8

Sin excepción, los citados en la oficina del gerente llegaron pronto. Llamados por Mel o por Tanya, no tenían dudas de la urgencia del asunto que los obligaba a venir y dejaron otras ocupaciones.

El gerente de distrito de Trans America y jefe de Tanya, Bert Weatherby, fue el primero en llegar.

Ordway, ya comenzada la búsqueda de Inés Guerrero, cuya causa desconocía, lo siguió poco después. Por ahora no se ocupaba del numeroso grupo procedente de Meadowood que daba vueltas en el salón de pasajeros mientras escuchaba al abogado Freemantle exponer su problema ante las cámaras de Televisión.

Cuando Weatherby entró en la oficina de Mel preguntó con voz firme:

—¿De qué se trata, Mel?

—No estamos seguros, Bert, y tenemos pocas pistas, pero sospechamos con fundamento que haya una bomba a bordo del vuelo dos.

Tanya sintió la mirada penetrante de su jefe, pero éste no perdió tiempo en preguntar por qué estaba ella allí sino que volvió los ojos a Mel.

—Cuéntanos lo que sepas.

Dirigiéndose a Weatherby y a Ordway, Mel resumió lo que sabía o suponía basado en el informe del inspector de aduanas Standish sobre el pasajero del portafolio, apretado de manera que a él con su experiencia de observador le parecía sospechosa; la identificación por Tanya del hombre como un tal D. O. Guerrero, o quizá Buerrero; la revelación del empleado acerca de la falta de equipaje del hombre, fuera de ese portafolio pequeño ya mencionado; la compra, en el aeropuerto, de un seguro aéreo por valor de trescientos mil dólares y el hecho de que apenas le alcanzó su dinero para pagarlo: iba a hacer un viaje de ocho mil kilómetros sin una muda de ropa y sin fondos; y por fin, coincidencia o no, mistress Inés Guerrero, única beneficiaria de la póliza de su esposo, vagando por la terminal, muy afligida y perturbada, al parecer.

Mientras Mel hablaba entró el inspector Standish, de uniforme, seguido de Bunnie Vorobioff, quien entró intranquila mirando a todos lados, sin reconocer a nadie en ese ambiente extraño para ella. Las palabras de Mel la hicieron palidecer y cobrar expresión de susto.

El único que no estaba era el encargado de la puerta cuarenta y siete, lugar de salida del vuelo dos. Un supervisor, consultado poco antes por Tanya, le dijo que ya no estaba de servicio y se había ido a casa. Pidió que le avisaran allí y que llamara al aeropuerto en cuanto llegase. Dudaba de que sirviera de algo hacerlo volver; ya sabía que no recordaba haber visto subir al avión a Guerrero. Pero alguien podía tener interés en preguntarle algo por teléfono.

—Llamé a todos los implicados hasta ahora —informó Mel al agente de distrito— por si tú o algún otro quieren preguntar algo. Creo que debemos decidir —sobre todo tú— si tenemos bastantes elementos para avisar al capitán del vuelo dos —al decir esas palabras volvió a pensar en algo que había olvidado a medias: que ese capitán era su cuñado Vernon Demerest. Más tarde habría tiempo para considerar las implicaciones, pero en este momento no era posible.

—Estoy pensando —Weatherby se volvió a Tanya— que Operaciones debe participar en esto, sea cual fuere nuestra decisión. Averigua si Royce Kettering sigue en la base y dile que venga pronto. —El capitán Kettering era el principal piloto de Trans America en el aeropuerto y poco antes había hecho el vuelo de prueba del avión N-731-TA antes de que, convertido en el vuelo dos, El Bajel Dorado, saliera para Roma.

—Sí, señor —contestó Tanya.

Mientras hablaba por un teléfono, llamó otro; contestó Mel. Era el jefe de torre:

—Tengo el informe que pidió sobre el vuelo dos —una de las llamadas de Mel había sido para control aéreo, pidiendo información sobre hora de salida y posición actual de ese avión.

