5

Mel decidió que era absolutamente imposible ir al centro de la ciudad.

Estaba en su oficina del entresuelo. Tamborileaba pensativo con los dedos en el escritorio; acababa de telefonear para tener las últimas noticias sobre las condiciones de funcionamiento del aeropuerto.

La pista tres cero seguía inutilizada por el bloqueo del jet mexicano. En consecuencia se agudizaba la falta de pistas y empeoraban las demoras del tránsito, en el aire y en tierra. Aumentaba la posibilidad de tener que declarar cerrado el aeropuerto dentro de pocas horas.

Entretanto las salidas seguían haciéndose sobre Meadowood, que por sí era un problema aparte. La central telefónica del aeropuerto y los teléfonos de control aéreo eran blanco de las quejas y reproches constantes de los habitantes del pueblo —de los que se habían quedado en casa—. Muchos otros, según las noticias de Mel, estaban en la reunión de protesta; y ahora el jefe de torre le confirmaba el rumor de que preparaban una demostración pública allí en el aeropuerto, esta noche. «Es lo único que me faltaba», pensó Mel, sombrío.

Una buena noticia entre tantas malas: la emergencia de tercera categoría había pasado y su causa, el KC-135, estaba en tierra a salvo. Pero el fin de una emergencia no garantizaba que no surgieran otras. Mel no había olvidado el vago malestar, el impreciso presentimiento de peligro, que sintiera poco antes en el campo. Una sensación indefinible, sin motivo, pero persistente. Pero aun sin eso, las otras circunstancias bastaban para requerir su presencia aquí.

Claro que Cindy —que todavía lo esperaba en la fiesta de caridad— haría un escándalo terrible. Pero de todos modos estaba furiosa porque creía que él llegaría tarde; ahora tendría que prepararse a recibir una nueva dosis de cólera al anunciarle que no aparecería en absoluto. Lo mejor era terminar con eso antes seguir. El papelito con el número de teléfono que había marcado antes seguía en su bolsillo. Lo sacó y marcó.

Lo mismo que la otra vez, Cindy tardó unos minutos en llegar al teléfono; cuando contestó se sorprendió al comprobar que en lugar del fuego derrochado en la conversación anterior, ahora estaba envuelta en hielo. Escuchó en silencio los argumentos Mel para explicar la absoluta necesidad de quedarse en el aeropuerto. Al no escuchar los reproches que esperaba, él no supo cómo seguir y sus excusas le sonaban falsas a él mismo de repente calló.

—¿Has terminado? —preguntó ella fríamente tras una pausa.

—Sí.

—No me sorprende —agregó su mujer, remota y disgustada— porque no esperaba que vinieras; cuando dijiste que sí, supuse que mentías, como de costumbre.

—No mentía ni acostumbro hacerlo —replicó acalorado—. Ya te dije antes cuántas veces…

—Me pareció que dijiste que habías terminado.

Mel no siguió. ¿Para qué? Cansado, le contestó:

—¿Qué decías?

—Decía, cuando me interrumpiste, también como de costumbre…

—¡Por Dios, Cindy!

—… sabiendo que mentías me puse a pensar un poco; dices que te quedas en el aeropuerto.

—De eso estamos hablando, ¿no?

—¿Por cuánto tiempo te quedarás?

—Hasta medianoche o hasta mañana.

—Entonces voy para ahí; puedes esperarme.

—Por favor, Cindy; no es el momento ni el lugar, y no serviría de nada.

—Si no es el momento haremos que sí lo sea. Y para lo que tengo que decirte cualquier sitio sirve.

—Por favor, Cindy, sé razonable. Estoy de acuerdo en que tenemos que hablar, pero no…

Cuando Mel comprendió que hablaba solo, calló. Cindy había colgado.

Hizo lo mismo y quedó sentado en la oficina silenciosa, meditabundo. Sin saber muy bien por qué, volvió a levantar el teléfono no y, por segunda vez en la noche, llamó a su casa. Antes había contestado Roberta. Esta vez lo hizo mistress Sebastiani, que solía cuidar a las niñas.

—Llamaba para saber si todo va bien. ¿Las chicas están acostadas?

—Roberta, sí, míster Bakersfeld. Libby se va a acostar ahora.

—¿Puedo hablar con ella?

—Bueno… un momentito, si promete no entretenerla.

—Lo prometo.

Mistress Sebastiani, comprobó Mel, estaba tan didáctica como de costumbre. Cuando trabajaba exigía obediencia no sólo a los chicos sino a toda la familia. A veces él pensaba si tendría problemas matrimoniales, un ratoncito que aparecía de vez en cuando, pero sospechaba que no. Mistress Sebastiani nunca permitiría tal cosa.

Oyó el ruido de los pies de Libby acercándose al teléfono.

—Papito: ¿la sangre siempre da vueltas y más vueltas dentro de nosotros?

Siempre preguntaba cosas raras y diferentes. Proponía temas nuevos como si ofreciera regalos de Navidad.

—No siempre, querida; nada dura siempre. Mientras vivimos, nada más. Hace siete años que tu sangre da vueltas, desde que tu corazón empezó a funcionar.

—Siento el corazón: en la rodilla.

Estaba a punto de explicarle que no era ése el sitio del corazón, y de hablarle del pulso, arterias y venas, pero cambió de idea. Sobraba tiempo para todo eso. Mientras uno pudiera sentir su corazón, fuera donde fuera, lo más importante estaba hecho. Libby sabía por instinto qué era lo esencial; a veces él tenía la impresión de que al levantar las manitas recogía en ellas estrellas de verdad.

