12

Al principio, después de la descompresión, los que no estaban atados a sus asientos siguieron la suerte de esos mismos objetos y estuvo a punto de tragárselos el agujero que se había abierto. La más amenazada por este peligro era también Gwen. Pero en su caída su brazo se ciñó por instinto, o casualmente, a la base de su asiento Eso impidió que siguiera cayendo y su cuerpo fue un obstáculo que detuvo a los que venían detrás.

Tras la salida inicial de aire, decreció la succión.

Ahora el gran peligro inmediato para todos, heridos o no, era la falta de oxígeno.

En el sangriento caos que era ahora el fondo de la cabina turista del vuelo dos, el doctor Milton Compagno, de Medicina general, ejercía toda su habilidad profesional para salvar la vida de Gwen Meighen, sin estar seguro de lograrlo.

Al explotar la bomba de dinamita de D. O. Guerrero, Gwen, próxima a aquél, recibió toda la fuerza de la onda expansiva.

En otras circunstancias hubiera muerto inmediatamente como él. Pero dos cosas la salvaron… por el momento.

Entre ella y la explosión se interponía el cuerpo de Guerrero y la puerta del baño. Ninguna por sí sola era un escudo eficaz, pero juntas bastaron para atenuar la fuerza inicial del golpe, por una fracción de segundo.

En ese tiempo infinitesimal quedó destruida la piel de envoltura del aeroplano, y ocurrió la segunda explosión: la descompresión.

La dinamita impulsó violentamente a Gwen, arrojándola atrás, gravemente herida y sangrante, pero su fuerza chocó ahora con otra: la columna de aire que surgía arrolladora a través del agujero creado por la rotura del fuselaje en el fondo del avión. El efecto fue similar al encuentro brutal de dos tornados. Al instante triunfó la descompresión, llevándose consigo la primera explosión y disipándola en la noche oscura del espacio, en las alturas a que estaban entonces.

A pesar de la fuerza explosiva no había muchos heridos.

Gwen Meighen, la víctima principal, yacía inconsciente en el pasillo. Junto a ella el joven de cara de búho que agitó a Guerrero al salir del baño estaba herido y sangraba en abundancia, aturdido; pero de pie y consciente. Media docena de pasajeros cercanos sufrieron cortes y contusiones debidos a astillas de metal o vidrio y a fragmentos de la bomba. Otros fueron golpeados, heridos o chocaron con objetos impelidos con fuerza enorme hacia la cola del avión por la descompresión explosiva, pero ninguna herida era de importancia.

Aunque las máscaras cayeron en seguida de sus cajas, pocos pasajeros las agarraron y se las pusieron inmediatamente, como debían hacer.

Pero algunos actuaron antes de que fuese demasiado tarde: las azafatas, obedeciendo a lo que habían aprendido, y estuvieran donde estuvieran, cogieron las máscaras, se las pusieron y ordenaron a otros que las imitaran. Tres médicos que viajaban con sus esposas como miembros de una excursión fuera de temporada, comprendieron la vital importancia de actuar con rapidez, se pusieron sus máscaras y obligaron a hacer lo mismo a quienes los rodeaban. Judy, la inteligente sobrina de Standish, aunque apenas contaba dieciocho años, se puso la máscara y cubrió con otra la cara del bebé que tenía a su lado. Hizo signos rápidamente a los padres del niño y a otros del lado opuesto del pasillo para que hicieran lo mismo. Mistress Quonsett, la anciana pasajera clandestina, testigo de muchas demostraciones en sus vuelos ilegales, sabía cómo obrar. Tomó una máscara y le alcanzó otra a su amigo el oboísta, sin dejarlo salir de su asiento. No sabía si iba a vivir o morir y no le importaba mucho; pero sucediera lo que sucediera no quería perderse nada hasta el último minuto.

Alguien le arrojó una máscara al joven cercano a Gwen; éste, aunque herido y casi sin saber lo que pasaba, por la sangre perdida, consiguió ponerla frente a su cara.

Con todo, al pasar quince segundos —el período crítico— apenas la mitad de los pasajeros aspiraban oxígeno. Los que no lo hacían cayeron en un pesado sopor; quince segundos más y la mayoría había perdido el conocimiento.

Gwen no recibió oxígeno ni ayuda inmediata. La inconsciencia, debida ya a sus heridas, se hizo más profunda.

