a saber la tal Charlotte quién era el padre de Leonie? Sin duda esa niña era un mal bicho de categoría. Decidí que hablaría con la maestra.

Pero antes teníamos que ir al hospital.

—Muchas gracias por su ayuda —le dije al policía, y le pasé a Leonie a Christian.

Él envolvió a mi princesita con su americana y la tumbó con cuidado en el asiento de atrás. Vi entonces que también a él le caían lágrimas por la cara.

—¡Ha aparecido! —sollocé, y lo abracé—. Tiene el brazo roto y hay que ir al hospital, pero ha aparecido.

—No sabes cómo me alegro —repuso—. Más de lo que te imaginas.

A esas alturas ya no estábamos solos. Unos cuantos padres habían llegado para recoger a sus hijos. Sin embargo, a mí poco me importaban. Lo único importante era que no había perdido a Leonie para siempre.

Al final, una niña salió y se acercó a nosotros corriendo más deprisa de lo que su madre podía seguirle el ritmo.

—Leonie, ¿te has hecho daño?

¿Sería aquella Charlotte, tal vez? Sentí que la ira crecía en mi interior y miré con hostilidad a la mujer de cuya mano se había escapado, pero me obligué a ser razonable.

—Me he roto el brazo, pero seguro que mañana vuelvo a venir.

—Todos estábamos muy asustados —dijo la niña, y se tiró de su vestido de florecitas.

—¡Steffie, vuelve aquí! —llamó su madre desde lejos. Poco después, la mujer estaba junto a nosotros—. Discúlpenla, por favor —dijo, y tomó a su hija de la mano como si fuésemos a quitársela y a llevárnosla con nosotros—. Ya me he enterado de lo ocurrido y me alegro mucho de que hayan vuelto a encontrar a la pequeña sana y salva.

—¡Leonie es mi amiga! —le explicó Steffie a su madre, que le sonrió y luego asintió con la cabeza en dirección a mí.

—Claro que sí, y por eso nos alegramos el doble de que haya aparecido.

Después de todo, no había sido mala idea enviarla a la guardería.

—¡Señora Hansen! —exclamó entonces una de las maestras, que se nos acercó corriendo—. ¡Gracias a Dios que Leonie está aquí!

Lo cual no es mérito suyo, pensé con malicia. Si la hubieran vigilado mejor, no se habría caído por una duna.

El caso era que tampoco me apetecía meterme en una larga discusión ni aceptar disculpas de ninguna clase.

—Les agradecería muchísimo que la próxima vez me ahorraran este mal trago y la vigilasen mejor —dije con frialdad—. Puesto que veo que mi hija ya ha encontrado amigos aquí, lamentaría mucho tener que sacarla de su centro.

Dicho eso, me subí al coche y Christian arrancó.

Media hora después llegamos a urgencias del hospital de Bergen. De una ambulancia sacaban a un paciente en camilla, y un par de enfermeros, que debían de estar haciendo una pausa, charlaban frente a la puerta.

Deseé que no tuviéramos que esperar demasiado, porque entretanto Leonie se había recuperado de la primera impresión y el brazo había empezado a dolerle tanto que no hacían más que caerle lágrimas. Yo no me había roto nunca ningún hueso, así que no podía imaginarme cómo era, pero debía de dolerle muchísimo.

Christian llevó a mi princesita al mostrador de admisiones, donde una enfermera que hablaba por teléfono interrumpió la conversación nada más vernos.

—Me llamo Hansen, mi hija Leonie acaba de tener un accidente. Se ha caído, me parece que se ha roto el brazo y es posible que tenga también otras heridas.

La mujer me miró fijamente.

—Un momento, voy a llamar a la pediatra de guardia. —Dicho esto, levantó de nuevo el auricular.

—Todo irá bien —dije, intentando consolar a Leonie, que todavía lloraba en voz baja—. La doctora te examinará y te curará el brazo, te lo prometo.

—Lo siento mucho, mami —dijo ella entre sollozos—. Nunca volveré a creerme nada de lo que diga Charlotte. Y tampoco me escaparé más.

Me sequé una lágrima de la mejilla e intenté no echarme a llorar desconsoladamente delante de ella.

—Ya se me ha olvidado. Ahora lo que tienes que hacer es ponerte buena, ¿vale?