—Buenas noches, papito.

—Buenas noches, mi amor.

Aunque seguía sin saber por qué había llamado, se sentía mejor.

En cuanto a Cindy, cuando decidía algo lo cumplía, de modo que lo más probable era que se presentara más tarde; y quizá tenía razón. Tenían que aclarar cosas fundamentales, sobre todo si seguirían o no con su vacío matrimonio para bien de las hijas. Aquí por lo menos estarían solos y tranquilos y las niñas, que los habían oído disputar demasiadas veces, ahora no podrían oírlos.

En este momento no tenía nada definido que hacer, aparte de mantenerse disponible.

Salió de su oficina y desde el entresuelo miró abajo al salón principal, donde la actividad y confusión no habían disminuido.

No pasarían muchos años sin que cambiara radicalmente la disposición de tales salones. Pronto había que corregir la organización deficiente que imperaba en lo concerniente al modo de tomar un avión y bajar de él; el sistema individual era demasiado molesto y lento. Cada año un aeroplano costaba más y más millones de dólares y era también mayor el costo de mantenerlos inactivos en tierra. Los diseñadores de aviones trataban de lograr mayor número de horas de vuelo, que eran provechosas, y menor numero de horas en tierra, que no producían nada y costaban mucho.

Ya se hablaba de «cápsulas, vainas o corralitos para gente», basados en los iglús que, introducidos por la compañía TWA, ya se usaban para cargas aéreas. Casi todas las compañías utilizaban variantes del mismo sistema.

Eran compartimientos independientes que cabían bien en el fuselaje de un jet. Llevaban cargas de formas y tipos surtidos y en pocos minutos se los izaba a nivel del fuselaje y quedaban depositados dentro del avión. Al contrario de un avión común de pasajeros, los jets de carga eran casi siempre huecos. Cuando uno de éstos llegaba a la terminal de carga de un aeropuerto se retiraban los iglúes remplazándolos por otros; así, con un mínimo de tiempo y trabajo, todo el jet se descargaba, se cargaba nuevamente y quedaba listo para despegar con toda rapidez.

Las cápsulas serían una adaptación de la misma idea; había visto dibujos del tipo que se pensaba fabricar: cabinas pequeñas y cómodas, con asientos, en las que los pasajeros entrarían al llegar al aeropuerto. Luego, por un sistema de transporte similar al usado para mover equipajes, las cabinas se llevaría hasta los portones de salida. Mientras sus ocupantes permanecían sentados, las cabinas se deslizarían hasta el interior del avión, llegando pocos minutos antes y ya libre de los pasajeros que habían llegado, transportados a su vez en otras cabinas semejantes.

Una vez cargadas y colocadas las cabinas, las ventanas de éstas ocuparían el mismo lugar que las ventanas en el fuselaje avión. Las puertas de los extremos de cada cabina quedarían plegadas para que los pasajeros y azafatas pudiesen pasar a otras secciones. Los compartimientos de azafatas, con la comida fresca y demás necesidades, quedarían insertados a su vez en cabinas separadas.

Eventualmente, un refinamiento del sistema que permitiría que gente subiera a las cabinas en pleno centro de las ciudades o que hiciera sus conexiones aéreas de una línea a otra sin dejar nunca sus asientos.

En Los Angeles estaban trabajando en un concepto análogo: «salitas aéreas». Cada una, con capacidad para cuarenta pasajeros, sería una combinación de ómnibus y helicóptero. En rutas locales podía viajar por las calles céntricas o suburbanas; llegada al helipuerto se convertiría en una cápsula colocada debajo de un enorme helicóptero que la transportaría hasta cualquier aeropuerto.

Y todo esto sucedería, reflexionaba Mel. O si no eso mismo, algo parecido, y pronto. Para los que trabajaban en la aviación resultaba fascinante comprobar con qué rapidez los sueños fantásticos se hacían realidad.

Un grito proveniente del salón de abajo interrumpió sus pensamientos.

—¡Eh, Bakersfeld!

Buscó con la vista el origen de la voz. Era difícil localizarlo porque unas cincuenta caras, curiosas de saber a quién llamaban miraban hacia él al mismo tiempo. Pero al momento lo identificó: era Egan Jeffers, un negro alto y delgado vestido con pantalones marrón claro y camisa de mangas cortas. Hacía ademanes rápidos con un brazo pardo y fuerte.

—¡Baje, Bakersfeld! ¿Me oye? ¡Tiene problemas!

Mel sonrió. Jeffers, concesionario de los limpiabotas en la terminal, era un personaje pintoresco del aeropuerto. Con una sonrisa desafiante que abarcaba todos los rasgos de su fea cara, decía las cosas más increíbles y se salía con la suya.

—Le oigo, Egan Jeffers. ¿Por qué no sube usted?

—¡No diga tonterías, hombre! —la sonrisa era más ancha—. Tengo un contrato aquí, no se olvide.

—Si me olvido supongo que me leerá la Constitución.

—Por supuesto. Ahora mueva las posaderas y baje aquí.

—Cuidado cómo habla en mi aeropuerto. —Todavía divertido, Mel se apartó de la baranda y fue hacia el ascensor del personal. Abajo lo esperaba Egan Jeffers.

Manejaba cuatro salones de lustrar dentro de la terminal; era una concesión sin importancia, comparada con otras; estacionamiento, restaurante y quioscos producían beneficios comparativamente astronómicos. Pero Jeffers, ex lustrador de esquina, actuaba como si sólo él fuese responsable de la solvencia del aeropuerto.

