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Cuarenta y cinco minutos antes de su hora oficial de salida, las veintidós, el vuelo dos de Trans America —El Bajel Dorado, al mando del capitán Vernon Demerest— estaba en las últimas etapas preliminares de su viaje de nueve mil kilómetros, sin escalas a Roma.
En un sentido más general, los preparativos se remontaban a días, semanas y meses. En términos más inmediatos, a veinticuatro horas.
Un vuelo largo es comparable a un río que desemboca en el mar. Antes de llegar, recibe afluentes de origen remoto, en tiempo y distancia, y cada afluente tiene a su vez otros, mayores o menores que él. Al final, en la desembocadura del río, éste representa el total de lo que ha recibido. Traducido a términos a náuticos: el río al llegar al mar es el avión en el momento de partir.
El avión del vuelo dos era un jet intercontinental Boeing 707-320B, número de registro N-731-TA. Contaba con cuatro motores «Pratt y Whitney», que le aseguraban una velocidad de casi mil kilómetros por hora. Podía cubrir sin etapas, cargado al máximo, casi diez mil kilómetros, o sea la distancia en línea recta entre Islandia y Hong Kong. Llevaba ciento noventa y nueve pasajeros y casi cien mil litros de combustible, lo bastante para llenar una piscina de buen tamaño. El costo del avión, para la compañía, era de seis millones y medio de dólares.
El N-731-TA había llegado dos días antes de Düsseldorf, Alemania, y a dos horas de Lincoln Internacional un motor se recalentó. Como precaución, el capitán ordenó que no se usara. Ningún pasajero del avión sabía que volaba con tres motores en vez de cuatro; en caso de necesidad, habría bastado con uno solo. Y ni siquiera hubo retraso al llegar.
Sin embargo, el Mantenimiento de Trans America recibió aviso por radio, y varios mecánicos ya preparados metieron el avión en un cobertizo en cuanto desembarcaron pasajeros y carga. Ya en camino al hangar, los especialistas en diagnóstico estaban trabajando para descubrir el fallo, que no tardaron mucho en localizar.
Un conducto neumático —caño de acero inoxidable que rodea al motor— se había agrietado y luego roto, en vuelo. Lo indicado era retirar el motor y remplazar el tubo, cosa relativamente simple. La complicación era que, durante unos minutos, antes de apagar el motor recalentado, hubo sin duda un escape de aire, muy caliente, al cuerpo del motor, que podía haber dañado los ciento ocho pares de cables del sistema eléctrico del aeroplano.
Un examen atento de los cables demostró que, si bien algunos habían recibido el calor, al parecer ninguno estaba afectado. En caso de ocurrir algo similar en un automóvil, ómnibus o camión, el vehículo habría vuelto a prestar servicios sin más. Pero las líneas aéreas no se arriesgaban así, y se decidió que había que remplazar los ciento ocho pares.
Era un trabajo muy difícil y especializado, pero al mismo tiempo minucioso y monótono, porque sólo dos hombres a la vez podían trabajar dentro del pequeño espacio disponible en el cuerpo del motor. Además había que identificar cada par de cables antes de efectuar su difícil conexión. El trabajo se proyectó sin intervalos, día y noche, con equipos de mecánicos electricistas que se relevaban sin cesar.
En total la compañía debía gastar miles de dólares en mano de obra y pérdida de beneficios, mientras el enorme avión quedaba en tierra, improductivo. Pero la pérdida se aceptó sin más trámite, como aceptaban las suyas todas las compañías para lograr una seguridad más completa.
El Boeing 707 N-731-TA que antes de volar a Roma tenía que cumplir otra etapa hasta la costa del Pacífico, ida y vuelta, fue retirado de servicio. Operaciones recibió aviso y se apresuró a cambiar los horarios para cubrir el claro resultante. Un enlace quedó cancelado y varias docenas de pasajeros se transfirieron a compañías rivales. No había avión suplente. Los jets de varios millones de dólares no tienen pares de repuesto.