—Léamelo.

—Salió a las 23.13, hora local —Mel miró el reloj de pared, que marcaba diez minutos después de medianoche; el avión llevaba poco menos de una hora en el aire.

»El Centro de Chicago —continuó el jefe— pasó control del avión al Centro de Cleveland a las 0,27 hora del Este, Cleveland a Toronto a la 1,30 Este, hace siete minutos. En ese momento Toronto da posición cerca de London, Ontario. También tengo, si quiere, ruta, altura y velocidad.

—No, por ahora es suficiente. Gracias.

—Otra cosa, míster Bakersfeld —el jefe resumió el último informe de Joe Patroni sobre la pista tres cero: seguiría fuera de uso por lo menos otra hora más.

Mel lo escuchó impaciente; ahora otras cosas tenían más importancia.

Cuando colgó, Mel repitió lo que había oído para que lo supiera Weatherby. Tanya también colgó y dijo que habían encontrado a Kettering y que éste llegaría pronto.

—Esa mujer, la esposa del pasajero —dijo Weatherby—,

¿cómo se llama?

—Inés Guerrero —contestó Ned Ordway.

—¿Dónde está?

—No sabemos —el policía explicó que sus hombres registraban el aeropuerto aunque la mujer ya podía haberse ido. Añadió que habían dado el alerta a la central de Policía en la ciudad, y que todos los ómnibus procedentes del aeropuerto eran registrados al llegar al centro.

—Cuando estuvo aquí —agregó Mel— no teníamos idea…

—Todos nos dormimos —gruñó Weatherby, pasando la vista de Tanya a Standish, hasta ahora silencioso. Tanya sintió que recordaba sus propias palabras: «¡Olvídate de eso!».

»Habrá que decirle algo al capitán —siguió él—; tiene derecho a saber lo mismo que nosotros…, que no es mucho, por ahora suposiciones, nada más.

¿Por qué no le mandamos una descripción de Guerrero? —sugirió Tanya—. Así, si quiere, puede identificarlo sin decirle nada.

—Si lo hacen podemos ayudarlos —señaló Mel—. Tenemos gente que lo vio.

—Bueno —aceptó el gerente de distrito—, reuniremos datos; mientras tanto, Tanya, llama al encargado y dile que dentro de unos minutos le pasarán un mensaje importante y que prepare un circuito para conectar con el vuelo dos. Que no diga nada. No quiero que esto se sepa; por lo menos por ahora.

Tanya volvió al teléfono.

—¿Usted es Miss Vorobioff? —preguntó Mel.

Bunnie bajó la cabeza, nerviosa, y todos la miraron. Los hombres, como autómatas, bajaron la vista a su abundante busto; el gerente de distrito pareció a punto de silbar, pero cambió de idea.

—¿Sabe de quién hablamos? —volvió a preguntar Mel.

—No…, no estoy segura.

—Se llama D. O. Guerrero y usted le vendió una póliza, ¿no?

—Sí.

—Cuando redactó esa póliza, ¿lo miró bien?

—No muy bien, no —movió la cabeza; hablaba en voz baja. Se humedeció los labios.

—Pero por teléfono… —se sorprendió Mel.

—Había tanta gente… —se defendió ella.

—Pero me dijo que lo recordaba.

—Lo confundí con otro.

—¿Y no se acuerda de Guerrero?

—No.

Mel no comprendía.

—Permítame, míster Bakersfeld —Ned Ordway dio un paso de frente a la muchacha—. ¿Tiene miedo de comprometerse, no? —lanzó con voz áspera, de policía, muy diferente del tono gentil que usara antes con Inés Guerrero.

Bunnie acusó el impacto, pero no contestó.

—¿No es cierto? —insistió Ordway—. Contésteme.

—No sé.