—Tenemos un contrato, yo y este aeropuerto. ¿Cierto?

—Cierto.

—Ahí dice, en medio de todo el papeleo legal, que tengo derecho exclusivo a lustrar zapatos en estos edificios. Exclusivo. ¿Cierto?

—Cierto.

—Como le decía, usted tiene problemas. Sígame, Bakersfeld, por favor.

Cruzaron el salón descendiendo de nivel por la escalera mecánica, que Jeffers bajó a zancadas, dos escalones a la vez, con saludos cordiales de la mano a varias personas, al pasar. En forma menos atlética, cuidando su pie débil, Mel lo siguió.

Al pie de la escalera, cerca del grupo de cabinas ocupadas por la firma de autos alquilados «Hertz», «Avis» y «National», Jeffers dijo con un gesto:

—¡Ahí está, Bakersfeld; mire! Sacándonos el betún de la boca a mí y a mis muchachos.

Mel examinó la causa de sus quejas: en el mostrador de «Avis» un llamativo anuncio decía:

Una lustrada mientras espera

por cuenta de la casa

.......................................................

¡Todo para su mayor comodidad!

Por debajo, a nivel del piso, había una lustradora eléctrica, rotativa, colocada de modo que cualquiera, en pie junto al mostrador, pudiese seguir el consejo del anuncio.

Mel tuvo ganas de reír, pero, con otra mitad de su mente aceptó la queja de Egan Jeffers. En broma o en serio, estaba en su derecho. Su contrato decía bien claro que nadie más podía lustrar zapatos en el aeropuerto, así como Jeffers tampoco podía alquilar autos ni vender diarios. Cada concesionario recibía la misma protección a cambio del generoso porcentaje de sus ganancias que el aeropuerto se apropiaba.

Bajo la mirada de Jeffers se llegó a la cabina de alquiler autos. Consultó su lista de emergencia de bolsillo: un pequeño folleto donde figuraban los teléfonos privados de la gente relacionada con el aeropuerto. El gerente de «Avis» estaba en ellos. La chica de detrás del mostrador conectó su sonrisa automática al verlo acercarse. Le dijo:

—Déjeme usar su teléfono.

—Señor, no es teléfono pub… —protestó.

—Soy el gerente del aeropuerto. —Mel levantó el teléfono marcó. Era frecuente que no lo reconocieran en su propio a aeropuerto. Casi todo su trabajo era detrás del escenario, lejos de los lugares públicos, y los que trabajaban en éstos lo veían muy poco.

Mientras escuchaba la campanilla; deseó que otros problemas pudieran resolverse con la rapidez y facilidad de éste.

Después de oír sonar la campanilla una docena de veces y una espera de varios minutos, oyó la voz del gerente de «Avis»:

—Habla Ken Kingsley.

—¿Dónde estaba? Podía ser un pedido de auto.

—Jugando con los trenecitos de mi hijo. Así me olvido de autos… y de la gente que me llama para hablarme de ellos.

—Debe de ser una gran cosa tener un hijo. Yo tengo hijas. ¿Le gusta la mecánica al suyo?

—Un genio de ocho años. Cuando necesite que lo ayudes manejar ese aeropuerto de juguete, avíseme.

—Seguro, Ken. —Mel guiñó el ojo a Jeffers—. Hay algo que podría hacer ahora: instalar una máquina casera de lustrar zapatos. Casualmente sé dónde hay una de sobra, y usted también lo sabe.

Hubo un silencio y el gerente de «Avis» suspiró.

—¿Por qué será que nunca me dejan empezar nada nuevo?.

—Porque somos unos miserables. Pero tenemos respaldo legal. ¿Recuerda esa cláusula del contrato?: Cualquier cambio aviso o letrero público debe contar con la aprobación previa de gerencia del aeropuerto. Y hay otra que prohíbe violar los derechos de otros concesionarios.

—Entiendo —dijo Kingsley—. Egan Jeffers ha estado haciendo de las suyas.

—Digamos que no está muy contento.

—Bueno, usted gana. Les diré que arranquen ese maldito artefacto. ¿La cosa es con mucho apremio?

—En realidad, no. Tómese media hora.

—Canalla.

Pero al colgar oyó la risa del otro.

Jeffers tuvo un gesto de aprobación que no alteró su amplia sonrisa.

Mel pensó con tristeza: soy el payaso del aeropuerto, el amigo de todos que a todos hace felices. Ojalá pudiera hacer eso conmigo mismo.

—Se portó de primera, Bakersfeld —le dijo Jeffers—. Cuide de que no vuelva a suceder —y con paso de hombre de negocios, sin dejar de sonreír, marchó hacia la escalera que indicaba «arriba».

Mel lo siguió a paso más lento. A nivel del salón principal, en los mostradores de Trans America, la gente se amontonaba frente a dos letreros:

Salida especial

Vuelo dos — El Bajel Dorado

A Roma sin escalas

Cerca, Tanya Livingston sostenía una animada conversación con un grupo de pasajeros; lo saludó con un signo y unos minutos después, se le acercó.

No puedo detenerme; esto es un manicomio. Creí que ibas al Centro.

—Cambié de planes. Yo creí que te ibas a tu casa.

—El jefe me pidió que me quedara. Tratamos de que El Bajel Dorado salga a su hora. Se supone que es para mantener nuestro prestigio, aunque yo sospecho que la verdadera razón es que al capitán Demerest no le gusta que lo hagan esperar.

—Te dejas arrastrar por tus prejuicios —sonrió Mel—. Y yo también, a veces.

