6
ANNABEL
—¡Annabel! —exclamó la voz de la cuidadora desde abajo, pero yo no tenía ganas de contestar.
Hacía tres meses que estaba en ese hogar infantil al que me habían llevado después de que mi madre desapareciera.
Era una casa antigua de tres plantas que tenía las paredes empapeladas con un estampado de panales en blanco y amarillo. Por todas partes había el mismo papel: en los pasillos, en los dormitorios y en la cocina. Incluso el cuarto trastero estaba empapelado igual.
Pero a mí eso me daba lo mismo. Mi lugar preferido era el desván, al que en realidad no estaba permitido subir. Aun así, desde que descubrí que la puerta de la escalera nunca estaba cerrada con llave, me escondía allí siempre que podía.
También ese día estaba sentada ahí arriba, con el dibujo del molino de viento en las manos, el último dibujo que había pintado en mi casa. Como si pudiera ayudarme a recuperar a mi madre.
Mis compañeros de juegos me caían tan mal como yo a ellos. No quería estar allí. Una vez había intentado escaparme por la puerta principal para irme corriendo a mi casa, pero con ello solo me gané un sonoro bofetón de una de las cuidadoras.
El desván era el único lugar en el que podía estar sola. En el que podía esperar que mi madre volviera a por mí. Allí arriba estaba oscuro, porque no me atrevía a encender la luz. En realidad, todos los trastos y las cajas que había desperdigados por ahí deberían haberme dado miedo, pero a esas alturas ya conocía miedos peores. Los monstruos de las sombras no eran nada, en comparación.
Desde la ventana se tenía una buena vista de la calle. Los coches pasaban petardeando por delante del hogar infantil, los peatones llevaban sus bolsas de la compra, un par de niños habían salido a jugar después de comer. A veces veía también a la directora del hospicio, o a otros niños que hacían recados para ella o regresaban del colegio.
Ya era invierno y la ciudad estaba especialmente gris y triste. Oscurecía enseguida, pero la noche anterior los tejados habían quedado cubiertos de nieve. El cielo, que parecía colgar muy bajo por encima de los edificios, estaba de un blanco plomizo.
—Annabel, ¿dónde te has metido?
Seguí sin responder. Sabía muy bien que tendría problemas si me encontraban allí arriba, pero no quería apartarme del tragaluz. Estaba convencida de que mi madre vendría a buscarme. Por lo menos aún seguía en Leipzig, y ella conocía bien la ciudad.
Durante las primeras semanas, cuando las cuidadoras me llamaban, siempre creía que era porque mi madre se había presentado a recogerme, y en cada una de esas ocasiones, sin embargo, me había llevado una decepción.
Así que me quedé sentada todo lo que pude, mirando al exterior y esperando. En mis fantasías, mi madre recorría la ciudad entera buscando a su niña, preguntaba por mí a la gente, les enseñaba mi fotografía. Mi madre tenía muchas fotos bonitas de las dos; las últimas las había hecho unos días que pasamos juntas en el mar Báltico. Normalmente no podíamos irnos de vacaciones, pero el verano anterior nos habíamos lanzado sin pensarlo demasiado.
¿Por qué me habían llevado a ese hogar infantil? Todavía no acababa de entenderlo. Lo que sí recordaba muy bien, no obstante, era lo que sucedió después de que me despertara en un coche de la Policía.
Una mujer se subió al coche conmigo. Delante iba sentado un agente. Yo todavía tenía mi dibujo bajo el brazo, el dibujo del molino de viento que había pintado la tarde anterior.
—¿Dónde está mi mamá? —pregunté, y me aferré al papel como si fuera un salvavidas.
—Tu mamá ya no está —me dijo la mujer con voz amable—. Vamos a llevarte a un hogar infantil.
—Pero ¿dónde está mi mamá? —Se me saltaron las lágrimas.