—¡Sí que sabe! Tiene miedo de ayudar a otros porque tiene miedo de perjudicarse; conozco a muchos así —escupió las palabras con desprecio, poniendo en evidencia un aspecto implacable de su personalidad que Mel veía por primera vez—. Óigame bien, nena. Si le tiene miedo a los líos, no siga así porque le esperan muchos. Para estar tranquila y salvarse, si puede, conteste cuando se le pregunta. ¡Y conteste rápido! Queda poco tiempo.

Bunnie tembló. Tenía miedo de las preguntas policiales desde sus oscuros tiempos del este de Europa. Nada podía borrar ese miedo. Ordway había reconocido los signos delatores.

—Miss Vorobioff —interpuso Mel—: el aeroplano lleva a bordo casi doscientas personas que nos preocupan. Pueden correr un gran peligro. Yo volveré a preguntarle: ¿pudo ver bien a ese hombre, Guerrero?

—Sí —dijo Bunnie con un lento movimiento de cabeza.

—Descríbalo, por favor.

Obedeció, primero a tropezones y luego más segura.

Mientras escuchaban, emergía una imagen de D. O. Guerrero: flaco y anguloso; cara pálida y cetrina, mandíbula prominente, cuello largo y flaco; labios delgados; bigotito rubio; manos nerviosas, dedos inquietos. Puesta a prueba, Bunnie Vorobioff demostró ser una observadora sagaz.

El gerente de distrito, sentado ahora frente al escritorio de Mel, tomó nota de la descripción, agregándola a su mensaje dirigido al personal de vuelo dos.

Cuando Bunnie mencionó que a D. O. Guerrero le quedaba muy poco dinero, apenas suficiente para pagar, y nada de liras; su tensión nerviosa, sus tanteos con las monedas, su excitación al descubrir un billete de cinco dólares en un bolsillo interior, Weatherby alzó la vista con una expresión mezcla de repulsión y terror.

—¡Dios mío! Y no obstante le vendió una póliza. ¿Ustedes están locos?

—Yo creí… —empezó a decir Bunnie.

—¡Usted creyó! Pero no hizo nada, ¿verdad?

Blanca, impresionada, Bunnie Vorobioff sacudió la cabeza.

—Bert, estamos perdiendo el tiempo —le recordó Mel.

—Ya sé, ya sé, pero igual… —apretó el lápiz que tenía en la mano y murmuró—: No es solamente ella ni los que la emplean. Somos nosotros, las compañías de aviación; tenemos la misma parte de culpa. Estamos de acuerdo con los pilotos en cuanto a los seguros vendidos en aeropuertos, pero no tenemos agallas para decirlo. Dejamos que ellos hagan el trabajo sucio…

—Harry —interrumpió Mel, dirigiéndose a Standish—, ¿quieres agregar algo a la descripción de Guerrero?

—No. No lo vi de tan cerca como la señorita, y ella observó más cosas que yo. Pero me fijé en cómo llevaba la cartera y diría que si ésta contiene lo que ustedes creen, será mejor que nadie trate de quitársela.

—¿Y qué sugiere?

—No soy experto y no puedo decirles; pero creo que deben tratar de sacársela con algún truco. Pero si hay una bomba, está metida en algo que va dentro del portafolio, y tiene algún gatillo o disparador, que seguramente está al alcance de sus dedos. Ahora el portafolio es lo único que él posee y si alguien trata de sacárselo comprenderá que lo han descubierto; como no tiene nada que perder… —añadió, sombrío—: Tiene el dedo en el gatillo y disparará.

—Pero todavía no sabemos —indicó Mel— si el hombre es sólo un excéntrico que guarda su pijama.

—Si me pide una opinión le diré que no creo eso —dijo el inspector—. Y quisiera creerlo porque en ese avión viaja una sobrina mía.

Standish pensaba con tristeza: si pasa algo, ¿cómo se lo cuento a mi hermana, en Denver? Recordó su última visión de Judy: joven y dulce, jugando con el bebé. Le había dado un beso. ¡Adiós, tío Harry! Sentía terribles remordimientos por no haber tomado a tiempo alguna medida más definitiva contra el hombre del portafolio, por no haberse portado con más responsabilidad.