Pero Operaciones insistió para que Mantenimiento tuviera listo al 707 para el vuelo dos a Roma, treinta y seis horas más tarde. Un vicepresidente de Operaciones, en Nueva York, llamó personalmente al jefe de Mantenimiento de Trans America, quien le dijo que si era posible tenerlo listo, lo tendrían. El mejor capataz y los mejores mecánicos y electricistas ya estaban trabajando dispuestos a terminar lo antes posible. La segunda dotación, que relevaría a la anterior por la noche, ya estaba agrupándose. Todos harían horas extras hasta terminar la reparación.
Al contrario de la creencia general, los mecánicos de aviones se interesaban en su trabajo. Después de una reparación difícil o de apuro como ésta, seguían el vuelo del avión para saber cómo había resultado su trabajo. Para ellos era una satisfacción saber, como ocurría casi siempre, que el aeroplano funcionaba bien. Meses más tarde podían decir, por ejemplo:
—Ahí va el viejo 842. ¿Te acuerdas cuánto trabajo nos dio? Pero lo curamos.
Durante el día y medio posterior al descubrimiento del fallo del N-731-TA, el trabajo, aunque lento por su misma índole continuó lo más rápido posible.
Por fin, tres horas antes de salir, el último par de los ciento ocho quedó conectado de nuevo. Otra hora se invirtió en volver a colocar las cubiertas del motor y verificar si funcionaba bien. Todavía faltaba una prueba de vuelo para que el avión pudiera entrar nuevamente en servicio. Operaciones preguntaba si el N-731-TA estaría listo para el vuelo dos, o no, si no, que Mantenimiento lo dijera de una vez, para que Ventas estuviese al tanto de la demora, que podía ser larga, notificándolo a su vez a los pasajeros antes de que salieran de sus casas.
Cruzando los dedos y tocando madera, el jefe de Mantenimiento contestó que, si no había complicaciones en la prueba aérea, el avión estaría disponible a tiempo.
Y así fue, pero por un pelo. El principal piloto de la compañía en la base, llamado para ese fin, hizo un vuelo de prueba atravesando la tormenta y llegando a la zona más tranquila por encima de ella. Al volver informó:
—Aunque aquí nadie lo sabe, la luna sigue en su lugar —y procedió a declarar al N-731-TA en perfecto estado para volar. Los pilotos ejecutivos gustaban de ese trabajo porque les daba horas de vuelo sin alejarse mucho de su escritorio.
Cuando el piloto aterrizó quedaba tan poco tiempo, que llevó el avión directamente al portón cuarenta y siete de la terminal donde iba a ser cargado, ya en su carácter de vuelo dos, el Bajel Dorado.
Mantenimiento había cumplido su promesa —como siempre— sin causar problemas.
Una vez en posición el aeroplano, los obreros se agruparon en torno a él como duendecillos.
Entre lo que iba a bordo, la comida ocupaba un sitio privilegiado. Setenta y cinco minutos antes de la salida, el control llamó a los proveedores pidiendo lo necesario para el vuelo, según los pasajeros que viajaban. Hoy la primera clase tenía sólo dos asientos vacíos; la clase económica no, de modo que sólo los pasajeros de aquélla podían cenar dos veces, si lo deseaban.
A pesar de los cálculos exactos, un pasajero de último momento nunca se quedaba sin comer, porque cerca del portón de salida, en cajas especiales, se guardaban refuerzos, incluso comidas judías aprobadas (kosher). Si un pasajero inesperado subía a bordo al cerrarse las puertas, su bandeja de comida lo seguía inmediatamente.
Luego se cargaban las bebidas, con recibo firmado por una azafata. En primera era gratis; en clase turista cada trago costaba un dólar, o su equivalente, a menos que aprovecharan la siguiente situación, conocida por los iniciados: las azafatas llevaban poco o ningún cambio, y tenían instrucciones de no cobrar la bebida al pasajero si no podían darle vuelto. Algunos viajeros frecuentes se pasaban años bebiendo gratis en clase turista, sacando siempre billetes de veinte o cincuenta dólares y afirmando que no tenían nada más pequeño.