Fue entonces cuando Anson Harris, aceptando el riesgo de aumentar los daños sufridos por el avión e incluso de provocar su total destrucción, tomó su decisión de zambullirse en picado a toda velocidad, salvando de la asfixia a Gwen y a los demás amenazados de ella.

Un ser humano puede sobrevivir privado de oxígeno, sin que su cerebro sufra daño, durante tres o cuatro minutos.

Durante la primera mitad de la maniobra: un minuto y medio hasta seis mil metros, el aire siguió enrarecido, insuficiente para mantener la vida. Por debajo de este punto, aumentó el oxígeno respirable.

A los cuatro mil metros se podía respirar normalmente. A los tres mil, con tiempo apenas suficiente, volvió el conocimiento a todos los que lo habían perdido, excepto Gwen. Muchos no supieron lo que les había ocurrido.

Poco a poco, a medida que cedía el shock inicial, los pasajeros y azafatas comprendieron su situación. La azafata que seguía en importancia a Gwen, vivaz rubia de Oak Lawn, Illinois, corrió a ver a los heridos del fondo. Palideció, pero preguntó en seguida:

—¿Hay algún médico, por favor?

—Sí, señorita —el doctor Compagno ya se había movido de su asiento sin esperar a que lo llamaran. Bajo, de rasgos afilados, movimientos impacientes y rápido acento de Brooklyn, pasó revista a la escena, consciente del frío, ya muy grande, y del viento que se colaba ruidosamente por el agujero del fuselaje. El lugar de los lavabos y cocina estaba ocupado por un montón de maderas y metales retorcidos y manchados de sangre y humo. La parte posterior del fuselaje estaba abierta hasta el interior de la cola, y dejaba ver los cables de control y detalles de la estructura.

El doctor alzó la voz para que lo oyeran por encima del ruido de los motores y el viento, constante e inevitable ante la falta de protección de la cabina.

—Lleve a todos los que pueda hacia el frente y manténgalos lo más abrigados que le sea posible. Mantas para los heridos.

—Trataré de encontrar alguna —dudó la azafata—. Casi todas las que llevaban habían salido arrojadas del avión por el torbellino de la descompresión, junto con los abrigos de los pasajeros y otros objetos no amarrados.

Los otros dos médicos que acompañaban a Compagno se le acercaron. Uno pidió a otra azafata que le trajera todo el equipo de primeros auxilios que tuviera. Compagno, ya de rodillas al lado de Gwen, era el único que llevaba elementos de la profesión en una maletita.

Era una de sus características; nunca iba a ninguna parte sin ella. Otra era hacerse cargo de todas las situaciones, aunque como médico general quedaba, en sentido profesional, por debajo de los otros dos, médicos internos.

Milton Compagno nunca se consideraba libre de obligaciones médicas. Treinta y cinco años atrás, un joven que había triunfado en la lucha contra su lugar de origen, un barrio bajo de Nueva York, colgó su placa en el barrio italiano de Chicago, cerca de las avenidas Milwaukee y Grand. Desde entonces, como decía su esposa, resignada, dejaba de practicar la medicina nada más que dormido. Le gustaba que lo necesitaran. Actuaba como si su profesión fuese un premio que le habían dado y que si no lo conservaba se le escaparía. Nunca había rechazado un paciente, a ninguna hora, ni había dejado de hacer una visita si se lo pedían. Nunca seguía de largo ante un accidente como muchos de sus colegas, temerosos de complicaciones legales; siempre se detenía, bajaba del auto y hacía lo que podía. Se mantenía al día en sus estudios, pero cuanto más trabajaba mejor se sentía. Daba la impresión de atravesar cada día corriendo, como si su vida, que ya tocaba a su fin, estuviera dedicada a aliviar los males de todos los hombres.

El viaje a Roma, sueño de años siempre aplazado, era para visitar la ciudad natal de sus padres. Él y su esposa estarían fuera un mes y, como envejecía, prometió que ese mes sería de reposo absoluto. Pero estaba seguro de que durante el viaje, o ya en Italia (qué importaba no tener autorización para ejercer allí), haría falta; en tal caso estaba preparado. No le sorprendió que lo necesitaran ahora.

Primero atendió a Gwen, la más grave entre los heridos, recomendando a sus colegas que se ocuparan de los demás.