Pero aunque fuese tarde, ahora remediaría esa omisión.

—Quiero decir algo más.

Todos lo miraron.

—Les diré esto porque no puedo perder tiempo siendo modesto: soy buen juez de la gente, casi siempre a primera vista, y me es fácil oler a los que tienen algo malo. Es un instinto, no sé qué mecanismo lo hace funcionar, pero parece que en mi oficio se desarrolla más que en otros. Ese hombre me llamó la atención, y me pareció sospechoso: ésa fue la palabra que pensé, asociándola con el contrabando por costumbre y experiencia. Ahora, sabiendo lo que sabemos —por poco que sea—, diría más: ese hombre, Guerrero, es peligroso. Míster Weatherby —continuó, mirando a éste—, no deje de mencionar esa palabra, «peligroso», cuando hable con su gente en vuelo.

—La mencionaré, inspector —contestó alzando la vista de lo que escribía. Casi todo lo dicho por Standish ya figuraba en el mensaje al vuelo dos.

Tanya seguía hablando por teléfono con el encargado de despachos de su Compañía.

—Sí, será un mensaje largo. Que alguien lo copie, por favor.

Sonó un fuerte golpe en la puerta y entró un hombre alto, de cara curtida y penetrantes ojos azules, abrigado con un pesado abrigo debajo del cual llevaba un traje de sarga azul que parecía —pero no era— un uniforme. El recién llegado saludó a Mel con la cabeza; antes de que pudieran hablar lo hizo Weatherby.

—Gracias por venir tan pronto, Royce. Tenemos un problema —y le dio la hoja con sus anotaciones.

El capitán Kettering, jefe de pilotos de la base de Trans America, leyó el mensaje con atención, sin otra reacción que un apretar de labios. Como muchos otros, no solía estar en el aeropuerto a semejantes horas. Pero las exigencias de la tormenta de tres días y la consiguiente necesidad de tomar con frecuencia decisiones operativas, lo habían mantenido en su puesto.

Sonó el segundo teléfono, destruyendo el pasajero silencio. Contestó Mel y le pasó el auricular a Ned Ordway.

Kettering terminó de leer y Weatherby le preguntó:

—¿Estás de acuerdo en mandarlo así? En despacho esperan con la conexión lista para el avión.

—Sí, pero me gustaría agregar esto: «Sugiero retorno o aterrizar según criterio capitán», y que el encargado les informe sobre el tiempo que tenemos aquí.

—Claro —agregó con lápiz esas palabras y le pasó la hoja a Tanya, quien comenzó a dictar el mensaje.

—¿Sabemos algo más? —preguntó Kettering a la redonda.

—Por ahora, nada más —le contestó Mel.

—Quizá sepamos algo más dentro de poco —agregó Ordway, de vuelta del teléfono—. Acabamos de encontrar a la mujer de Guerrero.

El mensaje estaba dirigido al capitán del vuelo dos de Trans America:

Existe posibilidad sin confirmar que pasajero turista D. O. Guerrero a bordo de ese vuelo lleve explosivo en cartera. Pasajero sin equipaje y aparentemente sin fondos compró seguro cantidad elevada antes salida avión. Observado comportamiento sospechoso con portafolio llevado como equipaje de mano. Sigue descripción…

Como se había previsto la conexión por radio de la Compañía, con el vuelo dos, tardó varios minutos en establecerse. Desde el mensaje anterior relativo al polizonte mistress Ada Quonsett, el avión había pasado los límites de control del despacho de Cleveland para entrar en el área de Nueva York. Ahora las comunicaciones de la Compañía tenían que pasar por el despacho de esta ciudad para llegar al avión.

A medida que Tanya dictaba el mensaje, una empleada lo escribía a máquina en Nueva York. A su lado un empleado de Trans America leyó las primeras líneas y por un teléfono directo con el operador de ARINC, red privada de comunicaciones mantenida en conjunto por todas las compañías importantes.