Cuando la comida y bebida iban a bordo se revisaban y renovaban otros artículos necesarios; había varios cientos de ellos, desde pañales, mantas, almohadas, bolsitas para vomitar y Biblias, hasta accesorios marcados: «Bandejita para bebidas, ocho agujeros, calidad cinco». Todo se consideraba material no recuperable, y al terminar el vuelo ninguna compañía se preocupaba de controlar los inventarios. Lo que faltaba se reemplazaba sin decir nada, y por eso los pasajeros podían salir del avión cargados con artículos portátiles sin que nadie, por regla general, los detuviera.
Entre estos artículos figuraban revistas y diarios, estos últimos con una excepción: las órdenes eran que si la primera página de un diario exhibía noticias de un desastre aéreo, el diario no iba abordo y se tiraba. Esta política de Trans America regía también en casi todas las otras compañías.
En el vuelo dos de esta noche sobraban los diarios. La noticia principal era el tiempo: el efecto, en toda la zona central del país, de los tres días de tormenta invernal.
Junto con los pasajeros, aparecía ahora el equipaje. Después de que un viajero veía desaparecer su maleta en el mostrador, ésta iba, por una serie de correas, a una sala situada muy por debajo del portón de salida, que los encargados del equipaje llamaban «la cueva de los leones», porque —como admitían después de varios tragos— había que ser valiente o ingenuo para dejar que una maleta conteniendo algo valioso entrara allí. Algunas —como podían atestiguarlo sus entristecidos dueños— entraban en «la cueva de los leones», pero nunca salían de ella.
En la cueva un empleado atendía la llegada de cada bulto. Según el destino que traían marcado movía un botón del tablero y en seguida un brazo automático se alzaba para asir la maleta depositándola al lado de las otras que iban en el mismo vuelo. Luego, varios hombres llevaban todo a los aviones correspondientes.
El sistema era excelente… cuando funcionaba. Pero a menudo no funcionaba.
Las compañías admitían privadamente que esta parte concerniente al equipaje era la menos eficiente del viaje por aire. En la época en que el ingenio humano lograba mantener en el espacio una cápsula del tamaño de un bote, era también cierto que un pasajero no podía estar seguro de si su maleta llegaría, junto con él o no, a Pine Bluff, Arkansas, o a Minneápolis-Saint Paul. Una cantidad increíble de equipaje aéreo —por lo menos un bulto de cada cien— llegaba a destinos equivocados, se demoraba o se perdía del todo. Los ejecutivos, entristecidos, trataban de justificarlo insistiendo en que la operación presentaba demasiadas oportunidades para que un ser humano se equivocara. Los expertos en eficiencia examinaban periódicamente los sistemas que luego se perfeccionaban. Pero no existía un sistema infalible, ni mucho menos. Por eso todas las compañías tenían empleados cuyo trabajo, en todas las terminales importantes, era localizar el equipaje que faltaba. Y esos empleados no tenían mucho tiempo libre.
El viajero experto y desconfiado hacía lo que podía: es decir, asegurarse de que los rótulos colocados en sus bártulos por mozos o empleados indicaran su lugar de llegada sin errores. Esto no era muy frecuente. Muy a menudo la prisa los impulsaba colocar leyendas equivocadas que se corregían únicamente si alguien advertía el error. Y aun entonces, perdido de vista el equipaje, aquello era una lotería, y lo único que el pasajero podía hacer era rogar que algún día, en alguna parte, sus maletas y él se encontraran de nuevo.
Esta noche, en Lincoln International —aunque nadie lo sabía aún— el equipaje del vuelo dos ya estaba incompleto. Dos maletas, que debían haber ido a Roma, subían en ese momento a bordo de un vuelo a Milwaukee.