En el estrecho pasillo, el doctor Compagno movió un poco a Gwen, tratando de escuchar su respiración; todavía se percibía; pero el aliento era superficial e intermitente. Le pidió oxígeno a la azafata con la que hablara antes. Mientras le traía la bolsa y máscara portátiles le revisó la boca para asegurarse de que el aire tendría paso libre; le sacó los dientes rotos y observó mucha sangre parcialmente coagulada; se aseguró de que esto no sería obstáculo para la respiración y ordenó a la azafata que mantuviese en posición la máscara. El oxígeno silbaba. A los pocos instantes la piel de Gwen, hasta entonces de un blanco anormal, recobró algo de color. Entonces se ocupó de detener la sangre, muy abundante en la cara y pecho. Con rápidos movimientos ató una arteria facial con un hemóstato, deteniendo así la peor hemorragia externa y presionó con vendajes en otros sitios. Ya sospechaba una probable fractura de la clavícula y brazo izquierdos; después se ocuparía de la explosión —o algo que lo parecía— en el ojo izquierdo de la paciente; en el derecho, no estaba tan seguro.

El segundo oficial, Jordan, moviéndose con cuidado en torno al médico y su enferma, se puso al mando de las otras azafatas y supervisó el traslado de los pasajeros a la proa del avión. Todos los turistas posibles fueron trasladados a primera clase, colocándolos en cualquier lugar disponible, dos por asiento o en el saloncito semicircular donde quedaban asientos vacíos. La poca ropa que quedaba se repartió entre los que parecían necesitarla más, sin fijarse a quién pertenecía. Como siempre en situaciones similares, nadie negó su ayuda, mostrando altruismo, e incluso a ratos, buen humor.

Los otros dos médicos vendaban a los que habían sufrido cortes, ninguno muy serio. El joven de los lentes, detrás de Gwen en el momento de la explosión, tenía un corte profundo en un brazo, pero se curaría. Además presentaba heridas de menor importancia en la cara y hombros. Por el momento le aplicaron vendajes en el brazo herido, en forma de torniquete, para hacer presión, y le dieron morfina, colocándolo en la posición más abrigada y cómoda que fue posible.

Pero el tratamiento médico y traslado de pasajeros sufrieron una interrupción por las grandes sacudidas que la tormenta, ahora que el avión estaba a escasa altura y en medio de ella, les infligía. La agitación atmosférica era constante y se complicaba a cada momento con caídas o vueltas de costado. Varios pasajeros se mareaban.

Después de informar a la cabina de vuelo por segunda vez, Cy Jordan volvió junto al doctor Compagno.

—Doctor, el capitán Demerest me pidió que le diera las gracias por todo lo que hacen ustedes y los otros médicos. Cuando tenga un momento libre, por favor, vaya a la cabina para informarle qué debe decir por radio sobre los heridos.

—Sostenga este vendaje —ordenó el doctor Compagno—. Apriete fuerte aquí. Ahora ayúdeme a entablillar esto. Usaremos una de esas tapas de cuero para revistas con una toalla por debajo. Tráigame la cubierta más grande que encuentre y déjele la revista dentro. Iré cuando pueda —contestó tardíamente—, pero dígale al capitán que opino que debe hacer un anuncio a los pasajeros lo antes posible. La gente se está recobrando del susto y necesita un poco de aliento.

—Sí, señor —Jordan miró a Gwen, inconsciente; la preocupación le daba un aspecto más lúgubre que nunca—. ¿Se salvará, doctor?

—Puede ser que sí, hijo, pero no es seguro. Mucho depende de la fuerza que le quede.

—Siempre me pareció que tenía mucha.

—¿Era bonita, no? —era difícil saberlo con la carne desgarrada, la sangre y el pelo sucio y revuelto.

—Muy bonita.

Compagno quedó callado. De todos modos esa chica tirada en el suelo nunca sería bonita…, a menos que se hiciera cirugía plástica.

—Le daré su mensaje al capitán, señor —con cara de enfermo él también, Cy Jordan fue hacia la cubierta de mando.

Poco después se oyó la voz tranquila de Vernon Demerest por el micrófono.

—Señoras y señores, habla el capitán Demerest… —el volumen estaba al máximo; Cy Jordan lo había puesto de ese modo para dominar el rugido del viento y los motores; cada palabra se distinguía sin esfuerzo—. Ustedes saben que hemos tenido dificultades… muy grandes. No trataré de decirles otra cosa ni haré chistes porque aquí en la cabina de vuelo no vemos nada gracioso y me imagino que ustedes tampoco. Salimos todos con vida de algo que a nosotros nunca nos sucedió antes y espero que nunca vuelva a sucedernos. Pero salimos. Ahora el aeroplano está bajo control, dimos la vuelta y esperamos aterrizar en Lincoln Internacional dentro de tres cuartos de hora, más o menos.