Ella le mostró una plataforma elevada, rodeada de un mostrador circular, unos metros más allá.

—De ahí viene tu gran pelea con tu cuñado; por eso el capitán Demerest está tan enojado contigo, ¿no es cierto?

Señalaba la cabina donde se vendían seguros aéreos. Más de diez personas rodeaban el mostrador circular, la mayoría llenando formularios para obtener su seguro de viaje. Detrás del mostrador dos bonitas muchachas, una rubia de busto grande, redactaban las pólizas.

—Sí —admitió Mel—, ésa fue la causa principal del trastorno; por lo menos últimamente. Vernon —y la Asociación de Pilotos Aéreos— piensan que deben abolirse las cabinas de seguros en los aeropuertos, y eliminarse las máquinas que los expenden. Yo no estoy de acuerdo. Los dos tuvimos una batalla sobre eso frente a las autoridades del aeropuerto. Lo que a Vernon no le gustó y sigue sin gustarle, es que yo gané.

—Me lo contaron —Tanya lo miró con atención—; y algunos no estamos de acuerdo contigo y le damos la razón al capitán Demerest.

—Entonces tendremos que estar en desacuerdo. Lo he discutido mil veces y los argumentos de Vernon no tienen sentido para mí.

—Tampoco lo tenían —según la opinión de Mel— aquel día hacía un mes, cuando Vernon Demerest se presentó en una reunión de la Junta Directiva, en el aeropuerto, a petición suya como representante de la Asociación de Pilotos, empeñada en una campaña para declarar ilegal en todas partes la venta de seguros en aeropuertos.

Mel recordaba con claridad los detalles de la sesión.

Era una reunión ordinaria de la Junta, un miércoles por la mañana, en la sala dedicada a ello. Los cinco miembros estaban presentes: mistress Ackerman, bonita ama de casa, morena y supuesta amante del alcalde, lo que explicaría su nombramiento; y cuatro colegas masculinos: un profesor universitario, presidente de la Junta, dos hombres de negocios locales y un funcionario del sindicato, retirado.

La sala de reuniones, en el entresuelo de la terminal, tiene paneles de caoba. En un extremo, sobre una plataforma, los directores ocupaban sillones reclinables de cuero, alrededor una hermosa mesa ovalada. A nivel inferior había otra mesa sencilla, presidida por Mel Bakersfeld y a quien flanqueaban jefes de sección. Al lado, la mesa de los periodistas y más atrás, el espacio reservado al público, porque en teoría las reuniones estaban abiertas a él; en realidad esa parte rara vez se utilizaba.

Hoy el único extraño, aparte de los directores y personal, el capitán Vernon Demerest, elegante en su uniforme de Trans America; las cuatro franjas doradas símbolos de su rango brillaban bajo las luces. Esperaba sentado en el sector público, con libros y papeles esparcidos en dos sillas junto a él. La Junta tuvo la cortesía de escucharlo antes de comenzar su discusión de asuntos marcados en el orden del día.

Demerest se levantó y se dirigió a la Junta con su acostumbrada seguridad y aplomo, casi sin necesidad de consultar sus apuntes. Explicó que se presentaba en nombre de la Asociación Pilotos, de uno de cuyos consejos locales era presidente. Pero los argumentos que presentaría eran también suyos, aunque compartidos por la mayoría de los pilotos de compañías aéreas.

Los directores se acomodaron en sus sillones reclinables para escuchar.

La venta de seguros en aeropuertos, comenzó Demerest, una reliquia ridícula, un vestigio de la primera época de la aviación. La mera presencia de las cabinas y máquinas de seguros, el lugar prominente que ocupaban en los salones de pasajeros, eran un insultos a la aviación comercial cuyo margen de seguridad por kilómetros recorridos era mayor que en cualquier otra forma de transporte.

En una estación de tren o de ómnibus, o al subir a bordo de un buque, o al salir de un garaje conduciendo su auto, ¿acaso el viajero disponía de pólizas especiales de seguro contra muerte o mutilación; o le obligaba alguien a comprarlas por un sutil proceso de propaganda? ¡Claro que no!

¿Por qué, entonces, en la aviación?

Demerest contestó su propia pregunta. Declaró que la razón era que las compañías de seguros sabían aprovechar cualquier oportunidad, «sin importarles nada las consecuencias».

La aviación comercial era todavía demasiado nueva y mucha gente la consideraba un riesgo, a pesar del hecho demostrado de que, en un avión de pasajeros, el individuo gozaba de mayor seguridad que en su propia casa. Este miedo a volar, tan difundido, se magnificaba en los raros casos de accidentes. El impacto era dramático y oscurecía la realidad: la mayoría de muertes y heridas se debía a otras causas más tradicionales y aceptadas.

Señaló que las mismas compañías de seguros atestiguaban la verdad sobre los riesgos de volar, puesto que los pilotos, más expuestos que nadie, incluso los pasajeros, podían adquirir pólizas comunes a precios comunes y a veces, menores que el resto del público.

Pero otras compañías de seguros, con la complicidad de aeropuertos ávidos de dinero, y la dócil cooperación de las líneas aéreas, se seguían lucrando con los temores y credulidad de los viajeros.

Mientras escuchaba, Mel admitía que su cuñado presentaba su caso con lucidez, aunque la referencia a «aeropuertos ávidos de dinero» no era prudente y había provocado desaprobación visible en varios directores, entre ellos mistress Ackerman.

Pero Vernon, sin darse por enterado de ello, prosiguió:

—Ahora, señoras y señores, llegamos al punto principal, vital.