Ella asintió con debilidad y volvió a acurrucarse contra la manga de Christian, que estaba sucia y mojada a causa de las lágrimas.

—La doctora Bodenstein ya viene de camino —me informó la enfermera—. Siéntense un momento.

Ni a Christian ni a mí nos apetecía sentarnos. Yo temía que, si me sentaba en una silla, no sería capaz de volver a levantarme, porque mi cuerpo se transformaría en una bola de plomo.

Nos apartamos a un lado e intenté distraer un poco a Leonie. El hospital debía de resultarle muy intimidante. La última vez que había estado en una clínica era un bebé; y por suerte había sido una niña muy sana.

Solo unos minutos después, una mujer de mediana edad cruzó la puerta. Por encima del uniforme de quirófano verde llevaba una bata blanca, y se había recogido la melena rubia en un moño en la nuca.

Miró un momento hacia la enfermera, que nos señaló, y entonces se acercó a nosotros.

—Buenos días, soy la doctora Bodenstein, y supongo que tú eres Leonie.

Mi hija asintió sin fuerzas.

—¿Ustedes son los padres?

—Yo soy su madre —dije, y miré hacia Christian.

—Y yo el novio de su madre. Leonie no es mi hija, lo cual lamento mucho.

—Bien, acompáñenme.

Nos llevó por un pasillo ancho y muy iluminado, en el que había una cama vacía y una camilla con ruedas, hasta la sala de consulta, que parecía aún más espartana que el despacho de Christian. Allí, él la dejó en una camilla.

—Esperaré fuera —anunció.

—Está bien —repuse, y me concentré en Leonie.

—¿Así que ha tenido un accidente en la guardería?

—No, se ha escapado de la guardería, se ha caído y se ha precipitado por una pendiente. Un agente de la Policía la ha encontrado y nos ha dicho que el brazo parecía roto.

La doctora asintió y comenzó con su examen. Le miró los ojos, presionó en diferentes puntos de su cuerpo, la auscultó, le dio golpecitos, le examinó la barriga y la espalda. Mi hija dejó que le hiciera todo aquello sin protestar, pero cuando la doctora le tocó el brazo, gimoteó.

—Chsss… Está bien —dijo la mujer, y la soltó enseguida—. A primera vista no ha sufrido ninguna herida interna, pero el brazo sí que parece estar roto.

Apenas dijo eso, una enfermera entró por la puerta.

—Tina, avise a rayos X de que tenemos una paciente, por favor.

La enfermera asintió con la cabeza y desapareció otra vez.

—Levantamos acta de todos los accidentes, la guardería debería tener un seguro para estos casos. Porque, a mi entender, esto es claramente un caso para la mutua de accidentes laborales. ¿Es que las maestras no la estaban vigilando?

—Eso parece, porque se les ha escapado por un agujero que hay en los setos. De todas formas, el grupo es bastante grande.

Pero ¿por qué estaba yo defendiendo a esas mujeres? Habían desatendido su deber de vigilancia. De haber sido Jan, le habría puesto a la guardería una denuncia de aúpa. Pero yo no era Jan. Arreglaría el asunto a mi manera.

—Yo también tengo hijos, dos, y me volvería loca si me llamaran de la guardería para decirme que han desaparecido.

Asentí con la cabeza.

—Loca de miedo es como estaba, sí. No soy capaz de describirlo.

—¿Sabe? Aquí he visto muchos casos de niños que han tenido accidentes. Algunos se caen de un columpio, otros de la bicicleta, y siempre doy las gracias por cada día que a mis hijos no les ocurre nada. Pero una nunca está libre de peligro, ¿no le parece?

Sacó un formulario de su archivador y anotó algo.

Poco después regresó la enfermera, esta vez acompañada de una joven asistente.

—¿Qué le parece si Tina se lleva a Leonie a rayos X y usted me explica algo más acerca de ese accidente? —dijo la doctora después de pasarle a la enfermera una nota en la que decía qué parte había que radiografiar.

Miré hacia Leonie. ¿Querría ir ella a rayos X sola? Tenía claro que no me dejarían estar presente, pero quería asegurarme de que no le daba miedo.

—¿Has oído? —le pregunté—. Ahora van a hacerte una foto del brazo.