En las cabinas de pasajeros, donde los de primera y turista se mezclaban sin distinción, cesaron todo movimiento y conservación. Los ojos miraron por instinto a los altavoces suspendidos y todos trataron de oír sin perder palabra.

—Saben, por supuesto, que el avión ha sufrido daños, pero también es cierto que pudieron haber sido mucho mayores.

Micrófono en mano, Demerest se preguntó hasta dónde podía llegar en los detalles… y en la honradez. En sus vuelos le gustaba reducir al mínimo indispensable sus intercambios con los pasajeros. No aprobaba a los capitanes de «larga duración» que bombardeaban a su público indefenso con comentarios surtidos del principio al fin del vuelo. Pero sintió que esta vez debía decir más y que los pasajeros tenían derecho a saber la verdad.

—No les ocultaré que todavía nos quedan algunos problemas por resolver. Haremos un aterrizaje pesado y no estamos seguros hasta qué punto influirá en él el daño que hemos sufrido. Les digo esto porque apenas termine este anuncio, la tripulación empezará a explicarles cómo sentarse y cómo prepararse para el aterrizaje. También les dirán cómo salir del aeroplano con rapidez, si hace falta, en cuanto aterricemos. Si ocurriera esto pórtense con calma, pero no pierdan tiempo y obedezcan las instrucciones de cualquier miembro de la tripulación.

»Tengan la seguridad de que en tierra hacen todo lo posible por ayudarnos —esperó que fuese cierto, recordando cuánto necesitaban la pista tres cero; decidió asimismo que no valía la pena entrar en detalles sobre el estabilizador trabado; la mayoría no entendería, en todo caso. Con voz más optimista continuó—: En cierto modo tienen suerte porque en vez de un capitán experto sucede que tienen dos: el capitán Harris y yo. Somos un par de viejos pelícanos con más de diez años de vuelo de los que nos gusta recordar, aunque ahora comprendemos que toda esa experiencia combinada resulta muy útil. Nos ayudaremos mutuamente, junto con el segundo oficial Jordan, que dedicará parte de su tiempo a estar con ustedes. Por favor, ayúdennos ustedes también. Si lo hacen, les prometo que saldremos de ésta juntos y a salvo.

Abandonó el micrófono.

—Has estado bien; tendrías que ser político —dijo Anson Harris, sin quitar los ojos de los instrumentos de vuelo.

—Nadie votaría por mí —respondió Vernon Demerest con acritud—. A casi nadie le gusta oír la verdad y que le hablen sin rodeos. —Recordaba amargado a la Junta Directiva del aeropuerto reunida en la ocasión de su petición, súplica más bien, para reducir o suprimir la venta de seguros en los aeropuertos. La verdad sin rodeos había resultado, allí, desastrosa. ¿Qué pensarían esos directivos, incluido su cuñado, tan complaciente y seguro de sí mismo, al enterarse de que el seguro comprado por D. O. Guerrero era causa directa de su intención insana de destruir el vuelo dos? Lo más probable era que siguiesen tan complacientes como antes, pero ahora, en lugar de repetir: Eso nunca sucederá, dirían: Lo sucedido fue excepcional y nunca se repetirá. Bueno: si aterrizaban sin percances, y dijeran lo que dijeran, no dejaría, por nada del mundo, de pelear otra vez con todas sus fuerzas para terminar con esa venta de seguros. Pero esta vez lo escucharía más gente. El desastre o semidesastre de esa noche, terminara bien o mal, tenía que atraer la atención de la Prensa, y él aprovecharía la ocasión al máximo. Hablaría sin rodeos con los periodistas sobre el tema de seguros de vuelo, de las autoridades del aeropuerto y en especial de su santo cuñado Mel Bakersfeld. Los genios de relaciones públicas en Trans America no ahorrarían esfuerzos, claro, para mantenerlo incomunicado «en bien de los intereses superiores de la Compañía». ¡Qué hicieran la prueba y ya verían!

La radio vibró.

—Trans America dos, habla Centro Cleveland. Lincoln avisa pista tres cero sigue fuera de uso; están tratando de levantar la obstrucción antes de que ustedes lleguen. Si no lo consiguen aterrizarán en dos cinco.

Demerest recibió el mensaje mientras la cara de Harris reflejaba su desaliento. La pista dos cinco tenía seiscientos y pico de metros menos de longitud, era más angosta y el viento no le era favorable por el momento. Su utilización aumentaría los problemas que ya tenían.