¿Qué había ocurrido? La muerte era algo muy abstracto para mí, no tenía ni idea de cómo funcionaba exactamente, pero sí sabía que la gente se moría y dejaba de existir.
La mujer que estaba sentada a mi lado, que olía raro y tenía una cara peculiar, me contó que mi madre se había marchado.
—Pero no está muerta, ¿verdad? —pregunté yo, llevada por el pánico, y busqué una forma de abrir la puerta del coche.
Tenía un miedo espantoso, sobre todo porque la mujer dudó igual que hacían todos los adultos cuando les preguntabas algo que no querían responder.
Me llevaron a una casa extraña cuyas habitaciones olían a col y a salsa de asado. ¿Eso era el hogar infantil? Hasta entonces no había estado nunca en una casa así, y mi miedo se intensificó más aún. Me eché a llorar otra vez, y aquella desconocida no pudo consolarme. Me dolían los brazos de tanto apretar el dibujo, de tanto sostenerlo con fuerza contra mi pecho.
No me calmé hasta que dos hombres con traje marrón entraron en la sala. No porque me consolaran, sino porque mi miedo se hizo tan grande que ya ni siquiera fui capaz de llorar.
Uno de ellos se sentó detrás del escritorio, sobre el que había una carpeta de color mostaza. Asustada como estaba, solo me enteré a medias de que también entraban en la sala otras dos mujeres.
—O sea que tú eres Annabel Thalheim —dijo el hombre después de abrir la carpeta.
Asentí con timidez.
—Seguro que no te gusta que te hayamos sacado así de la cama, pero no hemos tenido más remedio.
Miré hacia abajo y entonces vi que todavía llevaba puesto el pijama. Me dio mucha vergüenza ir vestida así.
—¡Tu madre ha traicionado a nuestra República Democrática Alemana! Por eso vamos a llevarte con una gente que podrá educarte para que te conviertas en mejor persona.
Me lo quedé mirando con pavor. No tenía ni idea de qué era eso a lo que mi madre había traicionado. Tal vez tuviera secretos, pero seguro que jamás habría traicionado a nadie.
—Quiero ir con mi mamá —dije entre sollozos, porque no entendía nada de lo que me decía ese hombre.
—¿Es que no me has oído? ¡Ya no está aquí! Ha cruzado al Oeste. ¡A partir de ahora vivirás con nosotros!
Su semblante furioso no contribuyó precisamente a que me tranquilizara. Al contrario, empecé a llorar con más ganas.
—Camarada Werner, deje ya a la pequeña —dijo una voz de mujer con tono apaciguador—. Todo esto aún es muy nuevo para ella. Primero tiene que hacerse poco a poco a la idea, luego podrá hablar usted con ella.
No me gustaba esa mujer que pretendía consolarme, olía muy raro y me parecía muy fría, pero, como no encontré ningún otro punto de apoyo, me agarré con fuerza a su falda. Por lo menos había hecho callar a ese hombre horrible.
—Está bien. Llévesela arriba, ya hablaremos con ella más tarde.
—Vamos —me dijo la mujer con amabilidad—, ahora iremos con los demás. Aquí tendrás muchos nuevos compañeros de juegos y cuidaremos bien de ti.
—¿Vendrá mi mamá a buscarme? —pregunté quejumbrosa, porque esos nuevos compañeros de juegos no me interesaban nada. Tenía a mis amigos de la guardería y con eso me parecía más que suficiente.
—Tal vez —respondió—, pero ahora, antes que nada, tienes que dormir. Mañana seguiremos hablando.
En ese momento no comprendía aún con claridad la suerte que había tenido. Fácilmente habrían podido meterme en un campo de trabajo juvenil. Incluso los niños de seis años acababan a veces en esos lugares, pero eso no lo supe hasta mucho después.
