29

Dos horas después, me había puesto en contacto también con Protección a la Infancia de Leipzig y había solicitado los expedientes de los hogares infantiles de la ciudad. La mujer que me atendió fue muy amable y me prometió comprobar si existía alguna documentación sobre mí, para que no tuviera que tomarme la molestia de desplazarme en persona.

Aun así, enseguida me explicó que no me permitirían consultar los expedientes por mí misma; me los leería en voz alta una oficial encargada. Sin embargo, con eso me bastaba si encontraba alguna mención sobre mi madre.

Antes de salir, eché un último vistazo en los foros de internet, pero nadie había respondido ni al anuncio de Lea ni al de mi madre.

Apagué el ordenador, fui al dormitorio y me planté frente al armario. Era indiscutible que me tocaba volver a salir de compras: mi vestuario me pareció antiquísimo. Me decidí por un vestido verde de hilo con encajes y unas rositas en el escote —mi vestido preferido, aunque tenía cinco años ya—, y me lo puse.

El despacho de Christian estaba en un edificio de dos plantas que, tal vez porque las normas municipales así lo prescribían, se amoldaba arquitectónicamente a las construcciones colindantes. Exhibía un frontón de madera tallada como el que tenía también mi casa, y un tejado a dos aguas. Las ventanas, sin embargo, tenían unas persianas muy modernas. También la puerta de cristal era imponente; muy segura, sí, pero nada parecido a lo que se encontraba en la arquitectura de balneario del siglo XIX.

Busqué el apellido Merten en la lista de los timbres y lo encontré en el tercer lugar, debajo de un bufete de abogados y de una aseguradora. Estaba muy bien acompañado.

—¿Sí? —se oyó por el interfono.

—¡Servicio de habitaciones! —exclamé, porque tenía ganas de tomarle un poco el pelo.

—Ah, vaya, pues no sé si he pedido lo que trae, pero suba, suba…

Se oyó el zumbido de la puerta al abrirse. La empujé y entré.

Me recibió un olor a productos de limpieza, y mis pasos resonaron por la escalera. Había también un ascensor, todo un lujo en un edificio de dos plantas, y una gentileza para los clientes a los que les costaba caminar.

Yo preferí subir a pie, porque en cierto modo me sentía desbordante de energía: había dado el primer paso para descubrir los motivos de mi madre biológica, y teníamos una posibilidad —aunque pequeña— de conseguir un nuevo corazón para nuestro barco.

Con todo eso, casi habría podido olvidar mis problemas con Jan.

Arriba, en la puerta, Christian me estaba esperando con una gran sonrisa.

—Vienes con las manos vacías, qué lástima —dijo, y puso cara de fingida decepción.

Yo me apreté contra él y lo besé.

—¿Esto no es nada?

—Mmm… —murmuró—. Es más de lo que merezco.

—En eso me atrevo a contradecirte.

Volvió a besarme y me hizo entrar en el despacho. Estaba amueblado de una forma tan espartana como lo había imaginado. El luminoso vestíbulo estaba decorado con fotografías enmarcadas de barcos y motos en blanco y negro. Las pasiones de Christian. A través de una pequeña antesala en la que los clientes podían sentarse y tomar un café se llegaba a su despacho, presidido por un gran escritorio. La estantería que había a un lado parecía contener todo lo que se podía leer en la actualidad sobre economía y finanzas. La única decoración era una escultura abstracta de bronce que había junto a la ventana. Y, desde luego, también más fotografías en blanco y negro, pero esta vez nada de barcos ni de motos, sino paisajes agradables.

—¿No tienes secretaria? —pregunté, extrañada.

—¿Para qué la necesito? —replicó él—. Lo tengo todo perfectamente controlado.

—¿Y el trabajo de oficina lo haces tú solo?

—Igual que tú, supongo. ¿O es que tienes pensado contratar a un tío bueno como secretario? Porque entonces dejo mi trabajo ya mismo y te presento una solicitud.

Volvimos a besarnos. Sus manos se deslizaron por mi espalda y bajaron hasta las nalgas. Un agradable escalofrío me recorrió todo el cuerpo y de repente me pareció que el sexo en la oficina no era una mala idea.

Al mismo tiempo, sin embargo, vi que desde la casa de enfrente tenían una fantástica vista de palco del despacho de Christian. Él también parecía ser consciente de ello, porque después de besarme una vez más, se apartó de mí.

—En fin —dijo, y lanzó una mirada de pena en dirección a la ventana—. Este es mi reino.

—Es muy… empresarial —comenté sonriendo.

—Las personas que acuden a mí no suelen estar interesadas en la decoración, quieren que les proporcione competitividad, y la mejor forma de conseguir transmitir eso es mediante un diseño de líneas claras. Seguro que la publicista estará de acuerdo conmigo, ¿o no?

—Desde luego. Y también me alegro de ser publicista, porque en mi despacho sí es legítimo colgar en la pared, por ejemplo, un cuadro con un frambueso gigantesco.