La expresión de Demerest era reflejo fiel de su reacción ante su mensaje.

La tormenta no cesaba y seguía molestándolos. Harris tenía que consagrar casi todos sus esfuerzos para evitar que el avión se moviera demasiado.

—Vuelve con los pasajeros, Cy —ordenó Demerest— y ocúpate de todo. Que las chicas les enseñen a aterrizar bien y que todos lo entiendan. Elige a los más sensatos y asegúrate de que sepan dónde están las salidas de emergencia, y cómo se usan. Si no nos alcanza la pista —y eso es seguro si nos dan la dos cinco— nos haremos pedazos en un segundo; a lo mejor no tendremos tiempo de llegar junto a ellos y ayudarlos.

—Sí, señor —Jordan se levantó otra vez.

Demerest, todavía ansioso por saber de Gwen, hubiera preferido ir en su lugar, pero ni él ni Harris podían alejarse ahora de sus puestos.

Cuando Cy Jordan salía, entró el doctor Compagno. Ahora era más fácil ir y venir desde las otras cabinas porque Jordan había echado a un lado la destrozada puerta.

Milton Compagno se presentó en dos palabras y dijo:

—Capitán, aquí tengo el informe que pidió sobre los herido:

—Le estamos sumamente agradecidos, doctor. Si no fuera por usted…

—Más tarde. —Compagno hizo un gesto de rechazo y abrió una libreta de apuntes con tapa de cuero y lapicito de oro para marcar la página. Fiel a sí mismo ya tenía los nombres de los pacientes, descripción de heridas y detalles de tratamiento—. La herida más grave es su azafata, Miss Meighen. Laceraciones múltiples de la cara y pecho con gran pérdida de sangre, fractura compuesta del brazo izquierdo y, por supuesto, shock. También avise en seguida a tierra que necesitamos un cirujano oftalmólogo en cuanto lleguemos.

Demerest, muy pálido, se obligó a sí mismo a anotar la información recibida en su hoja de vuelo, pero no pudo concluir.

—¡Cirujano oftalmólogo! ¿Quiere decir… los ojos?

—Me temo que sí…, por lo menos, hay astillas en el ojo izquierdo, no puedo saber si de madera o metal. Para decidir si la retina está afectada hace falta un especialista. El ojo derecho no tiene nada, que yo sepa.

—¡Dios mío! —se llevó una mano a la cara, físicamente enfermo.

—Es muy pronto para decir nada seguro. La cirugía moderna hace cosas extraordinarias en los ojos. Pero el tiempo es importante.

—Comunicaremos por radio a la Compañía todo lo que nos ha dicho —le aseguró Harris—. Eso les dará tiempo a prepararse.

—Entonces les diré el resto en seguida.

Demerest escribió como un autómata lo que el médico le dijo. Comparados con Gwen, los demás pasajeros no tenían nada.

—Debo volver para observar si se ha producido algún cambio, —dijo el doctor.

—No se vaya —le pidió Demerest, abrupto.

El doctor lo miró con curiosidad.

—Gwen… Miss Meighen, digo —a él mismo su voz le sonaba, forzada, irreal—, estaba…, está… embarazada. ¿Eso influye en algo?

Anson Harris lo miró con gran sorpresa.

—Yo no podía saber eso —se defendió el doctor—. No será un embarazo muy avanzado…

—No —dijo Demerest sin mirarlo a los ojos. Estaba decidido a no preguntar nada, pero de repente tuvo que saberlo.

El doctor lo pensó un poco.

—No influirá para nada en las posibilidades de recuperación. En cuanto al niño, la madre no estuvo privada de oxígeno lo suficiente para dañarlo, ni ella ni nadie. No tiene heridas abdominales tampoco. —Hizo una pausa y siguió, ya lanzado—: De modo que no debe haber efectos dañinos. Si Miss Meighen sobrevive —y con tratamiento hospitalario inmediato tiene posibilidades de lograrlo—, el niño debe nacer sin dificultades.

Demerest asintió sin hablar, y el médico, tras un momento de dudas, salió.

El silencio entre ambos capitanes fue breve. Lo quebró Anson Harris:

—Vernon, quiero descansar antes de hacer el aterrizaje. ¿Vuelas tú por un rato?

Aceptó y movió manos y pies, sin saberlo casi, hasta las posiciones de control. Agradecía la ausencia de preguntas o comentarios sobre Gwen. No sabía qué podía pensar Harris, pero al menos tenía la delicadeza de guardárselo.