—¿A través de la piel?

—Sí, a través de la piel.

—¿Y eso cómo lo hacen?

—Con un aparato de fotos muy especial.

Sonreí entre lágrimas. Si era capaz de volver a hacer preguntas astutas, significaba que se estaba recuperando. Seguro.

Mientras esperaba frente a la sala de rayos X, de pronto me sonó el móvil. Lo saqué y miré la pantalla. Era un mensaje de Jan.

Estaba en la consulta del médico y no he podido contestar. ¿Qué quieres?

Al ver ese mensaje despreocupado, como si la pelea del día anterior no se hubiese producido, en un primer momento me puse tan furiosa que ni siquiera supe apreciar el hecho de que hubiera contestado. Después me llamé al orden. Probablemente ayer estaba muy borracho, me dije.

—Aquí tiene que apagar el móvil —me advirtió una enfermera antes de que pudiera teclear una respuesta.

Asentí con la cabeza y guardé el aparato. Ya se escribiría a Jan más tarde, cuando me hubieran devuelto a mi niña. De momento, aún tenía que salir con Leonie para volver junto a Christian, que se había quedado en la sala de espera.

—Bueno, pues ya puede llevarse otra vez a su hija —me anunció un médico un cuarto de hora después, y luego se volvió hacia Leonie—: ¡Y ten cuidado de no darle ningún tortazo a nadie con la escayola!

—No lo haré —prometió ella—. ¿Ahora nos vamos a casa, mami?

—Sí, ahora nos vamos a casa.

—¿Vendrá también el tío Christian?

—Pues claro, tiene que llevarnos en coche.

—Eso está bien.

Se acurrucó contra mi cuerpo. El brazo herido le colgaba, escayolado de arriba abajo, en cabestrillo. La primera doctora vino a nuestro encuentro.

—Aquí tiene un par de analgésicos infantiles, dele uno si lo necesita. Y si ocurriera cualquier cosa, vuelva o llame por teléfono al médico de guardia. ¿Con qué pediatra está?

—Todavía no tenemos, hace poco que hemos venido a vivir aquí.

La doctora desapareció por una puerta y luego salió otra vez con una tarjeta de visita en la mano.

—Tenga, puedo recomendarle a este colega. Por supuesto, tiene usted total libertad para ir a cualquier otro médico, pero he tratado a varios de sus pacientes y cae muy bien, los padres suelen estar contentos con él.

Me guardé la tarjeta y le di las gracias con la esperanza de que no fuera necesario consultar con ningún otro médico los días siguientes.

Fuera, en admisión de urgencias, Christian estaba sentado con un vaso de café en la mano. A juzgar por la expresión de su rostro, el brebaje parecía no gustarle nada. Cuando nos vio, se levantó y tiró el vaso en una papelera que había cerca.

—Aquí tenemos otra vez a nuestra pequeña cazadora de sirenas. —Le acarició el pelo con suavidad a Leonie y le dio un beso—. ¿Ha ido bien?

—Sí, tendrá que llevar la escayola tres semanas. Por lo demás, no se ha hecho nada, solo un par de moratones, pero por suerte para eso no hace falta escayolar.

—Pues entonces hemos tenido todos mucha suerte, ¿a que sí? Bueno, venga, que os llevo a casa.

Lo seguimos fuera, hacia el aparcamiento. Ya había oscurecido. Las luces azules de una ambulancia que llegaba a toda velocidad centellearon fantasmagóricas por encima del edificio del hospital. Yo estaba como embotada, pero al mismo tiempo sentía alivio. Mi niña estaba viva, la fractura se curaría. Cómo era la vida… En casa, cuidaba de ella como un perro guardián para que no bajara por aquella escalera, y de todas formas se rompía el brazo cayéndose desde lo alto de una duna. Comprendí que a un hijo era imposible protegerlo de todo, por mucho que uno quisiera.

En el coche me senté atrás, al lado de Leonie, que se recostó somnolienta en su asiento. Entonces me acordé del mensaje.

—Me ha escrito Jan —dije mientras sacaba el móvil.

—Ajá, ¿para disculparse por el disparate de ayer?