La carga ingresaba al vuelo dos en un aflujo incesante, como el correo; hoy éste pesaba más de cuatro mil kilos y se guardaba en bolsas coloreadas, de nylón, algunas dirigidas a ciudades italianas: Milán, Palermo, Vaticano, Pisa, Nápoles, Roma; otras para seguir viaje a lugares lejanos sacados de una crónica de Marco Polo… Zanzíbar, Kartún, Mombasa, Jerusalén, Atenas, Rodas, Calcuta…
Esta carga de peso excepcional era resultado de la situación, y muy conveniente para Trans America. Un vuelo de BOAC que debía salir poco antes del vuelo dos de Trans America acababa de anunciar una demora de tres horas. El supervisor de rampa de correos, que vigilaba en todo momento las salidas y llegadas, ordenó inmediatamente la mudanza del correo del avión de BOAC al de Trans America. La compañía británica salía perdiendo porque llevar correo era muy beneficioso, lo que explicaba la competencia por transportarlo. Todas las compañías mantenían empleados uniformados en las oficinas de correos de los aeropuertos, para asegurarse de que su línea recibía una «parte justa» —o mucho más, si era posible— del correo a transportar. A veces los encargados de las oficinas tenían favoritos y les concedían más que a los otros. Pero en casos de demora, la amistad no contaba; en esos momentos la regla era inflexible: el correo tenía que ir por el camino más rápido.
Dentro de la terminal, a un nivel inferior y a corta distancia del Boeing 707 vuelo dos, se hallaba el Centro de control de la compañía en el aeropuerto. Un activo y ruidoso conglomerado de gente, escritorios, teléfonos, teletipos, televisores y paneles de información. Su personal era responsable de los preparativos para el vuelo dos y todos los demás de Trans America.
En ocasiones como ésta, con los horarios trastocados por la tormenta, la atmósfera era infernal y la escena recordaba la sala de redacción de un diario en épocas pasadas, vista por Hollywood.
En un ángulo, la Mesa de Control de Carga, cuya superficie era invisible bajo un mar de papeles, estaba ocupada por un hombre joven, barbudo, con el improbable nombre de Fred Phirmphoot[9], pintor abstracto aficionado en sus horas libres, cuya última técnica era arrojar pintura sobre la tela y luego pasarle encima montado en un triciclo para niños; se decía que los fines de semana se bañaba en LSD, y además olía a transpiración, lo que suponía una molestia constante para sus compañeros de trabajo en el Centro de control, caluroso y atestado esa noche, a pesar del frío exterior; más de una vez le habían dicho que se bañara más a menudo.
Pero en cambio tenía gran disposición para las matemáticas y sus superiores juraban que en su trabajo era uno de los mejores. Ahora dirigía magistralmente las operaciones de carga del vuelo dos.
Un aeroplano (como Fred Phirmphoot les explicaba a veces a sus iracundos y aburridos amigos) «es un pajarito que se inclina a un lado y otro, amiguito. Si uno no se aviva, se te ladea para acá o para allá, o a lo mejor para los dos lados a la vez; pero yo, querido, no lo dejo que me haga eso».
El secreto era distribuir el peso en todos los puntos del avión, para que el punto de apoyo y el centro de gravedad coincidieran en determinados lugares; por ende, el avión tendría equilibrio y estabilidad, una vez en el aire. El trabajo de Phirmphoot era calcular cuánta carga almacenaría a bordo del vuelo dos (y de otros) y dónde. Sin su aprobación, ni una bolsa de correo, ni un bulto de carga tenían sitio en el avión. Al mismo tiempo tenía que tratar de introducir la mayor cantidad posible de carga.
—De Illinois a Roma —solía decir— es un espaghetti muy largo, y no te lo pagan en mermelada, amigo.
Trabajaba con gráficos, planos, tablas, una máquina de calcular, mensajes de último momento, un sistema de micrófonos, tres teléfonos y un instinto único.
El supervisor de rampa acababa de preguntarle, por micrófono, si le daba permiso para cargar ciento treinta kilos más de correo en el compartimiento delantero.
—Sí —concedió Fred. Movió los papeles para revisar la lista de pasajeros, que en las últimas dos horas se había alargado. Las compañías calculaban que el peso medio por pasajero era de setenta kilos en invierno y cinco menos en verano. El promedio siempre resultaba una excepción: cuando viajaba un equipo fútbol americano. Los robustos jugadores inutilizaban cualquier cálculo, y los encargados de carga tenían que improvisar otros, según el conocimiento que tuvieran del equipo. Los jugadores de béisbol y hockey no traían problemas porque eran más pequeños y se adaptaban al término medio. La lista de hoy enumeraba únicamente pasajeros normales.