—Yo mandaré esto. —Harris tomó la información del doctor Compagno y llamó por radio al despacho de Trans America.

Para Vernon Demerest el acto de volar era un alivio físico después del shock emotivo de lo que acababa de oír. A lo mejor Harris había tomado eso en cuenta, o tal vez no. De cualquier modo, era sensato que quien estuviese a cargo del aterrizaje conservara su energía.

¿Y el aterrizaje? Sería peligroso, pero Harris parecía seguro de triunfar, y Demerest, considerando su comportamiento hasta ahora, no veía razón para dudarlo.

Harris terminó su llamada, extendió el asiento hacia atrás y descansó.

Junto a él, Vernon trató de no pensar más que en el vuelo, pero no lo consiguió. Para un piloto de su experiencia y habilidad, la concentración total volando a nivel fijo, aun en circunstancias difíciles como éstas, no le resultaba necesaria ni fácil. El recuerdo de Gwen volvía aunque tratara de arrojarlo de su mente.

Gwen… que tenía «probabilidades» de seguir viva, que esta noche era vivaracha, hermosa y llena de promesas, ya no iría a Nápoles con él… Gwen, que una o dos horas antes le había dicho con su voz inglesa, clara y dulce: Sucede que te quiero… Gwen, a quien él también quería, a pesar suyo, y ¿por qué no confesárselo a sí mismo?

Con pena y angustia la vio in mente: herida, inconsciente, y llevando a su hijo dentro; el hijo que él la urgía a desechar como ropa sucia… Pero ella le contestó briosamente: Esperaba que me hablaras de eso… Más tarde se turbó. Es un don, un regalo, grande y maravilloso. Pero de repente, en una situación como la nuestra, una tiene que terminar con todo, desperdiciar y malgastar ese regalo recibido.

Pero al final, convencida por él, admitió: Bueno, supongo que terminaré haciendo algo sensato y tendré un aborto.

Ya no habría aborto. En el hospital al que la llevarían eso no se permitía, salvo si había que elegir entre salvar la vida de la madre o la del niño sin nacer. Por lo que había dicho el doctor Compagno, esa alternativa no se presentaba, y después ya sería demasiado tarde.

Así que si Gwen vivía, también viviría el niño. ¿Era buena o mala noticia? No estaba seguro de alegrarse o lamentarlo.

Recordó algo más que Gwen había dicho: La diferencia entre tú y yo es que tú tuviste una hija…, pase lo que pase siempre habrá alguien, en alguna parte, que es cosa tuya.

Hablaba de esa hija que él no conocía ni de nombre; la niña nacida en el limbo del programa de tres puntos de Trans America, y desaparecida en seguida y para siempre. Hoy había admitido, al ser interrogado, que a veces pensaba en ella. Lo que no había admitido era que pensaba y recordaba más de lo que deseaba hacerlo.

Su hija desconocida tenía once años; sabía su cumpleaños aunque trataba de no recordarlo, pero lo recordaba siempre, y cada año tenía el mismo deseo: poder hacer algo…, aunque sólo fuera mandar un saludo… Debía ser porque Sarah y él no tuvieron hijos (aunque ambos lo deseaban) para compartir con ellos su cumpleaños… Otras veces se hacía preguntas sabiendo que no tenían respuesta: ¿Dónde estaba su hija, cómo era, era feliz? A veces miraba a los niños en la calle; si tenían esa edad, pensaba, si por mera casualidad…, y se reprochaba su tontería. En ocasiones lo asaltaba el pensamiento de que podían tratarla mal o necesitaría ayuda que él no podría hacerle llegar aunque supiera… Ahora sus manos apretaron la palanca de control.

Supo que nunca más podría soportar esa incertidumbre. Su índole misma le pedía cosas positivas, seguras. El aborto le parecía conveniente porque era algo final, definitivo; nada de lo dicho por Anson Harris le había hecho cambiar de idea. Cierto que después podía dudar y hasta sentir pena. Pero sabría.

El altavoz de la radio cortó sus pensamientos como un cuchillo.

—Trans America dos, habla Centro Cleveland. Vuelta izquierda dirección dos cero cinco. Comiencen descenso a dos mil metros. Avisen al salir de zona tres mil.

Demerest tiró hacia atrás los cuatro aceleradores, para empezar a perder altura. Reajustó el indicador de dirección de vuelo y giró a la ruta indicada.