El operador —en otro lugar de Nueva York— inició un segundo circuito que lo comunicó con el empleado de Trans America, y por el tablero de transmisión envió los signos AGFG, código identificador del avión N-731-TA. Una vez más, como la llamada de cualquier teléfono privado, la señal de alerta iba a sonar a bordo del vuelo dos, y solamente de él, sin enterarse nadie más.

Unos momentos más y la voz del capitán Demerest, procedente de algún punto situado por encima de Ontario, Canadá, se oyó en Nueva York:

—Trans America dos, contesta, circuito Selcal.

—Trans America dos, habla despacho Nueva York. Tenemos un mensaje importante. ¿Listo para copiarlo?

—Bien, Nueva York. —Tras breve pausa, otra vez Demerest—. Digan.

Capitán vuelo dos —comenzó el empleado—. Existe posibilidad sin confirmar

Inés seguía sentada muy tranquila en su rincón cerca del mostrador, cuando sintió que le tocaban el hombro.

—¡Inés Guerrero! ¿Es usted mistress Guerrero?

Alzó la vista; le costó varios segundos pensar con relativa claridad, comprender que quien le hablaba parado junto a ella era un policía.

Volvió a sacudirla nuevamente y a hacerle su pregunta.

Inés atinó a decir que sí con la cabeza. El policía no era el mismo de antes: éste era blanco y no tenía los buenos modales ni la voz suave del otro.

—¡Vamos, muévase, señora! —le apretó más el hombro, causándole dolor, y la puso bruscamente de pie—. ¿Me oye? ¡Vamos! Arriba chillan porque usted no viene y no hay un policía que no la esté buscando.

Diez minutos después, en la oficina de Mel, Inés era el centro de la atención de todos. Sentada en una silla en el medio del cuarto, donde la habían puesto, el teniente Ordway estaba frente a ella; el policía blanco se había ido.

Los demás, Tanya, Mel, Standish, Bunnie, Weatherby y Kettering, la rodeaban, no demasiado cerca. Mel les había pedido a todos que se quedaran.

—Mistress Guerrero —comenzó Ordway—: ¿para qué va su esposo a Roma?

Inés lo miró vagamente y no respondió. El policía cambió de voz, pero sin dejar de ser bondadoso:

—Mistress Guerrero, por favor, escúcheme con atención. Tengo que hacerle algunas preguntas importantes sobre su marido, y necesito su ayuda. ¿Me entiende?

—No…, no sé.

—No hace falta que sepa por qué le hago esas preguntas; ya habrá tiempo para eso después. Lo que quiero es que me ayude contestándome. ¿Lo hará, por favor?

—Teniente, no tenemos toda la noche para esto —cortó el gerente de distrito—. El avión se nos escapa a mil kilómetros por hora. Si hace falta, nada de miramientos.

—Déjeme esto a mí, míster Weatherby —respondió Ordway con sequedad—. Si todos empezamos a gritar tardaremos mucho más y conseguiremos mucho menos.

El otro no perdió su aspecto de impaciencia, pero no dijo nada más.

—Inés… —continuó Ordway—, ¿puedo llamarla Inés? Un gesto afirmativo.

—Inés, ¿me va a contestar?

—Sí… Si puedo.

—¿Por qué va a Roma su marido?

—No sé —con voz apenas más audible que un murmullo.

—¿Tienen amigos o parientes allí?

—No…, un primo lejano en Milán, pero nunca lo hemos visto.

—¿Se escribe su esposo con ese primo?

—No.

—¿Se le ocurre alguna razón para que su esposo visite de repente al primo?

—No hay ninguna razón.

—De todos modos, teniente —apuntó Tanya—, para ir a Milán nuestro vuelo a Roma no sirve. Alitalia tiene un vuelo directo y más barato, esta misma noche.