La mujer, que quería que la llamáramos «tía Margot», me llevó a la sala dormitorio que compartiría con otros doce niños. Tenía un miedo horrible. Los demás se despertaron, por supuesto, y se me quedaron mirando; sus cuchicheos pendían en el aire como el zumbido de unos insectos. La cuidadora lo tenía todo dispuesto. Como si hubiese sabido de antemano que mi madre escaparía esa noche, ya había una litera libre preparada y con las sábanas puestas.
—¿No quieres dejar el dibujo?
La mujer alargó una mano hacia mí, pero yo dije que no con la cabeza.
—¡Pero se quedará todo arrugado si te lo llevas a la cama! Yo te lo guardaré.
¿Qué motivo habría tenido para confiar en ella? Quizá el dibujo habría desaparecido a la mañana siguiente, igual de deprisa que se había esfumado mi madre.
Aun así, al final se lo entregué.
—Lo cuidaré bien —me prometió.
De todas formas me acosté intranquila en la litera. El colchón no tenía nada que ver con la blanda cama de mi casa. Era duro e incómodo, me sentía como en una tumbona.
La cuidadora no les explicó a los demás quién era yo. Lo más probable era que lo dejase para el día siguiente. En lugar de eso, les ordenó que se estuvieran callados y apagó la luz.
Mientras miraba la oscuridad, me sentí muy sola y amenazada. Los demás niños siguieron cuchicheando un rato más en voz baja y luego todo quedó en silencio. Ninguno de ellos se acercó a mí, ni siquiera los que estaban en las camas contiguas me preguntaron quién era.
Sin embargo, en ese momento me pareció mejor así. Aunque tenía mucho miedo, al final terminó por imponerse el agotamiento, que me hizo caer rendida en un sopor profundo y sin sueños.
Tal vez por la mañana todo vuelva a ser normal, fue lo último que pensé.
No obstante, al despertarme nada había vuelto a la normalidad, por supuesto. Solo mi dibujo, que sí seguía estando ahí.
Al día siguiente conocí a las demás cuidadoras. No presté atención a sus preguntas ni a sus palabras amables. En lugar de eso, no hacía más que atosigarlas para saber cuándo regresaría mi madre de una vez.
Probablemente para que las dejara tranquilas, me dijeron que seguro que vendría en algún momento, pero que todavía no. Así que, mientras tanto, yo me quedaría en ese lugar y podría jugar con los demás niños.
A mí no me apetecía jugar con ellos. Dentro de mí ardían el miedo y las preguntas. Miedo a que mi madre me hubiese abandonado de la noche a la mañana, o a que le hubiese ocurrido algo malo. Y preguntas como el porqué. ¿Qué era eso a lo que había traicionado mi madre? ¿Y por qué estaba tan enfadado aquel hombre del traje marrón? ¡Si yo no le había hecho nada!
Entretanto, al menos habían ido a buscar un par de cosas mías de casa, vestidos y mi carpeta de dibujos. Esos objetos olían tanto a mi hogar que, por un lado, me alegré de tenerlos, pero, por otro, la nostalgia por mi madre y mi vida anterior estuvo a punto de destrozarme.
Varios días después, aquellos hombres regresaron. Hablaron conmigo, y no con un tono más amable que el de la vez anterior, pero yo ya había comprendido que aún se enfadaban más si me ponía a llorar. Así que les dejé hablar, asentí o negué con la cabeza, les contesté a todo aquello para lo que tenía respuesta. No era mucho, ya que ni siquiera entendía la mayoría de sus preguntas.
Palabras como «fuga de la República», «asocial», «extranjero no socialista» o «enemiga del Estado» se arremolinaban en torno a mí, pero yo no tenía ni idea de qué hacer con ellas.
En algún momento, aquellos hombres se dieron por vencidos y la tía Margot volvió a llevarme con los demás niños.
Estaban jugando en el jardín del hogar infantil, pero yo me senté en un banco para intentar comprender lo que acababa de ocurrir.
—¿Annabel?