—Trans America dos en dirección dos cero cinco —comunicó Anson Harris a Cleveland—, estamos abandonando ahora los tres mil.

Al descender aumentaron los golpes y caídas, pero cada minuto los acercaba a destino y acrecía la esperanza de salvación. También se aproximaban al punto del camino en que pasarían del Centro de Cleveland al de Chicago. Después de eso quedaban treinta minutos de vuelo antes de entrar en el control de llegada de Lincoln Internacional.

—Ya sabes lo que me apena Gwen —murmuró Harris—. Lo que hay entre vosotros no es cosa mía, pero si puedo ayudarte en algo como amigo…

—En nada —no iba a confiarle cosas a Anson Harris, piloto competente pero, a los ojos de Demerest, una verdadera solterona.

Ahora lamentaba haberse traicionado segundos antes, pero la emoción lo venció, cosa que no le sucedía muy a menudo. Volvió a fruncir el ceño, expresión que utilizaba como escudo para ocultar sentimientos personales.

—Pasamos por los dos mil quinientos —notificó Harris a Control de ruta.

Demerest siguió su curso de descenso siempre atento a lo que le mostraban los instrumentos de vuelo.

Recordó algo de la niña, su hija, nacida hacía once años. Durante semanas antes del nacimiento debatió consigo mismo si debía o no confesar su infidelidad a Sarah y sugerirle que adoptaran al bebé. Pero al final le faltó valor. Temió la reacción escandalizada de su mujer, y que nunca aceptara al niño, cuya presencia sería para ella un constante reproche.

Mucho después, demasiado tarde, comprendió que había sido injusto con ella. Cierto que hubiera sentido escándalo y pena, como ahora si supiera lo de Gwen, pero poco hubiera tardado en dominar la situación, acostumbrada como estaba a resignarse y a aceptarlo todo. A pesar de su placidez y lo que él llamaba su opacidad, a pesar de sus actividades de burguesa suburbana, clubs, pintora aficionada y demás, su mujer tenía una base de sólida cordura. Debía de ser por eso por lo que seguían casados y él nunca podía pensar seriamente en el divorcio.

Sarah hubiera encontrado alguna solución, después de hacerlo sufrir por un tiempo, quizá largo. Pero hubiera consentido en la adopción, y el niño —la niña— nunca hubiera sufrido en absoluto; de eso se ocuparía Sarah, porque ella era así. Pensó: si…

—La vida está demasiado llena de «Si»… —dijo en voz alta.

A dos mil metros niveló, avanzando los aceleradores para mantener la velocidad. Los motores gimieron más fuerte.

Harris estaba ocupado cambiando de frecuencias de radio y comunicándose con el Centro de Chicago, pasado ya el punto de transición. Le preguntó si había dicho algo y Demerest negó.

La tormenta seguía tan violenta como siempre y jugaba con el aeroplano sin piedad.

—Trans America dos, ya estamos en contacto por radar —dijo una nueva voz del Centro de Chicago.

Harris seguía atendiendo las comunicaciones.

Demerest siguió pensando que, en lo concerniente a Gwen, lo mismo daba decidir ahora que después.

Bueno: afrontaría las lágrimas y reproches de Sarah, su cólera incluso, y le contaría lo de Gwen.

Admitiría su responsabilidad por el embarazo de la chica.

La histeria dominaría su hogar por varios días, y sus efectos durarían semanas o meses, tiempo en el que le tocaría sufrir en grande. Pero una vez pasado lo peor ya buscarían una solución. Era extraño, pero no tenía la menor duda al respecto; una prueba de su confianza en Sarah, imaginó.

No tenía idea del resultado final, y mucho dependería de Gwen. A pesar de lo dicho por el médico sobre la gravedad de sus heridas, él estaba convencido de que saldría de ésa. Gwen tenía espíritu y valor; aún inconsciente, lucharía para vivir y al fin se ajustaría a las desventajas que pudieran surgir. También tendría deas propias acerca del bebé y no era seguro que quisiera cederlo. No toleraba que la dominasen ni le dijesen lo que debía hacer. Pensaba por cuenta propia.

Podía suceder que se viera cargado con dos mujeres, en lugar de una, más un hijo. ¡Esa sería una solución admirable!

Quedaba planteada la cuestión: ¿Hasta dónde llegaría Sarah?

¡Qué lío, Dios!

Pero ahora que había tomado la primera decisión, estaba seguro de que el resultado final sería algo bueno. Con todo lo que iba a costarle en angustia y dinero, pensó con fuerza, mejor que fuera algo bueno.