Había un peligro real y positivo que amenazaba a todos los pasajeros y tripulaciones, creado por la venta casual e irresponsable de pólizas en aeropuertos, ya sea personalmente o a máquina: «… pólizas que prometen grandes sumas, fortunas, a cambio de su costo de pocos dólares».

—El sistema —prosiguió en tono acalorado—, para darle a esta amenaza pública un nombre que no merece… y pocos pilotos le conceden, ofrece una invitación al sabotaje y al asesinato en masa. Su objetivo puede ser de lo más simple: recompensa personal para ellos o sus beneficiarios.

—¡Capitán! —la directora, mistress Ackerman se inclinaba hacia delante. De su voz y expresión Mel dedujo que todavía pensaba en lo de «aeropuertos ávidos»—. Capitán, le hemos oído hablar de sus opiniones. ¿Con qué hechos respalda todo esto?

—Con muchos, señora.

Vernon Demerest había preparado muy bien su exposición; con gráficos y diagramas demostró que los casos probados de catástrofes durante el vuelo debidas a bombas y otros actos de violencia alcanzaban un promedio de una y media por año. Los motivos eran diversos, pero la causa más frecuente era el deseo de obtener beneficios por medio del seguro aéreo. Otros intentos de utilizar bombas fallaban o eran evitados a tiempo, y otros casos el sabotaje era una sospecha no confirmada.

Enumeró los incidentes clásicos: Canadian Pacific Airlines 1949 y 1965; Western Airlines, 1957; National Airlines, 1960 y una sospecha de sabotaje en 1959; dos líneas mexicanas, 1952 y 1953; Aerolíneas Venezolanas, 1960; Continental Airlines, 1962; Pacific Air Lines, 1964; United Air Lines, 1950, 1955 y sospecha de sabotaje en 1965. En nueve de los trece incidentes, no se había salvado nadie, pasajeros ni tripulación.

Naturalmente, cuando se demostraba sabotaje, quedaban anuladas todas las pólizas a nombre de los culpables o cómplices directos o indirectos. En resumen: el sabotaje no era buen negocio y la gente normal y bien informada lo sabía. También sabían que aunque no hubiese sobrevivientes bastaba localizar cualquier clase de restos para saber si hubo explosión y, casi siempre, causa de la misma.

Pero —les recordó— no era la gente normal la que arroja bombas o cometía actos de salvaje violencia. Eran los anormales, los psicópatas, los locos criminales, los asesinos en masa, sin conciencia. Esa gente nunca estaba bien informada y aunque lo estuviese la mente anormal percibía sólo lo que deseaba y deformaba la realidad para creer lo que quería creer.

Mistress Ackerman volvió a interrumpir, esta vez con inconfundible hostilidad:

—No estoy segura de que ninguno de nosotros, ni usted, capitán, tenga autoridad para explicar lo que ocurre en el cerebro de los enfermos mentales.

—Yo no hablaba de eso —le contestó Demerest impaciente— y en todo caso no es ésa la cuestión.

—Perdón, pero sí que hablaba de eso. Y casualmente yo pienso que ésa sí es la cuestión.

Demerest enrojeció. Estaba acostumbrado a mandar, no a contestar preguntas. Su mal carácter, nunca dominado del todo salió a la luz.

—Señora: ¿usted es siempre estúpida o solamente ahora?

El presidente dio un golpe seco de martillo y Mel sofocó la risa.

Bueno, pensó, esto ya está decidido. Vernon debería limitarse a la aviación, donde se destacaba, y evitar la diplomacia, donde acababa de fracasar. En este momento las probabilidades de que la Junta le hiciera caso en algo eran menos de cero, a menos que él ayudara a su cuñado, y por un minuto se preguntó si debía hacerlo. Sospechaba que Demerest comprendía que había ido un poco lejos, pero todavía quedaba tiempo para transformar lo sucedido en un chiste del agrado de todos, incluso de Mildred Ackerman. Mel tenía un don para esas cosas, para allanar diferencias dejando a salvo el amor propio de ambos bandos. También sabía que Millie Ackerman le tenía mucha simpatía; se llevaban bien y ella siempre lo escuchaba con atención.

Pero se dijo: al diablo con él. Dudaba de que su cuñado hiciera algo así por él, llegado el caso. Que Vernon saliera solo del lío. De todos modos, faltaban pocos minutos para que Mel tuviera ocasión de hablar.

—Capitán Demerest —dijo fríamente el presidente—, esa última observación está fuera de lugar y tendrá la bondad de retirarla.

La cara de Demerest conservaba su color rojo. Vaciló por un momento y movió la cabeza afirmando:

—Muy bien, la retiro —con una ojeada a mistress Ackerman—; pido perdón a la señora. Espero que comprenda mis sentimientos profundos sobre este tema. Es algo que me parece tan evidente que… —no terminó la frase.

Mistress Ackerman lo fulminaba con la mirada; como disculpa, pensó Mel, no resultó muy apropiada. Ahora, aunque quisiera, ya era tarde para arreglar las cosas.

—¿Qué espera de nosotros, capitán? —preguntó uno de los directores.

—Les suplico —contestó Demerest, dando un paso adelante y adoptando un tono de persuasión— que supriman las máquinas y toda otra forma de venta de seguros aéreos en este aeropuerto, y que me prometan que nunca más volverán a alquilar espacio ni a conceder autorización para ese propósito.

—¿Quiere abolir por completo la venta de pólizas?

—En los aeropuertos, sí. Y agrego, señora y caballeros, que la Asociación de Pilotos está pidiendo a otros aeropuertos que hagan lo mismo. También le solicitamos al Congreso que declare Ilegal la venta de seguros en los aeropuertos.