—No, porque lo había llamado yo antes. Quería ver dónde estaba, porque la verdad es que pensaba que… —Miré a Leonie. No, delante de ella no podía decir que había sospechado de él, de que podría haber secuestrado a su propia hija.

Christian, sin embargo, me entendió perfectamente.

—No le habrás echado la bronca, ¿no?

—No, he dejado sonar el móvil y ya. Luego he visto el mensaje, cuando me han mandado fuera para hacerle la radiografía a Leonie. Dice que estaba en una consulta médica y pregunta que qué quiero.

—¿Vas a contárselo?

—Me parece que es lo correcto. Si vuelve a presentarse estas próximas semanas y quiere ver a Leonie, verá la escayola. —Abrí el mensaje y escribí una respuesta—. Además, es su padre. Si quiere ser responsable de ella, también tiene que conocer las partes malas.

Después de enviar el mensaje volví a guardar el móvil en el bolso.

—Y tú, ¿qué vas a hacer con tu compromiso?

—Lo he aplazado a mañana. Me marcharé temprano, con eso bastará.

—Oye, ¿ya te he dado las gracias por ser tan maravilloso?

—No, pero quizá tengas alguna idea de cómo puedes expresarlo.

Sonreí.

—¿Esta noche?

—Esta noche seguro que te pasas todo el rato sentada junto a Leonie para cuidar de ella, así que tengo las de perder. Además, será mejor que descanséis. Os dejaré y luego me iré a mi casa para estar en forma mañana temprano.

Eso podía entenderlo.

—Está bien, pero vuelve a llamarme antes de irte, por favor.

Christian asintió y me besó.

—Ah, sí, ¿y cómo quedamos con lo del motor? —pregunté después de sacar a Leonie del coche.

—¡Nos lo agenciaremos! —repuso Christian, nos lanzó otro beso con la mano y entonces arrancó.

Por la noche no pude dormir a pesar de estar agotada. No dejaba de darle vueltas a lo que habría podido pasar. A la idea de la desesperación con la que debía de haberme buscado mi madre y con la que tal vez me buscaba aún… También la historia de Christian se colaba continuamente en mis pensamientos. De pronto, podía comprender el pánico que debió de embargarlos a su padre y a él cuando comprobaron que Lukas había desaparecido. Me alegraba infinitamente de que nuestra historia hubiese tenido un final feliz. ¿Terminaría bien la búsqueda de mi madre? ¿O desaparecería para siempre, igual que el pequeño Lukas?

Mientras caminaba inquieta por el salón, porque ya no aguantaba más sentada en el sillón junto a la cama de Leonie, volvieron a llamarme la atención las solicitudes de los expedientes de la Stasi. ¿Cuánto tiempo me harían esperar? ¿Medio año? ¿Uno entero? ¿Varios? ¿Cuándo podría zanjar ese asunto? ¿Encontraría un final algún día?

Si se corroboraba que mi madre me había abandonado sabiendo lo que hacía, lograría expulsarlo por fin del rincón más oculto de mi corazón y olvidarme de ello.

Estuve un buen rato sentada en el salón antes de irme a mi dormitorio. A esas horas ya despuntaba el día. Vi en mi móvil que me había llegado un mensaje de Jan hacía unas horas.

Me escribía que no podría visitar a Leonie en una temporada, pero que le enviaría algo para consolarla. Esa era una faceta de él que desconocía. Aunque volviera a ser algo materialista, se esforzaba por demostrar que se preocupaba por su hija.

En cualquier caso, seguía sin disculparse por su conducta del domingo por la tarde, pero de eso ya hablaríamos la próxima vez que lo viera.

Al final me metí en la ducha y me quité de encima la pesadez de la noche. Mientras lo hacía, se me ocurrió una idea. Vestida de chándal y armada con una tijera de podar que había encontrado en un armarito del vestíbulo, salí al jardín y corté un par de ramas del rosal más espeso. Las flores estaban cargadas de gotas de rocío y emanaban un aroma maravilloso.

Con el ramo, bajé la escalera de la playa y fui hasta la roca de Christian. Una ráfaga de viento debía de haber tirado las rosas secas y quizá las había lanzado al agua, donde las olas se las habrían llevado consigo. Dejé las rosas frescas, me senté a un lado y pensé en Christian y en su hermano pequeño con la mirada puesta en el mar.