El altímetro en movimiento marcó mil seiscientos metros.

También estaba la criatura, claro. Ya empezaba a pensar en eso con otro punto de vista. Por supuesto, nada de ponerse pegajoso y sentimental como hacían algunos —Anson Harris por ejemplo— cada vez que le hablaban de niños; pero después de todo sería su hijo. Una nueva sensación, por cierto.

¿Qué había dicho Gwen en el auto, camino del aeropuerto?… Un pequeño Vernon Demerest dentro de mí. Si es varón lo llamaremos Vernon Demerest Segundo, como hacen los americanos.

A lo mejor no era mala idea. Rió entre dientes.

—¿De qué te ríes? —preguntó Harris mirándolo de costado.

—¡No me río! —explotó—. ¿De qué diablos me reiría? ¿Qué motivo tenemos ninguno de nosotros para reírnos?

—Me pareció oírte —Harris se encogió de hombros.

Es la segunda vez que oyes cosas imaginarias. Después de esta prueba de vuelo deberías hacerte una prueba de oídos.

—No tienes por qué ser desagradable.

—¿De veras? ¿De veras? Quizá lo que hace falta en esta situación es alguien desagradable y malo.

—Si es cierto, nadie mejor que tú.

—Cuando termines de hacer preguntas estúpidas empieza a volar de nuevo y déjame hablar con los idiotas de tierra.

—¿Por qué no, si quieres? —Harris volvió el asiento a posición normal—. Yo ya estoy harto de eso.

Abandonando los controles, Demerest cogió el micrófono. Se sentía mejor, más fuerte, por la decisión tomada. Ahora podía ocuparse de cosas más inmediatas. Con la voz más áspera que pudo encontrar dijo:

—Centro Chicago, habla el capitán Demerest, Trans America dos. ¿Siguen escuchando ahí abajo o tomaron un somnífero y se fueron a dormir?

—Habla Centro Chicago, capitán. Escuchamos, y nadie se fue a hacer nada —en la voz había un reproche que Demerest desoyó.

—¿Entonces por qué diablos no hacen nada? Tenemos problemas serios y precisamos ayuda.

—No se retire, por favor —una pausa y otra voz—. Habla el supervisor del Centro de Chicago. Capitán Trans America dos, oí su última transmisión. Por favor entienda que hacemos todo lo posible. Antes de entrar en nuestro sector, más de diez personas ya trabajaban para alejar a otros aviones de su ruta; siguen en eso. Le damos prioridad, frecuencia de radio sin interrupciones y un camino derecho a Lincoln.

—No basta —ladró—. Escuche bien, supervisor. El camino en línea recta a Lincoln no me sirve de nada si termina en la pista dos cinco o cualquier otra que no sea tres cero y no me diga que está fuera de uso; ya lo oí antes y sé por qué. Escriba esto y ocúpese de que lo entiendan bien en Lincoln. Este avión va muy cargado y tenemos que aterrizar muy rápido. Además, tenemos daños de estructura, incluso un estabilizador inservible y control de volante dudoso. Si nos llevan a dos cinco, habrá un aeroplano destrozado y varios muertos antes de que pase una hora. Llame a Lincoln, señor mío, y apriételes los tornillos. Dígales que no me importa cómo, por mí pueden volar en pedazos lo que obstruye tres cero, pero necesito esa pista. ¿Entiende?

—Sí, Trans America dos, entendemos muy bien —la voz del supervisor no denotaba la mínima alteración, pero era un poco más humana que antes—. Ya pasamos su mensaje a Lincoln.

—Bueno —Demerest apretó el botón transmisor—. Tengo otro mensaje para Mel Bakersfeld, gerente general del aeropuerto de Lincoln. Déle el mensaje anterior y agregue esto, personal de su cuñado: «Contribuiste a que sucediera todo esto, gusano, por no escucharme cuando te hablé de la venta de seguros en el aeropuerto. Ahora tienes una deuda conmigo y con todos los que van a bordo de este avión: mueve ese trasero de pingüino y limpia la pista que me hace falta».

—Trans America dos —la voz estaba cargada de duda esta vez—: Hemos copiado su mensaje. ¿Está seguro de que quiera que usemos esas mismas palabras?

—Chicago —la voz de Demerest sonó como un golpe de martillo—. ¡Estoy seguro, como mil demonios, de que quiero que usen esas mismas palabras! Les ordeno que manden ese mensaje: rápido, fuerte y clarito.