—Con seguridad el primo no tiene nada que ver —asintió Ordway y le hizo otra pregunta a Inés—: ¿Su marido tiene negocios en Italia?

Gesto negativo.

—¿Cuál es su negocio?

—Es…, era… contratista.

—¿Qué clase de contratista?

—Construía edificios —de un modo lento, pero visible, Inés recobraba su lucidez—; casas, barrios…

—Dijo que «era»; ¿por qué no lo es más?

—Las cosas… le fueron mal.

—¿En sentido monetario?

—Sí, pero… ¿por qué lo pregunta?

—Por favor, créame, Inés; tengo mis razones. Es por la seguridad de su marido y de otros. ¿Me cree?

—Sí —dijo después de mirarlo a los ojos.

—¿Su marido tiene ahora problemas de dinero?

—Sí —la vacilación fue momentánea.

—¿Problemas graves?

Lento signo afirmativo.

—¿Está arruinado, tiene deudas?

—Sí —un murmullo.

—Entonces, ¿dónde consiguió dinero para el pasaje a Roma?

—Yo creo… —iba a seguir contando lo del anillo empeñado por D. O., pero recordó el contrato de pago de Trans America Airlines. Sacó la hoja amarilla, ya muy arrugada, de su bolso y se la tendió a Ordway, que la leyó por encima al mismo tiempo que el gerente de distrito, que se había acercado.

—Es a nombre de «Buerrero» —dijo este último—. Pero la firma es ilegible.

—Buerrero es el nombre que apareció al principio en el manifiesto de vuelo —señaló Tanya.

—Ahora ya no importa —Ordway movió la cabeza—, pero el truco es viejo cuando el crédito es malo: usan otra letra inicial del apellido para que los antecedentes desfavorables no aparezcan al investigar…, por lo menos, no tan pronto. Después, si se descubre el error, la culpa es de quien llenó el formulario.

—¿Por qué dio su conformidad, sabiendo que su esposo cometía una estafa? —enfrentó enojado a Inés, hoja en mano.

—Yo no sabía nada —protestó ella.

—¿Y cómo tiene esto ahora?

Con dificultad, la mujer relató su hallazgo horas antes, causa de su venida al aeropuerto, en la esperanza de encontrar a su marido antes de que partiera.

—¿Así que hasta esta noche no tenía idea de que se iba?

—No, señor.

—¿Ninguna idea de ningún viaje?

—Sacudió la cabeza.

—¿Ni ahora se le ocurre un motivo?

—No —parecía sorprendida.

—¿Su marido hace a veces cosas irracionales?

Inés vaciló.

—¿Las hace o no?

—A veces, estos últimos tiempos…

—¿Fue poco razonable en algo?

—Sí —murmuró ella.

—¿Violento?

Volvió a asentir, al parecer contra su voluntad.

—Esta noche su marido llevaba un portafolio pequeño, que parecía cuidar mucho. ¿Qué podrá contener?

—No sé, señor.

—Inés, usted dijo que su esposo era contratista de obras. ¿Usaba explosivos en su trabajo?

La pregunta fue hecha de modo tan casual y sin preámbulo que nadie pareció darle la menor importancia. Pero al comprender su verdadero significado el cuarto se puso tenso.

—Sí, a menudo.

—¿Y sabe mucho de explosivos su marido? —la pregunta estuvo precedida de una pausa más larga.

—Creo que sí. Siempre le gustó usarlos. Pero… —se paró de pronto.

—Pero ¿qué, Inés?

—Pero… los usa con mucho cuidado —en la voz de ella se notaba una nerviosidad antes ausente; con los ojos recorrió el cuarto—. Por favor…, ¿qué sucede?

—Creo que usted ya se lo imagina, Inés.

Ella no contestó y el policía prosiguió:

—¿Dónde viven ahora? —y anotó la dirección del apartamento en el barrio sur, que ella le dio—. ¿Su marido estuvo allí hoy antes de salir?