—Si tienes que hacer una campaña para una de esas granjas de frutales que ofrecen experiencias y cuyos puestos móviles crecen como setas por todas partes en cuanto empieza la temporada de espárragos…

—Dime, ¿es que no te gustan sus frutas?

—Huy, sí, soy uno de sus mejores clientes. Por eso sé muy bien que hay en cantidad…

Era sencillamente maravilloso irse por las ramas con él, pero un vistazo al reloj enmarcado en negro de la pared me dijo que no disponíamos de mucho tiempo si todavía queríamos ir a tomar algo.

Christian siguió mi mirada y me pareció que adivinaba lo que estaba pensando.

Sonrió, me tomó de la mano y me sacó del despacho.

Fuera, el sol brillaba tanto como la luz de mi interior, porque con su invitación habíamos dado un paso más. Un paso más en su corazón.

Nos sentamos en una pequeña cafetería desde la que se disfrutaba de una buena vista del mar. Como el cielo, a pesar del sol, estaba algo nublado, también el Báltico daba la sensación de estar gris. Aun así, el paisaje era precioso.

Christian dejó su smartphone en la mesa y abrió el correo electrónico que yo le había reenviado.

—Mi padre me ha dicho que el motor está muy bien conservado, que es lo mejor de todo el barco.

—Es posible —reflexionó Christian mientras contemplaba los datos—. Ese barco, por fuera, está para el desguace, pero todavía tiene un corazón fuerte. Y nuestro Rosa del Viento necesita un trasplante.

—Pues tenemos un donante adecuado. De todas formas, más gente peleará por el motor. No tengo ni idea de la cantidad de dinero que están dispuestos a invertir los chatarreros polacos o daneses, pero dudo mucho que tengamos una posibilidad.

—¿Por qué no? —se extrañó Christian—. Los chatarreros quieren el metal, no el motor. En este caso, los astilleros son una competencia mayor. Pero ese motor es muy especial, no creo que queden ya muchos barcos de ese modelo.

—Entonces, ¿crees que sí tenemos perspectivas de éxito?

—¡Por supuesto! No puedo darte un porcentaje exacto, pero deberíamos intentarlo, sin lugar a dudas. —Siguió leyendo—. ¿Y cuándo es la subasta? Ah, aquí está. O sea que aún tenemos tres semanas. Estupendo, hasta entonces puedo familiarizarme un poco con cómo se puja por un motor de barco.

—Seguramente sería bueno que estuviéramos presentes.

—¡Por descontado! Así también podríamos visitar la ciudad, y quizá conocer un poco de Dinamarca.

Sonaba de maravilla, y seguro que a Leonie también le encantaría la idea.

Sonreí un momento sin decir nada, luego decidí contarle también la otra cosa que me había ocurrido.

—Hoy he llamado a Protección a la Infancia de Leipzig.

Christian se quedó descolocado por el cambio de tema, pero tenía que sacarlo de alguna forma.

—He preguntado por los expedientes del hogar infantil al que me llevaron cuando desapareció mi madre. Tal vez ahí encuentre algo sobre ella.

Christian lo pensó unos instantes y luego asintió con la cabeza.

—Ha sido buena idea. A mí no se me habría ocurrido.

—Mientras buscaba la dirección de internet de la administración encargada de la documentación de la Stasi, he pensado que esos expedientes debieron de existir y que tal vez todavía se conservaran…

El tono del móvil interrumpió mis explicaciones. Lo saqué y miré la pantalla. Era de un número fijo de Binz que me resultó familiar.

Contesté.

—Señora Hansen, soy Nicole Sander, de la guardería Seestern. —Le temblaba la voz.

Asustada, le presté toda mi atención.

—¿Qué ocurre? —pregunté con inquietud. ¿Se habría caído Leonie de la estructura de barras?

—Es su hija… No ha vuelto a entrar después del recreo y me temo que se ha escapado.

—¿Qué? —¡Aquello no podía ser cierto! No acababa de decirme eso, ¿verdad?—. ¿Cuándo? —El corazón se me detuvo, me costaba respirar. Me levanté de un salto de la silla, alarmada.

—Debe de haber sido hace nada. Hemos dejado salir un rato a los niños después de la pausa del mediodía y no les hemos quitado el ojo de encima, pero de repente Leonie no está… Vamos a avisar a la Policía, pero si pudiera usted venir…

—Ahora mismo voy para allá —dije, conmocionada, y tuve la sensación de que me caía.

Leonie. Leonie había desaparecido. ¿Cómo había podido suceder? ¿Es que las maestras no tenían ojos en la cara?

—¡Annabel! —La voz de Christian me sacó de la confusa vorágine de mis pensamientos.

Por lo visto me había preguntado algo, pero yo no lo había oído. Me lo quedé mirando fijamente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Pero yo tenía las cuerdas vocales paralizadas.