—Lo del correo puede andar, chiquito —contestó Fred pero ese ataúd quiero que me lo pasen a la parte de atrás; por lo que veo en el billete, el finado era gordinflón. Y ese generador «Westinghouse» me lo ponen por la mitad del avión; el resto va alrededor.
Los problemas de Phirmphoot acababan de aumentar: la tripulación del vuelo dos ordenaba salir casi mil kilos más de combustible para maniobras en tierra, aparte de la reserva que tenían para ese fin, debido a las largas demoras sufridas por las máquinas en el campo, antes de salir, con los motores en marcha. Un motor de jet funcionando en tierra consumía tanto combustible como un elefante sediento, y los capitanes Demerest y Harris no querían malgastar el precioso líquido que podrían necesitar en el viaje a Roma. Al mismo tiempo, Phirmphoot consideraba la posibilidad de que el combustible adicional, que ahora estaba bombeando a los tanques de ala del N-731-TA, no se usara en su totalidad antes de partir; por eso había que añadir una parte a lo calculado para el despegue; la cuestión era: ¿cuánto?
Había límites de seguridad en los pesos brutos al despegue, pero en cada vuelo, el objetivo era llevar lo más posible para ganar lo más posible. Las uñas sucias de Fred Phirmphoot bailaron sobre su máquina de calcular haciendo rápidos cálculos. Estudió el resultado acariciándose la barba; olía a transpiración todavía más que de costumbre.
La decisión sobre combustible adicional era una de las muchas que el capitán Vernon Demerest había debido tomar en la última media hora. O mejor dicho, había dejado que las tomara el capitán Anson Harris y él —en su carácter de control de vuelo y responsable definitivo— las aprobaba. Demerest disfrutaba esta noche de su papel pasivo: que otro hiciera casi todo el trabajo sin tener él que abandonar su autoridad. Hasta ahora no había objetado ninguna decisión de Anson Harris, lo que no tenía nada extraño porque la experiencia y veteranía de éste eran casi iguales a las del mismo Demerest.
Harris se había mostrado huraño y seco al encontrarse con Demerest por segunda vez en la sala de tripulantes del hangar de Trans America. Demerest observó, divertido, que llevaba la camisa de reglamento, aunque le quedaba un poco chica y se llevaba con frecuencia la mano al cuello para aflojarlo. Harris había podido hacer el cambio de camisas con un primer oficial que luego se lo contó con gracia a su propio capitán.
Pero a los pocos minutos Harris se humanizó. Profesional hasta las cejas, pobladas y canosas, sabía que ninguna tripulación funcionaba bien en una atmósfera de hostilidad.
En la sala de personal los dos capitanes revisaron sus buzones y encontraron el sobre acostumbrado, que contenía avisos de la compañía para leer antes del vuelo. El resto: informes del piloto jefe, del servicio médico, de investigaciones, cartografía y otros, podían leerlo después, en casa.
Mientras Anson Harris insertaba un par de correcciones en sus manuales de vuelo —que Demerest revisaría luego, según lo anunciado— éste estudiaba los horarios de la tripulación.
Estos se confeccionaban una vez al mes y llevaban la fecha de vuelo de capitanes, primeros y segundos oficiales, así como sus rutas. Otro horario similar colgaba en la sala de azafatas cercana.
Cada piloto pedía, todos los meses, que se le asignara tal o cual ruta, y los más antiguos tenían preferencia. Demerest siempre conseguía lo que pedía, así como Gwen Meighen, cuya antigüedad era equivalente entre las azafatas. El sistema permitía a pilotos y azafatas preparar su tiempo juntos, como lo habían hecho por anticipado Demerest y Gwen.
Anson Harris terminó sus apresuradas correcciones.
—Creo que todo está bien, Anson —sonrió Vernon—. He cambiado de opinión: no los revisaré.