—¿Para qué servirá hacer eso en Estados Unidos, puesto que los viajes aéreos son internacionales?

—Esta campaña también es internacional —contestó Demerest con un esbozo de sonrisa.

—¿Internacional hasta qué punto?

—Tenemos el apoyo activo de grupos de pilotos en otros cuarenta y ocho países. Casi todos creen que si el ejemplo parte de América del Norte (Estados Unidos o Canadá), sería seguido por otros.

—Creo que todos ustedes esperan demasiado —dijo el mismo director, escéptico.

—Pero sin duda —interrumpió el presidente— el público tiene derecho a comprar seguros aéreos, si así lo desea.

—Por supuesto —asintió Demerest—; nadie lo niega.

—Sí, lo niega usted —otra vez mistress Ackerman.

—Señora, cualquiera puede obtener todos los seguros aéreos que desee —le contestó él con la boca rígida—. No hace más que un poco de previsión elemental para hacerlo con anticipación, por medio de cualquier agencia de seguros o agencia viajes —su mirada abarcó a los otros directores—. Hoy día mucha gente viaja con pólizas contra accidentes que les permiten viajar cuanto quieran, siempre asegurados. Hay muchas maneras hacer esto: por ejemplo, las principales compañías que expenden tarjetas de crédito, como el «Diner’s Club», «American Express», «Carte Blanche», todas ofrecen seguro permanente de viaje a sus asociados; es renovable automáticamente una vez por año, y se les incluye en la cuenta de gastos.

Prosiguió diciendo que la mayoría de los hombres de negocios que viajaban tenían por lo menos una de las tarjetas de crédito que había nombrado, de modo que la abolición de los seguros en aeropuertos no significaría una molestia para ellos.

—Y todas estas pólizas de accidente tienen bajo precio; lo sé porque yo mismo tengo una. Lo importante —continuó— es que todas estas pólizas se obtienen por métodos tradicionales y seguros. Los formularios de solicitud son revisados por gente experta; dejan pasar uno o dos días antes de conceder la póliza. Por esta razón es mucho más fácil descubrir a los individuos anormales o desequilibrados para interrogarlos sobre sus intenciones.

»Otra cosa: una persona loca o trastornada se guía por impulsos. En el caso del seguro aéreo, ese impulso queda satisfecho con las pólizas rápidas y sin preguntas que le ofrecen las máquinas y cabinas de los aeropuertos.

—Creo que todos lo comprendemos —dijo el presidente tono seco—. Está empezando a repetirse.

—Estoy de acuerdo —recalcó mistress Ackerman—; personalmente, quisiera oír a míster Bakersfeld.

—Sí, tengo algunas observaciones —admitió éste; los ojos todos estaban fijos en él—. Pero prefiero esperar a que el capitán Demerest haya dicho todo lo que desea decir.

—Acabamos de decidir que ya lo ha dicho —objetó Mildred Ackerman.

Un director rió y el presidente hizo sonar su martillo, agregando:

—Sí, creo que es así… Por favor, míster Bakersfeld.

Cuando Mel se levantó, Vernon Demerest, furioso, volvió a su asiento.

—Ante todo quiero aclarar —comentó Mel— que mi punto de vista es opuesto en casi todo al de Vernon. Supongo que es una discusión de familia.

Los directores, al tanto del parentesco político entre ambos, sonrieron, y Mel sintió que ya se aflojaba la tensión de minutos antes. Estaba acostumbrado a estas reuniones y sabía que lo mejor era mantener un tono alegre. Vernon podía haber descubierto lo mismo con sólo tomarse el trabajo de preguntar.

—Hay varios puntos que debemos considerar —continuó Mel—. Primero, el hecho indudable de que la mayoría siempre ha sentido un miedo instintivo de volar, y estoy convencido de que eso nunca cambiará, por mucho que progresemos y que disminuya el margen de riesgos. A propósito, lo único en que estoy de acuerdo con Vernon es que tenemos muy pocos accidentes hoy en día.

—Debido a este miedo inherente al ser humano —prosiguió— muchos pasajeros se sentían más cómodos, más seguros, con su póliza aérea. Querían tenerla y querían tener la facilidad de adquirirla en los aeropuertos, hecho demostrado por el enorme volumen de ventas en las máquinas y cabinas especiales. En un país libre los pasajeros debían tener derecho y oportunidad de comprar seguros o de no comprarlos. En cuanto a sacar pólizas con anticipación, lo cierto era que a casi nadie se le ocurría hacerlo. Además, añadió Mel, vendiendo seguros de vuelo sólo en esta última forma, los aeropuertos —incluso Lincoln Internacional— perderían gran parte de sus entradas. Al hablar de esto, Mel sonrió y los directores hicieron lo mismo.

Él comprendía que el eje del asunto estaba aquí: los beneficios que dejaban las concesiones de seguros eran demasiado importantes para perderlos. En Lincoln, el aeropuerto ganaba medio millón de dólares por año en comisiones por venta de seguros, aunque pocos clientes sabían que el aeropuerto se quedaba con veinticinco centavos por cada dólar de prima. Los seguros representaban la cuarta concesión en orden de importancia; solamente el estacionamiento, los restaurantes y el alquiler de auto producían sumas mayores para los cofres del aeropuerto. En otros más grandes los beneficios por seguros eran iguales o mayores. Era muy fácil para Vernon Demerest, reflexionó, hablar de «aeropuertos ávidos», pero nadie podía negar el poder del dinero.