Las imágenes desaparecieron de repente cuando oí unos pasos que subían la escalera a zancadas. Me estremecí. Seguramente la cuidadora que me estaba buscando había comprendido dónde encontrarme.
Por un instante consideré la idea de esconderme. Sin embargo, antes de que pudiera echar a correr, la mujer ya estaba ahí. Lo primero que vi fue el cardado de su pelo castaño rojizo, luego su rostro furioso.
—¡Aquí estás! —me soltó.
Pocos segundos después, sus dedos se cerraron como una garra de hierro alrededor de mi muñeca y tiró de mí escalera abajo sin pararse a mirar si mis pies tocaban los escalones o no. En la planta baja, me metió en la cocina.
—¡Qué se te ha perdido ahí arriba! —me gritó la mujer que quería que la llamásemos «tía Elke» mientras me zarandeaba—. Pensábamos que te había pasado algo. ¡Como castigo, hoy te irás a la cama sin cenar!
Por lo menos no me dio ninguna bofetada. Aun así, durante las horas siguientes casi deseé que lo hubiera hecho. Seguro que la cosa no se acababa solo con esa reprimenda y esa cena de menos. También tuve que irme a dormir antes que los demás; por supuesto, no sin antes contarles a todos por qué había recibido ese castigo.
La cuidadora les pidió a los niños que se rieran de mí por mi comportamiento. Eso me dolió más aún de lo que me habría dolido cualquier bofetón.
Mientras todos veían el programa de irse a dormir en el televisor de la sala comunitaria, yo ya estaba en mi litera con el deber de reflexionar sobre lo que había hecho. Pero ¿qué había hecho yo? Esperar a mi madre, ¡nada más!
Sí, por supuesto, sabía que se suponía que había huido al Oeste y que eso no estaba bien. Pero tal vez se lo pensara y decidiese regresar. Al fin y al cabo, ¡mi madre me quería!
Al día siguiente me mantuve alejada del desván, pero aun así intentaba mirar por la ventana cada vez que tenía ocasión. Las cuidadoras no me quitaban el ojo de encima y yo tenía la sensación de que siempre había alguna de ellas muy cerca, vigilando que no subiera allí arriba. Por lo visto tenían miedo de que volviera a escaparme.
Al cabo de una temporada, por suerte, aquello pasó, pero mis ganas de querer subir al desván a cada rato para estar sola no desaparecieron. De modo que me refugié en mi mundo de fantasía y me inventé un montón de historias sobre cómo mi madre se presentaba de pronto para sacarme de allí. Tal vez me llevara con ella al Oeste, aunque yo todavía no sabía muy bien dónde estaba eso.
A veces, cuando la desesperanza ganaba la partida, me pasaba horas enteras llorando sin que nadie pudiera consolarme. Los demás niños se apartaban entonces de mí, probablemente porque les daba reparo. Al principio, las cuidadoras intentaban animarme con un chocolate caliente, pero ¿cómo iba a sustituir eso a mi madre? En Navidad fue todavía peor. Todos los niños de mi grupo estaban muy contentos, pero yo solo podía pensar en mi madre. ¿Dónde estaría? ¿Por qué no había venido a buscarme aún?
Me quedaba mirando la pared, abatida, mientras los demás niños parloteaban con alegría. ¿Por qué no estaban tristes ellos también? ¿Es que nunca habían tenido padres? Yo hasta entonces no me había atrevido a preguntárselo.
Lo cierto era que hablaba muy poco con mis compañeros. La mayoría de ellos no me hacían ningún caso, otros se mostraban hostiles. No tenía ninguna amiga. Quizá también porque nunca buscaba el contacto con los demás. Solo esperaba a la única persona que alguna vez había significado algo para mí: mi madre.
Incluso llegué al punto de pedirle en secreto a Papá Noel que, como regalo, me trajera a mi madre de vuelta. Ese año no quería ninguna otra cosa.