El capitán Harris permaneció impasible, pero apretó más los labios.
El segundo oficial, joven y con dos franjas, Cy Jordan, estaba ahora junto a ellos. Era ingeniero aeronáutico y piloto graduado. Delgado y anguloso, de cara melancólica y huesuda, y siempre con aspecto de hambriento. Las azafatas lo llenaban de comida, pero siempre seguía igual.
El primer oficial que solía volar como segundo de Demerest tenía órdenes de no volar, aunque por su contrato gremial recibiría su paga sin descuentos por el viaje de ida y vuelta. En su ausencia, Demerest y Jordan se repartirían sus obligaciones. Anson Harris estaría a cargo casi exclusivo del vuelo en sí.
—Bueno —les dijo Demerest—, vamos.
El ómnibus, cubierto de nieve, con las ventanas llenas de vapor por dentro, esperaba a la puerta. Las cinco azafatas ya estaban dentro y cuando Demerest y Harris entraron, seguidos de Jordan, los saludó un coro de «buenas noches, capitán». Junto con ellos entró viento y nieve. El chófer cerró la puerta en seguida.
—¡Hola, chicas! —Vernon agitó la mano alegremente y le hizo un guiño a Gwen. Más convencional, Harris dijo «buenas noches».
El viento azotaba el ómnibus mientras el chófer conducía despacio a lo largo del camino limpio de nieve, que se acumulaba a ambos lados. Todos sabían lo sucedido con el camión de comida de United Air Lines, perdido en la nieve, y ningún chófer se arriesgaba. Cerca de la terminal, sus luces brillaron como un faro en las tinieblas. Más lejos, en el campo, una larga fila de aviones salía y llegaba casi sin interrupción.
El ómnibus paró y el personal salió apresurado buscando refugio en la puerta más cercana. Ahora estaban en la parte de la terminal asignada a Trans America. Los portones de pasajeros, incluso el número cuarenta y siete, para el vuelo dos, estaban más arriba.
Las azafatas fueron a completar sus preparativos de viaje mientras los tres pilotos se dirigían a la oficina internacional de despacho de su compañía.
El despachante, como siempre, había preparado una carpeta con la completa información que la tripulación necesitaría. La abrió sobre el mostrador y los tres pilotos se absorbieron en ella. Detrás del mostrador, media docena de empleados preparaban información de todo el mundo sobre rutas aéreas, estado de los aeropuertos y del tiempo, que harían falta para otros vuelos internacionales.
En ese momento Harris dio unos golpecitos con el cañón de su pipa sobre un informe preliminar de carga y pidió que se agregaran los mil kilos adicionales de combustible, al mismo tiempo que miraba al segundo oficial, que revisaba gráficos de consumo y a Demerest. Ambos asintieron sin hablar y el encargado garabateó el pedido.
El encargado en pronósticos del tiempo entró a formar parte del grupo, con los otros cuatro. Era un muchacho pálido y estudioso, que llevaba anteojos sin armazón y no parecía tener mucho contacto personal con la intemperie.
—¿Qué dicen las computadoras, John? —le preguntó Demerest—. Algo mejor que lo de aquí, espero.
Cada vez más, los pronósticos de tiempo y consiguientes planes de vuelo eran obra de máquinas computadoras. Trans America y otras compañías todavía conservaban el elemento personal con empleados que actuaban como agentes de enlace entre las máquinas y las tripulaciones, pero todos sabían que los pronósticos humanos no durarían mucho tiempo.
El aludido sacudió la cabeza y presentó varios gráficos del tiempo.
—Me temo que no, hasta llegar a mitad del Atlántico. Aquí el tiempo mejorará pronto, pero como vas hacia el Este, te encontrarás con lo que se está alejando de aquí. Esta tormenta llega hasta más allá de Terranova —la punta de un lápiz marcó los amplios límites de la tempestad—. Además, en tu ruta, los aeropuertos de Detroit y Toronto están por debajo de sus límites de seguridad y los han cerrado.