Mel decidió no expresar todos estos pensamientos. Bastaba con su única referencia de poco antes. Los directores, familiarizados con la parte financiera del aeropuerto, ya comprenderían.

Consultó sus notas, recibidas el día anterior de una de las compañías de seguros que trabajaban en Lincoln Internacional. Él no las había pedido, ni había mencionado a nadie, fuera de su oficina, que hoy tendría lugar el debate sobre esa cuestión. Pero la compañía lo había averiguado de algún modo —y era extraordinario cómo siempre averiguaban todo— actuando con prontitud para proteger sus intereses.

No habría utilizado esos apuntes si hubieran expresado opiniones contrarias a las suyas, basadas en su honradez. Pero por suerte no era así.

—Ahora bien —siguió—, con respecto al sabotaje, potencial o no —sabía que los miembros de la Junta lo escuchaban con atención—, Vernon habló mucho de eso pero, después de escucharlo a fondo, debo decir que casi todas sus frases me parecieron exageradas. En realidad hay muy pocos casos probados de catástrofes aéreas debidas a bombas inspiradas por la idea de cobrar el seguro.

—¡Por Dios! —explotó Demerest desde su rincón, poniéndose de pie—. ¿Cuántos desastres se necesitan?

—¡Por favor, capitán! —otra vez el presidente con su martillo.

Mel esperó a que Demerest se calmara y continuó en tono tranquilo:

—Ya que me han hecho esa pregunta, contestaré que «ninguno». Otra pregunta, más pertinente, es ésta: ¿esos desastres no se hubieran producido lo mismo, aunque no existiera la venta seguros en los aeropuertos?

Hizo una pausa para que su argumento tuviera más efecto y continuó:

—Siempre se podría decir, claro, que si no se vendieran seguros en los aeropuertos los desastres de que hablamos nunca habrían ocurrido. En otras palabras, son crímenes impulsivos, desencadenados por la facilidad con que se pueden comprar esos seguros. También se puede decir que, aunque los crímenes estuviesen preparados de antemano, no se habrían realizado menores facilidades para adquirir el seguro. Creo que ésos son los argumentos de Vernon… y de la Asociación de Pilotos.

Una breve mirada de Mel a su cuñado no tuvo otra respuesta que un mal gesto.

—El gran fallo de todos esos argumentos —mantuvo Mel— es que son puras suposiciones. Me parece que alguien que proyecta un crimen así no se detendrá porque no pueda comprar seguros en el aeropuerto, sino que los comprará en cualquier parte, lo cual —como el mismo Vernon señaló— es cosa muy fácil.

Dicho de otra manera, indicó Mel, el seguro aéreo parecía ser, en los posibles saboteadores, una cosa de último momento y no el motivo principal de su crimen. Los motivos reales, en casos de sabotaje aéreo, tenían su base en las eternas debilidades humanas: triángulos amorosos, codicia, fracasos financieros, suicidios.

Desde que existía la Humanidad, agregó, no había sido posible eliminar esos motivos, y por lo tanto, los que deseaban una aviación segura sin sabotajes no debían abolir los seguros aéreos en los aeropuertos, sino reforzar otras medidas de precaución en el aire y en tierra. Una de esas medidas consistía en un control más estricto de la venta de dinamita, el recurso principal de casi todos los saboteadores aéreos hasta la fecha. Otra era inventar o perfeccionar dispositivos «sabuesos» para descubrir la presencia de explosivos en los equipajes; uno de ellos, les informó, ya estaba en uso con carácter experimental.

Una tercera idea —apoyada por las compañías de seguros— era abrir y examinar el equipaje de los pasajeros antes del vuelo, como se hacía con las inspecciones de aduanas. Admitió que esta última idea presentaba dificultades obvias.

Afirmó que era necesario aplicar con más rigor las leyes, ya existentes, que prohibían llevar armas en los aviones comerciales. Y había que estudiar el diseño de aeroplanos en relación con el sabotaje, para que soportaran mejor las explosiones internas. A ese respecto existía una idea —también apoyada por los aseguradores— consistente en reforzar y dar mayor pesadez que la actual a la envoltura interna de los compartimientos de equipajes, aun a riesgo de aumentar el peso y disminuir los beneficios.

La Agencia Federal de Aviación, señaló Mel, había estudiado la cuestión de seguros en aeropuertos declarándose contraria a suprimirlos. Mel miró otra vez a Vernon, que continuaba enfurecido. Ambos sabían que ese «estudio» era una espina clavada en los pilotos, porque su autor era un ejecutivo de seguros, especializado en la parte aérea, cuya imparcialidad resultaba muy sospechosa.

Quedaban varios puntos en las notas que Mel no había tocado, pero decidió no seguir. Además, algunos de aquéllos eran menos convincentes. Ahora que había hablado de ello, el asunto del compartimiento de equipajes le parecía muy dudoso. ¿Dónde iría el peso adicional: pasajeros, compañías o aseguradores aéreos? Pero los otros argumentos eran sólidos.

—Entonces —concluyó— lo que debemos decidir es si, por suposiciones y muy poco más, privaremos al público de un servicio que sin duda desea.

—Yo digo que no —interpuso con rápido énfasis Mildred Ackerman, mientras Mel volvía a sentarse, lanzándole a Vernon una mirada triunfante.

Con el mínimo de formalidades, los otros directores expresaron su conformidad y levantaron la sesión, dejando el resto de asuntos para la tarde.

Afuera, en el pasillo, Vernon esperaba a Mel.