Eso era lo que me habría gustado escribir en la carta, pero no me atreví. Las cuidadoras del hogar infantil se quedaban con todos los sobres y, como yo siempre me hacía notar con mi deseo de que mi madre viniera a buscarme, seguro que volverían a hacer que los demás se rieran de mí.
A esas alturas ya me habían castigado varias veces de esa forma. Cuánto me habría gustado darle buen bofetón a cada una de esas caras sonrientes, pero no me atrevía. Seguro que después me castigaban con algo todavía peor. Así que, cada vez que la tía Elke o la tía Sabine les decían a los demás que se rieran de mí, yo intentaba que me entrara por un oído y me saliera por el otro. Al cabo de un tiempo se me dio tan bien que en esos momentos conseguía transportarme de nuevo a la que había sido nuestra casa. Y las carcajadas que seguía oyendo se convertían entonces en la risa de mi madre mientras bailaba contenta conmigo por todas las habitaciones.
Como de todos modos yo no quería ningún otro regalo, tampoco me decepcionó no recibir casi nada. Me tocó una cajita con perlas de plástico y una muñequita con el pelo desgreñado; los niños mayores tuvieron reglas, lapiceros y libretas de dibujo.
Mientras cantábamos villancicos todos juntos, mi mirada no hacía más que deslizarse hacia la ventana y escudriñar la oscuridad que había al otro lado de las cortinas.
Mi mayor deseo no se hizo realidad. Mi madre no apareció. Papá Noel había sido una absoluta decepción, así que tampoco quería para nada mis otros regalos. Esa misma noche le arranqué el pelo a la muñeca y luego la escondí entre mis cosas.
Los meses siguientes transcurrieron sin grandes incidentes. Lo único por lo que tuve problemas fue la muñeca, que una de las cuidadoras terminó por encontrar entre mis pertenencias.
Recibí una fuerte regañina por haber tratado así un regalo tan valioso, pero dejé que me riñeran sin inmutarme. A fin de cuentas, había conseguido protegerme con una armadura. Ya no me molestaban las risas de los demás niños. Cuando las cuidadoras me exigían algo, obedecía.
Me convertí en una gran entusiasta de la hora de los cuentos, al caer la noche, cuando una de las cuidadoras nos leía alguno de los libros que normalmente guardaban bajo llave en un armario.
Me fascinaba el de Cenicienta. También ella había perdido a su madre, así como a su padre, y había quedado en manos de su madrastra y sus hermanastras. No lo pasaba bien, tenía que trabajar mucho, pero un día un par de palomas le regalaban un vestido muy bonito y hacían posible que asistiera a un hermoso baile y conociera al príncipe.
Semanas después de haber oído ese cuento, yo aún salía una y otra vez al jardín, buscaba uno de los árboles donde un par de palomas habían hecho su nido y les susurraba mis deseos. Sin embargo, no les pedía que me agasajaran con «oro y plata», sino que me devolvieran a mi madre.
No pasaba nada si no hacían realidad mi deseo enseguida. Era muy consciente de que era mucho mayor que el de Cenicienta, así que sin duda tardarían un poco más en cumplirlo.
Por lo menos pude seguir yendo a la misma guardería y conservé a mis compañeros de juegos. Sin embargo, no le confesé a ninguno de ellos lo que había ocurrido con mi madre. No tenía ni idea de si sus padres lo sabían o si les habían dicho a sus hijos que no me preguntasen nada.
Comoquiera que fuese, entre las cuidadoras del hogar infantil y las maestras de la guardería parecía existir el acuerdo tácito de que no se hablara nunca de la desaparición de mi madre. Cuando en la clase salía el tema de los padres, yo guardaba silencio y las maestras tampoco se dirigían a mí. Solo sentía sus miradas compasivas, y demasiado evidentes, pero eso se terminó en cuanto acabé la guardería.