El despachante examinó la hoja de teletipo que un empleado le había entregado.
—Agrega Ottawa —dijo—; están cerrándolo ahora mismo.
—Pasada la mitad del Atlántico —prosiguió John— todo tiene buen aspecto. Hay tormentas aisladas en el sur de Europa, como puedes ver, pero a tu altura no te molestarán. Roma está clara y soleada y seguirá así unos días.
—¿Y Nápoles? —Demerest se inclinó sobre el mapa de Europa meridional.
—Tu vuelo no llega allí —la voz pareció sorprendida.
—No, pero me interesa.
—Es el mismo sistema de alta presión de Roma. Tendrán buen tiempo.
Demerest sonrió contento.
El joven especialista en pronósticos comenzó una disertación sobre temperaturas, áreas de baja y alta presión, y vientos superiores. Para la parte del vuelo por encima de Canadá recomendó una ruta más al Norte de lo habitual, evitando los vientos fuertes de frente que se encontrarían más al Sur. Los pilotos escuchaban con atención: por computadora o por cálculo humano, la elección de las alturas y rutas más apropiadas era como un juego de ajedrez, con un posible triunfo de la inteligencia sobre la Naturaleza. Todos los pilotos tenían experiencia y conocimientos en la materia, así como también los encargados de pronosticar el tiempo, más sensibles a las necesidades individuales de cada compañía que sus colegas del Servicio Meteorológico de Estados Unidos.
—En cuanto te lo permita la carga de combustible —dijo el encargado— te recomiendo una altura de diez mil metros, más o menos.
El segundo oficial comprobó sus gráficos: antes de que N-731-TA pudiera llegar tan alto, tendrían que consumir una parte de la pesada carga.
Poco después el mismo oficial informó:
—Podríamos alcanzar diez mil metros cerca de Detroit.
Anson Harris asintió. Su bolígrafo de oro volaba para llenar a tiempo el plan del vuelo que, en seguida, archivaría en Control Aéreo, donde le dirían si la altura buscada estaba libre o no, en cuyo caso le darían alguna otra disponible. Vernon Demerest, que siempre preparaba el plan, hoy se limitó a leerlo cuando estuvo terminado y a firmarlo.
Por lo que veía, todos los preparativos para el vuelo dos se desarrollaban sin tropiezos. A pesar de la tormenta, era de prever que El Bajel Dorado, orgullo de Trans America, saldría a la hora.
Cuando los tres pilotos subieron al avión vieron primero a Gwen Meighen, quien les preguntó:
—¿Ya lo saben?
—¿Sabemos qué? —preguntó a su vez Anson Harris—. Se retrasa una hora la salida. Acaban de avisar al encargado del portón.
—¡Maldición! —gruñó Vernon Demerest—. ¡Maldita sea!
—Según parece —explicó Gwen— muchos pasajeros no han podido llegar, supongo que por la nieve. Algunos telefonearon y Control de salida decidió darles más tiempo.
—¿Y las pizarras? —volvió a preguntar Anson Harris.
—También, capitán; todavía no han anunciado el vuelo, ni lo harán hasta dentro de media hora, por lo menos.
—Bueno, pongámonos cómodos —Harris se encogió de hombros y fue hacia la cubierta de mando.
—Puedo traerles café, si quieren —se ofreció Gwen.
—Lo tomaré en la terminal —contestó Vernon y le hizo una seña—. ¿Por qué no vienes conmigo?
—Supongo que podré —vaciló ella.
—Vayan —decidió Harris—. Una de las chicas me traerá café y sobra tiempo.
Dos minutos después caminaban juntos, Gwen y Vernon, los tacones altos de ella sonando apresurados para no quedarse atrás. Iban al salón principal de la terminal.
Demerest pensaba: puede que esta demora sea lo que me hacía falta. Hasta ese momento el vuelo dos había absorbido sus pensamientos, impidiéndole prestar atención al embarazo de Gwen. Pero ahora, con el café y los cigarrillos, podrían seguir hablando del tema, y quizás él pudiera mencionar abiertamente el asunto que antes había evitado: el aborto.