—¡Hola, Vernon! —Mel se esforzó por ser amable antes de que su cuñado pudiera hablar—; sin rencor, espero. Hasta los amigos y parientes tienen sus desacuerdos de vez en cuando.

Lo de «amigos» era una exageración. Mel Bakersfeld y Vernon Demerest nunca habían simpatizado, a pesar del matrimonio de éste con la hermana de Mel, Sarah, y ambos lo sabían; en los últimos meses esa antipatía se había convertido en franco antagonismo.

—Ya lo creo que hay rencor —dijo Demerest, menos furibundo pero con ojos que no perdonaban.

Los directores que salían los miraban con curiosidad. Iban a almorzar, y Mel los acompañaría dentro de unos minutos.

—Para los que son como tú esto es fácil —agregó Demerest con desprecio—. Pegados a la tierra, atados a un escritorio, mentes de pingüinos. Si estuvieras en el aire, como tengo que estar yo, tendrías otro punto de vista.

—No siempre volé en un escritorio —le recordó Mel, cortante.

—¡Por el amor de Dios! Nada de idioteces heroicas. Ahora estás a nivel cero y se te nota por tu modo de pensar. Si no fuera así, verías esto del seguro como lo ve cualquier piloto que se respete.

—¿Que se respete o que se adore a sí mismo? —si Vernon quería lucha libre, la tendría; ahora no los oía nadie—. Lo malo que tienen casi todos ustedes, los pilotos, es que se acostumbraron tanto a verse como semidioses y capitanes de las nubes, que se han convencido de que también tienen cerebros maravillosos. Y no lo son, aparte de los conocimientos especializados que tienen. A veces pienso que el resto de los sesos se les ha reblandecido a fuerza de estar sentados demasiado tiempo en ese aire enrarecido, mientras los controles automáticos les hacen el trabajo. Así que cuando alguien se presenta con una opinión honrada pero que por casualidad no coincide con la suya, se portan como chiquillos mal criados.

—Dejo pasar todo eso —contestó Demerest— aunque ahora si alguien es infantil eres tú. Pero lo más importante es que no eres honrado, sino hipócrita.

—Mira, Vernon…

—Dijiste «una opinión honrada» —bufó el otro, asqueado—. ¡Qué va a ser honrada! Leías cosas sacadas de un folleto de propaganda de seguros. Te vi desde mi asiento y sé lo que digo porque yo también tengo un ejemplar —tocó la pila de libros y papeles que llevaba—. Ni siquiera tuviste la decencia, ni te tomaste molestia, de preparar algo por tu cuenta.

Mel enrojeció. Su cuñado lo había pescado en falta. Tenía que haber preparado su exposición, o por lo menos hacer una adaptación de las notas y hacerlas pasar a máquina de nuevo. Era cierto que llevaba varios días de mucho trabajo, pero eso no era excusa.

—Puede ser que algún día te arrepientas de esto —terminó Demerest—. Si es así y yo lo sé, te recordaré lo de hoy. Hasta entonces, no quiero verte más de lo estrictamente necesario.

Y antes de que Mel pudiera responderle, se había ido.

Ahora, recordando todo aquello junto a Tanya, Mel volvió a preguntarse si no había actuado mal con Vernon, y sospechó que sí. Aunque no estuviesen de acuerdo, y no veía razón para cambiar de idea, podía haberle hablado de mejor talante, evitando la falta de tacto característica de la manera de ser de Vernon, pero no de la suya.

Desde aquel día no se habían encontrado frente a frente, con la excepción parcial de hoy en la cafetería, primera vez que Mel lo veía desde la reunión. Mel nunca había estado unido a su hermana mayor, Sarah, y se visitaban poco de casados. Pero tarde o temprano los dos hombres tendrían que encontrarse, si no para resolver sus diferencias, por lo menos para olvidarlas, o archivarlas por un tiempo. Y a juzgar por el informe del comité de nieve, inspirado sin duda por el antagonismo de Vernon y escrito sin contemplaciones, cuanto antes se vieran sería mejor.

—No te hubiera hablado del seguro —decía Tanya ahora— si supiese que te haría viajar tan lejos de mí.

Aunque los recuerdos habían durado unos segundos, atravesándole la mente como relámpagos, Mel comprobó una vez más que Tanya lo comprendía bien. No recordaba ninguna otra persona que pudiese adivinarle los pensamientos con la misma facilidad. Eso significaba que por instinto estaban cerca.

Tanya lo miraba con ojos apacibles y comprensivos, pero esa suavidad se apoyaba en la fuerza y en una sensualidad que podía inflamarse muy pronto. De repente deseó que esa cercanía aumentara mucho más.

—No me fui tan lejos —le respondió—. Al contrario, me acercaste. En este momento deseo tu compañía —y agregó mientras se miraban a los ojos—: En todos los sentidos.

—Y yo también —replicó Tanya con su característica franqueza y una leve sonrisa—. Ya hace tiempo.

Sintió el impulso de pedirle que se fueran juntos y encontraran algún lugar tranquilo… el apartamento de ella… ¡y al diablo con las consecuencias! Pero después algo que ya sabía se le impuso: no podía irse todavía.

—Nos veremos más tarde —le dijo—, esta noche. No sé a qué hora, pero nos veremos. No te vayas sin mí —quería tomarla en sus brazos, apretarla, pero los rodeaba el tumulto de la terminal.

Ella le puso la punta de los dedos en la mano; el efecto era eléctrico

—Esperaré todo lo que quieras —y se alejó perdiéndose en seguida en el torbellino de pasajeros que asaltaba los mostradores de Trans America.