Al llegar el verano y acercarse también el momento en que tendría que empezar en el colegio, un día se presentó en la guardería la tía Margot.
Que la directora del hogar infantil apareciera por allí una mañana normal y corriente podía significar muchas cosas, pero estaba claro que tenía que ver conmigo, puesto que yo era la única alumna del hospicio.
De repente sentí un millar de hormigas correteándome por la barriga. ¿Y si mi madre había ido al hogar infantil? ¿Y si me había localizado y les había exigido a las cuidadoras que le devolvieran a su hija?
De repente me emocioné tanto que se me olvidó lavar el pincel que todavía estaba lleno de pintura roja.
—¡Eh! ¡Pero ¿qué estás haciendo?! —protestó mi compañero de mesa cuando mi pincel dejó un rastro rojo en el bote de pintura azul.
Teníamos que dibujar a unos campesinos trabajando, y yo acababa de pintar un enorme tractor rojo sobre el papel. Y de pronto, ¡eso!
Me quedé asustada mirando el bote. Como el niño que tenía al lado era un pequeño chivato, enseguida saltó y se fue corriendo a buscar a la maestra.
—¡Señora Meier, señora Meier! ¡Annabel ha ensuciado la pintura con su pincel!
Yo lo seguí con una mirada de furia. ¡Menudo alboroto por un poco de pintura! Pero estaba claro que me castigarían y, como mínimo, me enviarían al rincón. O, igual que en el hogar infantil, harían que los demás se burlaran de mí. Así que me saqué el pañuelo del bolsillo e intenté salvar la pintura estropeada.
Entonces se presentó allí la maestra. Yo estaba convencida de que me regañaría por lo de la pintura y vi el pañuelo sucio en mis manos, por lo que me reñiría la tía Margot. Sin embargo, en esa ocasión nadie me soltó ninguna reprimenda.
—Annabel, ven un momentito conmigo.
Me acerqué con un poco de miedo a la directora del hogar infantil. La tía Margot me dijo que fuese a buscar mi bolsa, luego me dio la mano y me sacó de la guardería. Regresamos juntas al hospicio, donde me hizo pasar a su despacho.
Estaba segura de que allí sí que me regañaría por lo de la pintura y empecé a prepararme, intentando trasladarme mentalmente a la casa donde había vivido con mi madre.
Por otro lado, también sentía una minúscula esperanza de encontrarla a ella tras esa puerta. Durante todo el camino no me había atrevido a preguntar, pero quizá esta vez sí se había cumplido mi deseo.
Cuando la puerta se abrió, allí dentro no me esperaba mi madre.
En el despacho había un hombre y una mujer. El hombre tenía el pelo oscuro y, tal como estaba de moda entonces, llevaba unas patillas muy grandes. La mujer tenía el cabello castaño y lo llevaba recogido con un coletero, lo que le daba un aspecto juvenil.
—Esta es Annabel —me presentó la directora.
Desde mi llegada al hogar, había perdido mi apellido. Pasé a ser Annabel nada más, incluso delante de desconocidos que tal vez fueran muy conscientes de que yo una vez había tenido madre.
—Annabel, estos son Elfie y Martin Hansen. Han venido desde Stralsund para llevarte con ellos.
¿Llevarme con ellos? Aquello me dejó tan descolocada que no me di cuenta de que los dos me sonreían con amabilidad.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué quieren llevarme con ellos?
Sin darme cuenta, apreté más la mano de la directora. Si me llevaban de allí, ¡mi madre no sabría dónde encontrarme!
—A partir de ahora vas a vivir con ellos. Serán tus nuevos papás.
—¡Pero yo ya tengo una mamá! —exclamé sin poder contenerme.
Padre no tenía, claro, porque el mío había muerto, pero hasta entonces tampoco lo había echado en falta; mi madre era todo lo que necesitaba.
Y de pronto se presentaban allí esos dos extraños, ¿y pretendían ser mis nuevos padres?
