25
En el coche de Christian se iba muchísimo más cómodo, y también disfruté de no tener que prestar atención a la carretera. Me resultaba extraño. Mientras estuve casada con Jan, él siempre se sentaba al volante en nuestras excursiones de fin de semana y yo solo conducía entre semana; después del divorcio, siempre conducía yo. De repente parecía que en mi vida volvía a haber un hombre que también me quitaba el volante de vez en cuando. Mi madre se iba a morir de alegría. Aun así, consideré mejor no contarle nada por el momento, porque nunca se sabía adónde podía llevarte el destino.
Los coches nos adelantaban a toda velocidad por el otro carril, pero nosotros no teníamos prisa. Christian conducía con tanta precaución como si llevara un cargamento de nitroglicerina a bordo.
Leonie jugaba en su silla después de haber devorado una magdalena de chocolate. Aún tenía migas pegadas en la barbilla. Estaba muy graciosa, así que no se las limpié; en lugar de eso, disfruté de la vista que ofrecía aquel paisaje verde sobre el que se iban deshaciendo lentamente los retazos de una niebla espesa.
¡Qué tranquilo y apacible parecía todo!
Y entonces, de repente, me sonó el móvil en el bolso.
Cuando conseguí sacarlo, ya había dejado de sonar. Al principio pensé que era mi padre, pero entonces en la pantalla vi el número de Jan.
Me entraron escalofríos. Por lo visto, quería una respuesta ya. Había pasado una semana desde que se había presentado en casa. Una semana en la que no había llamado ni había hecho ningún otro intento de ponerse en contacto con nosotras. ¿Quería saber ya cuál era mi decisión?
—Se te ve preocupada —dijo Christian mientras adelantaba a un camión y volvía a colocarse en el carril de la derecha.
Sacudí la cabeza. En eso tenía razón, estaba preocupada.
—¿Es por…?
Le hice callar con un gesto de la cabeza.
—Después —le dije, y volví a arrellanarme en el asiento.
Al llegar al barrio de Niendorf, Christian dejó el coche en un pequeño aparcamiento. Le limpié a Leonie las migas de magdalena de la cara y la saqué del coche.
—Bueno, ¿qué te ha parecido el viaje? —le pregunté.
—¡Muy bien! —respondió ella con entusiasmo—. ¿Ahora vamos a ir a ver al capitán?
—Sí, eso vamos a hacer.
—Entonces podré preguntarle cómo reposta un barco.
—Bueno, no sé si el capitán podrá darte una respuesta a eso.
—Si no lo sabe, también puedo preguntarle por las sirenas. Seguro que aquí también hay. —Miró a Christian—. ¿A qué sí, tío Christian?
—Sin duda alguna, aquí también hay sirenas —repuso él, y me guiñó un ojo—. Esta noche podríamos ir a la playa a buscarlas, si tu madre nos deja.
—Por favooor… —suplicó Leonie, y no tuve más remedio que acceder.
Recorrimos un camino estrecho y lleno de hierba crecida y por fin llegamos a la casa del capitán. A mí me extrañó lo bien que conocía Christian la zona. Empecé a sentir una tenue sospecha.
—Oye, ¿cómo sabías que había que ir por aquí? —pregunté.
—Ya te he contado que, después de caer inconsciente en el barco, me desperté en una casa desconocida.
—Sí, me acuerdo.
—Era la casa de Palatin. Después de la desgracia, nos acogió en su casa. A mí tenía que verme un médico antes de que nos dirigiéramos a la Policía.
—¿Cuánto tiempo estuviste aquí?
—Unos días. La investigación por lo de mi hermano seguía en marcha, la Policía interrogó a mi padre un par de veces. Después tuvimos que trasladarnos al campo de acogida provisional de Uelzen. Palatin le prestó a mi padre algo de dinero para poder poner en marcha nuestra nueva vida. Fue un viaje muy triste. Sobre todo porque mi padre todavía conservaba todas las cosas de Lukas. Como no habían encontrado su cadáver, seguía teniendo la esperanza de que lo hubiese rescatado algún otro barco. Se tambaleaba entre la esperanza y la desesperación…
Christian le dirigió una mirada a Leonie, y comprendí que no quería seguir ahondando en el tema. Asentí brevemente y le apreté un instante la mano.
