17

Keith vio en el reloj de la sala de radar que le quedaba media hora de trabajo. No le importó.

Empujó su silla hacia atrás, se quitó los auriculares y se levantó. Miró en torno, sabiendo que lo hacía por última vez.

—¡Eh! ¿Qué te pasa? —preguntó Wayne Tevis.

—Aquí tienes —le contestó—; toma esto, que puede hacer falta para alguien —le arrojó los auriculares y salió.

Sabía que debería haberlo hecho años atrás.

Tenía una sensación de bienestar, casi de alivio. Afuera, en el pasillo, se preguntó por qué.

No por haber conducido bien al vuelo dos; no se hacía ilusiones al respecto. Había hecho su trabajo sin fallos, pero cualquier otro podría haberlo reemplazado en un nivel igual, o superior. Ni tampoco —ya lo sabía de antemano— nada que hiciera esta noche podría borrar ni compensar lo de antes.

Del mismo modo, no importaba haber superado su bloqueo mental diez minutos antes. En ese momento no le importó y ahora tampoco; sólo quería irse. Nada de lo ocurrido después bastaba para cambiar de idea.

Era posible que su explosión de ira incontrolada le hubiera servido de escape, lo mismo que su conciencia plena, nunca adquirida hasta entonces, ni en sus pensamientos más íntimos, de que odiaba la aviación y la había odiado siempre. ¿Por qué no se habría dado cuenta quince años atrás?

Pasó al vestuario con sus bancos de madera y su boletín repleto de anuncios, abrió su armario y se puso la ropa de calle. En los estantes había cosas suyas, pero ni las miró: no se llevaría más que la instantánea en colores de Natalie: la despegó con cuidado e la superficie interna de la puerta metálica… Natalie en bikini…, riendo con su cara de duende atrevido y sus pecas, el pelo suelto… La miraba y quería llorar. Detrás de la foto, la nota guardada como un tesoro:

Me alegro de que tuviéramos nuestra ración
con amor y pasión.

Se guardó ambas cosas. Que otro limpiara lo que quedaba. No quería nada que pudiese recordarle este lugar, nunca.

Se quedó parado mientras comprendía que, sin proponérselo había tomado una nueva decisión. No estaba seguro de sus consecuencias, de lo que pensaría mañana, ni siquiera de si podía seguir viviendo más allá de ese mañana. Si no le era posible, quedaba el último recurso abierto, la salida: el tubo de píldoras en su bolsillo.

Pero por ahora lo principal era una cosa: no iría a la «Posada O’Hagan». Iría a casa.

De algo estaba seguro: si tenía un futuro, debía ser lejos de aviación. Y eso podía resultar lo más difícil, como sabían otros agentes de radar que trataron de cambiar de ocupación.

Y aunque pudiera vencer esa dificultad… —enfréntate ella», se dijo Keith— siempre recordaría lo ocurrido, cosas del pasado: Lincoln Internacional. Leesburg, lo que sucedió en ambos lugares. Con la mente sana se podía escapar de muchas cosas pero no de la memoria, de los recuerdos, de la familia Redfern muerta…, de la pequeña Valerie Redfern…, todo eso no lo olvidaría nunca.

Pero la memoria podía adaptarse, cambiar con el tiempo, circunstancias, la realidad del momento, la vida. Los Redfern estaban muertos y la Biblia decía: «Que los muertos entierren a sus muertos». Lo sucedido no tenía remedio, estaba hecho.

Pensó si le sería posible, en adelante, recordar a los Redfern con tristeza, sí, pero sin olvidar que primero estaban los vivos: Natalie y sus propios hijos.

No estaba seguro de lograrlo, ni de poseer la fuerza moral física necesaria. Hacía tiempo que no estaba seguro de nada. Pero podía intentarlo.

Bajó en el ascensor de la torre.

Afuera, caminando hacia el parque de estacionamiento que correspondía, se detuvo un momento. Obedeciendo a un repentino impulso, y sabiendo que quizá lo lamentaría luego, sacó el tubo del bolsillo y lo vació en la nieve.