Asintió, ya muy asustada.

Ordway se volvió a Tanya y le preguntó, sin alzar la voz:

—Por favor, quiero una línea directa a la central de la ciudad; esta extensión… —anotó un número—. Pídales que no se retiren del teléfono.

Tanya fue rápidamente al escritorio de Mel.

—¿Su marido tenía explosivos en el apartamento? —siguió interrogando Ordway, y ante su vacilación cambió de tono y agregó con dureza—: Hasta ahora me dijo la verdad; no me mienta ahora. ¿Lo tenía o no?

—Sí.

—¿Qué clase de explosivos?

—Un poco de dinamita…, y tapitas… Que le quedaron de antes.

—¿De su trabajo de contratista?

—Sí.

—¿Habló de eso alguna vez, de su motivo para guardarlos?

—Sólo dijo que… si uno sabía manejarlos… no había peligro.

—¿Dónde los guardaba?

—En un simple cajón.

—¿Un cajón, dónde?

—En el dormitorio —una expresión de súbito horror cruzó la cara de Inés; Ordway la distinguió.

—¿En qué acaba de pensar?

—¡En nada! —el pánico llenaba sus ojos, su voz.

—¡Sí que pensó en algo! —Ordway se inclinó hacia delante para acercarse a Inés, con el rostro agresivo. Por segunda vez dejó la bondad a un lado y mostró nada más que el salvajismo sin piedad de un policía que necesitaba una respuesta y la iba a conseguir fuera como fuera; gritó—: ¡Nada de evasivas ni de mentiras que no servirán para nada! Dígame lo que pensó y no lloriquee. ¡Dígamelo!

—Esta noche esas cosas…, antes no lo pensé…

—¿La dinamita y las tapas?

—Sí.

—¡No pierda tiempo! ¿Qué pasa con ellas?

—¡Ya no estaban!

—Está lista su llamada, teniente. Lo esperan —pronunció Tanya en voz baja.

Nadie más dijo nada. Ordway afirmó con el gesto sin quitar la vista de Inés.

—¿Sabía que esta noche, antes de salir el avión, su marido sacó un seguro grande, muy grande, nombrándola beneficiaria?

—No, señor. Juro que no sabía nada…

—Le creo. —Por un momento calló y al hablar de nuevo su voz resonó áspera y desagradable—. Inés Guerrero, escúcheme con mucha atención: creemos que su esposo tiene consigo, ahora, esos explosivos de que usted nos habló. Creemos que los llevó a bordo de ese vuelo a Roma y como no hay otra explicación de ese hecho, creemos que intenta destruir el aeroplano matándose él y todos los demás. Una pregunta más, pero piense bien antes de contestar, y recuerde que toda esa gente inocente —hay niños— van en el avión. Inés, usted conoce a su marido mejor que nadie. ¿Por el dinero del seguro, por usted…, podría él hacer lo que le he dicho?

Las lágrimas corrieron por la cara de Inés; parecía próxima a desmayarse, pero su lento movimiento de cabeza era una afirmación.

—Sí —dijo con voz ahogada—. Sí, creo que lo haría.

Ned Ordway miró a otro lado. Tomó el teléfono de manos de Tanya y habló rápidamente en voz baja. Daba información mezclada con varias demandas.

Una vez se interrumpió para dirigirse otra vez a Inés Guerrero:

—Vamos a registrar su apartamento, si es necesario con una orden. Pero será más fácil si nos da su consentimiento.

Hizo un gesto cansado: sí.

—Está de acuerdo —dijo él en el teléfono y poco después colgó. Luego se dirigió a Mel y Weatherby—: Si hay pruebas en el apartamento las levantaremos. Fuera de eso, no podemos hacer mucho por ahora.

—Ninguno de nosotros puede hacer otra cosa que rezar —agregó pesimista el gerente de distrito. Y con la cara grisácea y cansada empezó a escribir un nuevo mensaje para el vuelo dos.