Llegados a la valla, dejé que mi hija llamara al timbre. Poco después oímos unos ladridos furiosos.
—¡Rufus, basta! —gritó una voz de mujer, pero el enorme perro negro ya estaba saltando al otro lado de la verja.
Nos echamos hacia atrás, espantados. El perro ladró dos veces, se nos quedó mirando y luego lanzó su aliento caliente hacia nosotros.
—¡Disculpen! —exclamó la mujer que se apresuraba por el sendero. Llevaba un jersey de manga corta y una falda, y las piernas enfundadas en unas medias de compresión. El pelo corto le daba un aspecto algo juvenil—. Nuestro Rufus siempre se excita mucho, pero en realidad nunca le hace nada a nadie.
En sus palabras me sorprendió encontrar un ligero acento de Sajonia. Llamó al orden al perro y luego le acarició la cabeza.
Rufus, que debía de haber acompañado a los Palatin en sus vacaciones, se sentó sobre los cuartos traseros, jadeó y meneó la cola levantando pequeñas nubes de polvo. Yo, sin embargo, no me fiaba en absoluto.
—Soy Irma Palatin —se presentó entonces la mujer—. Usted debe de ser la joven que quiere hablar con mi marido.
—Annabel Hansen —me presenté yo también, y le di la mano sin dejar de vigilar de reojo al animal—. Ellos son mi hija, Leonie, y Christian Merten, que ha comprado el Rosa del Viento conmigo.
—Bueno, pues mi marido se alegrará de conocerlos —repuso ella—. Pasen, por favor. Y no tengan miedo, que Rufus no les hará nada.
Por lo tenso que aguardaba allí el perro, yo tenía mis dudas al respecto. Christian, que se dio cuenta, se me adelantó con temeridad. Pero hasta que no vi que, en efecto, Rufus se quedaba en su sitio, no fui tras él. Todo el rato tenía la sensación de que la mirada del perro me seguía. Cuando me volví, ya en la puerta, lo vi junto a la verja, husmeando entre los setos. Por lo visto, habíamos perdido el interés para él.
—Justamente me pillan preparando la comida, disculpen el desorden de la cocina —dijo la señora Palatin cuando nos hizo entrar en la casa.
El pequeño vestíbulo en el que dejamos los zapatos estaba conectado con la cocina. Olía a asado y a patatas, en los fogones había algo friéndose a fuego vivo en un cazo y el aire estaba saturado de vapor. El desorden por el que se había disculpado la señora Palatin consistía en un cuenco lleno de peladuras de patata y papel de periódico. Mi cocina solía estar mucho peor. Allí todo estaba en su sitio, ni siquiera había polvo en el alféizar.
—¡Georg, han llegado tus visitas! —exclamó la mujer, y luego nos indicó que pasáramos.
Georg Palatin nos esperaba en el salón. Estaba sentado en una silla de ruedas y, al contrario que su mujer, a primera vista parecía bastante frágil. Llevaba unos pantalones de traje azules, camisa blanca con finas rayas rojas y un jersey estampado de color rojo.
Al vernos, su aparente debilidad lo abandonó.
—¡Ah! Aquí están ya. —Su voz, en vivo y en directo, sonaba aún más profunda que por teléfono y no presentaba síntomas de vejez de ningún tipo. Por teléfono me había parecido la voz de un vigoroso sesentón, cuando en realidad debía de ser un vigoroso ochentón.
—Buenos días, señor Palatin, muchas gracias por dejar que vengamos a verlo.
El hombre me estrechó la mano.
—Gracias a usted, joven, por querer hablar con un viejo decrépito como yo. La gente de su edad no lo hace muy a menudo. —Una sonrisa pícara apareció en su rostro, y luego se dirigió a mi hija—: Y tú, joven señorita, seguramente acompañas a tu mamá.