—¡Yo no necesito nuevos papás! —Me solté, obcecada, para echar a correr hacia la puerta.
La tía Margot me agarró, por supuesto.
—Disculpen a la niña, por favor. Todavía no ha superado del todo la situación —les dijo a los dos desconocidos, y luego me llevó al otro lado de la puerta—. Escúchame bien —me siseó—. ¡Tu madre no regresará nunca! Se ha ido al Oeste y a ti te ha abandonado aquí y punto. Le da igual lo que te pase.
Me la quedé mirando fijamente. Las lágrimas me inundaron los ojos. Eso no era verdad. ¡No me había abandonado! ¡Ella nunca haría algo así!
—Esas personas de ahí dentro quieren que seas su hija y deberías estarles agradecida por ello. Se ocuparán de ti, muy al contrario que tu madre. Ella no regresará jamás, ¡no hace falta que la sigas esperando! Así que ahora, cuando volvamos a entrar, te comportarás como es debido, ¿está claro?
El horror y la ira bullían en mi interior. ¿Que mi madre me había abandonado? Eso no podía creerlo. Aunque, por otro lado, ya había pasado casi un año y yo seguía en el hogar infantil. ¿No sería cierto que le daba igual lo que me pasase?
Asentí, aturdida, y dejé que me hiciera entrar de nuevo en su despacho.
Ya no recordaba qué más se habló allí, pero, al final de la conversación entre la tía Margot y los Hansen, quedó claro que me iría con ellos. A Stralsund.
La noche antes de partir me pasé todo el rato mirando el techo del dormitorio comunitario. A mi alrededor todos dormían, y una niña que se llamaba Kati protestaba en sueños de vez en cuando. Sin verla, sabía que era ella porque todos los demás dormían sin hacer ruido. ¿Tal vez profería esos sonidos porque también estaba triste? Sus gemidos sí sonaban bastante tristes, en cualquier caso.
No conseguía quedarme dormida, porque todo el rato me acordaba de que al día siguiente me marcharía del hospicio. De que me iría a Stralsund. ¡A Stralsund! Pero ¿dónde estaba eso?
En aquel momento, para mí el mar Báltico solo significaba una cosa: que mi madre no sabría nunca adónde me habían llevado. Si se presentaba buscándome, ¡jamás me encontraría!
Aunque, ¿y si la tía Margot tenía razón al pensar que le daba igual lo que me pasara? Me resistía a creerlo, pero era cierto que en todo ese tiempo no había aparecido por allí.
De repente empecé a odiar por dentro ese «Oeste» al que se había marchado mi madre y al que no me había llevado con ella.
Cuando los Hansen vinieron a buscarme a la mañana siguiente para el «período de prueba», como lo llamó la tía Margot, levanté con valentía mi pequeña maleta infantil, en la que había metido también mi dibujo del molino de viento, y salí del dormitorio comunitario.
Si mi madre me quería de verdad, me dije, me encontraría aunque fuese en Stralsund.
Y por si acaso, como seguía creyendo en las hadas de los cuentos, les susurré a las palomas del árbol que le dijeran adónde me llevaban.
La mujer era muy simpática conmigo, y también era muy guapa, y el hombre que iba a ser mi nuevo padre, no, mi primer padre, me sonreía.
—Bueno, Annabel, ¿no estás contenta de ir a ver el mar? —me preguntó él—. Cuando lleguemos a casa, ¡te enseñaré unos barcos tan grandes que te quedarás de piedra!
La verdad era que esos barcos tan grandes me interesaban. ¡Quizá mi madre viniera a buscarme en uno de ellos!
Nos montamos en un Wartburg amarillo que estaba aparcado delante del hogar infantil y nos pusimos en marcha.
Me giré una última vez hacia el hospicio, pero no para despedirme de los niños que estaban junto a la valla, sino para pedirles en silencio a las palomas que se acordaran de mi deseo.