—Sí, esta es mi hija, Leonie —respondí en lugar de ella, ya que sin duda aquel hombre en silla de ruedas le inspiraba bastante respeto.
—Un nombre muy bonito. Suena a «león». ¿Eres un león?
Mi hija sacudió su melena alborotada, pero le dio la mano al capitán y, por suerte, no le preguntó por qué estaba sentado en una silla de ruedas.
El capitán se volvió entonces hacia Christian, que alargó un brazo hacia él.
—Su rostro lo conozco de algo, joven —dijo, y le estrechó la mano con fuerza, como si el contacto pudiera ayudarle con alguna pista—. Se parece a un hombre al que crucé una vez.
Christian asintió.
—Mi padre, sí. Me llamo Christian Merten.
Casi pudimos ver cómo se ponía en marcha la cabeza del capitán, y poco después asintió como si hubiese encontrado la información correspondiente en su archivo biográfico personal.
—En aquel entonces era usted todavía un niño, ¿verdad? Cruzó con su padre. —Palatin se detuvo y entonces le soltó la mano. También parecía recordar lo que estuvo ligado a esa huida—. Aquella vez sentí muchísimo que…
—Gracias —repuso Christian—. Ha pasado mucho tiempo.
—Pero las heridas como esa no se curan fácilmente, ¿verdad? —prosiguió el capitán, y me di cuenta de que también él se culpaba de la desaparición de Lukas—. Recuerdo a todas las personas a las que ayudé a cruzar, pero lo que les ocurrió a ustedes me ha quedado grabado en la memoria de forma especial.
—Es muy amable por su parte —dijo Christian. Le temblaba un poco la voz. ¿Acaso su padre o él habían culpado también a Palatin? ¿Habría podido hacer algo más el capitán por estabilizar su barco?
De todas formas, ninguno de los dos parecía empeñado en aclarar esa cuestión.
—Siéntense, por favor —dijo Palatin poniendo fin a un silencio algo incómodo, y señaló un sofá grande y acogedor—. Irma enseguida les traerá algo de beber.
—De modo que han comprado ustedes mi vieja dama —empezó a decir el capitán cuando su mujer dejó ante nosotros una gran jarra con limonada casera—. Apenas puedo creer que todavía lleve el mismo nombre.
—Es que Rosa del Viento es un nombre muy bonito —repuse—. Además, ¿no trae mala suerte cambiarle el nombre a un barco?
—No, no es así. A muchos barcos se lo han cambiado. Sobre todo después de la guerra, porque nadie quería seguir llevando el nombre de una personalidad del nazismo en la proa, así que a muchos les pusieron uno nuevo. El Rosa del Viento también se llamaba de otra forma antes. Una sarta aburrida de letras y números de la que nadie conseguía acordarse. Yo le puse Rosa del Viento porque era un pesquero bonito…, y porque deseaba que fuera capaz de capear todos los temporales. Cosa que hizo.
Se quedó pensativo unos instantes, luego levantó su vaso con mano algo insegura y dio un sorbo.
—Pero me habló usted de una carta que ha encontrado. ¿La ha traído?
Saqué el escrito de mi bolso y se lo pasé. Un destello de reconocimiento se encendió en su mirada. Pasó una mano temblorosa por las líneas, como si quisiera acariciarlas, y luego apartó la hoja.
—Conozco esta carta —dijo—. Claro que la conozco. Era una muchacha preciosa la que subió a bordo. —Se detuvo. Me di cuenta de que tras sus ojos se estaba desarrollando toda la historia. Lástima que yo no pudiera ver también la película de sus recuerdos—. Pero tal vez será mejor que antes les explique cómo acabé ayudando a personas a cruzar desde el Este. —Miró a su mujer—. Todavía falta un rato para que esté la comida, ¿verdad, Irma?
—Un poco, sí —repuso ella—. Tú empieza, que yo puedo ir sirviendo mientras tanto, si el asado ya está listo.
Palatin le dedicó una sonrisa cariñosa y luego se volvió hacia nosotros.